jueves, 8 de agosto de 2024

Las Invasiones bárbaras

 


 
El sábado por la noche vi "Las Invasiones bárbaras" de Denys Arcand, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera del año 2003. No la vi por casualidad, como me hacía falta catarsis en el difícil momento político que estamos viviendo en Venezuela, al verla en la oferta del canal Criterion pensé que la historia de cómo el moribundo profesor de Historia se despide de la vida, me volvería a abrir el chorro de lágrimas con la misma intensidad que cuando la vi en el cine Trasnocho hace más de veinte años.
Ver esta película franco-canadiense también serviría como guiño dónde quiera que estés a mi amigo Andrés Cardinale, quien murió hace un par de meses tras una ruda batalla contra el cáncer, entre tantos recuerdos que me dejó Andrés, uno de los que más recuerdo es haber llorado como yo viendo Las Invasiones Bárbaras, aunque no recuerdo si lo hicimos juntos o luego lo conversamos en esa eterna competencia de risas que fue nuestra amistad, peleando quién lloró más con la despedida frente al lago del no tan viejo Remy.
Andrés y yo nos conocimos en bachillerato cuando entró al colegio Santiago de León buscando en Humanidades lo que no había logrado encontrar en el colegio El Peñón: amigos afines a su alma transgresora, amor a la literatura, humor negro y pasión por los ideales. En el Santiago sin duda encontró espíritus afines, ninguno de ellos era yo, aunque compartía su amor por la Literatura, y quizás una pizca de su delicioso humor negro, desde chama cero intensidades, no compartía ni el alma transgresora ni la pasión revolucionaria de Andrés, yo era el tipo de adolescente cuyas canciones preferidas eran cualquiera que se pudiera bailar y tuviera la palabra “Nigthlife”, y Andrés a los dieciséis años ya coreaba las canciones de la entonces verdaderamente “Nueva” Trova Cubana (a Silvio y a Pablo los descubrí fue en mis años de estudiante de Artes en la UCV), y aunque no nos teníamos antipatía, por lo menos yo no se la tenía a él, nos chalequeábamos mutuamente, mi alma adolescente burlándome de la pavosidad de sus sueños marxistas, y el pichón de revolucionario diciéndome que entre lo primero que invadiría el lumpenproletariado sería esos antros de la decadencia que eran las discotecas City Hall y Le Club.
Tengo prueba escrita de ello, un papel tipo cuestionario de Proust donde el Andrés adolescente además de afirmar que su deporte favorito era “fastidiar a Piki” en el salón, su mayor sueño era cuando llegara, porque llegaría, La Revolución a Venezuela.
Veinte años después, la Revolución Bolivariana apenas naciendo de la mano de Hugo Chávez, Andrés y yo nos volvimos a encontrar en un grupo de email formado por amigos de bachillerato. Andrés -quien se había graduado con honores de la Escuela de Letras de la Central- lejos de celebrar con cohetes la llegada de la Revolución, era el más deprimido y fatalista con el proceso político que apenas empezaba, a tal punto que juraba haber quemado todos sus discos de la Nueva Trova Cubana. Jamás habría imaginado el adolescente Andrés que su sueño revolucionario se convertiría en su peor pesadilla.
En este grupo vía email de compañeros del Santiago, promociones 80/81, como el 99 % nos confesábamos oposición, teníamos a un solo disidente: Jorge Recio, fotógrafo graduado de Filosofía en la UCV, quien quedara en silla de ruedas tras un disparo en los sucesos de Puente Llaguno en abril 2002 cuando tomaba fotos en el frente del gobierno. Jorge aseguraba que el disparo que lo dejó paralizado de la cintura para abajo, venía del lado de la oposición. Y hablo del querido Jorge en pasado porque también murió hace unos meses, en Barcelona, España, ciudad que decía era más accesible para que una persona atada a una silla de ruedas pudiera ser independiente. Murió apoyando hasta al final al Proceso Revolucionario. A pesar de nuestra diferencias ideológicas, quiero pensar que era un hombre justo. ¿Habría apoyado los actuales escrutinios del CNE?
Regresando a Las Invasiones Bárbaras, no la había vuelto a ver desde aquella tarde en el Cine Trasnocho, recordaba el distanciamiento del padre intelectual con su hijo yuppie, pero a lo que hace veinte años no le di tanta importancia, hoy pasando los sesenta, poco menos de la edad de Remy al morir, es en qué se mide una vida bien vivida.
Remy muere relativamente joven, tenía un cáncer feroz, pero gracias a las diligencias de su hijo el yuppie, y la hija yunkie de una amiga, puede morir en sus propios términos, rodeado de sus amigos, bromeando sobre todos los “ismos” a los que alguna vez pertenecieron. Siendo uno de los mayores arrepentimientos de Remy el recuerdo de en un bar flirteando con una hermosa muchacha china cuando no se le ocurrió nada mejor que decirle lo admirable de la Revolución Cultural. Sobre todo viniendo de él que tenía su pequeño apartamento atiborrado de libros en los que se veía la pluralidad del pensamiento humano. Cuán bruto se podía ser decírselo a una muchacha cuyo padre había muerto víctima de la brutal represión que trajo la Revolución Cultural, y la madre del suicidio ante ella.
Debe ser tanto encierro por el que hoy me dio por pensar en mis amigos de adolescencia, en los “ismos”, en represiones feroces, y en las invasiones bárbaras que a los venezolanos en vida nos tocó, y que para tantos otros países, los venezolanos nos hemos convertido.

