miércoles, 29 de octubre de 2008

Alice


Hace algunos días volví a ver Alice (1990) en televisión por cable. Y aunque para muchos esta comedia protagonizada por Mia Farrow representa el comienzo de la decadencia de Woody Allen, a mí me encanta la historia de esta ama de casa casada con un médico multimillonario, madre de dos lindos niños que después de 16 años visitando a diario las tiendas más caras de Manhattan, asistiendo a galas benéficas y redecorando su apartamento en la Quinta Avenida, acude a un acupunturista chino para ver si le encuentra algún sentido a su vida.
No se asusten, no me siento identificada con Alice, pero no niego que disfrutaría un mundo las misteriosas hierbas que dan el don de la invisibilidad, y ni se diga su tarjeta dorada que se desliza sin miedo por las exclusivas tiendas de Madison Avenue. Definitivamente, Alice no soy yo, aunque haciendo memoria hace mucho tiempo conocí a una Alice que también llevaba una vida privilegiada neoyorquina.
Fue a fines de los años setenta, recién cumplidos 15 años mis padres me mandaron a un internado en las afueras de la ciudad de Nueva York para que aprendiera inglés. Mi vecina de cuarto, Alice, era una linda chica algo mayor que yo, de larga melena rubia y temperamento vaporoso.
Un anacronismo de los años sesenta: parecía una de esas flower girls que bailó en Woodstock bajo la lluvia. Y yo de lo más Fiebre del Sábado por la Noche. Sin embargo, nos hicimos buenas amigas y cuando al cabo de un año regresé a Caracas, nos prometimos: “We´ll keep in touch” .
Promesa que ninguna de las dos cumplió.
26 años después, viendo como la Alice de Mia Farrow sigue sus impulsos altruistas, me pregunté qué camino habrá tomado mi amiga Alice: ¿será una activista que marcha contra la invasión a Irak? o ¿se habrá dejado llevar por el lujo de la Gran Manzana y hoy es una matrona de la alta sociedad?
Si de algo sirve vivir en esta era globalizada, es que con una sencilla búsqueda por Internet y un poco de suerte, el destino de Alice dejaría de ser un misterio, así que escribí su nombre completo en Google, y con los dedos cruzados le di a la tecla de buscar. A los pocos segundos ahí estaba: ya no tan delgada, con anteojos, tatuada, pero la misma Alice que me enseñó a bailar las canciones de The Rocky Horror Picture Show.
Dragonflies Dreams, la página web de Alice, me puso rápidamente al día: divorciada, sin hijos, vive en Santa Fe, Nuevo México. El arte le sale hasta por los poros, y no es una figura literaria, Alice está tatuada de hombro a hombro con flores y libélulas, además de ser una de las principales exponentes del Mail Art (arte de correo) una cofradía de artistas que creen que el arte no se debe limitar a paredes y a museos, sino que es una energía que debe fluir, por eso los seguidores del Mail Art meten sus obras en sobres y se las envían los unos a los otros para exponerlas en lugares inusitados como el baño de un bar en Montpellier o un domingo en la tarde en algún parque de Kuala Lumpur.
Pero no todo es arte en la vida de Alice, a pesar de adorar a sus padres adoptivos, sintió la necesidad de encontrar a su familia biológica, lo logró, y aunque su madre biológica murió antes de que ella la conociera, hoy tiene una estrecha relación con sus medio hermanos. Ni tampoco todo es felicidad en la vida de Alice, en diciembre de 2000, en una visita de rutina a su ginecóloga, le sintió un pequeño bulto en un pecho que resultó ser cáncer.
Apenas supo el diagnóstico, Alice comenzó a publicar en Internet un diario narrando su travesía por el cáncer de mama escrito sin sentimentalismos, con cierto sentido de humor, un poco de rabia, algo de “por qué a mí”, pero también con mucho hay que echarle pichón.
Cinco años después, Alice sigue pintando flores y libélulas que viajan libres por el mundo. Ya no se pregunta “¿Por qué a mí?” Ella sabe que una de cada nueve mujeres se enfrentará en algún momento de su vida a ese temible diagnóstico que hoy no implica una sentencia a muerte, porque gracias a la detención temprana, el cáncer de mama es uno de los más curables.
Como octubre es el mes de los lacitos rosados, quise recordarles que hay que palparse los pechos mensualmente, y que después de los cuarenta, nos sale nuestra mamografía anual. Y qué mejor manera de hacerlo que contándoles de Alice, de su hermosa vida que se hizo más hermosa tras combatir el cáncer.
Artículo publicado en El Nacional en octubre de 2005. La ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.

domingo, 26 de octubre de 2008

El crash de la socióloga.



Cuando Crash de Paul Haggis ganó el Oscar a la mejor película de 2005, no sólo Jack Nicholson -a quien le tocó leer la película ganadora- quedó boquiabierto, también la crítica norteamericana: en una lista de las 100 mejores películas de ese año según los principales 15 críticos del medio, Crash quedó en el puesto 58, empatada con el Señor y la Señora Smith; muy por debajo de las otras nominadas: Brokeback Mountain (2), Capote y Goodnight and Good Luck (empatadas en el tercer lugar), y Munich de Spielberg de quinta. La favorita de los críticos fue Grizzly Man de Werner Herzog, un documental sobre un ambientalista que pasó 13 veranos filmando osos salvajes en Alaska, hasta que por fin uno se lo comió.
Pero ¿por qué esa tirria con Crash? Algunos críticos la consideraron una presentación Power Point de clichés raciales con giros efectistas. Otros dijeron que darle el Oscar como mejor película fue una manera acomodaticia de la Academia de negárselo a Brokeback Mountain (que sí trasgredía esquemas puritanos narrando una historia de amor gay entre vaqueros). Premiar a Crash era como jactarse: "Miren que liberales somos admitiendo que hay racismo en Los Angeles".
Me atrevería a apostar que los espectadores caraqueños coinciden más con la Academia que con la crítica. De eso me dí cuenta cuando la Sociedad Psicoanalitíca de Caracas me invitó a participar en el foro sobre Crash un sábado en la mañana en el cine Trasnocho.
"¿A quién le va a interesar Crash dos meses después de haber sido estrenada en Caracas?" pensé, y acepté con la certeza de que irían cuatro gatos, lo que era un alivio porque sufro de miedo escénico.
No fue así, las piernas me temblaban mientras el cine se iba llenando. Afortunadamente, Adriana Prengler, mi copanelista, como la excelente psicoanalista que es, logró bajarme el nivel de estrés, y una vez finalizada la película, después de un receso y siguiendo los tips de mi amiga Carolina Espada para hablar en público: "Hazlo despacio, con aplomo y modula", arranqué mi disertación que no era sino un breve recorrido por la lucha por los Derechos Civiles en los Estados Unidos contra la intolerancia racial, agregándole una dosis de humor, un poco de farándula y apenas un toque de política, porque la política todo lo pone piche.
Le confesé al público que a pesar de los estereotipos que le achaca la prensa norteamericana, Crash me conmovió por esa sensación de lo que llaman "la otredad": los personajes de la película - en este caso por motivos raciales— son incapaces de establecer empatía. El que no es como yo, no vale la pena. En lo que no quise ahondar fue en que esa distancia, ese desprecio,lo siento similar al que vivimos día a día en una Venezuela donde las diferencias políticas nos han vuelto hinchas de bandos irreconciliables. Ni siquiera aceptamos matices. Somos tan irascibles con "el otro", el que no piensa como yo, como los personajes de Crash.
Pero preferí no meterme en profundidades políticas, no un sábado de cine, así que después de la interesante ponencia de la doctora Prengler; comenzó la ronda de intervenciones desde el norteamericano orgulloso porque en su país, a pesar de sus defectos, se hacen películas como Crash, hasta la madre rubia cuya familia de tez morena sufre a diario el racismo en Venezuela. Sin faltar quien encontró un mensaje de amor en la película y quienes ven reflejada en Crash a nuestra hipócrita sociedad.
Todo iba bien hasta que en mis palabras de despedida se me ocurrió mencionar la otredad política, apenas dije "política" saltó de la cuarta fila una muchacha despeinada gritando: "¡No aguanto la ignorancia! ¡Tengo 7 años soportándola! ¡La tolerancia tiene un límite y este es el mío, yo me voy!".
Y entre los murmullos de horror del público, la chica hizo su salida triunfal.
Superado el trance y acabado el foro, busqué a la pasionaria (que después de todo no se había ido) para preguntarle qué demonios dije yo para que se pusiera como Linda Blair en El Exorcista.
"No le pares", me contestó. Y aunque no se disculpó me confesó que era muy impulsiva. Me contó que era socióloga, no era chavista, pero creía que los escritores estábamos desconectados de la realidad nacional y a la política le achacábamos todos nuestros males.
A pesar de su sentido reproche, la repentina explosión de la socióloga me dio la razón, por lo menos en eso de la "otredad": bastó con decir la palabra "política" para que el verdadero crash en el cine Trasnocho comenzara dos horas después de terminada la función.


