martes, 10 de junio de 2025

Un cometa llamado Ibsen



Termino de leer "La Mujer Incierta", libro de memorias de la escritora colombiana Piedad Bonnett, lo leí o me fue leído en audiolibro, el tipo de libros que quisiera tener en físico porque quedé con ganas de subrayar muchos pasajes. Cuesta entender a quienes consideran un sacrilegio subrayar libros, para mí los libros mientras más subrayados, más queridos, si los subrayamos es porque pretendemos volver a ellos, aunque quizás nunca lo hagamos. Bonnet también escribe sobre el buen hábito de subrayar.

Entre lo narrado por Bonnett que hizo eco en mi está la anécdota con un compañero de trabajo, al que creía gran amigo, amistad que pierde en un instante cuando la escritora, nacida en el seno de una familia clase media que en Latinoamérica es el equivalente a nacer en una familia privilegiada, lo invita a pasear por la universidad donde daba clases (o se graduó, entre lo malo de los audiolibros está que es difícil volver a un punto en cuestión) lo que para ella era normal, la que fuera su universidad, para el colega fue una muestra del mundo de privilegios en el que su compañera de trabajo vivía. 

Ese paseo representó el fin de la amistad sin mediar palabra. A Bonnet, que quizás nunca pasara hambre ni necesidad pero siempre fue una mujer trabajadora, y a cuya familia tampoco le sobraba el dinero, le costó entender la gélida actitud de su colega, hasta que logró comprender que su amistad fue víctima de un insólito ataque de resentimiento. 

Es difícil enfrentar al resentimiento, nada nos prepara para ello, a veces ni nos damos cuenta, las veces que me ha tocado enfrentarlo ha sido con alcohol de por medio, in vino veritas, el alcohol desinhibe y aquello que quizás se ha callado, con unas cervezas o unos rones encima, se es capaz de decir frases hirientes que para  quien las dice, no son sino crudas verdades. 

La primera vez que recuerdo que me tocó enfrentar un ataque de resentimiento fue terminando bachillerato, éramos cuatro, un dos para dos, y si bien la primera pareja estaba muy feliz, el amigo que le consiguieron a “la prima” (o sea yo), varios rones por delante empezó a preguntar en voz alta qué hacían ellos, estudiantes de “la Simón", con ese par de sifrinas estudiantes de colegio de monjas, aunque yo no lo fuera, de colegio de monjas que sifrina para qué negarlo. 

Ante semejante ataque es lógico preguntarse qué habría hecho o dicho la entonces carricita Adriana para causar tal reconcomio. La misma pregunta que me haría ante un ataque similar, más de cuarenta años después, de quien consideraba una pana, ataque que todavía estoy asimilando, que no viene al caso para esta crónica.

Imagino que habré sufrido otros ataques, y en algunas oportunidades habré sido yo la resentida, porque hay muchos tipos de resentimiento, pero el que se me vino a la memoria hace poco fue con alguien que después de un primer ataque de resentimiento, un par de décadas más tarde volvería a ser mi pana (para quienes no manejen el venezolano, amigos son pocos, panas pueden ser muchos).

A mediados de los años 80 cuando el Taller del Actor era mi familia elegida, una tarde apareció un viejo amigo de su director Enrique Porte: el escritor Ibsen Martínez. Ibsen y Enrique -que entonces andarían por los cuarenta años- eran lo que mis hijas llaman “frenemies” amigos-enemigos; si bien tenían mucho en común, había una especie de roce por el que no terminaban de encajar como buenos amigos. 

Cuando conocí a Ibsen quedé deslumbrada con su inteligencia y simpatía, todavía no era famoso como el autor de la telenovela: “Por estas Calles”, aunque ya era un dramaturgo reconocido. Yo había entrado al Taller del Actor después de que Enrique dirigiera tres obras de teatro de Ibsen (Martínez, no Henrik): “LSD", “Humboldt y Bonpland en el Orinoco” y “La Hora Texaco”; apenas llegué a ver la última, conservo el afiche y el libreto de ella que usó Enrique para dirigir. Pero cuando llegué al Taller del Actor como estudiante promesa de la Escuela de Artes (pues si, qué les puedo decir), ya Enrique e Ibsen, que además fueron vecinos en San Bernardino, se habían distanciado, la verdad es que no sé por qué, y si alguna vez lo supe, hoy no me acuerdo. 

 De lo que si me acuerdo es que un día reapareció Ibsen en el Taller del Actor porque a Enrique se le ocurrió que debíamos producir una obra de teatro con el esquema de los musicales de Hollywood, que Enrique, que había estudiado dirección de Teatro en Londres, describió como: Boy meets girl, boy looses girls, boy gets girl back.  Enrique la dirigiría, creo que Vinicio Ludovic (todavía no había llegado Yordano a nuestras vidas) sería el responsable de la parte musical, y los panas de Taller de Dramaturgia, es decir, las jóvenes promesas, bajo la tutoría de Ibsen, habríamos de escribir la obra. Y para esta encandilada joven promesa de la escritura que no llegaría a mucho, Ibsen resultó el hijo pródigo del Taller, el hermano perdido, la pieza que faltaba. 

Lo que poco tiempo después descubrí, y que así sería hasta el final de sus días, fue que Ibsen era como un cometa, aparecía muy de vez en cuando, pocos como él para pasar raudo por nuestras vidas. Por lo menos así fue en la mía, y como Piedad Bonnett pudo ponerle el dedo al final de su amistad con su colega por un simple paseo por una universidad privada, yo a mis tiernos 22 años, pocos días después de conocerlo, pude ponerle el dedo al final de mi brevísima amistad con Ibsen, por lo menos en esa etapa mía de “joven promesa”, cuando una noche, con los amigos del Taller, en lugar de a la cervecería Tío Pepe de Sabana Grande, nos reunimos en casa de mis padres en El Pedregal de Chapellín, que casi casi era el Country Club. Sentados en la terraza, frente al amplio jardín sembrado de chaguaramos donde yo crecí, hablando de no sé qué temas, se despertó el marxismo-leninismo del camarada Ibsen con varios whiskys encima, como un chispazo inesperado, esa noche me di cuenta que esta supuesta joven promesa aun siendo inocente era culpable, que en memoria del bachiller Martínez estar en un lugar así, en semejante casa, era una traición de clases, así que señores, buenas noches. 