jueves, 9 de mayo de 2024

¿Quién te Cantará?




   
Anoche soñé que estaba en un gran banquete, como esos banquetes medievales, una mesa cuadrada rodeada de amigos. Además de comer y de beber cantábamos, cuando me tocó elegir la canción, me fui por “Curanderos” de Sergio Pérez, me encanta, sobre todo el comienzo de la canción: “Quien abra un hueco que caiga en él, ahhhh, que caiga, y después que caiga que salga…”, en el sueño me dan el micrófono, balbuceo, no doy con la primera frase de la canción, no importa, todos en el banquete se la saben, sigue la fiesta cantando a coro: “Somos los curanderos del alma, los curanderos del corazón”. 
Lo que pudiese ser considerado un sueño angustioso, no recordar micrófono en mano ante un público a la expectativa que arranque la canción, hasta el mismo estribillo: “somos los curanderos del alma”, podrían reflejar si no un alma atormentada, por lo menos un momento difícil, pero no me pongo freudiana  porque desde que tengo uso de razón cada mañana me levanto cantando una canción, una canción como dirían mis hijas “random”, una canción “sin ton ni son”, y hoy fue “Curanderos”, un tema del pop venezolano de los años 80.  
La primera vez que caí en cuenta de este hábito de abrir el ojo entonando una canción fue gracias a mi amiga Rosa en un viaje a Margarita, no fue un viaje de playa, fue un viaje de compras en el entonces Puerto Libre, ella quería comprar ropa para su bebé y yo quería sábanas y paños para mi futuro matrimonio. 
Rosa en esa estadía me hizo ver que yo amanecía todas las mañanas cantando: 
-¿Y eso qué tiene de raro?- le pregunté extrañada -¿Acaso no amanece todo el mundo cantando?
-No- me contestó Rosa- la gente normal amanece con sueño, o de mal humor, no cantando, mucha gente solo es gente después del primer café.
Debo haber salido a mi bisabuela Bebelita, mi abuela Margot contaba que su mamá se la pasaba cantando, no a voz en cuello, cantaba para si misma, y cuando más cantaba, era cuando estaba más brava o más triste:
-Mamá está cantando, ¿qué le estará pasando?- se decían sus hijas.
Yo también canto, cuando estoy triste, cuando estoy feliz, no canto bien, pero la música es parte importantísima de mi vida, canto en la mañana, canto en la tarde, canto en la noche, ni en voz alta ni en público, pero me gusta cantar como aquellos que bailan mal, pero no les importa, igual bailan.
En mis cantos matinales soy más arrabalera que rocanrol, más Radio Sensación que Radiodifusora Venezuela. Recuerdo otro viaje a Margarita en los años ochenta, esta vez con mis primas, todavía solteras, yo estaba pasando por un despecho desgarrador, pero no me despertaba cantando “La gata bajo la lluvia” sino “Se hunde el barco, mi querido capitán”, pasamos ese viaje sanador cantando mis primas y yo los merengues del gran Porfi Jimenez.
Pasan los años y sigo cantando cada día al despertar, no sé si son canciones con las que sueño, a veces sí a veces no, ni idea de dónde salen estos mensajes del subconsciente, hace dos días amanecí cantando "Volare", en la versión de Danny Ocean, ¿por qué? No sé, porque me gusta, es una canción que rescata un clásico para las nuevas generaciones, una canción que oía en mi infancia cantada por Domenico Modugno, también por Dean Martin, hoy como ayer “Volare” es un canto a la vida.
No siempre amanezco en subidón, hace unos días amanecí tarareando: “¿Quién te cantará?”, del cuarteto español Mocedades, otra canción del soundtrack de mi infancia: “Qué fácil es decir adiós, qué fácil olvidar, qué difícil será para los dos”.
Cómo no preguntarse porqué en un universo de canciones lo primero que me vino a la cabeza esa mañana es esa tristeza de canción.
“¿Quién te cantará?” produce en mí el mismo efecto del tema "Superstar" de Los Carpenters, una sensación de melancolía de tiempos pasados pero no olvidados, tiempos entrañables que no volverán, pero también de algo que no fue, de un amor que no se dio. Amaya, al igual que Karen Carpenter, tiene un tono de voz tan dulce que trasciende lo cursi, que logra sobrevivir, al menos en mí, al paso de los años, y cada vez que la oigo, se me arruga el corazón.
La canción con la que me levanto, bien sea alegre o triste, bien sea nueva o añeja, no es ninguna indicación de cómo transcurrirá mi día, tampoco soy pitonisa, pero después que va pasando el día y esa primera canción se desvanece como se desvanece un aroma, en la noche al apagar la luz me pregunto con expectativa: ¿cuál será el tema con el que comenzaré el día?


