sábado, 29 de octubre de 2011

La fiesta de Gonzalo



Hace un par de años, en una parrillada en casa de unos amigos, conocí a Gonzalo, o se puede decir que lo conocí oficialmente: sabía quien era él como una chica siempre sabe quienes son los chicos ultraguapos de la ciudad. En los años 80, cuando esta humilde adolescente veía entrar al veinteañero Gonzalo en Le Club, con la corbata suelta y su melena castaña despeinada porque siempre llegaba en moto, suspiraba platónicamente como si una inalcanzable estrella de cine estuviera entrando por la puerta de la discoteca en el sótano del Centro Comercial Chacaíto. Desde esos encuentros discotequeros en los que jamás nos dirigimos la palabra -dudo que él supiera quien era yo- le perdí la pista, tengo entendido que se casó y se fue a vivir al interior, hasta el mediodía en el que lo vi llegar a la parrillada en casa de mis amigos, y supe que era Gonzalo porque me lo presentaron, no habría reconocido en ese señor de guayabera azul al malandro bien que me encandilaba en Le Club. 
Gonzalo tampoco era amigo de mis amigos, su novia lo era porque es de la misma generación de nosotros, esa tarde me enteré que Gonzalo se había separado de su primera mujer y estaba saliendo con esta contemporánea mía, también divorciada, quien imagino que igual que yo, suspiraría adolescente cada vez que veía entrar al veinteañero Gonzalo en Le Club. 
Una vez servida la parrilla, nos sentamos en la mesa con otra pareja, Gonzalo, su novia, mi esposo y yo. Conversamos de varios temas, Gonzalo participaba activamente en la conversación, la novia lo oía enamorada, ella casi no habló. Quizás porque ya me había tomado algunas copas de vino, esa tarde viví un raro momento de elocuencia, tanto, que después me dio pena, habrán creído que soy una lora, pero al día siguiente imaginé que no habría causado tan mala impresión al recibir una invitación de amistad de Gonzalo en Facebook. De la novia nunca me llegó.
El orgullo de habérmela comido con tanta elocuencia duró poco, cuando después de aceptar su amistad, me di cuenta que Gonzalo tenía casi mil quinientos contactos en Facebook, el antiguo galán era un recolector de amigos en las redes sociales.
Esa tarde de la parrilla fue la última vez que vi a Gonzalo, meses después me enteré por los anfitriones del almuerzo que murió en un accidente de tránsito regresando a su trabajo en el interior. En la papeleta de entierro no invitaba la novia sino la ex-esposa sin el prefijo de ex. Con el ejercicio de morbosidad que nos permite facebook, entré en su página a leer los mensajes de condolencia de sus amigos, y ver las fotos que había montado en su paso por facebook, fotos que incluían tanto a la novia como a la esposa, entre distintas etapas de su vida: desde el hermoso joven que conocí en Le Club hasta el padre orgulloso que lleva a su hija al altar.
Cuando muere un amigo de Facebook, su perfil rara vez desaparece, algunas familias no saben cómo cerrarlos, otras prefieren dejarlos abiertos como vínculo imperecedero. Hay quienes se van desamigando de los difuntos en Facebook, hay quienes les dejan mensajes tiempo después de muertos. Yo ni lo uno ni lo otro. De vez en cuando leía en mis anuncios de muro que taggeban a Gonzalo en fotos o lo incluían en mensajes múltiples como compartir videos, hasta que una mañana en abril, entre los cumpleañeros del día, facebook me recordó dejarle un mensaje de felicitación a Gonzalo. 
No soy de quienes escriben en los perfiles de los difuntos, ayer me encontré por primera vez dejándole una nota afectuosa a un amigo de infancia que acaba de morir tras batallar durante un año con cáncer. Al hacerlo me sentí bien, quizás por eso recordé el primer cumpleaños de Gonzalo después de muerto, cómo lo saludaban sus verdaderos amigos: "Mi pana, celébralo en el cielo con tantos seres queridos", "Bendiciones", "Se te recuerda con cariño", pero entre los pocos que le escribían al Gonzalo en un distinto plano al terrenal, había muchos más que lo hacían como si todavía estuviera en el mundo de los vivos: "Que tengas un hermoso día".
Quizás porque Gonzalo murió en agosto cuando muchos caraqueños están fuera de la ciudad, o porque muchos de los amigos de Gonzalo emigraron de Venezuela, era obvio ante mensajes como "Que la pases super bien", "Todo lo mejor", "Saludos a la familia", "Mis deseos en salud y amor para ti", "pásala chévere", que la mayoría de los amigos en la fiesta virtual de cumpleaños de Gonzalo, ignoraban que tenía casi un año de muerto. Y seguían llegando las enhorabuenas en su muro, ya nadie parecía asumirlo en el cielo, hasta que una amiga intentó romper el espejismo escribiendo un escueto: "Gonzalo se murió".
Al principio este mensaje fue ignorado, no recibió respuesta alguna, y con casi mil quinientos amigos, las felicitaciones seguían llegando, se ve que cuando felicitamos por facebook nuestros buenos deseos solo le interesan al cumpleañero, y yo como voyeur, entre triste y divertida, seguía leyendo: "Que este año venga cargado de alegrías y sabias decisiones", "Pásala estupendo", "Qué cumplas muchos mas", "Espero que tengas un día lleno de sorpresas", "Happy B-Day"... hasta que la misma amiga volvió a clamar, esta vez en mayúsculas, como un grito, para que terminara la fiesta de una vez: "¡¡¡GONZALO SE MURIÓ!!!". 
En ese momento se acabó la fiesta, más nadie volvió a felicitar a Gonzalo ni a desearle que lo consintieran mucho, solo una amiga que le había mandado un apurruño bien fuerte, se atrevió a preguntar: "¿Cómo murió?". No obtuvo respuesta. 
La fiesta de Gonzalo había terminado. 

