domingo, 28 de junio de 2009

Despecho melómano

Me perdí el concierto de Gustavo Dudamel con el violinista Itzhac Perlman no sé si por pichirre o si es que ya los venezolanos damos a Dudamel por sentado, porque a pesar de ser el joven director más aplaudido del mundo, es generoso con su país: cada vez que puede viene a derrochar su genio a precios populares. Por eso cuando leí que el valor de las entradas, como eran a beneficio del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles, oscilaría entre 600 y más de 1000 bolívares fuertes(para quienes no manejen el bolívar, entre 100 y 250 dólares al precio del mercado paralelo), a pesar de la buena causa preferí esperar para ver a Dudamel con toda mi familia.

Quizás habría invertido, por lo menos en una entrada para mí, de no ser porque dos semanas después, el domingo 28 de junio, Dudamel regresaría a la sala Ríos Reyna, esta vez acompañado por el afamado violonchelista Yo-Yo Ma, y las entradas más costosas serían a 60 bolívares (Poco menos de diez dólares mercado paralelo). Había que estar pendientes de qué día saldrían a la venta, se agotarían rápido. Inocente de mí, jamás imaginé cuán rápido habrían de agotarse.

La venta sería el domingo 21 de junio en taquilla, la prensa no especificó a partir de qué hora, tampoco me preocupé, fue fácil conseguir entradas en excelentes puestos y a mejores precios para presenciar la Novena Sinfonía de Beethoven cuando Claudio Abbado dirigió a la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolivar; y cuando vino Lorin Maazel a dirigir a nuestro jóvenes músicos acompañados por la pianista Gabriela Montero.

Así que ese domingo en la mañana me lo tomé con calma, como era el Día del Padre, preparamos un gran desayuno, leí el periódico y a las 11.30 me acordé: “¡Ah caray, hoy salían a la venta las entradas de Yo-Yo Ma con Dudamel!”, partí de inmediato esperando no tener mucha gente por delante, había almuerzo en casa de mis padres.

Entré en el estacionamiento del Teresa Carreño pasado el mediodía, me crucé con una despeinada muchacha guardando sus entradas con el mismo sigilo de si fueran unos zarcillos de diamantes. “Qué bueno”, pensé, “comenzó la venta, voy a salir rápido de esto”. Tal sería mi optimismo que ni siquiera al ver a cientos de personas bajo el sol sentadas a lo largo del murito que bordea al complejo cultural, me dio mala espina. Me acerqué a un guardia en taquilla para preguntarle por el final de la cola. Señaló con indiferencia casi la fuente de Maragall en el parque Los Caobos. 

Tomé mi lugar en la kilométrica fila con un dejo de esperanza pero corría la voz que quedaban 400 puestos, si se admitían 4 ventas por persona, había más posibilidades de ganar la lotería que de coronar taquilla. Quienes compraron sus entradas estaban desde las 5 de la madrugada haciendo cola, quienes estaban a punto de ser atendidos en una de las dos taquillas abiertas, llegaron antes de las 7, y yo que llegué al mediodía, mis posibilidades eran nulas. Decían que cuando comenzó la venta a las 9 de la mañana, ya casi todo el patio central estaba reservado. Me fui descorazonada a la una de la tarde sabiendo que Yo-Yo Ma y Dudamel no serían para mí.

Al pagar el estacionamiento encontré una amiga con cara de derrota, llegó a las 7 y media de la mañana y casi 6 horas después se daba por vencida: le quedaba mucha gente por delante y en la pantalla de la computadora de la taquilla apenas brillaban unas luces amarillas. 

2100 espectadores es el aforo de la Sala Ríos Reyna del Teresa Carreño, ¿cuántos melómanos habrán quedado por fuera de este histórico concierto?  


sábado, 27 de junio de 2009

Día del Periodista

En la marcha de las mordazas rojas para celebrar el Día del Periodista, se dejaron ver periodistas afectos al Gobierno haciendo su trabajo. Eran recibidos con pitas y hasta insultos por los marchistas que exigían Libertad de Expresión, pero ahí estaban tanto el gordito kamikaze de La Hojilla, 
ese que irrumpe en la vida de los políticos de la oposición para hacerles preguntas indiscretas, como las cámaras de Telesur entrevistando a Antonio Pascuali.

Viéndolos  codo a codo con aquellos colegas que sienten amenazada su libertad de informar, sabiendo que el material recogido en la marcha será manipulado hasta la saciedad para enlodar a la oposición, me pregunto si estos periodistas rojos, rojitos, en su manera particular, también estaban manifestando por la Libertad de Expresión. 


