lunes, 30 de marzo de 2015

Venezuela is home


Las intensidades estaban calladitas porque tuve la inmensa fortuna de viajar a Nueva York antes de Semana Santa para estar presente en la inauguración de "Latinoamérica en construcción", exposición en el Museo de Arte Moderno que abarca lo más influyente de la arquitectura latinoamericana desde 1955 hasta 1980. Y aunque no están todos los que son, doy fe que Venezuela está bien representada con obras como el proyecto de El Helicoide de los arquitectos Pedro Neuberger, Jorge Romero Gutiérrez y Dirk Bornhorst (presente en la inauguración), el Parque del Este atribuido en el catálogo exclusivamente a Burle Marx (según mi tía Paulina se saltaron a Fernando Tavora, John Stoddar y Carlos Guinand), el Hotel Humboldt de Tomás José Sanabria, además de obras de los arquitectos Federico Beckhoff, Jorge Castillo, Jimmy Alcock, Jesús Tenreiro, Jorge Rigamonti, y mi abuelo, Carlos Raúl Villanueva. Por eso esta caraqueñita y parte de su familia estuvieron presentes la noche del martes 24 de marzo en el MOMA inflados de orgullo, al igual que tantos familiares de los arquitectos de las obras expuestas, aunque con cierta nostalgia de un sueño que al final no se dio, ese sueño de cuando en Latinoamérica se vislumbraba un futuro marcado por la Modernidad. 
En los años 60, además de la docencia, mi abuelo dedicó gran parte de su tiempo a dictar conferencias en distintas universidades norteamericanas, por eso solía visitar con frecuencia Nueva York, entonces resultaba mucho más fácil que hoy viajar Caracas-Nueva York: diariamente había vuelos directos de distintas aerolíneas que despegaban de Maiquetía a Kennedy y de Kennedy a Maiquetía. Cinco décadas después, y por distintas circunstancias, en esta V República los vuelos Nueva York-Caracas, y viceversa, hasta el año pasado se vieron limitados a un avioncito de American Airlines que despegaba a las 9.30 de la mañana de Maiquetía cinco veces por semana, si no había retraso, se llegaba a media tarde a la ciudad. Con la misma frecuencia el vuelo de regreso partía como a las cinco pm de JFK, aterrizando en Maiquetía antes de la medianoche. 
Si a eso le agregamos que en la República Bolivariana de Venezuela los pasajes aéreos estuvieron hasta el año 2014 regulados a dólar preferencial, viajar a Nueva York desde esta Venezuela revolucionaria era una papita. Al calcular el costo de un pasaje en dólar de mercado negro salía más económico llegar a Nueva York desde Caracas en American Airlines, que llegar en tren desde la vecina ciudad de Filadelfia. 
Not anymore, ante la deuda en dólares del gobierno venezolano con las líneas aéreas internacionales, hoy eso de viajar a precio de bolívar a tasa preferencial quedó tan atrás como el sueño de la modernidad expuesta en el MOMA: se acabaron los vuelos directos a Nueva York, además de otros destinos, y para colmo los pasajes en vuelos internacionales hay que pagarlos en dólares y a una tasa muy por encima de la de destinos similares.  
Nosotros los de entonces ya no somos los mismos, eso lo saben en American Airlines, ya no se arriesgan a dejar ni a su tripulación ni a sus aviones siquiera una noche en hostil territorio venezolano: los dos vuelos diarios provenientes de Miami aterrizan a primeras horas de la tarde en Maiquetía, y despegan de regreso antes de que caiga el sol cargados de pasajeros, algunos en conexión a otros destinos como Nueva York. Así lo que solía ser un vuelo más o menos corto se ha convertido en una odisea similar a un viaje trasatlántico. No faltará un bolsa en jactarse: "Pero tenemos patria".  
En mi caso particular el viaje de ida implicó una tormenta de nieve con fuertes vientos en Nueva York que ya habían causado un incidente esa mañana en el aeropuerto La Guardia, si el plan original era aterrizar en ese mismo aeropuerto a las 10 de la noche, el clima decidió que aterrizáramos en JFK a las tres de la madrugada con una obligada parada en Filadelfia a la espera de que pasara el mal tiempo. Más de catorce horas lo que hasta julio del 2014 era un viaje de cuatro horas y media.