jueves, 27 de octubre de 2011

Raymond Carver


 Cuando la mamá de Gabriel García Márquez leía las novelas de su hijo quedaba espantada, cómo se le ocurría a ese muchacho contar los chismes y escándalos de su pueblo, sin embargo para el lector común la obra del Nobel colombiano es uno de los universos más originales de la historia de la Literatura, tan original que a pesar de que le han salido cientos de imitadores, por lo menos en el idioma español, nadie ha logrado hacernos creer como el Gabo en invasiones de mariposas amarillas o en doncellas que ascienden al cielo levitando.
Si el molde que rompió García Marquéz es el del Realismo Mágico, Raymond Carver hizo lo mismo con algo parecido al hiperrealismo, término usado en las artes plásticas para describir lienzos que captan un instante de manera fotográfica. Eso precisamente fue lo que logró Carver con sus cuentos, intensos episodios de parejas descritos con la minuciosidad y los claros oscuros de una polaroid.
Siendo opuestos en estilo, el colombiano florido y el norteamericano minimalista (palabra que odiaba Carver porque le parecía una reducción de su obra), se asemejan -como tantos autores- en que se valieron sin disimulo en eventos de sus vidas y en las de familiares o amigos a la hora de encontrar inspiración. La diferencia estriba en que el Gabo narraba historias diluidas con el tiempo, y Carver narraba momentos recientes de su vida familiar donde los conflictos conyugales, la pobreza y el alcoholismo estaban presentes.
Proveniente de una larga línea de trabajadores cuello azul que no lograba alcanzar el sueño americano de la Clase Media, Raymond Jr nació en Oregón en el año 1938, aunque vivió la mayor parte de su infancia en Yakima, Washington. Su madre, Elle, apenas nacer su hijo mayor le escribió una carta con una profecía que habría de cumplirse: "En algún momento en la historia de toda familia nace alguien destinado a la grandeza, y ese serás tú hijo mío".
En la minuciosa biografía de Raymond Carver que le tomó diez años a Carol Skelenicka escribir, cuenta que en la familia Carver (tanto de niño como adulto) nunca faltó cariño, tampoco faltó comida, pero vivían con privaciones. El mayor peso del mantenimiento lo llevaban las mujeres trabajando donde fuera y en lo que encontraran (Elle primero, y luego la esposa de Ray, Maryaan), mientras ambos Raymond (padre e hijo) eran más relajados a la hora de buscar trabajo, dejándose ganar por el alcoholismo.
Cuenta Sklenicka que a pesar de que en la casa de los Carver el único libro que había era La Biblia, el joven Ray supo desde la adolescencia que quería ser escritor, y tuvo la suerte de casarse con la mujer perfecta para ello, Maryann, quien hizo cualquier tipo de sacrificios para que su esposo escribiera, ella también sabía que Ray estaba destinado a la grandeza.
El principal problema de los Carver fue que se casaron muy jóvenes, cuando Ray tenía 19 años y Maryaan 18. Dos años después ya tenían dos bebés que criar, Christine y Vance, y a pesar de que Maryaan era capaz de trabajar doble turno para que su esposo pudiera escribir sin preocuparse por nimiedades como el sustento familiar, las  necesidades económicas, la presión de ser papá saliendo de la adolescencia y el ejemplo del alcoholismo de su padre, influyeron para que Ray se abrazara a la botella con la misma intensidad paternal.
Pero durante muchos años la urgencia de escribir de Ray fue más grande que la de ingerir alcohol, y como tantos escritores hoy de renombre, formó parte del famoso Writers Workshop en Iowa (1958-60), siendo alumno dilecto de John Gardner quien, entre otras cosas, le enseñó a preferir las palabras comunes a las seudopoéticas y a reducir a quince palabras lo que había escrito en veinticinco.
