martes, 10 de diciembre de 2019

La danza de los paraguas abiertos


Cuando tenía como nueve años me invitaron a una merienda de cumpleaños de una prima lejana un poco menor que yo. Fui contenta porque congeniábamos cuando nuestras madres se ponían de acuerdo para reunirnos a jugar. Pero la merienda era más grande de lo que pensaba, había como veinte niñas entre ocho y doce años entre primas, amigas del colegio e hijas de las amigas de sus papás. Nunca he sido el alma de la fiesta, todavía me cuesta entrar en confianza en fiestas y reuniones grandes. Para colmo ese día cayó un chaparrón, la merienda en lugar de realizarse en el jardín donde pude haber pasado desapercibida jugando con el perro de la familia o tomando frescolita tras un chaguaramo, se realizó en el salón de la casa donde traté de poner en práctica mis dotes de invisibilidad: calladita pero riéndome de las ocurrencias de las demás invitadas para no desentonar.
Y lo estaba consiguiendo, hasta que a una de las primas de mi prima, una niña chillona de ojos saltones un poco mayor que yo, se le ocurrió hacer algo que en mi familia significaba línea directa para invocar a una catástrofe: abrir un paraguas negro en medio del salón. 
Si tan solo hubiese sido un paraguas de otro color, quizás no me habría angustiado tanto, no habría significado invocar a la catástrofe sino a un repentino golpe de mala suerte, como fracturarse una pierna o algo así, pero ¿un paraguas negro? Todo el mundo sabe que abrir un paraguas negro bajo techo era llamar a la muerte, ¿o no? y si de algo estaba segura a los nueve años era que todavía no me quería morir. Así que dejando de lado mi timidez natural, casi al borde de la histeria, una mezcla de la niña del Exorcista con Audrey Rose, le grité a la joven Bette Davis: "¡Cierra ese paraguas! ¿Estás loca? ¡Estás llamando a la muerte!".
Ay con las enseñanzas de mi madre y de mi abuela.
Se hizo un breve silencio, a los pocos segundos casi todas las invitadas de la merienda, incluyendo mi prima lejana, tan cuchi hasta esa tarde, tomaron sus lindos paraguas de niñas, y los abrieron en el salón en una danza cual aquelarre mientras cantaban: "¡Que llueva, que llueva!".
La niña de los ojos saltones bailando con su paraguas negro como bruja mayor, era quien llevaba el ritmo a lo que antes se le conocía como caribeo y hoy llaman bullying: "Tan boba la niñita que le tiene miedo a los paraguas". 
Y yo llorando no tanto por ser víctima de una cayapa de paraguas abiertos, sino porque estaba segura que esa tarde de mediados de los años 70 esas niñas inconscientes estaban invocando una catástrofe mayor de la que de alguna forma todas seríamos víctimas. 
(Casi cincuenta años después pienso que quizás tenía razón).
Hasta que la mamá de la cumpleañera se dio cuenta del alboroto: "¿Qué está pasando aquí?", al verme ahogada en llanto, me tomó de la mano y me sacó del salón llamando a mi mamá para que me viniera a buscar, le dijo que no sabía bien lo que había pasado, pero la Piki estaba llorando. 
Cuando por fin mi mamá me vino a buscar, entre sollozos en el carro intenté explicarle: "Estaban abriendo paraguas dentro de la casa", ella entendió. 
No me las quiero dar de víctima, me considero afortunada porque ese fue el único caribeo fuerte que recuerdo en mi vida,
y para ser sincera esa lluviosa tarde se las puse bombita con semejante superstición.
Ya de adultas la prima y yo nos saludamos con mucho cariño cuando nos conseguimos por la vida, pero nuestras madres no volvieron a arreglar para que nos reuniéramos a jugar. 