viernes, 26 de junio de 2009

A quién lloramos cuando lloramos a Farrah

Mi facebook-amiga María Gabriela se burlaba el otro día de los tanatófilos en Facebook, cualquier personaje que muriera, por efímera que fuera su fama, merecía miles de mensajes de despedida en el gran portal de la felicidad. La tanatofilia llegó a su mayor esplendor a raíz del la muerte del poeta uruguayo Mario Benedetti, no había terminado de hacerse público su último suspiro cuando ya cientos de dolientes cibernéticos escribían homenajes póstumos en sus updates que iban desde la importancia de su poesía, hasta cómo a pesar de que el poeta no sentía rubor de retratarse con Hugo Chávez y Fidel Castro, su obra era lo que trascendería.
 La muerte de Benedetti también desató una ola de rencor, facebook se llenó de mensajes de desprecio hacía su poesía, considerada por muchos de tercera categoría, algo así como el Ricardo Arjona de la literatura latinoamericana. Tirria acrecentada por los afectos políticos del anciano poeta.
Yo pasé agachada, la muerte de Benedetti me afectó como a alguien que estuvo de paso en mi vida, por quien todavía sentía cierto afecto por lo que una vez representó pero a quien hoy costaba reconocerme en su obra y en su visión política.
Casualmente el martes 25 de junio en la mañana, conseguí un diario de Snoopy del año 1980, escrito cuando estudiaba cuarto año de Humanidades, lo usaba para intercambiar mensajes con mis amigos de salón en las horas más fastidiosas de clases. En él encontré la promesa de Andrés de ponerle una bomba a la discoteca City Hall, el anuncio de Lola que regresó con su novio Eduardo, la petición de Alfredo para que en el cine Caribe siguieran pasando películas de Polanski, y los entramados planes de Ana Margarita - "La Negra"- para controlar a los chicos guapos de Ciencias. Además de apuntes de psicología, el retrato de un pupitre (les participo sinseramente que en matemática no entiendo nada desde octubre), una estrofa de una canción de Bob Marley, y un poema de Benedetti: "Compañera, usted sabe que puede contar conmigo...".
Esa misma mañana en la que se removían mis años de bachillerato, me enteré por Facebook que acababa de morir Farrah Fawcett, y a pesar de arriesgarme al desprecio de María Gabriela, escribí en mi update: "Quien hoy no llore a Farrah Fawcett, se saltó los años 70".
A los pocos instantes varios mensajes complementaban mi lamento, los más jóvenes de mis facebooks amigos no entendían su importancia: "Nací en el 82, para mí Los ángeles de Charly son Cameron Díaz, Drew Barrymoore y Lucy Liu", escribió mi primo Ignacio, mientras mis amigas generacionales recordaban haberse peinado a lo Farrah y los muchachos cuarentones evocaban que el famoso afiche del traje baño rojo adornaba sus cuartos.
Cómo explicarle a mi primito que la importancia de Fawcett más que ser uno de los ángeles de la popular serie televisiva de mediados de los años 70, fue haber sido la pin up girl de quienes entrábamos en la pubertad en esa época.
   A diferencia de Benedetti, Farrah en Facebook despertó sólo buenas vibras, porque en su vida no hubo polémicas: después de Los Ángeles de Charly, la espectacular rubia tuvo una irregular carrera artística, una irregular relación con el actor Ryan O´Neal, hasta que el cáncer la venció a los 62 años.
No pasó lo mismo cuando menos de 12 horas después se anunció la sorpresiva muerte de Michael Jackson a los 50 años tras un paro cardíaco. Al instante Facebook se lleno de mensajes de odio y amor. Hubo quienes evocaban cómo la música de Jackson formó parte de sus vidas, y quienes no podían desechar los escándalos de pedofilia y la excentricidad de quien hasta principios de los años 90 fue considerado el Rey del Pop.
Si Farrah era la imagen que representó el comienzo de nuestra adolescencia, Michael Jackson era la música que nos acompañó desde niños cuando él también lo era, el miembro más carismático de los Jackson Five, que alcanzó un éxito sin precedentes gracias a su disco Thriller en el año 1982.
Que levante la mano quien no trató el paso moonwalk, al ritmo de Billy Jean, sin remordimiento Disco.

Quizás a muchos podría no gustarles entonces la música de Michael Jackson, querrían quemar el City Hall como mi amigo Andrés, pero hoy nadie sería capaz de negar que a pesar del nefasto ejemplo que fue su vida posterior, a principios de los años 80 Jackson representó lo mejor del Pop, y cuando se evoque esa época la primera música en ser recordada será la de Michael Jackson, como el afiche de Farrah Fawcett nos regresará al instante a los años 70, y Mario Benedetti a cuando recién descubríamos la poesía y creíamos en revoluciones.
Por eso hoy pienso que cuando lloramos en Facebook a personajes a quienes desde hace tiempo nos sentíamos desvinculados, no es a ellos a quienes lloramos, sino a etapas de nuestras vidas que cada vez nos parecen más lejanas.

miércoles, 24 de junio de 2009

Polvo de estrellas


No veía Stardust memories de Woody Allen desde su estreno en 1980, tenía 17 años cuando se estrenó, la woodymanía estaba en plena ebullición gracias a que el humorista nativo de Brooklyn no hacía mucho había roto los moldes de la comedia romántica con Annie Hall(1977)
Semi calvo, encorvado y  de lentes, Allen era el darling de los neuróticos del mundo entero a pesar del fracaso de Interiores (1978), su primera película “seria”, que fue considerada un intento fallido de emular al director sueco Ingmar Bergman.  Entonces yo no sabía ni de Bergman ni de homenajes, y aunque Interiores me pareció un ladrillo, me encantaban las comedias de Woody Allen. 
28 años después de verla, no recordaba de Stardust Memories más allá que era en blanco y negro, con Charlotte Rampling, y que al igual que Interiores, tampoco fue bien recibida ni por el público ni por la crítica. Recuerdo que me gustó, me dejó un sabor que  no supe precisar, no exactamente el de una comedia. Era extraño que no la volviera a ver, sobre todo cuando semanas atrás me topé en televisión con otra película de Allen: “A midnight’s summer sex comedy” (1982), tan simpática como banal.
En el libro de entrevistas “Woody Allen on Woody Allen” donde el cineasta discute sus filmes con Stig Björkman, Allen reconoce que su comedia shakesperiana no es más que un divertimento que filmó al mismo tiempo que la ambiciosa Zelig (1983), película que también se ve a menudo en televisión; al igual que sus películas más aplaudidas como Manhattan, Crímenes y  faltas, Hannah y sus hermanas; y otras que no lo fueron tanto como Alice, Días de radio y La maldición del Escorpión de jade. En cambio a Stardust memories nadie la recuerda, nadie la cita, jamás la vemos en TV, ¿por qué?
Una tarde la compré en los pasillos de la UCV para entender tanto olvido,  28 años después reconocí como amargura ese sabor que a los 17 años no supe precisar. Stardust memories es una comedia filmada desde el resentimiento de un comediante a quien su público no le tolera que desista de hacerlos reír. Y aunque Allen se niega a llamar a personajes escritos, dirigidos e interpretados por él, alter egos, Sandy Bates, protagonista de Stardust Memories, al igual que Allen, es un escritor-director-actor a quien hasta los extraterrestres le reclaman que se vuelque a temas intensos  ¿cómo se atreve a desperdiciar el don de hacer reír?
El inicio de Stardust memories es también un homenaje, esta vez a Federico Fellini, con close ups a rostros desolados de los pasajeros de un vagón infeliz, contrastando con los rostros hermosos y alegres de quienes viajan en el inalcanzable tren de la felicidad. Al final ambos trenes llegan al mismo  destino (¿cuál va a ser?) en esta película de Bates dentro de una película de Allen, pero ni el público de ficción quiere este tipo de filmes de Sandy Bates, ni el público real parecía querer otro que no fuera el jocoso Woody Allen (Match Point es una de las raras excepciones).
Allen le asegura a Björkman que Stardust Memories, después de La rosa púrpura del Cairo, es su película favorita, en cambio a Manhattan la quemaría. Yo que amo por encima de todas las obras de Allen a Manhattan, creo que Stardust Memories es una película a la que le han pasado bien los años a pesar del humor amargo de un artista que rechaza ser encasillado. Pero al igual que el público que detiene a Sandy Bates para decírselo, soy de las que de las películas  de Allen, prefiero “the early funny ones”.  