 Gardner (1933-1982), poco años mayor que sus alumnos, les tachaba los textos con un lapicero rojo cuestionando palabras y frases superfluas y discutiendo sobre la necesidad de una coma como si fuera un problema de vida o muerte. Cuenta Sklenicka: "Gardner aplicaba un principio sencillo: 'si escribimos sobre algo que no nos importa o en lo que no creemos, tampoco a nadie le va a interesar leerlo".
Y qué podía importarle más a Raymond que las carencias y el amor de su familia, qué tema podría conocer mejor, y a la hora de escribir sus historias narraba momentos íntimos sin maquillajes, sin adornos, con una pizca de humor, asomando apenas la punta del iceberg, como aconsejaba su héroe Hemingway, de una manera concisa que raya con la poesía.
Siempre cuentos o poesías, algunos ensayos, Carver nunca logró terminar la ansiada novela, a pesar de que recibió un adelanto de un editor de cinco mil dólares para escribir una épica sobre la II Guerra Mundial. No tardó el escritor en darse cuenta de que una épica histórica jamás sería su tema, si escribía una novela debía ser intima, describiendo un universo familiar. Después de más de 40 páginas escritas, Carver abandonó el proyecto, era escritor de aliento corto, se fastidiaba rápido. Un amigo intentó que diera el salto: "Una novela no es sino una serie de cuentos bien entrelazados". Ni siquiera visto de esa manera.
Tampoco le hizo falta a Carver escribir una novela, sus cuentos comenzaron a ser reconocidos en los años 70 como parte de la mejor ficción norteamericana escrita en la segunda mitad del siglo XX. Con la publicación de colecciones como "Will you please be quiet, please" (1976), "What we talk about when we talk about love" (1981) y "Catedral" (1983), Carver logró erigirse como uno de los grandes escritores contemporáneos, el mejor autor de cuentos de los últimos tiempos.
A Maryaan, la esposa ideal de un escritor, no pareció importarle ver su intimidad conyugal calcada en los cuentos de su marido, episodios de infidelidad, alcoholismo, frustración, violencia doméstica... sabía que la esencia de todo buen escritor es ser vampiro y que cualquier tema es válido para alimentarse. No sucedió lo mismo con sus hijos: Christine no le perdonó que le escribiera un poema "a mi hija alcohólica" y Vance resintió cuando su padre publicó el cuento Compartments sobre la historia de un hombre que viaja a Europa con el objetivo de visitar a su hijo universitario, cuando en realidad le fastidia verlo; al igual que Elle resintió la publicación de Boxes, la historia de una anciana insatisfecha con su vida que a cada rato se está mudando.
Murió joven Carver, a los 50 años, víctima de cáncer en el pulmón. Ya hacía años había dejado el alcohol, los cigarros y la marihuana no pudo dejarlos, también dejó a Maryaan, o ambos se dejaron, eran co-dependientes en el alcoholismo, pero su amistad duró hasta el final. Las vacas gordas de Carver le tocaron a la poeta Tess Gallagher (1943), con quien vivió los últimos nueve años de su vida, cuando ya era un escritor reconocido y viajado, al lado de ella por fin pudo abandonar el alcohol. En esos últimos años el principal peso de su obra no fueron cuentos sino poesía en los que destilaba la tranquilidad de saberse exitoso, tratado por sus iguales como un gran escritor, sin problemas económicos, alejado de la botella y con un nuevo y plácido amor.
Al morir Carver en el año 1988 legó todo a su segunda mujer, quien hoy disfruta sin compartir los dividendos de esas instantáneas de la vida de la primera mujer, los hijos y la madre, a quien Carver, como última estocada de cruel vampiro, más allá de una insignificante cantidad en efectivo, obvió en su testamento.