 

miércoles, 17 de abril de 2024

La joven Patricia

 


Comienzo a leer "
Diarios y Notas de Patricia Highsmith”, en paralelo leo en Kindle una de sus biografías: “Devil, Lust and Strange Desires: The life of Patricia Highsmith”, escrita por Richard Bradford. Ya había leído hace unos años: “Beautiful Shadow-  the life of Patricia Highsmith” de Andrew Willson. 

Desde que estudiaba en la Escuela de Artes a principios de los años 80 Patricia Highsmith (1921-1995) se convirtió en una de mis escritoras favoritas además de en su decadencia viviendo con sus gatos en la soledad de un chalet suizo, un personaje bastante interesante. Intercambiaba sus novelas y colecciones de cuentos en los bancos del patio de la Escuela. Yo tenía una colección envidiable porque buena parte de sus libros en inglés los compré en las librerías de ocasión en París, ya que en Francia en los años 80 tenía mucho más renombre que en su natal Estados Unidos. En Venezuela se conseguían varios de sus libros traducidos al español, de esa época tengo: "Mar de fondo" editado por Bruguera, la colección de cuentos "A Merced del Viento" editada por Planeta, y "Extraños en un Tren" editada por Anagrama, su primera novela escrita cuando apenas tenía 25 años que fue llevada al cine por Alfred Hitchcock.

Este nuevo despertar en el interés por la vida y obra de Patricia Highsmith se debe al estreno de Ripley, serie de Netflix que parecía ser un éxito seguro pero que en su primera semana de streaming no ha logrado la audiencia deseada para una propuesta que vino con todo: una historia bien construida, un excelente elenco, y sobre todo una ambiciosa producción en blanco y negro a lo películas de serie noir de los años cuarenta y cincuenta, con la nitidez digital de 2024.  

 Y aunque ya hoy hay quien la considera una de las mejores series de tv de todos los tiempos, para el gran público que se resiste a ver filmaciones en blanco y negro, o se aburre con las largas tomas de un Ripley contemplativo entre maldad y maldad, escalera y escalera, ante una bella Italia que deslumbra, prefieren ver la última serie policial española que dormirse con el clásico por excelencia de un crápula que parece salirse siempre con la suya.  