domingo, 21 de junio de 2009

La guía del buen bloguero


Cuando Ricardo Ramírez me invitó a formar parte del grupo de blogueros en compartir lecturas en la Librería El Buscón, dudé en aceptar, ¿bloguera yo? Al crear Evitando Intensidades no lo hice con conciencia gremial, es decir, como parte de un fluir en la red de comunicación, sino como un archivo en Internet para compartir los artículos que iba publicando en El Nacional o en Contrabando, rescatar viejas crónicas que sobrevivieron la prueba del tiempo o que se volvían a actualizar, de vez en cuando comentar alguna película, un libro, un programa de televisión. 

Por eso dudé aceptar la invitación, mi experiencia como bloguera era empírica, ensayo y error, que empezó cuando en noviembre de 2007 decidí que en lugar de mandarles mis crónicas a los panas como documento, lo haría como enlace. Algunos se quejaron, abrir un link les parecía un fastidio. Poco a poco se fueron acostumbrando a la notificación semanal de la actualización de las intensidades. A veces entran, otras no, cuando lo hacen se ponen al día. Estos correos, Facebook y los amigos que han puesto en sus blogs un link a Evitando Intensidades, son mi fuente de promoción. En año y medio he recibido más de 11 mil visitas de 77 países. Estaba muy orgullosa de semejante afluencia, pero tras leer “The Huffington Post complete guide to Blogguing”,  me doy cuenta que es polvo de estrellas del universo blog.

 A raíz del encuentro bloguero en El Buscón quise tomarme el adjetivo un poco más en serio y pedí por Amazon la guía de The Huffington Post, blog creado por Arianna Huffington y Kenneth Lerer, quienes en el año 2005 se les ocurrió unir en un portal voces fundamentales que no estaban en la web. En el HuffPost ha posteado hasta Barack Obama. Siendo uno de lo blogs más visitados en la congestionada blogosfera, The Huffington Post tiene la misma cantidad de visitas en un minuto de lo que Evitando Intensidades ha tenido en año y medio.

Gracias a la Guía Huffington descubrí un sin fin de trivialidades como que a pesar de que en El Buscón compartimos lecturas trece mujeres y dos hombres, ambos sexos blogueamos a partes iguales; que hasta hace poco el principal idioma era el japonés seguido por el inglés, pero el español tiene su buena cuota de participación. Que al contrario de lo que muchos piensan, no es un vicio, pocos blogueros suelen dedicarle a su página más de dos horas semanales. También aprendí que los llamados trolls (impertinente comentaristas anónimos) son un mal tan inevitable como el smog en la grandes ciudades, y se les debe tolerar como parte del libre fluir de comunicación siempre y cuando no sean groseros, racistas o  difamadores. Lo que no se debe  aceptar es el spam, cero tolerancia con los penis enlargements. Los HuffPosts insisten que no hay que olvidar ser educados, a quienes se molesten en hacer un comentario, debemos responderles, pero los enfrentamientos que se van a palabras mayores o se vuelven personales, es mejor resolverlos en privado vía email.

Encontré en la guía Huffington excelentes consejos para ganar lectores que no siempre seguiré como tratar de escribir corto e ir al grano. Cuando las entradas sean demasiado largas, separarlas con imágenes para no dar la sensación de un ladrillo de texto. Lo más importante para los editores de Huffington es que los blogueros asuman la informalidad del medio, el estilo debe ser el de la charla cotidiana, donde no tememos hacerlo con errores porque nadie habla perfecto. Lo que no quiere decir que hay que escribir con descuido. Más que una entrada erudita un blog debe dejarnos el sabor de un buen email entre panas.

En el momento de la impresión de la Guía Huffington se contaban más de 112 millones de blogs abiertos en el universo virtual, de los cuales aproximadamente 7.4 millones son activos. De estos 7.4 millones, 15 blogueros venezolanos se reunieron el martes 16 de junio en El Buscón entre amigos, vino blanco y libros de ocasión para compartir la lectura de crónicas, narrativa y poesía; gracias a esa noche más que a la Guía del Huffington Post, me dí cuenta que un blog, tímido o multitudinario, será lo que su autor quiere que sea, y ya encontrará sus almas afines en el vasto universo de Internet.