miércoles, 26 de octubre de 2011

Carolina



No hubo revelación celestial, ni siquiera un presagio, nada podía prever que la tranquila tarde del domingo 29 de junio de 1919 el bondadoso doctor José Gregorio Hernández abandonaría el reino de los vivos para convertirse en el primer santo no oficial de Venezuela.
Esa tarde, después de almuerzo, el doctor Hernández trató de robarle unos minutos a sus pacientes para dormir una merecida siesta al vaivén de su mecedora. A la 1:30 lo despertaron para avisarle que una humilde anciana estaba grave, tomó su maletín y su sombrero y fue a socorrer a la enferma. Tras auscultarla, aprisa fue a la botica que se encontraba cruzando la populosa esquina de Amadores para comprarle un remedio. Tan aprisa iba el distraído doctor que de regreso no se molestó en pararse junto al tranvía que estaba estacionado a un lado de la calle para verificar que no vinieran carros, con la mala suerte de que el orgulloso e inexperto conductor de uno de los escasos automóviles de Caracas lucía su flamante nave a la poco prudente velocidad de 30 kilómetros por hora, ocurriendo el primer accidente fatal de tránsito de la historia de nuestro entonces provinciano país.
84 años después, en los primeros 15 días de este fatídico mes de septiembre, han ocurrido 166 muertes en diversos accidentes de tránsito en Venezuela.
Las causas siguen siendo las mismas que ocasionaron la muerte del doctor Hernández: imprudencia y exceso de velocidad. Leemos el trágico saldo en el periódico y en medio del horror pensamos que las carreteras venezolanas son unas ruletas rusas... y salimos a la calle en máquinas -tan incautos como el Siervo del Señor- a velocidades supersónicas, mientras atendemos distraídos el celular, nos comemos las luces rojas, no nos paramos en las esquinas, esquivamos los huecos del pavimento o a peatones que cruzan temerarios las autopistas. 
Los muertos en letras impresas suelen ser abstracciones por eso preferimos no quejarnos a los choferes de los autobuses cuando van a exceso de velocidad, nos acostumbramos a la oscuridad de los túneles, estamos seguros de que ese trago de más no afectará nuestros reflejos, que el hombrillo de las autopistas es vía expresa, pero supersticiosos nos persignamos cada vez que cruzamos frente a un altar improvisado. 
En el periódico los accidentes de tránsito parecen historias como las que contaba Sherezade, lejanas a nuestra realidad politizada, polarizada, deshumanizada.
Carolina Herrera quizás no llegaba a santa pero era una excelente persona: 35 años, casada y sin hijos, su instinto maternal era compensado por el afecto de los niños del preescolar donde trabajaba como coordinadora. Buena y echada pa' lante -como la describen sus amigos-, a Carolina era raro encontrarla en su oficina porque siempre estaba de aula en aula atenta a sus niñitos y a los proyectos que se le iban ocurriendo para estimularles la imaginación.
También era muy paciente, cuando los atribulados padres acudíamos a ella porque nuestros geniecitos todavía no sabían leer o no hablaban perfecto inglés como en otros preescolares, Carolina nos preguntaba: "¿Para qué?", porque para ella lo fundamental era que los niños pasaran sus primeros años en un ambiente estimulante y rodeados de amor.
Este año escolar el colegio amaneció sin Carolina: "Educadora entre las víctimas fatales de accidente ocasionado por una gandola en la autopista Caracas-Guarenas", decían los fríos titulares en medio de otras noticias de interés nacional como la lucha por el derecho al referéndum revocatorio. A los que conocimos a Carolina nos queda recordarla con alegría y con la certeza de que personas como ella son las que hacen grande a un país.