Y se fue Ibsen sin dar un portazo como la Nora del otro Ibsen, el noruego, aunque si con tremendo portazo emocional, pensé que para siempre, por lo menos de mi vida.  De más está decir que el musical tipo Broadway quedó en proyecto.

 Años después le conté esta anécdota a Ibsen, y se rió:
- Es que uno era muy pendejo.

  Semejante arrebato de lucha de clases no fue el final de mi amistad con Ibsen, nos encontramos años después cuando la revolución por fin llegara a Venezuela y ambos éramos columnistas en El Nacional. Ibsen renegó de esta supuesta revolución desde el principio, y aunque entre nosotros no hubo una amistad profunda si creo que hubo mutua simpatía, por eso digo que éramos panas más que amigos, además éramos vecinos, a menudo nos cruzábamos en el abasto de la Alta Florida buscando el artículo que se encontrara en tiempos de escasez. Me llegó a mandar una obra de teatro inédita para leer: “Petroleros Suicidas” (2011), pensando lástima que ya no esté Enrique para dirigirla. Una vez preparamos un pabellón criollo en casa para celebrar a un amigo mutuo que estaba de visita en Venezuela, Ibsen nos embarcó como era su costumbre, ni siquiera lo esperamos, ni nos extrañó, Ibsen era así. Me llamaba como cada cinco años para decirme que tenía un proyecto, que estaba pensando en mí, que le diera unos días para concretarlo, yo le decía que sí, que cómo no, aunque sabía que pasarían más de cinco años antes de volver a saber de él, con un nuevo proyecto. 

 Sus últimos años marcados por el movimiento “me too” debieron ser bien difíciles al verse Ibsen obligado a confesar públicamente lo que para muchos era vox populi, que había maltratado físicamente a algunas de sus parejas, chisme que a mí nunca me llegó. Aunque su pluma no mermara, se volvió una papa caliente, impublicable, por lo menos en medios como El País de España. La última vez que hablé con él, como un par de años antes del escándalo, me contó que sufría del corazón, que se tenía que ir de Bogotá a otra ciudad colombiana de menos altura porque a Venezuela bajo este régimen no volvía. Durante su caída en desgracia pensé en llamarlo, si bien deploro la violencia contra la mujer de la que se confesó culpable, ¿acaso no había sido mi amigo? Los amigos en las malas y en las buenas.  Pero qué es la amistad, es mucho más que simpatía mutua y una llamada cada cinco años, al final no lo llamé, ¿qué decirle? Pensé que algún día me volvería a llamar con un nuevo proyecto, así fuera solo para conversar un rato.

No lo hizo, Ibsen murió en Caracas en septiembre de 2024. Volvió bajo radar, sin avisar, quizás regresó a Venezuela para morir, al final el corazón le pasó factura. No sé si antes o después de que muriera el pana Ibsen, leí su última novela “Oil Story”, publicada en 2023, debió ser después de muerto porque para mí es su mejor novela, sobre la que yo sepa nadie, incluida quien esto escribe, se dignó a escribir. Ibsen se volvió un intocable, pero no de buena manera, si acaso la hay.  

Ya es tarde, tendría que volver a leer "Oil Story” para escribir sobre ella, la busco en  mi biblioteca y no está, me parece que la leí en Kindle. Es tarde para decirle a Ibsen que me gustó, que me divirtió mucho. Ya no volveré a recibir la llamada cometa del pana Ibsen, pero hoy las memorias de una escritora colombiana me lo recuerdan. 

Y sea donde quiera que estés, porque con los panas nos cuesta pensar en la nada, descansa en paz estimado cometa. 


viernes, 30 de mayo de 2025

Los vidrios rotos



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Entre las series de Netflix más comentadas de la primera mitad de 2025 esta la serie británica “Adolescencia” sobre el asesinato de una niña de trece años presuntamente a manos de un compañero de escuela. No es un whodunit mas bien es un “did he o didn’t he” ¿lo hizo o no lo hizo? Poco se muestra de la niña asesinada más allá que era una de esas niñas populares que suelen chalequear a los niños más débiles. En “Adolescence” poco sabemos de la familia de la víctima, el foco principal de la serie está en los investigadores del crimen, en la psicóloga que lo entrevista para entender la mente de Jamie, pero sobre todo en los padres del niño, su niño, porque a pesar de tener trece años todavía es un pequeño asustado, buscando la protección del padre, a quien escoge para que lo acompañe al ser interrogado por las autoridades.

En una escena el padre, aprovechando que quedó solo con su hijo por unos instantes, le pregunta mirándolo a los ojos si cometió el atroz crimen del que se le acusa, si asesinó a golpes a su compañera de escuela. El lo apoyará no importa cual sea la respuesta, es su hijo, lo quiere, pero necesita saber. El niño responde que no. El padre insiste, ¿de verdad no lo hiciste? Yo te creeré, tu eres mi hijo pero dime la verdad, necesito saber. El joven insiste: “Yo no fui”.

Quizás a algunos ingenuos espectadores les quedara sembrada la semilla de la duda, a pesar de que las evidencias lo condenan, este niñito tan querido y consentido no sería capaz de mentirle a su padre, tan buena gente y buen papá que se ve. 

Pero yo no, la vida me enseño a desconfiar de los dulces angelitos, no de una manera traumática gracias a Dios, pero me consta que cuando un padre mira fijamente a los ojos de su hijo adolescente y le pide sinceridad: “¿Tú lo hiciste?” Medio contra locha que el carajito mentirá con la cara más lavada en su repertorio de caras lavadas.

¿Cómo lo sé yo?, la voz de la experiencia, hace unos seis o siete años, cuando mi hijo estaba en el último año de escuela, un lunes por la mañana recibí la llamada de una señora quien se identificó como la mamá de Fulanito de tal, el pasado sábado su hijo había tenido una reunión en su Pent House a la cual mi hijo había asistido con varios compañeros de su salón, y en la mitad de la noche no se les ocurrió mejor idea que jugar Tiro al Blanco con las piedras de la jardinera para ver quien rompía el farol de la calle. No sé si habrán roto el farol pero aparentemente si el techo de vidrio de un vecino. (Aunque hasta el sol de hoy mi hijo jura que no fueron ellos, que el techo de vidrio estaba muy lejos del farol). 