 
Las imágenes las tomé prestadas del grupo de facebook Literaria blog,  creado a raíz del primer encuentro bloguero en El Buscón. La foto  es  del álbum de Carmen Elena González Salas. Los primeros blogs en participar fueron:  

Ricardo Ramírez www.eneaseando.blogspot.com;www.rafagasegunda.blogspot.comwww.trabajosdeldia.blogspot.com;www.erotiafragmentarum.blogspot.com ;www.ismaeldasilvaescritor.blogspot.com
- Aymara Lorenzo http://laparadapoetica.blogspot.com
- Keila Vall www.fugapermanente.blogspot.com
- Cinzia Ricciuti www.verdadesqueasoman.blogspot.com
- Adriana Villanueva www.evitandointensidades.blogspot.com
- Ruth Hernández www.piedraconaletas.blogspot.com
- Kira Kariakin www.k-minos.com
- Georgina Ramírez www.http://poesia-en-georgina.blogspot.com
- María Dolores Torres Salas www.mariadolorestorres.blogspot.com
- Natasha Tiniacos http://natasha-t.blogspot.com
- Mitchele Vidal http://www.imagenes-urbanas.blogspot.com
- Eleonora Requena http://nocturna-mas-no-funesta.blogspot.com
- Belkys Arredondo www.biombosdehumo.blogspot.com
- Carmen Elena González Salas www.gatainsomne.blogspot.com
- Mario Morenza http://elapendicedepablo.blogspot.com

jueves, 18 de junio de 2009

El lazarillo de La Florida


Monona llegó a Caracas para asistir al bautizo de su nieta Patricia. Alta y elegante, la rubia abuela rioplatense fue advertida por su hijo en el aeropuerto de Maiquetía que aquí en Venezuela hace tiempo que sus habitantes dejamos de salir cubiertos en oro. Monona siente que se desnuda: sus pulseras y sus anillos son parte imprescindible de su indumentaria como el pañuelo de seda que lleva amarrado al cuello o la chaqueta del taller.

—En Buenos Aires la situación también está terrible. Ya no se puede pasear. Las salidas tienen que ser puntuales: del piso al café y del café al piso.

Sí, la situación en Buenos Aires debe ser terrible, dicen que la crisis económica de Argentina supera a la de Venezuela, pero viendo como a Monona le cuesta desprenderse del hábito de usar prendas, dificulto que la violencia urbana nos supere.

A veces pienso que el prejuicio es mío, nunca fui mujer de joyas. En los años ochenta cuando comencé a salir sola o con amigos, se empezaban a oír cuentos de atracos a mano armada en los que desprevenidas víctimas se veían vilmente arrebatadas de sus cadenas y relojes. Hoy recuerdo esos días con nostalgia, de un raspón y de un susto no se pasaba. Veinte años después de mis primeros pasos como chica citadina, Susana Rotker en el libro Ciudadanías del miedo (2000) manejaba la cifra de que todo venezolano será víctima de 17 delitos, 4 de ellos violentos, entre los 18 y los 60 años de edad.

Mi abuela dice que es difícil hacerme regalos porque no me gustan las prendas. Lo que pasa es que me incomodan, no me acostumbré a usarlas porque para mí una joya no justifica ni un susto ni un raspón, mucho menos arriesgar la vida. Qué curioso que precisamente una mañana yendo a visitar a mi abuela tuve mi primer encontronazo con un chapucero ladrón de joyas. Iba distraída, pensando en quién sabe qué, detenida en el tránsito del semáforo de una esquina en La Florida cuando tocaron el vidrio de la ventana de mi carro. Subí la mirada y vi a un hombre joven, bien vestido con camisa azul almidonada cuidadosamente metida dentro del pantalón kakhi de pinzas. Yo que soy tan nerviosa, no me asusté, el muchacho tenía buena pinta, mirada simpática a pesar del apremio señalando gestualmente su muñeca. Pensé que quería saber la hora, así que con los dedos de las manos le indiqué que ya eran pasadas las 10:00. El muchacho, tratando de afilar la mirada, me señaló con los ojos el periódico que llevaba doblado bajo el brazo como diciéndome: “Ah mujer bruta, es que acaso no te das cuenta de que tengo un arma escondida y esto es un atraco”.

Todavía me pregunto por qué este asaltante de caminos, este aprendiz de ladrón, entre tantas mujeres emperifolladas que circulan en La Florida me vino a escoger a mí, que la única joya que llevaba puesta era un reloj de acero inoxidable que me regaló mi marido para celebrar mi primer día de la madre hace trece años. Dicen que en estas circunstancias nunca se sabe cómo una va a reaccionar, yo habría jurado que era la más cobarde de las mujeres, por eso me sorprendió mi reacción que hoy recuerdo en cámara lenta como una partida de póker en la que el destino del juego está en la mirada de los tahúres con las cartas en la mano, y a este malandro tan planchadito su mirada lo delataba como un blofeador, un traficante del miedo urbano, un pescador en río revuelto. Este Lazarillo de La Florida no tenía los ojos de Raskolnikov

Y por más miedosa que sea, no lo soy tanto como para dejarme robar con un periódico, así que cuando el tránsito arrancó, con un gesto que unieron hombros y mirada, le hice saber al incapaz ladronzuelo:

“Será otro día papá”.

Pero no se crean, sigo siendo una mujer cobarde, ahora cuando visito a mi abuela, me quito el reloj.