Publicada en Ficción Breve.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La requisa del Privatdozent


Mientras el actor Sean Penn regresó a Venezuela el pasado fin de semana por segunda vez en un año para seguir su interesante diálogo con el presidente Chávez y ver, como quién no quiere la cosa, qué posibilidades habrá para hacer una coproducción con la Villa de Cine; el catedrático chileno Fernando Mires, profesor en la universidad de Oldemburg, doctor de de Ciencias Sociales y de Filosofía Política, Privatdozent de Politíca Internacional en Alemania; el sábado 18 de octubre fue detenido en el Aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía para ser requisado e interrogado durante varias horas por efectivos de la Guardia Nacional cuando estaba por abordar el vuelo de Lufthansa a Frankfurt.
La invitación a Caracas al profesor Mires se la hizo la Universidad Central de Venezuela para que sirviera como orador de orden en el aniversario de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, acto en el que según el editorial de Tal Cual, un grupo de estudiantes chavistas se dedicó a sabotear su discurso.
Mires ha sido implacable crítico del proceso revolucionario bolivariano, por eso dudó antes de viajar a nuestro país, sabía que a algunos periodistas nacionales recientemente les habían retenido sus pasaportes en el aeropuerto, y que el gobierno se estaba alimentando de teorías magnicidas en las que convenientemente se veían involucrados cuantos enemigos del proceso se les ocurriera, pero sus amigos venezolanos lo convencieron de que la cosa no era para tanto, y aquí estuvo, no como visitante de honor en el Palacio de Miraflores, sino en la casa que vence las sombras.
“¡Ayyy vale, la UCV”!, dijo uno de los GN que detuvo al profesor en el aeropuerto, ante lo que debió haber considerado un contrarevolucionarísimo motivo de visita.
Así que como si fuera un narcotraficante, un terrorista, o lo hubieran encontrado con un maletín repleto de dólares en su haber, Mires fue sometido por un grupo de guardias militares a un exhaustivo interrogatorio.
Cuenta el humillado profesor en una carta publicada hoy en El Nacional, que cuando estaba ya muy cansado, antes de que comenzaran una cuarta ronda con las mismas preguntas: "¿Qué hace en Venezuela? ¿Quién lo invitó? ¿Dónde se alojó? ¿A quienes contactó?", pidió que lo dejaran llamar por teléfono. Como lo ignoraron, pidió que llamaran a la Embajada Alemana, o a la Chilena. De pronto, el grupo del operativo desapareció sin dar una explicación. Sólo quedó un militar sentado que con un gesto le indicó que podía entrar en el avión. Al buscar su maletín, lo encontró abierto: "lejos de mí, los calcetines y mis anteojos de lectura en el suelo. Ordeno mis cosas y entro en el avión. Me duele mucho la cabeza”.
A Mires la cabeza le debió haber explotado cuando un grupito de turistas europeos, emocionados de presenciar cómo azuzan los funcionarios oficiales a un supuesto agente de la Contrarrevolución, coreaban: “¡Jaféz!¡Jaféz!”.
¡Viva el turismo revolucionario, carajo!

El oficio




Publicado en inglés en 1994 (la edición de DEBOLSILLO es de 2007, en Caracas se consigue a 35 bolívares) en "El Oficio, un escritor, sus colegas y sus obras" Philip Roth recopila una serie de conversaciones con otros escritores -encargos de diversas revistas entre 1976-199o- algunos de ellos: Milan Kundera, Primo Levi e Isaac Bashevis Singer; además de dos semblanzas y una relectura del premio Nobel de Literatura norteamericano Saul Bellow.
La mayoría de las conversaciones son con escritores judíos, quienes reflexionan precisamente sobre su judaísmo, sobre temas como escribir en yiddish, sobre la deuda a Kafka, y cómo lograron sobrevivir el holocausto:
"El pensamiento y la observación fueron factores de supervivencia para mí, es verdad; pero en mi opinión, prevaleció la mera suerte", le aseguró Primo Levi en 1986.
Así como otros escritores sobrevivieron régimenes totalitarios:
"La prohibición de publicar iba ligada a un completo ostracismo social, que incluía en muchos casos, la prohibición de ejercer ninguna actividad laboral para la que el escritor estuviera cualificado", recordaba el escritor checo Ivan Klíma.
Pero la mejor conversación del libro, la más intensa, fue la que sostuvo Roth con la reclusiva escritora irlandesa Edna O'Brien, al final de la entrevista Roth le pregunta si ella creía que había alguna diferencia a la hora de escribir entre ser un hombre o ser una mujer.
O'Brien contestó:
"Ninguna diferencia. Usted, al igual que yo, trata de hacer algo de la nada y la ansiedad es extrema. Cuando Flaubert dice que en su cuarto resuenan ecos de maldiciones y de gritos de angustias, podría estar hablando del cuarto de trabajo de cualquier escritor. Así y todo, no creo que aceptásemos otro modo de vida, si se nos ofreciera. Hay algo estoico en esto de seguir al pie del cañón, totalmente a solas".