Me falta por ver el capítulo final, lo que muchos consideran aburrido, soporifero, ese deambular de Tom Ripley por Nápoles, Roma, Venecia… en elegantes tomas que a veces recuerdan los atardeceres de Giorgio De Chirico, en busca de todos los Caravaggio de Italia; a mi me parecen escenas muy bellas. Lo que no estoy tan segura es con el casting de Tom Ripley, si bien el inglés Andrew Scott es un excelente actor que atina con la fría maldad de Ripley, a los 47 años es por lo menos 20 años mayor que el joven Ripley con que comienza la serie de novelas de Patricia Highsmith: “El talentoso señor Ripley” (1955).

El joven Ripley ha sido interpretado en anteriores versiones por un demasiado bello Alain Delon en “Plein Soleil” de Rene Clement en 1960 (¿se puede ser demasiado bello?), y por un anodino Matt Damon en la versión de Anthony Minghella de 1999 con Jude Law como la contraparte, así fue pensado el personaje para que contrastara con un privilegiado de belleza y riqueza, aunque no de talento e inteligencia: Dickie Greenleaf, de eso va la historia, de la cual la película Saltburn (2023) de Emerald Fenell parece haber tomado prestado el tema. 

En lo que supera el Ripley de Matt Damon al de Scott es en la carita de "yo no fui", la sonrisa de medio ganchete del Tom Ripley de Scott cada vez que dice mentiras, es de culpable reptil. 


Para las próximas temporadas, si la serie al mando de Steve Zilliam (guionista de "Schindler's List") logra sortear este primer escollo de no haber sido tan vista como se esperaba, porque debe ser una producción muy costosa, no me cabe duda que Andrew Scott como un Ripley maduro será más verídico, por lo menos para mi, me encantaría ver una versión de Ripley´s Game (1974) con Andrew Scott como el Ripley cuarentón, papel que ya ha sido interpretado por Dennis Hooper en el “Amigo Americano” de Wim Wenders (1977), película que hoy es considerada un clásico, y por John Malkovich en la versión de la novela que filmara Liliana Cavani en 2002, que fue un fracaso comercial pero es muy buena. 

Regresando a los diarios de doña Patricia que empieza a escribir a los quince años, en el libro comienzan en el año 1941, recién cumplidos los veinte, estudiante en Barnard, Nueva York, universidad exclusiva para mujeres, de las mejores de la época en los Estados Unidos. Patricia se muestra como una joven enamoradiza ya con un definido gusto por las chicas bonitas, de arraigadas convicciones políticas, se jactaba de comunista en un ambiente, aunque universitario, bastante conservador, pero sobre todo angustiada por el correr del tiempo: a los veinte años tenía poco que mostrar, se lamenta en su diario. 

Ávida de lecturas y agobiada por el exceso de Shakespeare en sus estudios, prefiere leer por placer “El poder Soviético” que “Anna Karenina” de Tolstoi, porque en 1941, a punto de entrar los Estados Unidos en una guerra mundial, escribe Patricia en su diario: “¿Quién puede leer Anna Karenina en un momento como este?”, siendo el libro de estadísticas del régimen leninista más: “Influyente e importante”. 

¿Cuánto habría de cambiar el pensamiento de la joven Patricia con el paso de los años hasta escribir sobre uno de los personajes más taimados de la literatura norteamericana? Muchos aseguran que así como Flaubert decía “Madame Bovary c’est moi”, Patricia Highsmith crea a Ripley a semejanza suya, quizás no capaz de asesinar a sangre fría pero si de imaginar en su obra, mas allá del mundo Ripley, los más retorcidos crímenes que abarcan hasta el mundo animal. 

Me faltan por leer más de 800 páginas de sus Diarios y tres cuartos de su biografía, para hacerme una idea, mientras tanto me quedo con esta entrada de la joven Patricia:




2/12/41


“Cuando empiece a comprar ropa con dobladillos, cuando sea capaz con un simple vistazo de determinar los defectos de un potencial (o no) apartamento, cuando deje de comer porque ya he comido lo suficiente, cuando deje de enamorarme de alguien porque crea que no es lo suficientemente bueno, cuando comience a ir a la cama a determinada hora para poder trabajar bien al día siguiente, cuando empiece a decir que los anti-liberales tienen un poco su punto también, cuando pueda pensar en ti sin deseo, sin esperanzas, sin echarte de menos- entonces sabré que estoy envejeciendo. Que ya estoy vieja”.