Artículo publicado en el diario El Nacional, el 11 de septiembre de 2004. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet.

domingo, 14 de junio de 2009

Quiero creer

En el año 2008 el artista chino Cai Guo-Qiang presentó en el museo Guggenheim en Nueva York la exposición “Quiero creer”. Emulando una explosión pirotécnica, nueve carros blancos con luces multicolores descendían de la cúpula del edificio diseñado por Frank Lloyd Wright. En los pasillos había réplicas de animales salvajes chocando entre sí -alegoría de quienes siguen ideologías a ciegas-. Pero el plato fuerte era la pólvora. Un video acompañaba los enormes cuadros de Guo-Qiang explicando el proceso creativo: trazar la pólvora sobre papel, prender la mecha, explosión, humo y más humo, hasta quedar cenizas como arte.

La tarde del pasado martes viendo por televisión la Plaza del Rectorado anegada en humo, me acordé de Guo-Qiang, pero el humo era en vivo y directo y cubría de tinieblas ese museo abierto que es la Ciudad Universitaria. Quienes detonaron los artefactos explosivos no les importó afectar un patrimonio mundial con tal de amedrentar a quienes se les enfrentaban políticamente.

Ser ucevista es un culto y la Ciudad Universitaria es el templo. Nadie que se sienta ucevista sería capaz de maltratarla. Ni oficialista ni oposición, la Ciudad Universitaria es sagrada. O por lo menos eso  creía yo hasta que hace unas semanas me uní a la concentración en la Plaza del Rectorado que marcharía hasta el Ministerio de Educación con la intención de dialogar sobre el recorte presupuestario. Al lado de un mural de Oswaldo Vigas, bordeado por una banda amarilla como zona del crimen, un carro quemado decretaba la amenaza vigente no sólo sobre la autonomía universitaria sino también sobre la obra arquitectónica diseñada por Carlos Raúl Villanueva. 

La marcha no fue multitudinaria, era de mero orgullo ucevista. La acompañé hasta la salida de la Plaza Venezuela, justo donde fue abandonado un camión cava quemado en la madrugada. Como en todas las marchas, llevé mi cámara, no soy buena fotógrafa pero me gusta armar reportajes gráficos. Después me enteré de que hubo tiros desde el gimnasio cubierto, ni los oí, ahí seguía feliz, tratando de ignorar al grupito que le gritaba a los marchistas: “¡Ignorantes, pensionados!”. Después de que pasó la marcha quise fotografiarlos, se mostraron reacios, decían que no querían salir en Globovisión. Cuando les dije que era para Facebook, accedieron con la condición de que posara con ellos. Y así lo hice pero cuando me sentí apretujada más de lo necesario al mismo tiempo que un artefacto explosivo fue detonado a pocos metros, recuperé mi cámara y me fui. Sólo salí en una foto con cara de asustada.

Esa noche, cuando monté el álbum en facebook, no habían pasado unos minutos para que una amiga me avisara que posé con los mismísimos malhechores que en horas de la tarde quemaron tres vehículos más en la UCV. Tenían sus rostros cubiertos al hacerlo, pero según los foristas de Noticiero Digital mediante  testimonio fotográfico, sus vestimentas los delataban como el grupo de estudiantes que en la mañana vociferaba contra la marcha. ¡Tan buenos muchachos que se veían!

Al igual que el título de Guo-Qiang, quiero creer que no fueron ellos, que ningún ucevista sería capaz de levantar un dedo contra la Ciudad Universitaria. Quiero creer que Villanueva no se equivocó, porque al fusionar arquitectura, arte y naturaleza en los años 50 en la antigua Hacienda Ibarra, lo hizo apostando por la evolución de las futuras generaciones universitarias.

Artículo publicado en El Nacional 13 de junio de 2009.

domingo, 7 de junio de 2009

Otra racha de películas tristes

La racha de películas intensamente tristes que en este junio de 2009 no pude evitar, comenzó con “Rachel getting married” de Jonathan Lemme, que podría resultar una oferta engañosa para quienes busquen pasar un rato frescolita con un film protagonizado por Anne Hathaway, que a sus 26 años, es la actual reina de los chicks flicks gracias a “El diablo se viste de Prada”, “La guerra de las novias” y “Los diarios de la princesa”. 

Desde la primera escena de “Rachel se casa” es fácil darse cuenta que esta no es una película de Hathaway cualquiera: cigarro tras cigarro, con el delineador acentuado y el pelo picoteado, Kim (Hathaway) espera en silencio a que su padre la venga a buscar al centro de rehabilitación donde está recluida, para asistir al matrimonio de su hermana.

La cámara se mueve inestable, como una película casera filmada por ese primo fastidioso que insiste en grabar la escena más íntima. Con esta cámara que a algunos perturba, Lemme logra la sensación de  pertenecer, que de alguna manera el espectador se sienta parte de este atormentado clan que incluye dos hermanas: Kym, quien se autodefine “Shiva, la destructora”, y Rachel, la novia, la hija perfecta que resiente la atención que su padre (Bill Irwin) le da a su hermana problema; además de una madre distante (Debra Winger), un padrastro casi anónimo, una madrastra cálida, y el recuerdo de una tragedia que al revelarse, casi al final de la película, entendemos porqué le cuesta tanto a esta familia ser feliz hasta en la más feliz de las circunstancias.  Al cantarle el novio en el altar a la novia: “Unknown legend” de Neil Young; queremos creer que en algún momento lo lograrán, si no ser completamente felices, quién en la vida lo es, encontrar la manera de sepultar de una vez el pasado y comenzar a vivir el presente con esperanza.

Otra oferta engañosa no de película frescolita sino de porrito de marihuana es "La Escafandra y la Mariposa", de Julian Schnabel, que  hoy se exhibe en Caracas en el marco del Festival de Cine Francés. Ganadora de dos premios del Festival de Cannes en el año 2007, en Venezuela tenemos meses viendo los cortos sin saber de qué diablos se trata, tan sólo una mariposa amarilla que vuela por las praderas. 