Publicado en El Nacional el 27 de septiembre de 2003 

lunes, 24 de octubre de 2011

A miles de kilómetros de su preescolar


Leyendo en El Nacional sobre la muestra "El último en irse que apague la luz" de Facundo Bustos, retratos de familias afectadas por la ola de emigración en Venezuela, me sentí identificada con el vacío que trata el artista en su obra porque además de los hermanos, primos y sobrinos que se me han ido a vivir fuera de Venezuela -sería necesario un ábaco para contarlos-, este año mi hija Isabel se gradúa de bachiller y uno de los regalos que los papás le queremos hacer a los muchachos de la promoción es un libro de fotos que recorra su camino desde preescolar hasta bachillerato. Buscando entre álbumes viejos de cuando todavía la fotografía era Kodachrome, encuentro fotos como la de arriba, tomada en el año 2000, cuando los niños que salen en ella tenían entre 5 y 6 años. De los pequeños en la imagen me doy cuenta con dolor que tres viven en Estados Unidos, dos en España, una en Inglaterra, otro en México, y los del fondo en Panamá y Canadá.  Así que aparte de la maestra, hoy solo Isabel vive en Venezuela.
  Ojo, no estoy hablando de un colegio internacional para hijos de diplomáticos y empleados de transnacionales, que tienen alta rotación, ni tampoco uno de esos colegios con doble pensum, me refiero a un colegio venezolanito, venezolanito.
Los primeros niños en emigrar se fueron poco tiempo después de tomada la foto, cuando Venezuela cambió de constitución y pasó a llamarse La República Bolivariana de Venezuela, sus familias se despidieron sin quemar barcos, se fueron porque encontraron buenas oportunidades de trabajo en el exterior y el panorama inmediato en el país no estaba nada claro. Muchas de estas familias aspiraban regresar, máximo, en cinco años, asumiendo que los vientos serían más propicios, querían que los niños pasaran la adolescencia en Caracas. Once años después los vientos están aún más huracanados. Si algunos regresaron, solo fue de visita, muchos ni siquiera. Ya perdieron sus lazos emocionales con sus primeros compañeros de escuela.
A medida que en Venezuela la inseguridad política, económica y ciudadana se fue acentuando, otras familias del colegio afinaron su plan B, recurriendo a las nacionalidades de los abuelos, a distintas oportunidades de trabajo, a vender todo aquí para hacer negocios donde sea, y fueron levando anclas a los Estados Unidos, a España, a Canadá, a Centro América; ya no se despiden "Hasta la vista", ahora la despedida es más definitiva, como pasó el año pasado: ocho compañeros de Isabel emigraron cuando apenas les faltaba dos años para graduarse. Sobre el tema escribí la crónica Pupitres Vacíos. Han llegado compañeros nuevos, muchos del interior, pero más son los que han emigrado.


 Y aquí sigo buscando fotos del recorrido de la Promo X, y me encuentro con esta foto de grupo de los entonces pichurros de Kinder, de los veinte niños de la foto un amiguito cambió de colegio, otra amiguita se fue a vivir a Mérida, cinco, Dios mediante, recibirán en el año 2012 sus diplomas de bachiller del colegio donde estudian desde chamitos, y el resto lo hará a miles de kilómetros del país donde nacieron.