lunes, 1 de abril de 2024

El Santo Varón

 


Ayer me invitaron a mi primera celebración de Domingo de Pascua, un almuerzo entre amigos donde la anfitriona nos recibió con una mesa hermosamente decorada con un conejo en el centro y un enorme huevo de chocolate en cada uno de los ocho puestos. Como el plato principal era un ragú preparado por el anfitrión, me tocó llevar el pan gallego ya que vivo a pocos metros de una de las mejores panaderías de Caracas. Fui a media mañana en carro porque todavía no se me quita el miedo a caminar en la ciudad. Mala idea porque no había dónde estacionar. Di una vuelta y cuando volví a pasar un carro salió y me logré estacionar frente a la panadería. Cruzando la calle para entrar casi me devuelvo al darme cuenta que entre dos carros estacionados había una algarabía que resultó ser una pelea como esas que salen en las comiquitas: masa humana de pies y brazos, polvareda, gritos y puntapiés, solo faltaban las estrellitas. 


La pelea estaba rodeada de curiosos, no pude ver ni quienes peleaban ni quienes trataban de separar la pelea. Como yo en este tipo de escaramuzas temo que salga a relucir un arma y quede mal herida la más pendeja por pepa asomada, aprovechando que la panadería se había vaciado para ver de cerca el improvisado ring de boxeo, siempre evitando intensidades, entré al local con la suerte que detrás del mostrador había quedado un solo dependiente para despachar el pan recién salido del horno.  

En eso entró llorosa una linda morena, muy joven, no llegaría a los veinte años. 

Llevaba el pelo con trenzas largas como Bo Derek en la película “10”.  Tenía los ojos anegados en lágrimas. Corrió a esconderse de tanto escarnio en la trastienda donde están los hornos de pan. Supe de inmediato que era una de las partes involucradas en la pelea. Al verla tratando de tragarse las lágrimas, se me arrugó el corazón de madre porque es verdad eso que escribió Andrés Eloy Blanco que "cuando se es madre se es madre de todos los niños del mundo” y recordando a mis hijas en la Bo Derek Caribeña, me provocó amapucharla y decirle: “¿Qué te hicieron mi niña?”.  


Aunque ni idea cuál habría sido el motivo de la pelea, por qué la agarraron por las greñas


tan inocente yo 


Cuando estaba pagando el pan, por la puerta de la panadería se asomó la que también supe enseguida era la segunda parte en conflicto. La agraviada  ¿o agraviante? según se prefiera ver, era una mujer que apenas pasaría los treinta años, bonita de cara pero sin un rastro de coquetería, ofuscada, tenía el rostro rojo de ira, era la furia misma. Comenzó a gritar tan duro que sus insultos se habrán oído en todo Chapellín y la Alta Florida, parte del Country Club y San Bernardino, y quizás hasta en PDVSA del Bosque: “Sal de tu escondite, desgraciada, malparida para que aprendas a respetar, Robamaridos, prostituta barata, rompehogares, que te voy a partir la cara”.


Parafraseo porque los insultos iban cargados de groserías. 


A una le enseñaron a no meterse en problemas ajenos pero así como la muchacha me inspiró el instinto de madre, la pobre mujer me inspiró el instinto de amiga, me habría gustado solidarizarme con ella, tomarla del brazo, sacarla de ahí, invitarla a tomar una cerveza, dejarla que llorara descargando que a ese hombre le había dado todo y cómo le pagaba… para después decirle: “Amiga séquese los ojos que ese desgraciado no vale una lágrima suya, es que usted no ha oído a Kenny García en eso “desde que tu te has ido, me ha ido DPM”, o las últimas canciones de Shakira que las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. No amiga, mire que ya pasaron los días de sentirnos como la gata bajo la lluvia”. 

  

Pero yo calladita, abrazada a mi bolsa con cuatro panes gallegos, solo cuando se fue la loba herida fue que me atreví a comentar en voz alta: “Al que debería partirle el alma es al desgraciado del marido”. 

La cajera asintió: “Darle con un sartén en la cabeza”. 