martes, 21 de octubre de 2008

Suburbia Madame Bovary


Tres jóvenes madres se reúnen todas las mañanas en un parque infantil de un suburbio norteamericano. Conversan mientras sus niños juegan. Una cuarta mamá prefiere leer. Cuando entra un apuesto papá en escena, no le dirigen la palabra, aunque se refieren a él como el chico más guapo del baile. Se conforman con verlo de lejos. Hablar con el papi representaría un desequilibrio en sus monótonas pero perfectas vidas clase media. “¡Nos tendríamos que maquillar!”, tratan de explicarle a la mamá lectora. El papazote, por guapo y varón, sólo puede ser marginado.
La primera escena de la película “Secretos íntimos” (2006) de Todd Field resulta marciana para las caraqueñas, porque si bien en nuestra ciudad viven cientos de aburridas mujeres clase media, todas se maquillan hasta para ir a la farmacia. De un papirruqui solo paseando a su niño, digamos, en el parque de Colinas de Valle Arriba, no quedaría ni el huesito.
Quizás las urbanizaciones del sureste de Caracas son el fenómeno que más se acerca a los suburbios gringos, tranquilos vecindarios supuestamente protegidos de los vicios de las grandes ciudades, aunque en nuestro valle ni con mil alcabalas lograríamos conseguir la frágil sensación de seguridad de vivir en una comunidad donde los niños transitan por las calles en bicicleta y se cumplen todas las normas cívicas de buen comportamiento. No sólo porque la delincuencia no respeta alcabalas vecinales, sino porque las virtudes criollas no dan para tanto.
Pero no hay que seguir la serie televisiva “Amas de casas desesperadas” para saber que hay algo podrido en los suburbios estadounidenses, en el caso de “Secretos íntimos” basada en la novela de Tom Perrota: “Little Children” (Juegos de niños), la podredumbre tiene varios aromas, el más suave es el de la infidelidad.
Si las madres del parque condenan un beso impulsivo, qué no serían capaces de hacer ante la amenaza de un pederasta exconvicto viviendo en el vecindario. ¿Cómo culparlas?
En este puritanismo radica la sátira social de la película, porque tratando de mantener impoluto ese Shangrilá de casas de veredas blancas, niñitos rubios y sexo programado, el alma humana saldrá mal parada.
Kate Winslet en el papel de Sarah es la perfecta Madame Bovary de suburbia: siempre vestida de blue jean es bonita sin ser bella, inconforme, fastidiada; el objeto de su pasión, un lampiño y musculoso Patrick Wilson, tan poco merecedor de su afecto como los amantes de Emma Bovary.
Completando el “a este vecindario se lo llevó el diablo” está un bizarro Jackie Earle Haley en el papel de Ronnie, exhibicionista no sabemos si reformado, que protegido por su anciana madre, se niega a abandonar el paraíso suburbano.
Sin embargo en la película de Field al final los timoratos vecinos pueden sentirse seguros: la institución del matrimonio prevalece y gracias a un salvaje sacrificio, la comunidad quedará a salvo.
Tom Perrota, autor de la novela y del guión, es menos lapidario en el cine que en la literatura: al terminar la última página de “Juego de niños”, la pesadilla de la frágil seguridad suburbana apenas comienza.
Aquellos que sueñan con el american dream deberían ver “Secretos íntimos”, o mejor aún, leer “Juego de niños”, quizás entenderían la lección que nos legaron Adán y Eva cuando cedieron ante la tentación de la serpiente: que en la esencia del ser humano, por lo visto, no está vivir en el edén.
Crónica publicada en la revista Contrabando.

domingo, 19 de octubre de 2008

Kramer vs. Kramer 29 años después



Pertenezco a la primera generación para quien el divorcio no era un escándalo, y aunque no crecí en un hogar de padres divorciados, a partir de los años 70, familiares, amigos de mis papás y papás de mis amigos comenzaron a divorciarse como si fuera una epidemia, y lo que tan sólo una generación atrás era un estigma que se evitaba a cualquier costo, poco a poco se volvió usual. El otrora escándalo que representaba el fin de un matrimonio pasó a ser un simple chisme de salón.

Por eso sorprende que una película como Kramer Vs Kramer de Robert Benton, estrenada en 1979, cuando ya los divorcios eran bastante comunes, hoy parezca tan obsoleta.

La película ganadora de cinco premios Oscar de la Academia entre los que destacan mejor película, mejor actor a Dustin Hoffman, y mejor guión; basada en la novela de Avery Cortman, vista en 2008 logra sustentarse ante un espectador moderno sólo durante la primera parte del film, porque un padre workahólico a quien su mujer lo abandona sorpresivamente y se ve obligado a cuidar a su hijo de seis años, bien puede ser una historia contemporánea: Ted Kramer, joven publicista en ascenso, se le mueve el piso la noche que llega a su apartamento en Nueva York para encontrarse a su esposa Joanna (Meryl Streep) con las maletas hechas, después de pasar ocho años dedicados a ser esposa y madre, desea reencontrarse como persona. Para lograrlo, por lo menos por un tiempo, deja al pequeño Billy (Justin Henry) al cuidado de su padre.

Ese “por un tiempo” termina siendo más de un año en el que Ted pasa de ser un competente publicista a un abnegado papá, perdiendo su lucrativo trabajo en Madison Avenue pero ganando el amor de su niño.

Hasta ahí todo va bien, la conmovedora relación de un hijo y su padre aprendiendo a conocerse y a quererse con una espectacular ciudad de Nueva York como escenario; pero cuando Joanna regresa después de un año desaparecida, renovada, con un buen trabajo, exigiendo la custodia de Billy, comienzan los problemas, no sólo para Ted, sino también para el espectador moderno quien se ve obligado a presenciar los argumentos más absurdos que se han filmado en un una corte de justicia.

La película que en el año 1979 ganó el Oscar al mejor guión, hoy sería un decálogo de la incorrección política, en el caso del abogado que defiende el derecho de Ted a conservar a su hijo, trata de desprestigiar a Joanna asegurando que al conseguir trabajo, ya no se podrá ocupar de Billy como solía hacerlo. En el caso del abogado de Joanna, trata de desprestigiar a Ted precisamente por lo contrario: por haber puesto a su hijo como prioridad ante el trabajo. El rol de la mujer es sacrificarse como profesional, y el rol del hombre es ser proveedor.