 Además del daño material, me decía la señora enfurecida, “se imagina qué peligro si le hubieran dado con una piedra a alguien, lo pudieron haber matado".

 Por supuesto que me disculpé si mi hijo había tenido que ver con eso,  hablaría con él apenas llegara del colegio, pero si según me dice habían sido varios muchachos los que estaban tirando piedras, le pregunté porqué estaba responsabilizando a mi hijo.

“Porque era el único al que conocía mi hijo, su hijo trajo a la fiesta a sus compañeros de escuela”. 

Tampoco es que mi chamo hubiera armado la rumba, el muchacho de la fiesta estudiaba en uno de esos colegios en Caracas donde hay muy pocos alumnos por salón, por eso hizo una especie de openhouse donde fueron grupos de varios colegios, como tenían un amigo en común, mi hijo fue el responsable de convocar a sus amigos. 

Llamé a mi esposo para ver si sabía algo, no estaba enterado de nada. Llamé a la mamá de uno de los amigos que sabía que estaban con OV el sábado en la noche y me dijo que su hijo le había comentado que hubo un incidente con unas piedras en la fiesta, pero que fueron alumnos de otro colegio, no nuestros chamos. Ella fue quien me dio los nombres de otros muchachos del salón que estaban en la fiesta. 

Una por una fui llamando a las mamás de los presuntos tirapiedras para ver si sabían algo, nadie sabía nada pero todas hablaron después con sus hijos, y todas hicieron la misma pregunta del padre de Jamie: “Mírame a los ojos y dime si participaste”,  absolutamente todos los angelitos les juraron a sus confiados padres que no habían agarrado ni una piedra.  En ese grupo había desde el alumno veinte en línea que nunca ha dado un dolor de cabeza, hasta al que le dio una baja de tensión en la fiesta  y  según su mamá: “imposible que estuviera en la lluvia de piedras, el pobre, si lo tuve que ir a buscar”, sin faltar, por supuesto, los mala conducta, que tampoco son malos, simplemente muchachos que inventan mucho. 

Solo una mamá me contestó que no tenía ni que preguntarle a su hijo porque sabía que donde hubiera una tremendura, su hijo estaba metido de cabeza. 

Excepto esa mamá, todos los papás y mamás respondieron que sus hijos negaron haber participado en el lanzamiento de piedras. Y ellos les creían a sus hijos. Sus hijos no dicen mentiras, por lo menos no sería capaces de mentirles a sus padres.

 Mi hijo se negaba a delatar a sus compañeros, nos pidió que lo entendiéramos, no quería ser un sapo, como ya estaba marcado por la dueña de la casa, sus panas le pidieron que asumiera la culpa, que entre todos reunirían plata para pagar los vidrios rotos, pero que por favor no les dijeran a sus papás porque los iban a matar. Los propios tira la piedra, esconde la mano.

 Mi chamo habría quedado como único culpable de no ser porque no tomaron en cuenta un pequeño detalle: alguien grabó la improvisada practica de picheo con su celular, compartiéndolo con la señora del PH quien al día siguiente lo mostró de prueba, en el video fueron saliendo uno por uno, desde el veinte en línea hasta al que no pudo ser porque le dio una baja de tensión en la fiesta, en total cinco Nolan Ryans buscando romper el farol, todos los “yo no fui mamá te lo juro”, excepto mi hijo, que ni siquiera salía viendo a sus amigos tirar piedras. 

Entonces mi esposo que hasta que salió el video a relucir estaba dispuesto a pagar los vidrios rotos, dijo que no iba a pagar por algo que no solo no hizo su hijo, sino que además sus amigos pretendieron que fuera el único responsable. 

 Pero antes le preguntó a nuestro hijo, mirándolo fijamente a los ojos:

 “¿Tu tiraste piedras?”, como cualquier adolescente que se respeta, mi hijo lo negó: “No papá”.

Mi esposo no era confiado como el papá de la serie “Adolescence” o como el resto de los papás del salón, por eso le volvió a preguntar: “¿De verdad?”.

 “De verdad”.

Aun así mi marido, que era como era, cual miembro de la policía forense de CSI, se puso a ver el video una y otra vez, cuadro por cuadro, pasó por lo menos una hora viéndolo en su celular, después lo pasó a la tableta, yo le decía, “ya déjalo que no está, el no fue, más bien es un mártir dispuesto a cargar con la culpa de los amigos”, hasta que en una milésima de segundo poco antes de que terminara el video, agrandando la imagen en cámara lenta logró ver a nuestro bebé agarrando una piedra para unirse al jaleo, justo antes de que se detuviera la grabación. 

Y como canta Ruben Blades en ese momento en mi casa “Comienza la segunda del noveno”.

Al final ante la evidencia audiovisual todos los papás tuvimos que admitir la responsabilidad de nuestros respectivos angelitos, no sé como habrán enfrentado los demás padres y madres no solo las pedradas sino que sus querubines lo negaran hasta que la cámara los delató, lo que hicimos en conjunto fue responsabilizarnos de pagar los vidrios rotos, además llevamos a los muchachos a pedir disculpas a la señora del PH, quien nos recibió en el lobby del edificio, aceptando las disculpas pero de muy malas pulgas. 

Momentos después camino a casa pensé que a ninguno de los muchachos o a los papás se les ocurrió que mi hijo también merecía una disculpa porque sus amigos pretendieron responsabilizarlo, y que yo también merecía una disculpa porque con excepción de una mamá, todos los crédulos papás me contestaron: “si mi hijo dijo que no lo hizo, es a él es a quien le creo”. 

 Así que al dicho que dice que no se le puede creer ni a lágrimas de mujer ni a cojeras de perros, le agregaría, y mucho menos a adolescente que prometan: “Te lo juro papá, que yo no fui”.


miércoles, 28 de mayo de 2025

El tío Tru



 "Too brief a treat: The letters of Truman Capote"(Vintage Books, 2004) lo encontré casualmente limpiando la biblioteca de mi apartamento, sabrá Dios cuanto tiempo tendría cogiendo polvo antes de que me decidiera a abrirlo para ojearlo. Desde la primera carta escrita en el año 1936 dirigida a la Academia Militar donde estudiaba: "Como deben saber mi apellido fue cambiado de Persons a Capote, apreciaría que en el futuro se dirijan a mi como Truman Capote, todos me conocen por ese nombre", me atrapó este libro, compilado por Gerald Clarke, que recoge parte de lo que debió ser la extensa correspondencia de uno de mis escritores favoritos. 