Tras mío había un hombre joven llevando un pan canilla, estaría horrorizado con tanta agresividad femenina, dígame un Domingo de Pascua. Como los caraqueños somos salidos de naturaleza, también quiso intervenir. 

“Si a mi me montan los cuernos lo primero que tengo es que pensar qué le hice yo a mi mujer para que me los montara, no agarrarla con el tipo”.


Tan lindo, un santo varón


 tomé mi tarjeta de débito, mis panes gallegos, y me fui. 

martes, 19 de marzo de 2024

Bajo el dintel

 



 Son las once de la mañana y el termómetro con figura de rana adherido al vidrio de la puerta de la terraza marca cuarenta y tres grados centígrados, no recuerdo semejante temperatura en Caracas, por lo menos no a mediados de marzo antes de Semana Santa, cuando debería comenzar a irse el frío que Pacheco trajera en diciembre.

Este diciembre Pacheco nunca llegó. 

A mi mamá como que se le echó a perder el termostato, cuando llego a visitarla quejándome del calor, me dice que son cosas mías, que como que todavía estoy menopáusica, que ella no siente ningún calor.

 

Y yo que a este calor casi que puedo tocarlo. 


Menos mal que mi mamá no está acalorada porque cada vez que en Caracas se siente una ola de calor, suele decir: “Hace calor de terremoto, igualito se sentía aquel julio”, y yo comienzo con la paranoia pensando que en cualquier momento la tierra se abrirá a mis pies. 


Es que mi generación quedó marcada por el terremoto que azotó a Caracas a finales de julio de 1967, aunque yo apenas tengo recuerdos de él porque acababa de cumplir cuatro años, recuerdo que estaba comiendo con mis hermanos en la cocina, que mis papás se arreglaban para salir de fiesta, que Laureano le pegó a Luis porque creía que le estaba moviendo la silla, los gritos de: “¡Terremoto!”, que mi mamá corrió a llevarnos al jardín mientras mi papá corría a buscar a Kiko que era un bebé durmiendo en su cuna, que mi tío Caruso, que tendría catorce años, se estaba quedando con nosotros porque mis abuelos paternos habían salido de viaje ese día. No recuerdo el ruido que dice mi mamá fue estremecedor, pero si recuerdo que esa noche mis abuelos maternos y varios de mis tíos fueron llegando a casa y que durante dos días dormimos acampando en el salón, lo que me pareció muy divertido.

Afortunadamente entonces no me tocó ver de cerca muerte y destrucción que tantos caraqueños vivieron, incluyendo mi tío Gonzalo que perdió a su novia en el club de playa Charaima.


 A pesar del miedo que me quedó a los temblores y terremotos, uno de los momentos más entrañables que puedo recordar en mi matrimonio ocurrió durante un sacudón, sacudón que no llegó a terremoto pero que fue poco más que un ligero temblor. Ya nuestras hijas no vivían con nosotros y nuestro hijo había salido con los amigos, debía ser un fin de semana o un día de fiesta porque era temprano en la tarde y Oscar estaba en casa. La tranquilidad de esa tarde -que no recuerdo calurosa- se vio interrumpida cuando los vidrios de la puerta de la terraza, los mismos donde hoy está adherida la ranita termómetro, comenzaron a crujir.  Supimos que no era el viento  porque los cuadros y los adornos en las mesas se movían, no tanto como para entrar en pánico, pero si lo suficiente para no tener la menor duda que estábamos ante un temblor más fuerte que los esporádicos sacudones de tierra acostumbrados en Caracas tras el terremoto del 67.


Esa tarde el temblor no fue lo fuerte sino lo mucho que duró, si hubiera sido más fuerte habría causado estragos, duró varios segundos que a mi me parecieron minutos, los suficientes para que yo agarrara del brazo a Oscar y lo llevara debajo del dintel sin puerta que separa la sala del comedor. 

En tres décadas de casados Oscar siempre fue el valiente y yo la cobarde. Mi marido me inspiraba fuerza y yo me dejaba proteger; y no fue que Oscar hubiera sufrido un ataque de histeria o se le sintiera presa del miedo, pero si le sentí por primera vez un ligero desconcierto. “El fanático de mi marido” que siempre parecía tenerle solución a todo, esa tarde se dejó llevar bajo el dintel.  