Cuando la semana pasada fui a ver “Noche en el museo II” (de vez en cuando hay que complacer a los chamos), un nuevo corto de la ahora titulada en Venezuela: “El vuelo de la mariposa”, me dio un indicio de qué va la película que por fin fue estrenada en nuestra salas:  Jean-Dominique Bauvy (Mathieu Amalric), editor de la revista Elle sufre a los 42 años un accidente cerobrovascular y se ve afectado por el síndrome conocido como del “cuarto cerrado”: sus percepciones están intactas pero de su cuerpo sólo tiene el dominio de un ojo, mediante el cual gracias a un sistema en el que parpadea mientras su interlocutor va recitando el alfabeto en orden de las palabras más usadas, logra comunicarse, y con la ayuda de una transcriptora, escribe el libro en el que se basa la película.

Schnabel, director de “Basquiat” y “Después del amanecer”,  además de artista plástico reconocido, tras considerar a Jonnhy Depp en el papel de Jean-Do -oferta que el actor rechazó para hacer la segunda parte de Los piratas en el Caribe- tomó la decisión de que el lirismo del libro de Bauvy sólo se podría disfrutar en su idioma original, y en lugar de una película gringa hizo una película francesa, que a pesar del tema, la claustrofobia de sentirse humano dentro de un cuerpo que no responde,  es el triunfo de la alegría de vivir en la mayor de las adversidades.

Filmada con humor, escaso sentimentalismo y una fotografía digna de un gran artista, una vez finalizada la película, con un nudo en la garganta salimos del cine con la sensación de que sí, a pesar de todo, la vida puede ser hermosa.   