La contraportada asegura que esta colección de cartas es lo más cercano a una autobiografía que tendremos de Capote, aunque el libro de entrevistas que le hiciera Clarke a Capote también se podría leer como un recuento personal de la vida del escritor nacido en New Orleans el 30 de septiembre de 1924, quien desde su temprana juventud fue una leyenda considerado un joven prodigio de las letras, publicando antes de los 25 años un par de novelas cortas: "Other voices, other rooms" (1948)  y "The Grass Arp"(1951) que lo posicionaron desde muy temprano como uno de los escritores más importantes de su generación. Consolidando su fama tras la publicación de una tercera novela corta: "Desayuno en Tiffanys" en 1958.

  Capote, cuya madre lo tuvo a los 16 años y su padre biológico fuera un cometa en su vida, fue adoptado por su padrastro de origen cubano, Joe Capote, de ahí la carta aclaratoria con la que comienza "Too Brief..." (título que se podría leer como un doble significado a la diminuta estatura del escritor). Little Tru vivió parte de su niñez al cuidado de sus primas, desde su adolescencia tuvo clara su vocación de escritor como se manifiesta en una carta a la directora de la comunidad de escritores Yaddo:

"Querida sra Ames: Estoy interesado en la posibilidad de pasar un tiempo en Yaddo este verano, trabajo en un libro, mi primera novela, que espero terminar en el otoño; el libro será publicado por Random House.  Robert Linscott es mi editor. Mis cuentos han aparecido en Harper´s Bazaar, Mademoiselle, Story... Tengo veintiún años, soy del Sur de los Estados Unidos, vivo en Nueva York. Durante un tiempo trabajé en The New Yorker, después leí manuscritos para una productora de películas, recopilé anécdotas trilladas para una revista...  con la ayuda de un editor, por fin podré dedicarme de lleno a la escritura". 

 Con semejante curriculum a tan corta edad Capote logró conseguir la ansiada estadía en la famosa comunidad de escritores en Saratoga Springs, NY,  donde habría de terminar de escribir a los 23 años su primera novela: "Otras voces, otros ámbitos", basada en su infancia bajo el cuidado de sus primas/tías.

En "Too Brief a Treat" se recogen cartas a muchas de las personas más importantes de la vida de Capote pero también se extrañan cartas a otros personajes como sus famosos Cisnes, imagino que tras la publicación de "Plegarias Respondidas", donde Capote escribió sobre el affair del marido de una de sus mejores amigas con una matrona de la sociedad de Nueva York, las Cisnes, que nunca le perdonaron la traición, habrán quemado las cartas del chismoso escritor quien no comprendía el porqué de tanta furia: "Pero si es lo que yo hago: ¡soy escritor!".  Esta ausencia se compensa en creces con una ventana a la intimidad de Capote: la amistad con la familia Dewey, siendo Alvin Dewey el Jefe de Policías que llevó la investigación de la masacre a la familia Clutter, tema de la obra más importante de Capote: "A Sangre Fría", punto de partida de la Literatura de No Ficción

Capote, que según se destila en sus cartas vive en Europa -porque se vivía más barato que en NY- a menudo recluyéndose en pequeñas ciudades a escribir junto con su pareja Jack Dumphy; relacionado con Cecil Beaton, con los Selznick  con Lee Radziwill, con Kate Graham, con los Bowles; pareciera encontrar en los Dewey ese calor de familia que apenas tuvo en su infancia. Se escribía regularmente con el inspector y su esposa Marie al tanto de noticias del día a día de la familia como si de una tía se tratara, también ansioso de que por fin le llegara la noticia que la fecha de ejecución de los asesinos de la familia Clutter, fecha que tanto se postergaba, porque hasta que no ejecutaran a los culpables, por quienes llegó a sentir inmensa empatía, no podría ponerle punto final a la obra que le había chupado casi todas sus energías como escritor. 

Las cartas a los Dewey son en su mayoría dirigidas a Alvin y Marie Dewey, a partir de 1964, comienza la correspondencia con Alvin Dewey III, el hijo adolescente de la  pareja que quiere ser escritor como el tío Tru. Capote, quien en correspondencias anteriores manifestara que no le gustan los niños, muestra una nueva faceta que ni el mismo sabría tener: el Truman tutor. 

En esta parte de libro busqué un lápiz y comencé a subrayar los consejos de escritura del tío Tru: el primer consejo que le da Capote al joven aspirante de escritor es leer, leer y leer, pero también escribir todos los días aunque sea un párrafo, porque escribir no se aprende con lecciones, sino en la práctica, escribir se aprende escribiendo, pero sobre todo escribir se aprende leyendo, leyendo tanto hasta que  se pueda distinguir entre lo malo y lo bueno.

La primera lista a leer al joven Alvin: 1)"The red badge of courage" de Stephen Crane; 2)-"My Antonia" de Willa Crater; 3)-"A lost Lady" de Willa Carter; 4)-"Los cuentos completos" de Katherine Mansfield  y 5)-"El corazón es un cazador solitario" de Carson McCullers.

Continua el tío Tru en carta desde Bridgehampton, NY, mayo 1964: "Podrá parecer una lista curiosa; pero tengo mis razones. Es solo el principio, cuando los hayas leído te mando otra lista. Si no consigues alguno de estos libros en la biblioteca, avísame y lo conseguiré para ti. Mientras tanto, olvídate de publicar, tienes mucho tiempo por delante, y mucho camino por recorrer. Y difícil. Pero con tu sensibilidad y tu imaginación, creo que lo lograrás. Yo te ayudaré en lo que pueda". 