No me mal interpreten las más aguerridas feministas, no era una cuestión de género: él hombre fuerte yo mujer desvalida; era más bien una cuestión de vocación y temperamento: el ingeniero pragmático yo literata poco dada a los asuntos prácticos de la vida, por eso creo que por primera vez sentí -con cierto orgullo, para qué negarlo- que era yo quien mostrara un destello de fortaleza, esperando a que pasara el temblor sujetando a mi marido del brazo tratando de infundirle la confianza que  entonces sentía que mientras estuviéramos juntos, todo estaría bien. 

Destello de fortaleza de un pozo que no sabía que tenía en mi,  en el cual dos o tres años después me vi obligada a sumergirme de chapuzón el día en el que Oscar repentinamente murió, ese sí que fue para mi un terremoto mayor, comenzar a darme cuenta que ya no seríamos dos, pero que eventualmente la vida sigue, y una sola, poco a poco, aprende a vivir. 


miércoles, 14 de febrero de 2024

Anatomía de una caída


 
A pesar de haber sido merecedora de varios premios de la crítica, entre ellos mejor guión y mejor película extranjera en los Golden Globes, le tenía miedo a la película francesa “Anatomía de una Caída”, nominada a cinco estatuillas Oscar entre ellas mejor película -no película extranjera porque no fue escogida por Francia como su película oficial para los premios de la Academia- .
Temía a la película dirigida por Justine Triet porque me habían dicho que si bien era buena, era pesada, un “coutroom drama” francés de dos horas y media, pero a pesar de que la vi alquilada en Amazon una lluviosa tarde en la comodidad de mi casa, no me dormí, porque tengo la mala costumbre de quedarme dormida hasta en la más entretenida de las películas, hasta me dormí viendo Barbie, y eso que la vi en pantalla grande, siestas cortas, como de diez minutos, lo que en inglés llaman “power naps”, que me harán perder si acaso una o dos escenas de la película.
 Así que predispuesta a que en “Anatomie d’un chute”, más que una pescaíta, esa tarde lluviosa dormiría casi toda la película, a pesar de que el género “courtroom drama” me encanta, pero ha sido trillado en las películas y en las series de Hollywood, además verlo en francés que es un idioma que apenas manejo, sería una prueba de fuerza contra mi narcolepsia, aun así me quedé despierta esperando los “Objections!” y los “Overuled”, o un final catártico como en "A Few Good Men" de Rob Reiner, cuando el coronel interpretado por Jack Nicholson pierde la compostura y grita: “You can´t handle the truth!”.
Quizás por eso no me quedé dormida en “Anatomía de una caída”, porque si bien se cuece a fuego lento, ninguna escena sobra, además de ser una película que nos adentra en un mundo nuevo, tan humano pero a la vez tan ajeno a las películas de dramas de cortes, o dramas familiares a los que estamos acostumbrados vía Hollywood, porque más allá de algún flash back que evoque una pelea doméstica, en la corte de Anatomía de una Caída, apenas se levanta la voz, y cuando un testigo es llamado a declarar, más que un diálogo entre dos se vuelve una conversación entre varias partes donde suele intervenir el acusado, común debate.
La película protagonizada por la actriz alemana Sandra Hüller, trata de un escritor tan guapo como fracasado, Samuel, que muere tras caer desde la terraza más alta de su chalet en los Alpes franceses. Pudo haber sido suicidio pero ciertos indicios forenses indican que fue una caída provocada, siendo la única sospechosa la viuda del difunto, Voyter, una exitosa escritora alemana que apenas habla francés (en la película se habla más inglés que francés). Voyter y Samuel no se habían estado llevando bien. El único posible testigo es el pequeño Daniel de doce años, el hijo invidente de la pareja.
“Anatomie d’un chute” más que la anatomía de una fatal caída, es la anatomía de un matrimonio desgastado por el triunfo de ella y la inercia de él, y el niño que se debate, más que la corte misma, en entender qué pasó con su padre.

lunes, 17 de octubre de 2022

"Estimado Cliente"


 

Hace como diez días vi por HBO "Sentimos las Molestias" serie española parecida a la recordada "Pareja Dispareja" original de Neil Simon, sobre dos amigos de vieja data, ambos llamados Rafael, que por un tiempo se mudan juntos. En una escena de la serie llegan unos supuestos fumigadores de parte del municipio a acabar con no recuerdo qué plaga, les enseñan un papel, les piden que se queden en el jardín que el trabajo se hará con premura, y con premura les roban dentro de la casa relojes, dinero y los "ordenadores". Cuando van a poner la denuncia le dicen en la comisaría que no hay nada que hacer, que esa es típica estafa en la que las víctimas son viejos. 