                                                                               II

El recuerdo de la danza de los paraguas abiertos quedó guardado en una gaveta de mi memoria hasta otra lluviosa tarde décadas después cuando una amiga celebró su cumpleaños con una merienda a la que invitó a varias de sus amigas de diversos grupos, a algunas las conocía, a otras no, al final de la tarde ya todas éramos panas. O por lo menos eso pensé, tras cantar cumpleaños, me senté a comer torta y tequeños, conversando de todo y de nada (ya participo activamente en las conversaciones) cuando de repente la mujer que tenía al lado, no sé si la conocía de antes porque soy muy mala para las caras, se sintió en suficiente confianza como para preguntarme:
"Chica ¿Qué te pasó en la pierna?"
"¿En la pierna? ¿Nada? ¿Por qué preguntas?".
"Es que caminas raro, tengo toda la tarde viéndote pensando pobre, debió haber sufrido un accidente".
Camino como pato, qué le voy a hacer, con los pies para afuera, lo heredé de mi padre, lo heredó mi hija de mi, no será el andar más atractivo pero es una marca de fábrica que llevamos cómodamente, sin complejos, como un lunar de familia. Traté de explicarle a la entrometida que ese es mi tumbao, yo camino así.  La muy indiscreta siguió insistiendo como si hubiera estudiado medicina con postgrado en ortopedia. 
"No es un caminar normal, tu cojeas, es como si tuvieras una pierna más larga que la otra, ¿te las han medido?".
 El resto de la mesa comenzaba a sentirse incómoda ante la insistencia de la mujer por mi notable cojera. No tenían por qué preocuparse, ya no me ofendo tan fácil, ni lloro por tonterías, la muy impertinente debía tener unos tragos de más encima, opté por pararme de la mesa disculpándome porque tenía que ir para el baño, y me alejé caminando con la mayor dignidad posible sabiéndome el foco de atención de varios pares de ojos que estarían determinando el calibre de mi supuesta cojera. 
Menos mal que  esa lluviosa tarde a nadie le dio por abrir un paraguas en el salón de fiestas, que ya suficiente mal estamos en Venezuela, también agradecí no haber tomado más de una cerveza, ni haber ido con tacones altos porque la loca habría sido capaz de llamar a una ambulancia para que me hicieran una resonancia magnética.

 Yo habría llamado a mi mamá para que me viniera a buscar. 