sábado, 22 de octubre de 2011

Al aire libre



Al caminar por centros comerciales abiertos a la ciudad como El Marqués y Chacaíto, construidos en los años 60, difícil no sentirse en la Caracas que pudimos ser y no fuimos: una ciudad verde cuyos habitantes disfrutan plenamente la bendición de contar con uno de los mejores climas del mundo. El concepto de espacios públicos que se fusionan con la urbe se había perdido desde hace años, nos convertimos en una inhóspita acumulación de ghettos, tráfico infernal, el verde asfixiado entre el concreto de grandes edificios de oficinas y centros comerciales tipo Mall. En vez de naturaleza: aire acondicionado e iluminación artificial. Casetas de vigilancia por doquier. Los jardines que delimitaban nuestras viviendas con arbustos de azaleas y cayenas, fueron sustituidos por murallas para protegernos del avance de la delincuencia.
Pero de hace un tiempo para acá los caraqueños parecemos ansiosos por recuperar aunque sea un ápice de calidad de vida urbana, qué mejor ejemplo que un evento como “Por el medio de la calle” en el Municipio Chacao, donde una noche al año se encapsula lo que hasta la década del 90 vivíamos a diario en Sabana Grande: una concentración de los movimientos urbanos más interesantes del momento.  El problema de “Por el medio de la calle”  fue que superó las expectativas de público y ante semejante aglomeración de gente, no fue mucho lo que se pudo disfrutar.
Dos espacios culturales nacidos del impulso de rescatar el disfrute cívico de nuestro privilegiado clima son Los Galpones en los Chorros y los Secadores en La Hacienda La Trinidad, que aprovechando jardines como el que describe Oscar Wilde en el cuento El Gigante Egoísta, reúnen pequeñas galerías de arte, librería, y se realizan eventos como talleres infantiles, exposiciones, recitales de poesía, y cine al aire libre, cuyo éxito ha sido tal que la noche que proyectaron Io Sono l’Amore, como doscientos espectadores se reunieron en el jardín de los Secaderos para ver bajo las estrellas la intensa película italiana. Aparentemente esa noche uno de los vecinos tenía una fiesta y la zona colapsó.
Yo no estaba pero semanas después, un domingo, cuando fui a ver la muestra fotográfica “Desde adentro para afuera” de las artistas María Ángeles Octavio y Kanako Noda, me topé con una pequeña protesta vecinal impidiendo el paso de carros a la cerrada urbanización ante lo que consideraban “la perturbación de la calidad de vida de una zona residencial”. Una señora clamaba: “¡Los Secaderos de la Hacienda La Trinidad son patrimonio!” y pensé en la gran cantidad de patrimonios culturales en ruinas abandonados en Caracas. 
Para quienes no los conocen, los Secaderos son como silos de ladrillo construidos en los años 50 en la Hacienda La Trinidad, se llaman así porque fueron hechos con el propósito de secar tabaco, poco tiempo funcionaron como tales, aunque la estructura quedó intacta.
Tengo entendido que la protesta no es masiva, que hay muchos vecinos dichosos de tener un parque cultural a pocos metros de sus casas, ¿qué destino mejor para esos silos intocables en su arquitectura tras haber sido decretados, como parte de La Hacienda La Trinidad, patrimonio cultural? También comprendo que cualquier cambio en un tranquilo vecindario no es fácil. Ojalá se haya logrado una conciliación porque si hay algo que necesitamos en Caracas son lugares que nos hagan mejor ciudad. 