Dos meses después continua la lección tras el feedback del joven aprendiz de escritor/lector de esa primera lista de libros: "No se puede aprender de un libro, por lo menos artísticamente, a menos que nos absorba su lectura. No es un proceso consciente, o rara vez lo es. Solo aprendemos de lo que disfrutamos. Si un libro, o un cuento, te fastidia, mejor déjalo. En este punto, lo único que me interesa es que aprendas a distinguir entre mala escritura y buena escritura", 

Y de ahí pasa el tío Tru a una segunda lista de lectura al joven Alvin donde resalta: "Out of Africa" de Isak Dinensen: "Un libro maravilloso que tienes que leer". 

No sabemos si el joven Alvin llegó a desarrollar su carrera de escritor, googleo su nombre y solo leo noticias relacionadas a su padre y el famoso caso que conmovió a Kansas, en el que se basó una de las obras maestras de la Literatura del Siglo XX. Lo que si sabemos es que el tío Tru después de la publicación de "A Sangre fría" como que se fundió, aunque todavía le faltara por publicar esa estupenda colección de crónicas titulada: "Música para camaleones", antes de su triste final a los 59 años, en la ciudad de Los Angeles el 25 de agosto de 1984, de una posible sobredosis, abandonado por las musas, por sus cisnes, y no sé si por su familia de afecto en Kansas. 

 




jueves, 22 de mayo de 2025

De acentos y manerismos


  
 La semana pasada vi por Netflix la serie argentina El Eternauta, basada en la novela gráfica argentina escrita y publicada por primera vez en el año 1957, obra de Héctor Germán Oesteheld. La serie, que trata de un helado Apocalipsis en Buenos Aires, ha sido aplaudida por la crítica y por los amantes de la ciencia ficción, aunque no faltan los puristas que se quejan de que se aleja del material original y que su protagonista Ricardo Darín, no da con el personaje de Salvo. 

No he leído la novela gráfica, pero la actuación de Darín me pareció excepcional: de la desesperación a la determinación de encontrar a su hija, del miedo a la desconfianza… en fin véanla, no se las voy a contar, aunque ya deben saber por las redes que uno de los elementos adaptados es que el personaje de la “Delivery” es venezolano, interpretado por la joven actriz Orianna Cárdenas. 

Si algún detalle me atrevería a criticarle a la serie y a la actuación de Orianna, que está muy bien si no fuera por ese pequeño detalle, quizás sería bajarle dos a los venezolanismos, todas las frases tienen un chamo, un pana, un chévere… como si en la dirección de actores le hubieran dicho recuerda en cada frase que eres una Delivery venezolana. 

Quizás este comentario se deba a que los venezolanos, o mas bien los caraqueños, tenemos la falsa creencia que no tenemos ni acento ni manerismos, que el nuestro es el acento menos impostado de todas las naciones hispanoamericanas, que si no fuera por un chamo ocasional, por un chevere de vez en cuando, por comernos el final de las palabras, poco delataría nuestro origen.


Por lo menos eso creía yo con mi acento caraqueño del Pedregal de Chapellín, pero un par de incidentes me hacen pensar lo contrario, el último fue hace poco más de un mes de visita en Nueva York cuando tuve la fortuna de ir al concierto de Rubén Blades celebrando los cuarenta y cinco años años de Maestra Vida en el Lincoln Center.


En marzo de 2025 se vivieron momentos particularmente difíciles para cientos de miles venezolanos en los Estados Unidos con la disposición del Presidente Donald Trump de eliminar la extensión otorgada por Joe Biden a los venezolanos del Estatus de Protección Temporal (TPS), miles de familias que se  vieran beneficiadas por esta medida tras buscar una mejor vida huyendo de la crisis que se vive en Venezuela, corrían el riesgo de tener que irse de inmediato, como ya venía sucediendo con miles de venezolanos deportados a una cárcel en El Salvador, o en vuelos especiales a Venezuela. Ante medidas tan agresivas, miles de venezolanos con visas de estudiantes y Green Cards, tampoco se sentían seguros en sus estatus legales por el mero hecho de ser venezolanos, y hasta quienes entramos a los Estados Unidos con visas de Turistas, llegamos a temer que fuera anunciada la prohibición a los venezolanos de entrar en territorio estadounidense.  


Es decir, este marzo de 2025 no era el mejor momento de ser venezolano en los Estados Unidos, nos sentíamos los propios parias. Por eso fue muy emocionante cuando en el concierto celebrando uno de sus discos más emblemáticos, Blades comenzara saludando al sueño de tantos latinoamericanos de luchar por una vida mejor, lucha que muchas veces no se logra, pero que siempre seguiremos soñando e intentando. Blades comenzó recordando que el locutor original de la segunda ópera de salsa latina, que narra la historia del sastre Carmelo y de su amada Manuela, fue el venezolano César Miguel Rondón. Y que esa noche la Orquesta Filarmónica de Nueva York sería dirigida por Diego Matheuz, talento venezolano salido del Sistema de Orquestas.


Entre las primeras filas a la mención de Venezuela salió a relucir una bandera tricolor, en ese momento enjugué una lágrimita nacionalista, sentimiento que solo brota en mi en momentos así con la sensibilidad a flor de piel, porque ya sabemos que los nacionalismos extremos no suelen traer nada bueno. 


El concierto fue maravilloso, lo disfruté muchísimo a pesar de que Maestra Vida más allá del tema que lleva el nombre del disco, no es parte de la banda sonora de mi vida como lo fueron otros discos de Blades como Siembra, Canciones del Solar de los Aburridos y Buscando América. Al entrar a la sala pedían no filmar con el teléfono así que fue un concierto de disfrute pleno, todos los sentidos puestos en el escenario y no en la pantalla del celular, solo al final recordando que “Maestra Vida, camará, te da y te quita, te quita y te da”, salieron cientos de celulares apuntando al maestro Blades para dejar constancia que se estuvo ahí. 


En medio de la ovación final, la bandera venezolana en las primeras filas volvió a  ondear Por eso cuando el público comenzó a abandonar la sala, viendo como el grupo con la bandera venezolana la volvía a erguir para hacerse un selfie frente al escenario vacío, de pepa asomada quise participar en el selfie de paisanos, por eso me les acerqué y les dije:


-  Me emocioné mucho al ver la bandera, yo también soy venezolana.


Me contestó el que parecía más simpático: 


- Siempre llevo la bandera doblada en el bolsillo, never leave home without it.