miércoles, 26 de junio de 2019

Espíritu Presente


A pesar de compartir muchos amigos, Luis y yo nunca llegamos a confraternizar, no por nada, simplemente no se dio, él siempre era el alma de las fiestas y yo más bien una chica tímida. Por eso el día que perdió la vida en un accidente, sintiendo la desolación de tantos amigos en común, lamenté no haberlo conocido mejor. Siete años habían pasado desde aquel fatídico día, cuando pude agradecerle a mi suegra que entre Luis y yo, por fin, naciera una hermosa amistad.
Todo empezó en diciembre del 2003 cuando acompañé a la abuela de mis hijos a un abarrotado centro comercial. Pretendí devolverme antes de entrar por la claustrofóbica posibilidad de vagar horas por el estacionamiento antes de encontrar donde estacionar el carro, pero mi suegra me lo impidió asegurándome que tenía un método infalible para conseguir puesto. Y a esta señora a quien creía católica, apostólica y romana, se le salieron sus raíces de palera africana cuando empezó a invocar de la tierra de los muertos a un tal Eloy. La miraba horrorizada pensando: “¿en qué familia de locos he caído?”, cuando ante mi estupor un puesto se desocupó ante nosotras. 
Mi suegra me confió su secreto: “Pídele a un difunto que te consiga dónde estacionar el carro y a cambio le ofreces un Padre Nuestro”. 
¿Pero quién era Eloy, por qué él y no un muerto, no sé, más familiar? 
La buena mujer, con la paciencia y la sabiduría de un milenario alquimista, me reveló: “Porque en el hilo de plata que une el mundo de los vivos con el de los muertos existe un código de ética: estos favores hay que pagarlos. Los muertos de uno no valen porque siempre se les reza y se les recuerda, para favores mundanos, debemos invocar muertos ajenos”.
Este tipo de revelaciones metafísicas son difíciles de procesar por mentes científicas como la mía, así que no le hice mucho caso. Supercherías, pensé, cada familia tiene sus propias supersticiones. Hasta que tres meses después llevando a uno de mis niños en una emergencia al pediatra, ante la terrible congestión en el estacionamiento de la clínica, me acordé de la receta sobrenatural de mi suegra y no se me ocurrió a nadie mejor para invocar que a Luis, el pana de mis panas. 
¿Se acordaría de mí en el más allá ?
Nada perdía con tratar. 
No había terminado de invocarlo con mi desesperada petición, cuando de repente, como por obra de gracia, salió un carro frente a mis narices, o debería decir frente a mi parachoques.
Desde entonces cada vez que iba al Hospital de Clínicas en San Bernardino a llevar a los niños a la consulta del pediatra, invocaba a Luis, que resultó ser un santo milagrosísimo en eso de buscar puestos en el estacionamiento: siempre me los conseguía en el sótano uno cerca del ascensor. Al principio lo invocaba más por superstición que por fe, pero me aseguraba de cumplir con mi parte del trato y después de bajar a los niños y agarrarles bien la mano, entre el carro y el piso diez, donde quedaba el consultorio del pediatra, le rezaba por lo menos un Padre Nuestro y dos Ave Marías.
Hasta que un día no muy congestionado decidí que ya era suficiente, una mujer empírica, una intelectual que se respeta, no podía ser víctima de semejante superchería, así que me salté la formalidad de la invocación al muerto ajeno y de la obligada oración y cerré la puerta del carro, decidida a no seguirle pagando favores a Luis. No había terminado de dar la vuelta con mi muchacho a cuestas cuando se prendió la alarma del carro, y no hubo forma de callarla. Olvidé que Luis, aún en vida terrenal, era un espíritu burlón. Hizo falta un par de mecánicos para que la alarma callara.
Luis tardó en perdonarme, cuando iba para el Hospital de Clínicas, pasaba horas buscando puesto, y sólo lo encontraba, tras mucho dar vueltas, en el último sótano donde los ascensores tardan horas en llegar. Hasta que una mañana que el bebé amaneció con el pecho trancado, al borde de un ataque de asma, desesperada le supliqué: “Cónchale Luis, no seas rencoroso papá…” y a pesar de que delante de mí había una fila de carros buscando estacionar, de repente sonó el inconfundible sonido de una alarma de carro desactivada y un puesto se desocupó justo delante de esta mujer de poca fe.
Soy agradecida, por eso al nuevo pana Luis, además de un Padre Nuestro y dos Ave Marías, le dedico este anécdota en una nueva fecha del aniversario de haberse ido al ni tan más allá. 

Esta crónica es de hace como diez años, por eso hablo de estacionamientos abarrotados, al pana Luis ya no hay que invocarlo para ese favor tan particular porque hoy los estacionamientos en Caracas, ante semejante crisis económica, no se abarrotan ni en navidad. Al pana Luis lo sigo recordando con cariño, porque aunque lo conocí poco, lo recuerdo como a un gran evitador de intensidades. 

lunes, 17 de junio de 2019

Del día que Yonlí visitó las intensidades


Uno de los personajes más aborrecidos en la actual twitterzuela es el periodista norteamericano Jon Lee Anderson por la displicencia con la que twitea sobre el drama revolucionario que se vive en Venezuela. No se manifiesta con admiración y apoyo incondicional con el régimen de Nicolás Maduro, como el ex Pink Floyd Roger Waters (hoy  mejor conocido como Rogelio Aguas), a quien Maduro le mandara un cuatro (instrumento musical típico de Venezuela) firmado por él, como agradecimiento ante el respaldo del músico británico en la lucha revolucionaria del pueblo venezolano contra una posible intervención imperialista. 
Yonlí como se le llama en las redes creo que por invención del escritor Rodrigo Blanco Calderón, o por lo menos fue quien lo popularizó, podrá no simular fácilmente sus simpatías con los procesos de izquierda pero tampoco es bruto, por el contrario, es muy inteligente, el periodista norteamericano sabe que el régimen de Maduro es indefendible, sin embargo no pierde oportunidad para regocijarse de los tropezones de la oposición: en su reciente artículo en la revista The New Yorker el presidente encargado Juan Guaidó queda como un torpe muchachón, entrevistando Yonlí inclusive a su supuesto brujo de cabecera - a quien llama astrólogo- quien se refiere a Guaidó como la reencarnación del Cacique Guaicaipuro, imaginería ejemplar de la propia República Bananera. 