"¡Viejos nosotros!" responden los dos Rafaeles ofendidos, además de robados, los llaman viejos, qué indignación.

En el momento que la vi, me reí, qué conejos, típico viejos, cómo imaginar que menos de cuarenta y ocho horas después, caería, o casi caería, como una tonta en una estafa para robarme mi cuenta de whatsapp. Todo empezó un lunes temprano en la mañana cuando sonó mi celular: "estimado cliente la llamamos de Digitel ofreciendo el servicio de 5G, le vamos a mandar un código para que se conecte", esa es la versión resumida, la versión larga es un hombre de parte de Digitel hablando a cien kilómetros por hora para marearte, y como yo quiero servicio 5G, aunque todavía esa velocidad ni siquiera ha llegado a Venezuela, di la clave que acababa de llegar a mi celular sin percartame que estaba dando la clave para cambiar mi whatsapp.

Si, ya sé, qué coneja.

Apenas di los números se me prendió la alarma, sobre todo cuando el "estimado cliente", frase que repetía sin cesar, me pidió que para completar el proceso debía apagar el celular durante más de una hora. Mi mediana inteligencia entonces se despertó, de inmediato le colgué, logré entrar en whatsapp y cambiar otra vez la clave. El "estimado cliente" me volvió a llamar pidiéndome la clave nueva, ahí ya me había convencido que al igual que los viejos de la serie española, esta pobre viudita estaba en proceso de ser víctima de una estafa.

O casi.

No logré recuperar mi whatsapp de inmediato, fui a Digitel, me confirmaron -con una sonrisa condescendiente- que mi cuenta de whatsapp estaba hackeada, que ninguna potestad tenía Digitel con WhatsApp para arreglarlo, son dos compañías distintas, tenía que comunicarme directamente con ellos. El muchacho que me atendió en Digitel no se pudo ahorrar decirme: "¿Acaso no le pareció extraño que la llamada fuera desde un número de Movistar?".

Ni que los viejos nos fijáramos en eso.

Logré contactar con Whatsapp por email, muy amables me dijeron que si mi cuenta había sido hackeada -o estaba bloqueada- tenía que esperar una semana para recuperarla, lamentablemente nada se podía hacer antes, esos eran los plazos. Por el whatsapp de mi mamá y a través del servicio de mensajería de Instagram, logré comunicarme con familiares y amigos para que me sacaran de todos los chats. Escribí un mensaje por Facebook y otro por Instagram alertando a mis contactos. La verdad no sé si llegué a ser hackeada, por lo menos nadie de mis contactos me dijo que les escribieron desde mi cuenta para pedirles dinero o cambiar dólares. Mi dignidad quiere pensar que logré detener la estafa a tiempo, logrando bloquear mi WhatsApp antes de que llegaran a pedir dinero en mi nombre.
En la tarde conversando con los vecinos en la junta de condominio, varios habían recibido llamadas similares, incluido mi hijo, pero ninguno cayó. Lo que más dolió fue el orgullo, la más coneja del edificio. Aunque una vecina me confesó que ella también habría caído si no la hubieran alertado de este modus operandis de hackeo. 
Hoy me entero de muchas personas en días recientes que han sido víctimas de la misma estafa y muchos de sus contactos han sido víctimas de creer que están pidiendo dinero, depositando cifras más o menos altas en las cuentas suministradas.

Una vez recuperada mi cuenta de whatsapp, escribo esta intensidad, porque a pesar de que a quién le puede gustar confesar que cayó por inocente, o por vieja, no está de más avisarles que no se dejen
marear por ningún "Estimado Cliente" y no se pongan de conejos a estar dando claves a desconocidos.