El final también es fácil y complaciente, pero a pesar de ello, 29 años después de estrenada Kramer vs. Kramer, todavía es una satisfacción verla en televisión para descubrir a Meryl Streep comenzando su carrera, y a Dustin Hoffman en una época en la que un actor bajito y narizón, podía ser el galán mejor cotizado de Hollywood.

sábado, 18 de octubre de 2008

El Betancourt de Alfredo


Cuando estudiaba con Alfredo Sánchez en el colegio Santiago León de Caracas a principios de los años 80, rara vez conversábamos sobre política, lo nuestro era la música, a pesar de que a Neco (como lo llamamos sus amigos) la política le venía de cuna siendo nieto de Valmore Rodríguez, uno de los fundadores del partido Acción Democrática; e hijo del cantante Alfredo Sadel, adeco más que entusiasta. Sadel y su esposa Rosita eran compadres de Rómulo Betancourt, pero Neco, como cualquier joven de los 80 con una adecuada dosis de rebeldía, distaba de ser militante de AD.
Por eso cuando fui a ver en el cine Paseo: “Rómulo Betancourt y la Revolución del siglo XX” dirigida por Alfredo Sánchez, pensé que dado el parentesco, me encontraría con un viaje sentimental como lo fue “Aquel Cantor”, su hermosa ópera prima donde a través de testimonios de amigos y familiares, el novel director hizo una travesía por la vida y la carrera artística de su padre. Qué equivocada estaba, la película sobre Betancourt de Alfredo Sánchez de sentimental no tiene nada, a menos que nos pongamos sentimentales por lo que pudo ser la democracia civil en Venezuela y no fue, porque “Rómulo Betancourt y la Revolución del Siglo XX” no trata sobre la vida de un hombre sino sobre la historia política de un país.
Así que quien vaya al cine esperando saber sobre los orígenes de Betancourt, anécdotas de su infancia en Guatire, de sus amores, o si fue un papá consentidor; se equivocó de película, porque la única anécdota personal que Neco permite colar en pantalla es que Renée Hartmann, la segunda esposa del entonces ex presidente de Venezuela, en el año 1973 abandonó el hogar por unos días por un desacuerdo con respecto al futuro político de su marido. Pero aquel que piense que la ausencia de la vida privada del líder adeco puede hacer de la película un ladrillo, también se equivoca: gracias a un dinámico montaje que combina un panel de políticos, periodistas e historiadores de primera línea con una buena selección de archivo de imágenes, se va hilvanando el personaje de Rómulo Betancourt como eje fundamental de la historia de Venezuela del siglo XX que comienza con el gobierno de Juan Vicente Gómez, y culmina con el ascenso al poder de Hugo Chávez Frías.
Jorge Olavarría, Manuel Caballero, Rafael Poleo, Guillermo García Ponce, Jesús Sanoja Hernández, Teodoro Petkoff, Douglas Bravo, están entre los expositores de los que se sirve Alfredo para demostrar la irrefutable importancia del liderazgo de Betancourt desde sus primeros mítines del movimiento estudiantil del año 1928, hasta la entrega de la banda presidencial en 1968 a su sucesor Raúl Leoni. Quizás si algo le falta a este documental es que más allá de una breve aparición de la periodista Alicia Freilich, hay una sentida ausencia de voces femeninas.
A pesar de mi feminismo herido, qué orgullo saber que mi pana Neco realizara esta película con las uñas, sabiendo que el género no es comercial y que el actual gobierno es capaz de darle 18 millones de dólares al actor norteamericano Danny Glover para un proyecto sobre un prócer haítiano, y ni un bolívar fuerte a una película venezolana sobre Betancourt; pero ahí está, proyectándose los miércoles en el Trasnocho Cultural, siempre que encuentre público que la apoye… y estoy segura de que así será.
La función del próximo miércoles es a las 8.30 p.m, pero llamen al cine para confirmar la hora.
Artículo publicado en El Nacional, 18 de octubre de 2008.

jueves, 16 de octubre de 2008

Dancing queen


Mi primer aborrecimiento musical fue el grupo sueco ABBA: en la adolescencia oía sus éxitos en la radio como quien oye deslizarse una uña por un pizarrón. No había hit de Agnetha, Björn, Benny y Frida que no me diera dentera: Chiquitita, Fernando, The winner takes it all… ¡grrrrr! No podía entender cómo este desangelado grupo de catires lavados que se vestían como estrellas de patinaje sobre hielo, tuviera semejante presencia no sólo en la radio venezolana, sino en el mundo entero.
No me las doy de avanzada: no se puede decir que a mediados de los años 70 fuera una treceañera de pelo azul que silbara Sex Pistols. Mas bien era como cualquier chica fresa de mi época que le gustaba la música disco, lloraba oyendo los Carpenters y se sabía todas las canciones de los Bee Gees; pero al grupo ABBA no lo toleraba, sensación que sólo ha sido igualada cuando hoy entro a una farmacia, está Ricardo Arjona de música ambiental, y salgo con un pote de Maalox de más.
Por eso es paradójico que en un reciente viaje a Nueva York llevara a mis hijas a ver la obra Mamma mía, cuyo libreto fue escrito alrededor de las canciones de ABBA: ¿acaso la maternidad me torció el gusto? ¿O la nostalgia es más poderosa que el asco? No, tan sólo que una tarde vi en Sonny Entertaintment Televisión un capítulo de Will & Grace (para quien no conoce esta serie, trata sobre la amistad de un abogado gay y una neurótica diseñadora) en el que Will se deja sobornar por su amigo Jack a cambio de una entrada al musical Mamma Mía. Viendo al entusiasta Jack y al rígido Will cantar las canciones del grupo ABBA con fervor, me sorprendí cantándolas y bailándolas al otro lado del televisor. Fue una especie de epifanía disco, y aunque no salí disparada a comprar el CD de la Serie 32 del cuarteto sueco, si me propuse que en la primera oportunidad que tuviera, vería la obra. Sentí curiosidad por este musical que logró el éxito evadido a intentos similares con temas de Los Beatles y Elvis Presley.
Mamma mía fue idea de la productora inglesa Judy Craimer ante lo que ella consideraba el potencial dramático de las canciones de ABBA, y después de llegar a un acuerdo con los compositores del grupo, Craimer contrató a la escritora Catherine Johnson para crear una historia en la que pudiera meter cuantos éxitos de ABBA fuera posible. En el año 1999 se estrenó Mamma Mia en Londres, el resto es historia: nueve años después, más de 30 millones de personas la han visto en diversas ciudades del mundo, traducida en nueve idiomas, en verano del 2008 será estrenada la versión fílmica con la actuación de Meryl Streep, Pierce Brosnan y Colin Firth.
El éxito de Mamma Mía quizás se deba a su desenfadada simpleza: en una isla griega, una muchacha a punto de casarse envía tres invitaciones a su boda sabiendo que uno de los invitados es su padre. Espera descubrir antes de la ceremonia quién, para que la lleve al altar. El trabajo de Johnson no fue tanto como escritora sino como ensambladora: conseguir que 24 canciones del grupo sueco encajaran en casi 3 horas de teatro, logrando que temas como Chiquitica, tratados con sentido de humor y ánimo festivo, perdieran un poco de su cursilería innata.
Mamma Mía no es para intensos, ni para existencialistas sin tregua; es un momento de fiesta, de bailar por bailar, de reservar las neuronas para otra ocasión, de recordar que alguna vez fuimos a una discoteca y nos sentimos The Dancing Queen… por más que detestáramos la canción.
Crónica publicada en la revista Contrabando.
La versión fílmica de Mamma Mía fue estrenada anoche en Caracas con bombos y platillos . Si se les ocurre irla a ver, llévense un frasco de Maalox en lugar de cotufas: Meryl Streep saltando arriba de una cama vestida con braga de blue jean, o Pierce Brosnam cantando The winner takes it all, es demasiado fuerte para cualquier estómago. El pésimo casting de la película hace que pierde por completo el encanto de la obra.