Una puntada más para la teoría que lo que sucede en Venezuela no es un tropezón de la izquierda en general sino el proceso histórico que por lo visto nos merecemos los venezolanos. 

Ayer Yonlí demostró hasta que punto puede llegar su inquina burlándose del caos que se vive en Venezuela cuando tras el apagón en el sur del continente americano que afectó durante horas a Argentina y Uruguay, twitteó: 

"So electrical blackouts are not exclusively evidence of the failure of socialism and Venezuelan “castrochavismo,” then?! 🤭".

 Tonto emoticón mediante, no quiso entrar en detalles Yonlí que el problema de energía en Venezuela no es una falla puntual, tiene años por falta de mantenimiento de las plantas hidroeléctricas, plantas como la represa del Guri que alguna vez fue el mayor orgullo tecnológico de Venezuela, y que hoy por la desidia e irresponsabilidad revolucionaria mantiene a oscuras y desconectados por días seguidos a gran parte de nuestro sufrido país. Problema que no parece tener pronta solución.

De hace unos meses para acá el periodista que escribe en medios tan prestigiosos como las revistas The New Yorker y Gatopardo, autor de la biografía del Che Guevara, célebre por sus perfiles de líderes latinoamericanos autoritarios como Chávez, Fidel y Pinochet, se encuentra en una poco digna batalla de dimes y diretes en twitterzuela: quien lo tagüeé con una crítica, corre el riesgo que le salga una agresiva y cínica respuesta de Yonlí en un no siempre perfecto español.
Cuando empecé a escribir en El Nacional de las primeras lecciones que aprendí fue que ante cualquier reacción negativa a lo que escribiera debía seguir aquello de "don´t explain, don't disdain, don't complain" ni explicarme, ni desdeñar, ni quejarme por las reacciones negativas de los lectores, lógica que he tratado de seguir, no siempre con éxito. 
Por eso en el 2010 tras escribir una Intensidad -crónica que no publiqué en El Nacional porque era demasiado larga para mi columna quincenal- titulada "A Jon Lee Anderson no le gustó mi franela" sobre cuando Anderson vino a Caracas a presentar su libro sobre el Che Guevara en Cultura Chacao, y me sentí incómoda por haber ido vestida con una franela de Che Groucho Marx, como se volvió una de las intensidades más leídas hasta entonces, cuando meses después hice un ranking de las Intensidades, recuento que no leyó ni mi mamá, cual no sería mi sorpresa al recibir una respuesta de alguien que se firmaba Jon Lee Anderson:

 " Tu "franela," Adriana? Tu eres la chica con la camiseta del Che? Pues, creo que te has mal-interpretado mi reaccion a tu atuendo, pero ni modo, veo que es mas bien mi presencia "gringa" "superficial" e "izquierdon" en Caracas que te molesto. Ni modo, supongo que ahora no me queda mas que pedir a Oliver y Noam para pedir entrada a su club, ya que no soy miemmombro oficial aunque lo dices tu. 
Superficialmente zurdo -- y (que horror!) anglosajon, Jon Lee
4 de febrero de 2011, 16:0

No lo podía creer, qué emoción, el célebre Jon Lee Anderson había pasado por mi taguara así fuera con su cinismo habitual para dárselas de gringo incomprendido, en ese momento sentí una mezcla de orgullo y vergüenza, ay qué pena, haber sabido que venía semejante visita habría barrido mejor la casa. Semanas después de recibido tan ilustre comentario, conversando con un periodista amigo del hoy mejor conocido en twitterzuela como Yonlí, al contarle que el autor de la biografía del Che había dejado un mensaje en Evitando Intensidades, me aseguró que ese no podía ser su pana Jon Lee, me vacilaron, él lo conocía bien, Anderson es una leyenda del periodismo mundial, un periodista serio que no iba a estar perdiendo su valioso tiempo contestando provocaciones en blogs.
Ocho años después que creí haber recibido la visita en las intensidades del legendario Jon Lee Anderson, después de bajarme de esa nube de pensar que pudiera ser él quien me dejara el mensajito, hoy me doy cuenta de que fue Yonlí, fue Yonlí.