Artículo publicado hoy en El Nacional

domingo, 16 de octubre de 2011

La biblioteca de mi infancia


Fui una niña lectora, desde que arranqué a leer a los cuatro años todas las semanas mamá me llevaba a la librería Lectura o a la Librería Lea y me dejaba escoger un libro. Comencé a armar mi biblioteca con la colección de cuentos de autores como Hans Christian Andersen, Charles Perrault y los hermanos Grimm que vendían en el Círculo de Lectura. Después pasé a los libros de Enid Blyton, de Louisa May Alcott y a Pipa Mediaslargas de la autora sueca Astrid Lindgren. También tenía la enciclopedia El Tesoro de la Juventud, herencia de mi abuela paterna, quien la cedió a sus nietos mayores cuando sus hijos menores perdieron interés por los veinte tomos de lomo verde que contenían cuentos de hadas, curiosidades y avances de la tecnología como el telégrafo.
Otra donación recibida en la infancia fue un mueble de caoba tipo biblioteca que pertenecía a una prima hermana de papá, María Fuensanta, ávida lectora, 13 años mayor que yo. Cuando Fuensanta se quitó el María y se fue a vivir a Europa sin intenciones de regresar (no regresó), su biblioteca fue a parar a mi cuarto con un tomo de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y otro de Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra.
Poco a poco la biblioteca infantil se llenó de libros que leía y releía, El Tesoro de la Juventud y los libros de Fuensanta no perdieron su lugar, pero a medida que las aventuras de Enid Blyton y otras novelas infantiles dejaron de interesarme, los fui sacando de la biblioteca, arrumbándolos en la parte alta del closet para dar paso a Agatha Christie, Taylor Caldwell y a las hermanas Brönte. 
A veces, cuando iba a guardar un libro en la parte alta del closet, otro caía sobre mi cabeza y lo volvía a leer, pero cada vez menos, hasta que un día mamá, de manera inconsulta porque sabía que le habría dicho que no, metió los libros de mi infancia en cajas mandándolos con papá a un depósito familiar. Necesitaba espacio en el closet para guardar los adornos de navidad. 
Al saber el destino de mis primeros libros no me importó mucho, a los 13 años mis tiempos de Pipa Mediaslargas, la niña más fuerte del mundo, habían pasado, y pensé que guardados en cajas en el depósito en el edificio Mata de Coco estarían seguros para ser compartidos a largo plazo por mis futuros hijos, a quienes asumía tan ávidos lectores como su madre y la prima Fuensanta. 
Meses después, papá llegó a casa con la terrible noticia que en el depósito familiar uno de mis tíos decidió hacer limpieza, y entre las primeras cajas en botar, estuvieron las de libros infantiles. Mi historia literaria había sido borrada, ya no tenía que legarle a mis futuros hijos, me había quedado sin nada.
Lloré mi biblioteca infantil como se llora a un amigo, no durante meses sino durante años, no me conformaba haberla perdido. De mi patrimonio en libros solo quedaba El Tesoro de la Juventud y el par de libros de Fuensanta, y ni siquiera por mucho tiempo, en mi adolescencia la abuela me pidió que le devolviera El Tesoro de la Juventud porque decía que le gustaba regresar a sus cuentos de infancia. 
Pasaron los años y cuando comenzaron a nacer mis hijos (tres para ser exactos: Camila, Isabel y Oscar) a la hora de hacerles su biblioteca junto con los libros modernos que se conseguían en las librerías: ediciones Ekaré, los cuentos de Anthony Browne, y la serie Teresa de Armando Sequera; escarbé en las ventas de ocasión para rescatar mis libros de infancia. Conseguí varios tomos de las aventuras de los hermanos Hollister, de Puck detective, de las andanzas de las chicas de Torres de Mallory. Mi abuela me regresó El tesoro de la Juventud para que se lo leyera a sus bisnietos, y todavía estaban Platero y yo y Las Memorias de Mamá Blanca en la vieja biblioteca de caoba que fue a parar al cuarto de las niñas. 
Pero a medida que mis chamos crecieron aprendí una de esas duras lecciones de la vida: nuestros hijos son entes independientes, ni su realidad histórica es igual a la nuestra ni sus gustos tienen que ser los mismos.
Fueron pasando los años y me di cuenta con tristeza que en mi hogar, a diferencia de en el que crecí, no mandaban los libros sino la tecnología: computadora, videojuegos, Ipods, más de quinientos canales de televisión. Para mis hijos Facebook ha sido lo que para mí fue El Tesoro de la Juventud. Los libros que tanto añoré  y que compré para ellos en ventas de ocasión, jamás fueron abiertos, ni siquiera por mi nostalgia. Qué pre-adolescente tras las aventuras eróticas de las Gossips Girls se va asombrar con las guerras de almohadas de las internas de Torres de Mallory. Ellos tienen sus propias sagas como la serie Escalofríos, Harry Potter y Percy Jackson. Cómo habría disfrutado yo de las andanzas de los chicos-brujos de Hoghworths en mi niñez, pero tengo demasiados libros en la lista de libros por leer como para estar leyendo o releyendo literatura infantil.
Décadas después de desaparecidas la cajas con los libros de mi niñez, pienso que quizás fue lo mejor que pudo suceder, quiero creer que esos libros que tanto placer me dieron de niña no terminaron siendo pulpa de papel sino en las manos de uno, o varios niños, que aún conservaban la inocencia de asombrarse con una pequeña de trenzas color zanahoria capaz de cargar a un caballo con una mano. 
Hoy comienzo a hacer lo que hace décadas hizo mi madre, guardo en cajas aquellos libros que sé que mis hijos no volverán a leer, no para meterlos en un depósito familiar sino para donarlos a niños que sí los van a querer. No hay que ser visionario para saber que el legado de Guttenberg está en vías de extinción y mis futuros nietos, si acaso algún día los tengo, serán consumados lectores digitales. Solo espero que los niños del presente, últimos sobrevivientes del libro impreso, al abrir las cajas no aspiren a Harry Potters, que esos se quedan aquí, en la vieja biblioteca de caoba con El Tesoro de la Juventud.