Después de tomarnos el selfie conversamos un rato, eran tres hombres un poco más jóvenes que yo, uno no sale en la foto, el más conversador tenía años viviendo en NYC, los otros no tanto:


-¿De dónde eres?- me preguntó el más salido.

- De Caracas- le contesté.

-Ellos son de Carupano, yo también soy de Caracas, ¿de qué parte de Caracas eres?


Solo le faltaba preguntarme de qué colegio, le contesté:


-De la Florida. 


 Se sonrió, algo en su sonrisa me hizo sentir que no era de conexión paisana sino con un leve dejo de ironía, así que nos despedimos, cada quien por su lado. Pasos después pude oír como le decía a sus amigos:


-¿Distinguieron el mandibuleo? Es que yo las reconozco a leguas. 


What????? ¡Mandibuleo yo! No sea re…., eso me pasa por frasquitera por estar confraternizando, quién me manda a pendeja.


 Un rato después la rabia abrió paso a la duda:  ¿Será que yo mandibuleo como Laura la sin par de Caurimare y pasados los sesenta años es que me estoy enterando?  ¿Me reconocen a leguas? ¿Seré yo un cliché más de cierta tribu caraqueña?


Este incidente me hizo recordar otro incidente visitando a mis hijas que viven en Miami, ciudad donde se oye más español que inglés. De compras de pequeños souvenirs porque al día siguiente regresaba a Caracas, vi un quiosco con esos brazaletes con ojitos turcos que dizque espantan el mal de ojo. Estaba con mi hijo que quería llevarle algo a la novia, y le dije:


-Pregúntale a la amiga cuánto cuesta.


“La amiga” contestó:


-Cinco dólares, ¿son venezolanos?


-Sí, ¿cómo supiste? ¿El acento nos delata?


-Por el acento no habría sabido distinguir, lo que la delató fue la palabra “amiga”, solo los venezolanos dicen “amiga pa’cá” “amiga pa’llá”.


Así que quién soy yo para decirle a Orianna que le baje dos a los venezolanismos,  por lo visto una amiga que mandibulea, así que sigue rompiéndola chama.  

sábado, 30 de noviembre de 2024

A nadie le interesa nuestra sincera opinión


    

Estamos llegando a diciembre, los venezolanos donde quiera que sea que vivamos estamos preparando el cuerpo para las más variadas hallacas, muchas compradas o regaladas por familiares o amigos. Por eso me voy a permitir un consejo, en el tema de las hallacas, más vale no ser muy sinceros si nos preguntan qué nos parecieron, es un tema delicado que puede despertar susceptibilidades radioactivas, por ejemplo esta intensidad se me vino a la cabeza por un incidente que ocurrió el sábado pasado que me hizo recordar al querido amigo Alfonso. 

Alfonso fue uno de mis grandes panas en esa etapa de la juventud que va desde final de bachillerato hasta los últimos años universitarios. No éramos compañeros de aula, yo estudiaba Artes en La Central y Alfonso Derecho o Economía  en la Universidad Santa María, dos o tres años mayor que yo, como a mi le gustaba mucho leer narrativa, y hablo en pasado porque mi amigo murió de forma trágica hace algunos años (esa tristeza fue tema de otra intensidad) aquí lo recuerdo “the way we were”, nuestra amistad fue platónica, rumbera, playera, dominocera, de compartir despechos, pero sobre todo intelectual, podíamos pasar horas conversando, tampoco es que habláramos tanto de libros, por eso me sorprendió el día que como sellando nuestra amistad con tinta, me dio un documento pasado a máquina a leer, dijo que era una copia de su primer relato, lo iba a mandar al concurso de cuentos de El Nacional, como sabía que yo era una ávida lectora, quería mi sincera opinión.

“Por supuesto, pero ahora no, prefiero leerlo con calma”- le dije, y me llevé el cuento a casa, no lo iba a leer frente a su mirada expectante aunque Alfonso parecía seguro de que los papeles que me estaba llevando en un sobre manila, eran una obra literaria digna de ganar el cotizado premio ese año. 


No recuerdo mucho del cuento mas allá que era del estilo de búsqueda espiritual de un hombre en una montaña, a lo Khalil Gibran, y como yo desde mucho antes de mis entonces 22 años ya estaba evitando intensidades, definitivamente no era público para ese estilo de relato. Por eso durante unos días le saqué el cuerpo a mi amigo, hasta que me emboscó una noche en la que quedamos con otros panas en jugar dominó, pidiéndome la prometida “sincera” opinión sobre su cuento, aunque él  parecía más que seguro que gracias al contenido filosófico, el suyo era un cuento ganador. 


Desde que en el año 1952 le fuera otorgado a Guillermo Meneses el primer lugar por "La mano junto al muro", el concurso anual de cuentos del diario El Nacional fue el norte a llegar para los mejores escritores venezolanos, bastaba leer los primeros párrafos para darse cuenta que el relato de Alfonso no habría ganado ni mención de honor en un concurso de cuentos de una escuela o liceo, no es que estuviera tan mal escrito o que yo sea una crítica malvada, es que era un primer cuento, y no muy original, quizás con el tiempo y la práctica Alfonso pudo haber llegado a ser un buen escritor, pero no había que ser crítico literario para saber que a sus 24 o 25 años, Alfonso todavía estaba lejos de lograrlo.


Traté de ser lo más diplomática posible porque me consta el trabajo y el amor que se pone cuando se escribe por vocación, sobre todo cuando se está empezando, no recuerdo mucho qué le dije, también hay que recordar que yo apenas llegaba a los 22 añitos, quizás algo así como que estaba bien, pero que era necesario que bajara un poco las expectativas, su cuento no era un antes y un después en la literatura venezolana, tranquilo, ¿Qué bateador inauguraba su carrera con un jonrón en el primer inning de su primer juego en el Universitario? 


Además, uno escribía porque escribía, porque quería, porque le nacía, no con el objetivo de ser recompensado por un premio de alto calibre.