jueves, 13 de junio de 2019

La sifrina devaluada

Pensando en un cortometraje que me podría producir Sifrizuela: La acción, o no acción, se desarrolla en un bien surtido supermercado del Este de Caracas, cualquier día de la semana, a cualquier hora del mes de la primera mitad de junio del año 2019, la protagonista es una mujer de edad indefinida, su apariencia de jeans de marca, franela de algodón y zapatos de goma de reciente data, la delatan como ciudadana de la república de Sifrizuela: Escena uno: la señora nerviosa hace la cola para pagar, pasó una temporada con familiares en el exterior y no sabe cuánto le va salir la compra pero ya le han advertido que la inflación es grande hasta pensando en términos de dólares . 
"La cola no es tan larga como hace unos meses" comenta en voz alta, nadie le contesta. Aprovecha para sacar un pote de mayonesa del carrito exclamando: "madre mía todo está carísimo", siguen sin contestarle, detalla mejor la compra para ver qué más saca porque: "no me va alcanzar". 
Sabe que está hablando sola, cada quien en la cola andará en un dilema similar, o peor.
Tras de ella en la cola para pagar tres albañiles en ropa de trabajo cubiertos de pintura y cal, empujan con el pie cada uno medio bulto de arroz, solo llevan eso. Conversan entre ellos, la señora les pregunta porqué llevan tanto arroz de esa marca tan extraña, esta vez sí le contestan: "el kilo está en cinco mil y dicen que la semana que viene llega en veinte". Cambio de expresión de la señora a un mejor me apuro, no me vaya a quedar sin arroz barato, le pide al albañil detrás de ella: "Señor, por favor, si se mueve la cola adelánteme el carrito que ya vengo". La señora corre a agarrar arroz, regresa con cuatro paquetes de "Fina Arroz El Consentido", los mete en el carrito, saca las galletas Chocochitas y las deja en el pasillo de las pastas, que hace poco si acaso se encontraba pasta de sémola y hoy se encuentra tal variedad de pastas como si el abasto se hubiese convertido en un bodegón italiano. Suspira con cierto gesto de culpabilidad la señora, no sabemos qué está pensando al dejar las Chocochitas entre cajas de rigatoni, imaginamos que será algo así como: "Se quedó sin merienda el chamo". Escena dos: Ante la cajera que pasa indiferente los artículos, la señora comprueba nerviosa cómo la cuenta en la caja registradora va subiendo y subiendo, deja de lado los ají dulces, de todas maneras están como aplastados. Decide no llevarse el café Flor de Patria que solo lo venden en la caja. Una vez pasados todos los artículos, en su mayoría frutas y verduras, además de los cuatro kilos de arroz, cuatro rollos de papel toilette y un pote de Mazeite: "porque ya no aguanto más el aceite chimbo, la comida no sabe igual" le comenta a la cajera como para excusar semejante frugalidad, y le advierte dándole la tarjeta de débito: "No sé si va a pasar". Como suele suceder por lo menos dos de cada tres veces que la cajera oye esa línea, en efecto la tarjeta no pasa. "Saldo insuficiente"- le devuelve la tarjeta la cajera. Música de suspenso, close up a la doña, tan bonita, con su franela Zadig Voltaire: "¿Y ahora qué hago?". Escena tres: en una pequeña oficina rodeada de chocolates Savoy de Nestlé, leche en polvo La Campiña extra calcio y aceite de oliva turco, la señora negocia en dólares la compra del supermercado, sacando un par de billetes de veinte que tenía en la cartera en caso de emergencia. De esos billetes que se guardan por si hay que hacer un encargo como comprar la medicina de la tensión de la mamá a un pariente que viaja a Bogotá. Realiza la transacción con la misma cara de dolor como si le estuvieran extirpando una muela, le advierte al comerciante: "Esta compra salió más cara que si hubiese ido al Winn Dixie en Miami" El comerciante le da cambio en dólares sin molestarse en contestar. Escena cuatro: La señora sale del mercado victoriosa con su escueta compra en cuatro bolsas de reciclaje, recordando cuando su compra de la semana llenaba casi dos carritos de mercado, alza la mirada hacía el cielo azul sin nubes: "¡Ay Dios a dónde iremos a parar?", sin esperar respuesta cierra los ojos para sentir la brisa fresca que hace que las hojas de los jabillos se muevan, se oyen las chicharras cantar. Cómo ama Caracas. Solo es cuestión de segundos, tampoco se puede apendejear porque la van a atracar. La señora desactiva la alarma del carro para guardar las bolsas mientras exclama al saberse la propia sifrina devaluada: "Si esta peladera para comprar le pasa a una, qué le queda a los demás". Fin. #vivirenCaracas