jueves, 4 de junio de 2009

Historia de casi tres cenas


Cuando Gisela me llamó hace un par de meses para contarme que estaba por publicar su primera novela: La Cena; y quería que yo la presentara en La Librería El Buscón, para mí fue doble motivo de orgullo: primero ver que mi amiga Gisela, después de tener a sus hijos creciditos,  volvió a parir otra linda criatura, y que me escogiera como madrina para su presentación.
También sentí un gran alivio porque no estaría sola en este compadrazgo: Ildemaro Torres sería el padrino. Una idea fantástica que le quitaría a la novela y a la presentación esa chapa de “literatura femenina”, libros escritos por mujeres para ser leídos sólo por mujeres.
Mi co-presentador, Ildemaro Torres, por quien siento un gran aprecio, tiene un currículo que impresiona: es médico, doctorado en filosofía, columnista de El Nacional, varios libros publicados, académico, experto en el humor en Venezuela. Hombre culto, analítico, sensible, quien haría una presentación relevante como se lo merece La Cena. Y a mí me tocaría el papel de la madrina chévere, medio veleta, que con un par de anécdotas graciosas matearía a la ahijada y todos satisfechos, que comience la fiesta.
O por lo menos eso aspiraba hasta la semana pasada cuando Gisela llegó a las puertas de mi edificio a hacerme entrega de un ejemplar del bebé recién nacido. De carro a carro, porque ella iba apurada y yo también, la comadre emocionada resaltó el detalle del encaje de la portada como si fuera un faldellín bordado por la abuela, orgullosa de qué lindo, pero qué lindo quedó su bebé. Me bajé del carro y la felicité con un abrazo, abrí el libro para olerlo, para sentirlo, y la volví a felicitar, sobre todo por el tamaño de las letras, grandotas. Y en esas estábamos regocijándonos mutuamente de la criatura cuando la comadre, antes de despedirse, me dijo qué lástima que Ildemaro se iba de viaje, yo sería la única madrina en presentar al bebé.
Se me bajó el potasio, empecé a sudar frío, y a riesgo de que nos atracaran en la mitad de la calle, insistí en buscar ahí mismo una solución: quizás era demasiado tarde para entregarle el libro a otro escritor, sería un insulto, pero algo tendría que hacer Gisela para animar este bautizo, conmigo como presentadora oficial iba directo al fracaso.
¿No se podía llevar su cuatro? He visto a Gisela animando más de una reunión tocando cuatro. ¿Alguno de sus hijos tenía una banda rock? ¡O flamenco! Todo el mundo tiene una amiga que baila flamenco. Lo que sea: un primo mago, una tía que recita, un cuñado que echa chistes, cualquiera, pero cualquiera, que relevara de mi espaldas la exclusividad de la presentación de esta linda criatura. ¿Cómo iba a poner Gisela semejante responsabilidad en los hombros de la más irresponsable e incumplida de sus amigas?
Porque La Cena no nació de la nada, no fue que un duende se la dictó en el oído a Gisela. Tiene un origen bochornoso. Gisela me lo confesó: el génesis de La Cena tiene como fecha octubre del año 2006 cuando salió publicada mi primera novela “El móvil del delito”, presentada aquí mismo en El Buscón. Gisela, que es una de esas amigas de toda la vida a la que veo de quinquenio en quinquenio porque nos separa el río Guaire, después de leer “El móvil…” tuvo la inmensa generosidad de llamarme para felicitarme, decirme lo orgullosa que se sentía de tener una amiga escritora, y para celebrarlo quería invitarnos a mí y a mi marido a una cena en su casa.
La invitación no fue de un día para otro, como educada anfitriona que es Gisela, fue hecha con una semana de antelación. Como educada invitada que soy, acepté encantada sin hacer muchas preguntas, ni qué íbamos a comer, ni quiénes estaban invitados, me limité a llegar puntual.
No era una cena para cuatro, Gisela organizó una cena para 6. Pensé que invitaría unos amigos en común. Pero Gisela no se va por lo previsible, invitó a su sobrina Federica con su novio Alfredo. Otra generación. A Federica la conocí de uniforme en el colegio donde estudian mis hijos, pero en el año 2006 ya se había graduado de bachiller y aunque todavía estudiaba en la universidad, estaba fundando la página web Relectura, que hoy, con Ficción Breve y Letralia, son de los principales puntos de referencia en Internet de la literatura nacional.
De más está decir que la pasamos muy bien esa noche, no fue necesario descorchar una botella de Petrus cosecha 1982, Gisela es una anfitriona sencilla pero maravillosa: tan original en el menú como para combinar invitados como a la hora de conversar. De esa noche me quedó el recuerdo de un helado de parchita servido en su concha que era una delicia. Al finalizar la velada, me despedí de nuestros anfitriones, Gisela y Andrés, dándoles de nuevo las gracias, y ofreciéndoles lo que cualquier comensal educado habría ofrecido en el umbral de sus anfitriones:
“La próxima vez comemos en mi casa”.
Y en esas quedamos, pero sí soy educada de palabra, no lo soy tanto de acción. En algún momento planeé una cena para retribuir la gentileza.  No logré decidir si una parilla sería demasiado bachiche, si un arroz con pollo el colmo de la ordinariez, o si más bien compraba unos pastichos en el Vía Appia. Y se presentó diciembre, y ahí mismo llegó enero, y la cena no se dio.
La verdad es que más que dejadez, fue un terrible complejo de inferioridad de no estar a la altura de Gisela como anfitriona, no soy muy dotada en esas artes. Después de esa cena tan exquisita, tan detallista, tan especial que me había ofrecido Gisela, yo tan poco detallista, tan poco original, ¿cómo podría retribuirla sin hacer el ridículo?
Por eso aspiraba que a Gisela se le olvidara la bendita cena, después de todo los venezolanos somos expertos en palabras que se las lleva el viento, en promesas incumplidas. Pero Gisela meses después me recordó que quedó pendiente reunirnos en mi apartamento, y que ya había pasado tanto tiempo de mi promesa, que estaba por publicar Sicalipsis, el libro de poemas que tenía años recopilando. Proyecto del cual hablamos esa noche en su casa, y que vio la luz justo un año después de esa primera cena.
Entonces debió ser la oportunidad para cumplir la invitación, pero yo no estaba en Caracas para el bautizo de Sicalipsis, así que ahí quedó. La próxima vez que nos encontramos, en playa Guacuco, como típica habladora de tonterías, volví a insistirle a Gisela que esta vez sí que nos teníamos que reunir cuando llegáramos a Caracas para celebrar Sicalipsis, aunque ya tuviera meses de bautizada.
Estas palabras también se las llevó el viento, o más bien se las comió el salitre porque fueron hechas en traje de baño con una cerveza en la mano, muy de pasada al borde del mar. Cómo imaginar que al regresar a Caracas, Gisela se habría de sentar a esperar a que yo por fin cumpliera la invitación.
Menos mal que no se quedó sentada tejiendo calceta, se sentó frente a su computadora, o quizás tomó una pluma fuente y papel de arroz que son más su estilo, y partiendo del despecho de una cena no retribuida, se puso a escribir una novela que comienza así: “Pasada la hora acordada, en el tiempo de la espera, los minutos se perciben eternos…”.
En vez de rumiar una invitación que quedó en el aire, Gisela se sentó a escribir la historia de una cena dada por Irene, una anfitriona que al igual que ella, tiene una sensibilidad acomplejante para el detalle, pero que a diferencia de Gisela, padece de soledad crónica. A esta cena que tiene como pretexto estrenar su nuevo apartamento, Irene invita cinco comensales, que en apariencia, tienen poco en común, pero que al leer La Cena el lector podrá fácilmente ubicarlos en una ciudad en la que sus habitantes vivimos cada vez más alienados.
Gisela me aseguró que ella como escritora evitó nombrar a Caracas o hacer referencias localistas.  En ese sentido fracasó porque en La Cena es imposible no sentir el acento caraqueño, las tradiciones que se heredan, las que el tiempo ha logrado que se vayan perdiendo, el ruido de las cornetas, la música urbana, los sapitos, las chicharras, una alarma que se prende, perros ladrando a la distancia, cristo-fue; tantas sensaciones que nos ubican como habitantes de una ciudad, aunque no estén necesariamente descritas en la novela. Lo importante es que con su pluma, Gisela da la sensación que Caracas, este valle que tanto amamos y tanto padecemos, también está presente en su cena.
Esas seis soledades que una noche se reúnen en torno a una mesa bien servida, son hijos de Caracas.
Leyendo La Cena muchos podremos identificarnos como habitantes de esta urbe cada vez más violenta y enervada: perdidos en promesas incumplidas, separados por tráficos indomables, enajenados en edificios que parecen colmenas. Agresivos. Desconfiados por naturaleza. De un tiempo para acá, hasta pesimistas. Una ciudad de soledades compartidas en la que todavía encontramos algunos momentos de solaz como una cena íntima, o tomando tragos con unos panas, o celebrando el bautizo del libro de una querida amiga, y aunque sea por unas horas, nos sentiremos menos solos, o más acompañados; como hoy celebramos juntos estas páginas que al leerlas develarán a su autora como ser humano y como escritora: amplia y generosa en su manera de ver y sentir la vida, con ese exquisito ojo para el detalle, no sólo de cosas mundanas como el menú perfecto o el encaje de Bruselas de los manteles individuales; sino también para pequeñas pero certeras pistas con las que el lector podrá intuir además de una ciudad, el alma de sus personajes.
Por eso llámenme desfachatada pero no saben cómo me alegro de no haberle cumplido a Gisela, dejarla esperando por una Cena que con mi escasos dotes como anfitriona, dudo habría sido memorable, y aquí en público le prometo no digo yo una cena: un festín, una bacanal, un aquelarre. Pero que se quede sentada esperando, eso sí, frente a su computadora, o con su pluma fuente, para ver con qué maravilla nos sale.