O por lo menos así creo que fue la conversación, quizás fui más ruda, es que Alfonso    podía ser prepotente y estaba tan pero tan seguro que el premio literario de ese año sería suyo que quise prepararlo para la caída, no lo sé, lo que recuerdo es que recibió su cuento de regreso con mal disimulada ira. ¿Qué iba a saber yo de cuentos y de Literatura? Seguro que no lo entendí. Y aunque seguimos siendo amigos, por lo menos hasta que yo me casé y el emigró, diría que desde ese momento se enfrió nuestra amistad, nosotros los de entonces nunca volvimos a ser lo mismos, como diría el poeta. 


Hasta donde sé, el de la discordia fue el primer y último cuento de mi amigo. 


Esta anécdota me vino a la memoria décadas después cuando hace una semana se casó el hijo de unos vecinos en el salón de fiestas del edificio, ya soy oficialmente una doña, porque antes de que llegaran los novios a la recepción me quise acercar para ver la decoración. En las escaleras me encontré con una vecina que pasa de los noventa años muy bien llevados, con un dolor de columna que le dificulta caminar. Le ofrecí el brazo para ir a ver los arreglos florales de la fiesta, en el camino, a lo lejos, vimos a otros vecinos que iban a lo mismo. La vecina de mi brazo se paró en seco: 

“Mejor yo me quedó aquí”

“Qué pasó”- le pregunté intrigada.

“Es que ellos se pelearon a muerte conmigo”. 

No me iba a dejar en el cuento por la mitad, si, soy una doña, y además: chismosa. 

“¿Qué pasó? Si se puede saber, claro”- insistí. 

“Nada chica, todo por unas hallacas, yo se las compré a ella durante años, hace un par de años me preguntó que qué me habían parecido las de ese diciembre, y yo fui sincera, porque era verdad, y le contesté que ese año no le habían quedado tan buenas, esa mujer entró en cólera, se puso furiosa, me dijo entonces devuélvemelas y yo te devuelvo tu dinero, ¡si ya nos las habíamos comido en una cena navideña! A partir de ese momento cada vez que nos cruzamos en el edificio, chica, tanto ella como el marido me voltean la cara”.

 Al oír semejante rencilla de inmediato regresé a los 22 años, a mi amistad con Alfonso, y como la mayor parte de la veces, tanto en Literatura como en hallacas, los interesados no buscan nuestra sincera opinión sino la reafirmación de que sus cuentos, o sus hallacas, son los mejores del planeta. 

jueves, 8 de agosto de 2024

Las Invasiones bárbaras

 


 
El sábado por la noche vi "Las Invasiones bárbaras" de Denys Arcand, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera del año 2003. No la vi por casualidad, como me hacía falta catarsis en el difícil momento político que estamos viviendo en Venezuela, al verla en la oferta del canal Criterion pensé que la historia de cómo el moribundo profesor de Historia se despide de la vida, me volvería a abrir el chorro de lágrimas con la misma intensidad que cuando la vi en el cine Trasnocho hace más de veinte años.
Ver esta película franco-canadiense también serviría como guiño dónde quiera que estés a mi amigo Andrés Cardinale, quien murió hace un par de meses tras una ruda batalla contra el cáncer, entre tantos recuerdos que me dejó Andrés, uno de los que más recuerdo es haber llorado como yo viendo Las Invasiones Bárbaras, aunque no recuerdo si lo hicimos juntos o luego lo conversamos en esa eterna competencia de risas que fue nuestra amistad, peleando quién lloró más con la despedida frente al lago del no tan viejo Remy.
Andrés y yo nos conocimos en bachillerato cuando entró al colegio Santiago de León buscando en Humanidades lo que no había logrado encontrar en el colegio El Peñón: amigos afines a su alma transgresora, amor a la literatura, humor negro y pasión por los ideales. En el Santiago sin duda encontró espíritus afines, ninguno de ellos era yo, aunque compartía su amor por la Literatura, y quizás una pizca de su delicioso humor negro, desde chama cero intensidades, no compartía ni el alma transgresora ni la pasión revolucionaria de Andrés, yo era el tipo de adolescente cuyas canciones preferidas eran cualquiera que se pudiera bailar y tuviera la palabra “Nigthlife”, y Andrés a los dieciséis años ya coreaba las canciones de la entonces verdaderamente “Nueva” Trova Cubana (a Silvio y a Pablo los descubrí fue en mis años de estudiante de Artes en la UCV), y aunque no nos teníamos antipatía, por lo menos yo no se la tenía a él, nos chalequeábamos mutuamente, mi alma adolescente burlándome de la pavosidad de sus sueños marxistas, y el pichón de revolucionario diciéndome que entre lo primero que invadiría el lumpenproletariado sería esos antros de la decadencia que eran las discotecas City Hall y Le Club.
Tengo prueba escrita de ello, un papel tipo cuestionario de Proust donde el Andrés adolescente además de afirmar que su deporte favorito era “fastidiar a Piki” en el salón, su mayor sueño era cuando llegara, porque llegaría, La Revolución a Venezuela.
Veinte años después, la Revolución Bolivariana apenas naciendo de la mano de Hugo Chávez, Andrés y yo nos volvimos a encontrar en un grupo de email formado por amigos de bachillerato. Andrés -quien se había graduado con honores de la Escuela de Letras de la Central- lejos de celebrar con cohetes la llegada de la Revolución, era el más deprimido y fatalista con el proceso político que apenas empezaba, a tal punto que juraba haber quemado todos sus discos de la Nueva Trova Cubana. Jamás habría imaginado el adolescente Andrés que su sueño revolucionario se convertiría en su peor pesadilla.
En este grupo vía email de compañeros del Santiago, promociones 80/81, como el 99 % nos confesábamos oposición, teníamos a un solo disidente: Jorge Recio, fotógrafo graduado de Filosofía en la UCV, quien quedara en silla de ruedas tras un disparo en los sucesos de Puente Llaguno en abril 2002 cuando tomaba fotos en el frente del gobierno. Jorge aseguraba que el disparo que lo dejó paralizado de la cintura para abajo, venía del lado de la oposición. Y hablo del querido Jorge en pasado porque también murió hace unos meses, en Barcelona, España, ciudad que decía era más accesible para que una persona atada a una silla de ruedas pudiera ser independiente. Murió apoyando hasta al final al Proceso Revolucionario. A pesar de nuestra diferencias ideológicas, quiero pensar que era un hombre justo. ¿Habría apoyado los actuales escrutinios del CNE?
Regresando a Las Invasiones Bárbaras, no la había vuelto a ver desde aquella tarde en el Cine Trasnocho, recordaba el distanciamiento del padre intelectual con su hijo yuppie, pero a lo que hace veinte años no le di tanta importancia, hoy pasando los sesenta, poco menos de la edad de Remy al morir, es en qué se mide una vida bien vivida.
Remy muere relativamente joven, tenía un cáncer feroz, pero gracias a las diligencias de su hijo el yuppie, y la hija yunkie de una amiga, puede morir en sus propios términos, rodeado de sus amigos, bromeando sobre todos los “ismos” a los que alguna vez pertenecieron. Siendo uno de los mayores arrepentimientos de Remy el recuerdo de en un bar flirteando con una hermosa muchacha china cuando no se le ocurrió nada mejor que decirle lo admirable de la Revolución Cultural. Sobre todo viniendo de él que tenía su pequeño apartamento atiborrado de libros en los que se veía la pluralidad del pensamiento humano. Cuán bruto se podía ser decírselo a una muchacha cuyo padre había muerto víctima de la brutal represión que trajo la Revolución Cultural, y la madre del suicidio ante ella.
Debe ser tanto encierro por el que hoy me dio por pensar en mis amigos de adolescencia, en los “ismos”, en represiones feroces, y en las invasiones bárbaras que a los venezolanos en vida nos tocó, y que para tantos otros países, los venezolanos nos hemos convertido.