martes, 14 de octubre de 2008

Colón en el golfo triste


A éstos que rechazan el elemento europeo habría que recordarles que toda cultura es híbrida y que es candorosa la idea de algo platónicamente americano

Ernesto Sábato




¿Quién le habría dicho a Cristóbal Colón, mientras se quemaba las pestañas entre mapas y compases con la extraña certeza de que la Tierra era redonda, que casi cuatrocientos años después, al otro lado del océano, allá donde los hombres de su tiempo pensaban que había un abismo plagado de monstruos y de sombras, que en un joven país llamado Venezuela se le erigiría una estatua?
¿Cómo podría imaginar el incomprendido navegante genovés que siglos después de haber recorrido las principales cortes europeas siendo motivo de burlas y de escarnios antes de que los reyes de España le dieran el visto bueno a la arriesgada expedición para encontrar una ruta nueva a las Indias, que sobre el pedestal blanco que sostiene la estatua de bronce de Rafael de la Cova, develada en 1899 y bautizada “Monumento a Colón en el Golfo Triste”, que en el año 2004 los agravios y las afrentas se repetirían?
¿Cómo podía suponer un hombre que murió pobre y en el olvido, creyendo que Cuba era China, un descubridor que no llegó a saber el alcance de su descubrimiento, que a quinientos años de vistear la que llamó Tierra de Gracia, sería considerado persona non-grata en ella?
Que su pomposa estatua afrancesada, como lo dictaban los cánones estéticos del siglo XIX, poco más de un siglo después de realizada, en la revolución bolivariana engrosaría la lista de este cementerio de esculturas en el que se ha convertido Caracas.
“Colón=Bush Fuera”, “Colón genocida de las Indias”, “Españoles racistas”, “No volverán” ; rezan los graffitis que amanecieron pintados en el pedestal de la estatua. Me pregunto si estos luchadores que andan por la ciudad armados con latas de spray de pintura roja, habrán pasado por la Plaza Venezuela durante el día. Si se habrán fijado que al lado de la estatua de Colón hay un pequeño parque infantil, como deben ser todos los parques infantiles con árboles, columpios, ruedas y toboganes.
Me pregunto si estos soñadores de la sangre pura americana se habrán dado cuenta de que en este parque en lugar de niños jugando, hay indigentes durmiendo: hombres y mujeres que lo perdieron todo o que ya no tienen nada, ni siquiera la seguridad de sentirse dueños de los umbrales, de las plazas y de los parques. Seres humanos que hoy duermen de día para protegerse de la noche, porque al igual que en el cuento Boquerón de Humberto Mata, una epidemia de muertes violentas está azotando a los indigentes de Caracas, y aunque hace semanas que no hay una nueva víctima, tampoco se ha señalado a los culpables.
Leo los graffitis y reconozco el típico discurso antiimperialista del gobierno revolucionario. Sin duda es más fácil luchar contra entelequias que contra realidades. Es más fácil responsabilizar de nuestra actual miseria al Imperio, a los reyes de Castilla y a un navegante genovés cuyos huesos no se sabe si yacen en Sevilla o en Italia, que enfrentar la realidad de que por muchas misiones, promesas populistas y petróleo a cincuenta dólares el barril, el deterioro físico y humano de nuestra ciudad es cada vez más notable.
Veo a Colón rayado de rojo y me da por pensar en Galileo, qué suerte que a ningún apasionado de la ciencia se le ocurrió erigir una estatua en su honor en Caracas, porque en estos tiempos de fanatismo revolucionario, el astrónomo italiano no se habría salvado de la hoguera (o del spray) por el único pecado de certificar que el Sol, los planetas, la historia y las estrellas no giran alrededor de la revolución.
PD: 24 horas después de enviada esta crónica, es noticia en primera plana de El Nacional: “Quemaron a dos indigentes en puente Llaguno”.

Publicado el sábado 9 de octubre de 2004 en el diario El Nacional.
El 12 de octubre del mismo año, "Monumento de Colón el el golfo triste" fue derribada por un grupo de hombres y mujeres que más de 500 años después de la llegada de Colón a América, decidieron arrecharse con su estatua.
Los asesinos de los indigentes nunca fueron identificados, pero las misteriosas muertes dejaron de ocurrir poco después.
Muchas de las esculturas de Caracas que en 2004 estaban en ruinas como el Abra Solar de Alejandro Otero, fueron restauradas, la estatua de Colón no sabemos donde está.
Esta crónica está corregida de su versión original.