viernes, 7 de octubre de 2011

La vida de un escritor

Tenía tiempo coqueteando con La Vida de un Escritor de Gay Talese, pero a casi 300 bolívares, no me decidía, un poco cariñosa. Ni siquiera en las ferias de libros bajaba de precio esta edición de Aguilar. Por eso cuando lo encontré en Nueva York en su versión original de la editorial Random House a 11 dólares, no dudé en llevármelo ansiosa de saber detalles sobre la vida y el "cómo lo hace" de uno de los escritores más importantes que ha dado el género de Literatura de No-Ficción.
Se dice que a los periodistas de profesión les cuesta mucho escribir sobre sí mismos, y el caso de este periodista hijo de inmigrantes italianos nacido en el año 1932 en las afueras de Atlantic City, New Jersey, no es la excepción. Si el lector lo que aspira en La vida de un escritor es saber cómo se forjó la carrera de uno de los precursores del llamado Nuevo Periodismo, pronto se dará cuenta de que detalles íntimos de la vida del escritor como el gran amor que se tenían sus padres del que los hijos se sentían excluidos, que fue un estudiante mediocre tanto en la escuela como en la universidad, sus primeros años como cronista deportivo del New York Times, y su matrimonio con una importante editora, son apenas telón de fondo para entrelazar la historia de cuatro temas que durante años obsesionaron a Talese y a los cuales por diversas razones, no lograba ponerles punto final.
Estas cuatro historias son el qué habrá sido de Liu Ying, la futbolista china a la que le atraparon el penal que costó el triunfo a China ante los Estados Unidos en la final del Mundial de Fútbol Femenino 1999; la historia de un edificio empavado en Nueva York que restaurante que abre en él está destinado a cerrar; un pueblo en el Sur de los Estados Unidos víctima de atrocidades racistas; y la historia de la inmigrante ecuatoriana, Lorena Bobbitt, que cercenó gran parte del pene de su marido.
Entre lo que deja Talese dar un atisbo en su vida de escritor es cuando en sus años de estudiante de periodismo en la Universidad de Alabama, sus profesores, periodistas tradicionales de la escuela de las W (who, what, where, when) no entendían el afán del hijo del sastre en aplicar en sus notas de prensa elementos literarios como crear ambiente y usar diálogos, pero sobre todo, ¿acaso este muchacho ignoraba que un periodista jamás debía formar parte de lo redactado?  Pero cuando el joven Talese leyó las crónicas de George Orwell "Down and out in Paris and London" narradas en primera persona, siendo Orwell el personaje principal de sus crónicas, supo que ese era el tipo de periodismo que él pensaba emular, y qué mejor manera para empezar que con la crónica deportiva, que tantas pasiones levanta.
Sin embargo en La Vida de un Escritor, el protagonista, Gay Talese, cede protagonismo a sus historias, o más bien a su infatigable búsqueda de que lo que los editores llaman "historias sin interés" encuentren su manera de despertarlo a la hora de ser contadas.
 ¿Qué mejor descripción de lo que debe ser la vida de un escritor?