jueves, 9 de mayo de 2024

¿Quién te Cantará?




   
Anoche soñé que estaba en un gran banquete, como esos banquetes medievales, una mesa cuadrada rodeada de amigos. Además de comer y de beber cantábamos, cuando me tocó elegir la canción, me fui por “Curanderos” de Sergio Pérez, me encanta, sobre todo el comienzo de la canción: “Quien abra un hueco que caiga en él, ahhhh, que caiga, y después que caiga que salga…”, en el sueño me dan el micrófono, balbuceo, no doy con la primera frase de la canción, no importa, todos en el banquete se la saben, sigue la fiesta cantando a coro: “Somos los curanderos del alma, los curanderos del corazón”. 
Lo que pudiese ser considerado un sueño angustioso, no recordar micrófono en mano ante un público a la expectativa que arranque la canción, hasta el mismo estribillo: “somos los curanderos del alma”, podrían reflejar si no un alma atormentada, por lo menos un momento difícil, pero no me pongo freudiana  porque desde que tengo uso de razón cada mañana me levanto cantando una canción, una canción como dirían mis hijas “random”, una canción “sin ton ni son”, y hoy fue “Curanderos”, un tema del pop venezolano de los años 80.  
La primera vez que caí en cuenta de este hábito de abrir el ojo entonando una canción fue gracias a mi amiga Rosa en un viaje a Margarita, no fue un viaje de playa, fue un viaje de compras en el entonces Puerto Libre, ella quería comprar ropa para su bebé y yo quería sábanas y paños para mi futuro matrimonio. 
Rosa en esa estadía me hizo ver que yo amanecía todas las mañanas cantando: 
-¿Y eso qué tiene de raro?- le pregunté extrañada -¿Acaso no amanece todo el mundo cantando?
-No- me contestó Rosa- la gente normal amanece con sueño, o de mal humor, no cantando, mucha gente solo es gente después del primer café.
Debo haber salido a mi bisabuela Bebelita, mi abuela Margot contaba que su mamá se la pasaba cantando, no a voz en cuello, cantaba para si misma, y cuando más cantaba, era cuando estaba más brava o más triste:
-Mamá está cantando, ¿qué le estará pasando?- se decían sus hijas.
Yo también canto, cuando estoy triste, cuando estoy feliz, no canto bien, pero la música es parte importantísima de mi vida, canto en la mañana, canto en la tarde, canto en la noche, ni en voz alta ni en público, pero me gusta cantar como aquellos que bailan mal, pero no les importa, igual bailan.
En mis cantos matinales soy más arrabalera que rocanrol, más Radio Sensación que Radiodifusora Venezuela. Recuerdo otro viaje a Margarita en los años ochenta, esta vez con mis primas, todavía solteras, yo estaba pasando por un despecho desgarrador, pero no me despertaba cantando “La gata bajo la lluvia” sino “Se hunde el barco, mi querido capitán”, pasamos ese viaje sanador cantando mis primas y yo los merengues del gran Porfi Jimenez.
Pasan los años y sigo cantando cada día al despertar, no sé si son canciones con las que sueño, a veces sí a veces no, ni idea de dónde salen estos mensajes del subconsciente, hace dos días amanecí cantando "Volare", en la versión de Danny Ocean, ¿por qué? No sé, porque me gusta, es una canción que rescata un clásico para las nuevas generaciones, una canción que oía en mi infancia cantada por Domenico Modugno, también por Dean Martin, hoy como ayer “Volare” es un canto a la vida.
No siempre amanezco en subidón, hace unos días amanecí tarareando: “¿Quién te cantará?”, del cuarteto español Mocedades, otra canción del soundtrack de mi infancia: “Qué fácil es decir adiós, qué fácil olvidar, qué difícil será para los dos”.
Cómo no preguntarse porqué en un universo de canciones lo primero que me vino a la cabeza esa mañana es esa tristeza de canción.
“¿Quién te cantará?” produce en mí el mismo efecto del tema "Superstar" de Los Carpenters, una sensación de melancolía de tiempos pasados pero no olvidados, tiempos entrañables que no volverán, pero también de algo que no fue, de un amor que no se dio. Amaya, al igual que Karen Carpenter, tiene un tono de voz tan dulce que trasciende lo cursi, que logra sobrevivir, al menos en mí, al paso de los años, y cada vez que la oigo, se me arruga el corazón.
La canción con la que me levanto, bien sea alegre o triste, bien sea nueva o añeja, no es ninguna indicación de cómo transcurrirá mi día, tampoco soy pitonisa, pero después que va pasando el día y esa primera canción se desvanece como se desvanece un aroma, en la noche al apagar la luz me pregunto con expectativa: ¿cuál será el tema con el que comenzaré el día?