Palabras de presentación de la novela La Cena de Gisela Cappellin, en la Librería El Buscón, 21 de mayo de 2009.

martes, 2 de junio de 2009

Chicas como nosotras


El disco Tapestry de Carole King salió a la venta en 1971, el año que cumplí 9 años. Cuesta creerlo porque desde que tengo memoria canto las canciones de Tapestry. Pareciera que Carole King siempre formó parte de mi vida. Las canciones de Tapestry, junto con las de Los Beatles, fueron las primeras que aprendí a cantar en inglés mucho antes de que aprendiera a hablar inglés. So far away, It’s too late, You’ve got a friend, Will you love me tomorrow, Were you lead, You make me feel like a natural woman… las cantaba de corazón. Todavía las canto, hace unas semanas, tras el fuerte temblor que se sintió en Caracas, amanecí cantando: I feel the earth move.
A Carly Simon la evoco mas bien en mi adolescencia, no por un disco sino por una canción: You’re so vain; que en el subconsciente colectivo de quienes nacimos en los años 60, forma parte del soundtrack de nuestras vidas. ¿Quién a la hora de un despecho de un papito pretencioso no cantó You’re so vain? Eres tan vanidoso que no vales la pena. Esta canción compuesta por Simon en el año 1972 sigue rodeada de una halo de misterio: ¿quién era el vanidoso de la canción? ¿Warren Beatty? ¿Mick Jagger? ¿Kris Kristofferson? ¿James Taylor? Poco despreciable lista de galanes con los que a cualquiera chica le habría gustado estar involucrada en los años 70.
Joni Mitchell no cruzó fronteras como sus compañeras generacionales, pero fue una estrella del Pop-folk en los Estados Unidos y en Canadá. A tal punto que los Clinton llamaron a su hija Chelsea gracias a Chelsea Morning, tema emblemático de Mitchell. En Venezuela, hasta donde tengo memoria, rara vez, por no decir que nunca, sus líricas canciones fueron transmitidas en la radio. Sólo recuerdo una que me encantaba y que bajé hace tiempo por Internet: “Help me I think I’m falling in love again…”.
King, Mitchell y Simon son tres cantautoras a quienes oí en vinyl y hoy están en mi IPOD, así que cuando supe del libro de Sheila Wellers: “Girls like us: Carole King, Joni Mitchell, Carly Simon- and the journey of a generation”; lo compré al instante, suponiendo que las vidas de estas tres mujeres estarían entrelazadas al ser pioneras en el género Pop-rock, que hasta fines de los años 60, fue territorio masculino.
Por eso me sorprendió al leer en “Chicas como nosotras” que sus caminos apenas confluyeron en un nombre: el chamo James Taylor (1948). Inclusive Joni Mitchell se resistió a compartir protagonismo en este libro con sus dos colegas. Sólo Carly Simon accedió a ser entrevistada.
Sheila Weller, periodista autora de seis libros que también escribe para las revistas Glamour y Vanity Fair, realizó una intensiva investigación en la vida y música de las tres cantantes. En capítulos intercalados como historias separadas, el libro comienza con sus orígenes: Carole King (1942), nacida en el seno de una disfuncional familia judia clase media, Brooklyn, Nueva York, en una calle en la que según Weller: “todas las casas tenían piano”; Joni Mitchel (1943), hija única de un matrimonio con profundas raíces nórdicas, creció en Saskatchewan, un desolado pueblo en Canadá bajo la tutela de su madre, Myrtle, quien educó a su hija para que fuera ambiciosa en sus sueños de artista. En cuanto Carly Simon (1945), era la tercera y menos agraciada hija de una privilegiada familia de Nueva York: su padre, Alfred Simon, fue uno de los fundadores de la editorial Simon & Schuster. Wellers describe a la familia Simon como parte de una elite tanto económica como cultural, acostumbrada a ser invitada a la noche inaugural de cuanto evento se diera en Manhattan.
Sus inicios en la música también son muy distintos: Carole, a los 19 años, al mismo tiempo que atendía a su bebé, formaba parte junto con su primer esposo Gerry Goffin de una exitosa dupla que componía hits para cantantes de la talla de Aretha Franklin. Joni, a pesar de que al principio de su carrera estaba infelizmente embarazada, cantaba acompañada de su guitarra en pequeños locales hasta crearse un nombre y una leyenda. A quien más le costó alcanzar el visto bueno de sus iguales fue a Carly: nacer con biberón de plata la hizo objeto de prejuicios entre quienes dudaban de que una niña rica podía ser capaz de producir un buen álbum. 
A pesar de comienzos tan disímiles, su auge es contemporáneo: King, Mitchell y Simon, poco antes de cumplir treinta años, lograron alcanzar la cima del mundo Pop.
Cuesta creer que entre estas tres artistas la única conexión fue James Taylor, el príncipe junkie de los años 70, quien logró enamorar a Carole King, fue pareja de Joni Mitchell y marido de Carly Simon. Aunque a semejante conexión más digna de las páginas de farándula, Weller prefirió restarle importancia. Para la  autora de Chicas como nosotras… tanto King, como Mitchell como Simon – las tres pasados los 60 años todavía activas en el mundo de la música- merecen ser recordadas no por coincidir en el amor de un hombre, sino porque abrieron camino para nuevas generaciones de mujeres que siguen expresándose a través de sus canciones.