sábado, 11 de octubre de 2008

Lola, no te hagas la loca



Tengo por lo menos 25 años que no veo a Lola, como ella vive en el sur y yo en el norte de Caracas, jamás coincidimos. Gracias a Facebook hace unos meses me reencontré con mi antigua compañera de escuela y nos pusimos al día. Me contó que se casó cuando estudiaba en la universidad con el mismo novio de cuando estudiaba en bachillerato, que tienen tres hijos, y que su hijo mayor ya es abogado. Mi hija mayor apenas se gradúa el año que viene de bachiller.
Se puede decir que Lola, en esto de los ciclos de la vida, siempre estuvo a la vanguardia. Y eso que era la chica nueva, entró en el Santiago León de Caracas en cuarto año, desertó el colegio San Luis porque no había Humanidades y no le fue difícil encontrar amigas en su nuevo colegio, entre ellas, yo. Y a pesar de que entonces vivíamos en zonas tan alejadas como vivimos hoy, a principios de los años 80 cruzar la ciudad no era un dolor de cabeza, y me encantaba ir a su casa a estudiar, quizás influía que Lola tenía un hermano guapo con amigos tan guapos como él.
Pero no fue el hermano guapo ni sus amigos guapos quienes me conquistaron, no es de ellos el principal recuerdo que hoy conservo de la casa en Caurimare que frecuenté en mi adolescencia, y aunque no olvido la afabilidad de su mamá, ni los carros vintage del papá, ni la colección de Barbies de la hermanita; mi principal recuerdo de aquellas tardes supuestamente dedicadas a estudiar filosofía de 5to año, es que ahí nació mi efímera pero intensa pasión por José Luis Rodríguez, “El Puma”.
Semejante veneración por El Puma de habérmelo pronosticado una pitonisa, habría sido difícil de creer. Antes de que José Luis Rodríguez pegara la canción “Pavo Real” en 1979, era mejor conocido como galán de telenovelas gracias a “La hija de Juana Crespo” (1977), donde hizo el papel de malandro encantador -que suele ser el tipo de personajes que enamoran a las muchachas- pero yo prefería mil veces al policía interpretado por Jean Carlos Simancas, antagonista en su amor por Mayra Alejandra.
José Luis Rodríguez en los años 70 y 80 también era constante protagonista de las revistas de farándula debido a su tormentoso matrimonio con Lila Morillo, entonces la más popular y querida de las cantantes venezolanas, cada vez que Lila salía en Sábado Sensacional con Amador Bendayán, el programa sabatino arrasaba en sintonía y se agotaban los kleenex en Venezuela. En cambio José Luis Rodríguez como cantante, después de que dejó la orquesta Billo Caracas Boy en el año 1966, no vió mucha luz, hasta que la canción “Pavo Real” se convirtió en uno de esos emblemas musicales que marcan época como lo fueron posteriormente El Meneíto o Aserejé, temas que después de tanto bailarlos, terminamos aborreciéndolos.
No niego que canté y bailé hasta el cansancio “Numerao, numerao, viva la numeración…”, pero de ahí a comprar un disco del Puma, ¡qué va! A ningún adolescente le podía gustar un cantante con semejante melena que era casi de la edad de nuestros papás. Por lo menos eso creí hasta aquella tarde en la que después de merendar galletas con Diablito en la cocina, nos fuimos a la terraza de casa de Lola a hacer un trabajo de Filosofía Medieval. Mi amiga prendió el tocadiscos, y no puso “Turn of a friendly card” de Alan Parson Project como le pedí (quizás no lo tendría), sino “Atrévete” de José Luis Rodríguez.
Al principio creí que sería un LP de su mamá, pero al darme cuenta de que mientras yo estaba fajada investigando sobre los Apologéticos de San Agustín en la Enciclopedia Salvat, Lola cantaba ensimismada con los ojos cerrados : “Voy a perder la cabeza por tu amor”, supe que su pasión iba en serio… y yo no era quién para juzgarla: sentía una debilidad sabadosensacionalera similar por el cantante mexicano Emamanuel. La afición de Lola por el Puma era compartida por las demás mujeres de su familia, apenas ponía el disco, aparecían corriendo su mamá y sus dos hermanas a cantar a coro: “Yo no soy la roca que golpea la ola soy de carne y hueso…”.
Qué le voy a hacer, fui tantas veces a casa de Lola, que el copetote del Puma lo comencé a encontrar sensual y su brillante smoking, elegante; por eso en cuestión de semanas, cuando todavía no habíamos llegado en Filosofía al Racionalismo de Descartes, un mediodía me escapé a Maracaibo Import en Los Palos Grandes con 28 bolívares en el bolsillo del uniforme, y en lugar de comprar “Tú y yo”, la última producción de mi adorado Emmanuel, me llevé “Atrévete” de José Luis Rodríguez. Y lo oí tanto, tanto, que me aprendí de alma sus canciones, menos la de “… crucemos el Jordán…” que siempre me pareció pavosísima. De no haberme graduado de bachillerato pocos meses después, o de haber entrado con Lola en la Facultad de Derecho de la Universidad Santa María, estoy segura de que habríamos terminado yendo juntas a tirarle pantaletas a El Puma en uno de los numerosos conciertos que dio en los años 80 en el Teatro Teresa Carreño.
Todo esto lo recuerdo porque leí en la prensa que José Luis Rodríguez se presentaría a finales de octubre en la sala Ríos Reyna del Teresa Carreño para celebrar 47 años de trayectoria artística, pensé que en primera fila estarían Lola, su mamá y sus hermanas; no vi nada malo en preguntarle por Facebook: “¿vas al concierto del Puma?”. La sentí sonrojarse al otro lado de la ciudad y de la computadora: “¿El Puma? ¿Yooo? ¿Qué te pasa? Lo mío es Juanes”.
Por eso, con la autoridad que me otorga una excelente memoria, exijo: ¡Lola, no te hagas la loca!



viernes, 10 de octubre de 2008

Leyenda soy yo



Lauren Bacall, legendaria estrella de Hollywood nacida en 1924, acaba de declarar que Tom Cruise es tremendo loco. Como si al pobre actor de 46 años no le bastara con la raya de su devoción a la Cienciología, ni hacer el ridículo en el programa de Oprah Winfrey saltando arriba de un sofá, ni su pleito con Brooke Shields, ni las decenas de personas con pancartas que rezan "Liberen a Katie" que aparecen todos los días en Broadway donde su actual esposa Katie Holmes, de 28 años, actúa en la obra de teatro "All my sons" de Arthur Miller; al protagonista de "Nacido el 4 de Julio" y de "Misión Imposible", ahora le tocó caer en la lengua de la viuda de Humphrey Bogart, quien lo tiene en la mira desde que en 2003 compartiera la filmación de "Dogville" de Lars von Trier con la primera esposa de Cruise, Nicole Kidman, y la viera sufrir como una condenada cuando el diminuto actor dejó a la esbelta rubia australiana por Penélope Cruz.


Pero no se equivoquen, ser solidaria con un despecho no lleva a la estrella de "To have and have not" (1944) de Howard Hawks, a ser incondicional con Nicole: cuando en el Festival de Venecia de 2004 un reportero se refirió a Kidman, entonces de 37 años, como a una leyenda, Bacall lo paró en seco: "Nicole no es una leyenda. Es una principante. ¿Cuál es su leyenda, por favor? ".


Tiene razón quien hasta los 19 años fue Betty Joan Perske antes de convertirse en Lauren Bacall: "¿Leyenda?, Leyenda soy yo".

miércoles, 8 de octubre de 2008

El cordonazo




Éste casi pudo haber sido un relato erótico, pero la ciudad no me dejó. Un caluroso lunes por la tarde, vísperas del cordonazo de San Francisco -monumental palo de agua que los caraqueños esperamos todos los años a principios de octubre- se me ocurrió ir al Centro Comercial Paseo Las Mercedes a entregar unos libros. Después de todo el cielo estaba azul y por Petare no se asomaba ni una nube. Salí de La Florida temprano, previendo el tráfico que se está armando en la principal de Las Mercedes por el cierre de dos canales. Sorpresivamente, no había casi cola, y eso que ya eran pasadas las cuatro y media de la tarde.

Me di cuenta que no sería una tarde perfecta cuando cargada de libros “Margot en dos tiempos” que tienen el espesor de un libreto de teléfonos viejo, llegué a la Librería El Buscón en el sótano de Paseo y la encontré cerrada. Y no sólo la librería sino también los cines y el teatro de Trasnocho Cultural, el café, la chocolatería Kakao, la galería de arte, Esperanto y el restaurante Biarritz. Parecía un primero de mayo. Lo único abierto era el estudio Soham Yoga. Un vigilante me explicó que le estaban haciendo mantenimiento al aire acondicionado del centro comercial y la mayoría de los inquilinos del sótano decidieron no abrir. Sólo se veía mujeres con sus Yoga Mats a quienes ni el calor del infierno les impediría llegar al perfecto estado Samadhi, o paz infinita.