Pero prefiero aterrizar en la madrugada que despegar antes de que salga el sol, como fue el caso del viaje de regreso a Caracas, el taxi me esperaba antes de las cinco y yo que me había acostado a la una acomodando desodorantes, champús, repelente de insectos, y tantos otros encargos de artículos que a quién se le ocurre llevar en el equipaje con el dólar a como está, pero que hoy no se consiguen en nuestra desabastecida Venezuela.
No era una buena mañana para viajar para alguien que no se siente a gusto en el aire: despegamos bajo un fuerte aguacero que no amainó en las más de dos horas y media que duró el trayecto Nueva York-Miami. La tripulación estuvo sentada casi todo el vuelo ante las condiciones de clima, apenas dio tiempo para ofrecer el servicio de bebidas no espirituosas gratis, y desayuno a aquellos que lo quisieran pagar porque ya en los vuelos internos en los Estados Unidos ni un paquetico de mani brindan. 
Viajar no solo se ha vuelto incómodo para los venezolanos, las cabinas de los aviones son cada vez más reducidas, tanto que cuesta entender a quienes pagan Bussines porque el espacio no es mucho más amplio que la cabina turista. 
Siempre pido volar en pasillo, apretujada a mi tengo a una joven pareja que por lo acaramelada que va imagino rumbo a su luna de miel en Florida. Él le soba el brazo como tranquilizándola ante el mal tiempo, ella sonríe, se recuesta en su hombro y trata de dormir. No bajan la cortinilla de la ventana, lo agradezco, me gusta ver lo que está pasando, cerciorarme de que rompemos el techo de nubes color plomo. No lo logramos en casi todo el vuelo. 
Por fin pasan el servicio de bebidas, no son ni las ocho de la mañana, pido agua, la pareja de enamorados pide dos botellitas de vodka y una lata de Bloody Mary Mix. A esa hora de la mañana no puedo evitar ser un tanto moralista, casi que me volteo y les pregunto: "¿Tan temprano?". Ya no los veo como a una dulce pareja sino como a personajes de la imaginería de un relato de Charles Bukowski. Abro el periódico para distraerme y para no juzgar vidas ajenas, en primera plana un perfil del copiloto de Lufthansa que estrelló en Los Alpes un avión con 150 almas abordo. No precisamente un buen material de lectura para aplacar los nervios en un avión. La parejita se toma sus Bloody Mary como si fuera jugo de naranja y pide otra ronda más. El avión no para de jamaquearse, me siento tentada a acompañarlos, opto por un lexotanil que los tengo racionados para ocasiones especiales porque en Venezuela tranquilizantes #nohay. El chico me pide prestado el periódico, quiere leer el artículo sobre el infausto copiloto alemán. El lexotanil y los Bloody Marys parecen hacer efecto porque al rato los tres nos quedamos dormidos hasta que por fin aterrizamos en Miami.
Me despido con cierta envidia de mis alegres vecinos que llegaron a su destino, a mi todavía me hace falta un avión por agarrar.
El aeropuerto de Miami es inmenso como una sabana, tengo menos de una hora para hacer la conexión, llego a la puerta minutos antes de que invitaran a abordar.  No se ven muchos pasajeros en la sala de espera, comienza Semana Santa: los viajeros venezolanos llegan a Miami, no se van a Caracas. El personal de tierra les pide a los pasajeros que solo tengan pasaporte norteamericano pasar por el counter, hay que cerciorarse de que lleven el nuevo sello de la visa venezolana. 
El mundo al revés. 
En efecto el avión va medio vacío, me toca pasillo en la última fila sin nadie al lado, podré seguir durmiendo apenas pasen el sandwich que sirven de almuerzo porque tengo hambre. La selección dejó de ser "Chicken or pasta". Una chica que viaja sola sentada al otro lado de mi fila me cuenta que vive en Chicago pero añora Venezuela: "Sobre todo por la comida, me hace falta la sazón venezolana, la comida americana sabe a plástico". Cuando sirven la comida la comprendo, el sandwich de jamón es de un rosado sospechoso que  dejo abandonado tras un par de bocados.
Antes de despegar, el personal de vuelo hace una advertencia adicional además de las obligadas medidas en caso de emergencia, una advertencia que jamás había oído: todavía estábamos a tiempo de bajarnos del avión, ¿acaso estamos seguros de querer viajar a Venezuela?
Como si estuviéramos a punto de partir a una zona de guerra.
Si, suspiré para mis adentros, "Venezuela is home", y al poco tiempo de despegar el avión me quedé dormida con un sueño plácido, soñé cuando el futuro que se vislumbraba en mi país era el de la Modernidad.