Aproveché para comprar un regalo en El Tijerazo antes de irme, cuando salí de Paseo Las Mercedes todavía no eran las seis de la tarde y no parecía haber mucho tráfico, pensé que en menos de media hora estaría en casa ayudando a mis hijos con sus tareas. Pero a la altura del elevado frente al CADA, como por arte de magia, no sólo el tráfico se trancó, sino que también comenzaron a caer gruesas gotas que pronto se tornaron en una tempestad. Incapaz de alcanzar mi “samadhi” en semejante aguacero, como en una película neorealista italiana, no me quedó otra que ser voyeur de mis vecinos de carro: una pareja en un Mazda destartalado disfrutando eso que en los años 80 llamábamos “una morronga”, tenue línea entre lo erótico y lo pornográfico.
Cuando el pudor y un cornetazo no me permitieron seguir mirando, recordé que en la página literaria Ficción Breve había leído una convocatoria de la revista Urbe Bikini para un concurso de relatos eróticos. Más allá de la poco despreciable posibilidad de ganarme un millón de bolívares y el derecho a pasar tres noches en el hotel Aladdin, me sedujo el reto de que yo, con tantas crónicas en mi haber, jamás había escrito una erótica. ¿Acaso sería una pacata?

Cuarenta minutos y apenas dos cuadras después, a la altura de los hoteles Dallas y GilMar, por mi rubia cabecita habían pasado todo tipo de encuentros, situaciones y posiciones que habrían hecho ruborizar hasta al mismo Luis Fernández. Otros cuarenta minutos y otras dos cuadras después, a la altura de la avenida Venezuela en El Rosal, justo donde se paran los mariachis colombianos, tenía una obra por escribir que ni la de Anaís Nïn. Pero subiendo esa esquina mi carro se quedó atravesado en la intersección, el tráfico no se movía hacia ningún lado, por eso cuando llegaron los motorizados del Vivex (Vigilancia de Vías Expresas), me alegré pensando que venían a poner orden en el caos. ¡Qué ilusa fui! A los pocos segundos apareció contra flechado en la vía despejada por los funcionarios -desde Mc Donalds hasta Juan Sebastián Bar- un par de camionetas negras con placas oficiales escoltando un autopullman de lujo, y no sé quienes serían sus pasajeros, pero en un abrir y cerrar de ojos pasaron por un congestionamiento en el que no se habría colado una ambulancia.

Quienes estábamos estancados en la cola, ante tanta arbitrariedad, bajamos el vidrio negados a movernos, a pesar de que eso significaba ensoparnos, protestando a voz en cuello el abuso de poder: “¡Qué se calen la cola!” se oía entre el corneteo, hasta que un flaco enfluxado se bajó de una de las camionetas negras que decían COMANDO, confrontando con actitud amenazadora a aquel que se atreviera a rechistar. Cuando vio que su caravana había salido del atolladero, corrió a unírsele y se perdieron en la avenida Francisco de Miranda.

Ustedes se preguntarán, ¿y qué pasó con el relato para Urbe Bikini? La imagen del hombrecito de flux y corbata parado bajo el chaparrón abriéndole paso a las camionetas COMANDO, patético como un Yorkshire Terrier mojado, le habría cortado la inspiración erótica hasta a Henry Miller.



Publicado en el diario El Nacional creo que hace dos años, no llegué a envíar el relato erótico a Urbe Bikini, quien sí lo hizo fue Salvador Fleján, y ganó el concurso. Ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.

domingo, 5 de octubre de 2008

Uno prestado


ENTRE EL SUEÑO Y LA VIGILIA

Por Juan José Millás

Me he convertido en un espectador de series de televisión en un proceso semejante al que en otra época de mi vida me convertí en lector. Ambos placeres tienen puntos en común. Así, del mismo modo que entonces leía a escondidas (y a menudo contra alguien), ahora veo las series a horas que no son, rompiendo mi propia disciplina de trabajo, como el que empieza a beber al mediodía. Una de las grandes ventajas del portátil es que tiene la maniobrabilidad de un libro. Algunos días, a media mañana, hora en la que debía estar escribiendo un artículo, pergeñando una novela o preparando una conferencia, tomo un disco de Perdidos, lo introduzco en el ordenador, me coloco los cascos y caigo en ese espacio moral llamado isla con un delirio semejante al que en la adolescencia me hundía en las páginas de los libros de aventuras.

Ver una serie de televisión a deshoras proporciona casi el mismo placer que leer un libro en la clandestinidad. Ese tiempo secreto, íntimo, furtivo, queda marcado para siempre como algo soñado. En el caso de Perdidos, el sueño es doble, pues ninguna otra serie, desde la célebre Twin Peaks, había poseído una carga onírica tan penetrante. Los personajes se mueven entre el sueño y la vigilia de tal modo que a veces no es posible saber en qué territorio se encuentran. El propio espectador tiene la sensación de despertar cada vez que termina un capítulo. Hay días cuyas horas giran en torno al momento en el que me asomaré a escondidas a un nuevo capítulo de Perdidos.

Un amigo que conoce esta debilidad me confesó hace poco que estaba preocupado por un hijo suyo que ha visto tres o cuatro veces Los Soprano, otras tres o cuatro los capítulos disponibles de Perdidos y que en la actualidad está enganchado a Mad Men. Le pregunté si estaría igual de angustiado si su hijo hubiera leído siete veces Madame Bovary y me dijo que no era lo mismo. Llevaba razón:

la afición a las series no ha alcanzado todavía el grado de respetabilidad de la lectura. Es uno de sus encantos. Supongo que resulta muy difícil para un joven leer La Regenta en contra de alguien, pero aún puede ver compulsivamente Los Soprano o Perdidos en contra de sus padres, quizá en contra de sus profesores y, desde luego, en contra de la programación escolar. Personalmente, como no tengo contra quién rebelarme, las veo contra mí mismo, cuando debía estar haciendo otra cosa. Total, que le he dicho a mi amigo que no se agobie, porque al final, si uno es perseverante, acaba viviendo de hacer lo que no debe.

sábado, 4 de octubre de 2008

Abzurdah




Como cualquier venezolana que creció cantando: “En una noche tan linda como esta…”, celebré el triunfo de Dayana Mendoza en el Miss Universo 2008, y he seguido de cerca los comentarios sobre su envidiable figura. Metabolismo afortunado, se justifica la hermosa Dayana, quien dice que puede comer cuantas arepas quiera sin temor a engordar.
Le creo, porque hasta mi primer embarazo a los 27 años, yo también era así, de metabolismo afortunado, claro, sin las curvas, ni los ojazos, ni el tamañote de miss; pero al igual que Dayana, podía comer lo que quisiera y no aumentarle un gramo a los 42 kilos en los que mi cuerpo estaba estancado. Mas bien intentaba engordar para no parecer desnutrida: cuando no merendaba tres golfeados, me comía un banana split o un par de perros calientes. Pero todo era inútil, de 42 kilos no pasaba. Y aunque habrá quien diga: “¡Qué envidia!”, yo soñaba con pesar por lo menos 5 kilos más porque en la era de Irene Sáez y Pilín León, aunque las flaquitas teníamos nuestro público, era reducido, y estaba harta de escuchar: “A ver si engordas, pareces un saco de huesos”, como si mi meta fuera lucir una clavícula escultural.
Pero el peor recuerdo de mi hoy añorada etapa de metabolismo afortunado, era cuando alguien sin tacto, con un toque de moralismo, o quizás de preocupación, me preguntaba con asco: “¿Acaso eres anoréxica?”. La anorexia nerviosa, o la obsesión por estar delgada hasta la inanición, estaba sobre el tapete a principios de los años 80 tras la muerte de la cantante Karen Carpenter. Imagino que habría pocos casos de anorexia en la época de las abuelas porque entonces la belleza de la mujer se asociaba con su robustez, pero de la modelo Twiggy para acá (años 60), ser flaca se volvió sinónimo de belleza, y para lograrlo muchas mujeres jóvenes recurrían a dietas extremas, a exceso de ejercicios, a pastillas; sin contar la bulimia, vomitar después de comer, con consecuencias tan devastadoras como con la anorexia.
Si en los años 80 ser anoréxica era un secreto que guardar, en la primera década del 2000 hay adolescentes que la han tomado como causa de lucha con la misma fuerza que generaciones anteriores pelearon por el derecho de la mujer al sufragio o quemaron sostenes.
Pro-Ana es el nombre clave que usan en Internet orgullosas anoréxicas para compartir datos que las ayuden a quitarse el hambre(“fuma”), ocultárselo a sus familiares (“dale tu comida al perro”), y defender su derecho a no alimentarse como estilo de vida, porque ser Pro-Ana, para quienes lo son, es un camino en la búsqueda de la perfección.
Cielo Latini, joven escritora argentina fundadora del primer blog Pro-Ana en español: “Me como a mí”, cuenta en El País Semanal que recibía cientos de mensajes de seguidoras de su blog, y hacían competencias para ver quién consumía menos calorías. Algunos días Cielo apenas comía un sobrecito de sacarina. Afortunadamente, la bloguera logró escapar lo que parecía una muerte segura, no fue fácil, requirió dos años de tratamiento con un buen analista pero sobre todo, darse cuenta de que ser Pro-Ana sólo la llevaría a la destrucción. De su experiencia escribió un libro: “Abzurdah”; que debiera ser lectura obligada en bachillerato en esta Venezuela de misses que hacen alarde de dietas extremas para llegar a su peso ideal, ya que pocas muchachas tienen la suerte de Dayana de contar con un metabolismo afortunado.







miércoles, 1 de octubre de 2008

Bailoterapia




A Isa, por prestarme su voz


Hola, me llamo Isabel y tengo 10 años. Como en el colegio me están enseñando a escribir textos de cinco párrafos, mi mamá me pidió que escribiera su columna de esta semana y les manda a decir que la disculpen, pero así como mucha gente se pregunta “para qué seguir marchando”, a algunos columnistas les entró el desánimo de “para qué seguir escribiendo”.
Pero no piensen que mi mamá da a Venezuela por perdida, no, mamá dice que sólo se está cargando las baterías y por eso desde hace unas semanas lo único que hace es bailar.
Todo comenzó en Navidad cuando el Niño Jesús le trajo un iPod, aunque yo creo que en realidad mi papá fue quien se lo compró porque él siempre se estaba quejando de que hay libros y discos regados por toda la casa. Con los libros no pudo hacer nada pero con los discos sí, porque el iPod es una maquinita en la que caben miles de canciones; se oye con audífonos, con cornetas y hasta en el radio del carro. Papá dice que esa es nuestra mejor inversión de los últimos años porque por fin guardó los CD de mamá en una caja en el maletero, pero primero tuvo que poner a funcionar el bendito aparato, como lo llama él. Le tomó varias noches instalarlo y enseñarle a mamá cómo guardar sus discos, primero en la computadora y después en el iPod. La pobre no entiende mucho de esas cosas. En cambio, yo aprendí rapidito.
Al principio fue perfecto, después de grabar mis canciones favoritas de Juanes y Maroon 5, mamá grabó uno a uno sus discos de salsa, rock y pop, pero seguía leyendo, escribiendo, ayudándonos en las tareas y regañándonos si pasábamos mucho tiempo viendo televisión. Hasta que una tarde mi papá llegó a casa bravo por algo que oyó en la radio, gritando que a sus niños no hay cómo sacarles la cédula y en cambio los guerrilleros de las FARC la sacan facilito.
Mamá no le hizo caso, tenía los audífonos puestos y en lugar de contestarle con esa frase que siempre dicen los adultos cuando hablan de política: “¡Este país se lo llevó el diablo!”, se sacó los zapatos, de un salto se montó en la cama y empezó a cantar y a bailar Sobreviviré al son de Celia Cruz. Desde entonces mi mamá no se despega del iPod: se desayuna cantando, lee el periódico cantando, nos lleva al colegio cantando, ni siquiera le da pena bailar cuando hace las compras; mientras busca y busca leche en polvo, canta a voz en cuello: “Pronto llegará, el día de mi suerte...” Mis hermanos y yo caminamos unos metros detrás de ella porque nos morimos de la pena, pero nos damos cuenta de que a su paso contagia a los adultos y casi todos terminan tarareando “... sé que antes de mi muerte, seguro que mi suerte cambiará”.
Papá está furioso, le dice a mamá que si se cree una quinceañera, ella le contesta moviendo el dedo índice de arriba para abajo: “Ah, ah, stayiiiin aliiive”. Papá desesperado llamó a Diana, su prima psiquiatra, quien le dijo que no se preocupara, que ya se le pasará, que es un típico caso de diversionismo ideológico, o algo así, que en Cuba se castigaba con la cárcel pero en Venezuela todavía no.
“Suele ser contagioso”, le advirtió Diana a papá, aunque le recomendó que a él un poco de música no le vendría mal, como a Richard Gere en la película Bailemos. Mi papá le gruñó; sin embargo, una semana después llegó a casa dando un portazo alarmado con la noticia de que el Gobierno está congelando las relaciones comerciales con Colombia, y vio a mamá tan feliz cantando “La gota fría”, de Carlos Vives, que le arrancó los audífonos, conectó el iPod a las cornetas, la tomó entre sus brazos y desde entonces no han parado de bailar. Tienen 64 horas bailando.
Mi hermana mayor llamó a la prima Diana porque no sabemos qué hacer.
Diana dijo que no nos preocupáramos, que ya se les pasará, pero mi hermana podría jurar que al otro lado de la bocina se oyó clarito el ritmo de una samba.

Publicado en el diario El Nacional, el sábado 29 de enero de 2005
Ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.