miércoles, 12 de junio de 2019

Un lugar seguro donde posar la cabeza


En dos sentadas leí Una librería en Berlín de Francoise Frenkel. Cuando compré este libro en 2017 en una librería TecniCiencias era de las pocas novedades que se encontraban en Venezuela, aunque eso de novedad era un decir porque el único libro que se conoce de Frenkel fue originalmente publicado en el año 1945. Sucedió como con La Suite Francesa de Irene Nemirovsky, durante décadas ambas novelas quedaron en el olvido hasta que visionarios editores contemporáneos decidieron rescatarlas, convirtiéndose en este siglo XXI en bestsellers instantáneos al ser testimonios literarios in situ de los horrores de la invasión nazi en Francia.
En el caso de Una Librería en Berlín, más que sobre el desmadre nazi es sobre el comportamiento de un pueblo en momentos difíciles: la nobleza de muchos franceses ante la mezquindad nazi frente a la persecución a los judíos, y la ignorancia y complicidad de tantos otros -según la misma autora muchas buenas personas- que se dejaron llevar por la propaganda antisemita.
Titulado en francés: "Rien où poser sa tête" traducido al inglés como "No place to lay one's head", al italiano "Niente cu sui posare el capo", y al alemán: "Nichts, um sein Haupt zu betten" no entiendo porqué demonios en español la titularon "Una librería en Berlín", título engañoso que relaciona este testimonio de supervivencia con esa especie de subgénero un tanto cursilón que se alimenta del amor por los libros, tema que abarca solo el primer capítulo en el que la narradora, entonces una joven bibliófila polaca dándose cuenta que en el Berlín entre guerras está desierto el nicho para ofrecer literatura francesa, funda junto con su marido en el año 1921 La Maison du Livre, librería en la cual a pesar de su éxito inicial y que llegara a recibir en ella a los grandes escritores de la época, tiene más bajos que altos. Agravándose la precaria situación de La Maison du Livre tras el surgimiento del nazismo a mediados de los años 30, cuando se va cerrando en Berlín cualquier espacio para el intercambio de ideas que puedan contradecir el ideal nazi, más si los dueños de la librería son de origen judío (incluyendo al marido de Frenkel, Simon Rachesnstein, quien no es mencionado en el libro, quizás muy duro para la escritora enfrentar su memoria, se sabe que fue detenido en una redada en París y habría de morir en Auschwitz en 1942).
A partir del segundo capítulo comienza la verdadera historia de esta librera, pasando los cincuenta años, cuando en julio del año 1939 logra cruzar la frontera francesa en el último tren en el que se habría podido montar en su condición de judía, días antes de la declaración de la guerra entre Alemania y Francia. Frenkel vive en París unos meses antes de verse nuevamente obligada a huir al sur frente a una inminente invasión alemana. Imposibilitada de cruzar la frontera a un lugar más seguro como Suiza, donde vivía su madre, o España; Frenkel habría de pasar los próximos cuatro años de su vida separada de su familia, sin encontrar un lugar donde pudiera posar tranquila su cabeza, huyendo a través de Francia de la ocupación nazi y del colaboracionismo de aquellos que por ignorancia o por conveniencia se prestaron a la persecución antisemita, pero también ayudada por valientes ciudadanos franceses que poniendo en riesgo sus vidas, no la dejaron sola a su suerte.

Una librería en Berlín no es sobre una librería en Berlín, es sobre la resiliencia de vivir en un estado excepcional, bajo la sombra de la maldad, sin certezas, sin mucha fe en salir de esta, tratando cuando se puede en llevar una vida medianamente normal, sin perder el derecho a reír, disfrutando las pocas veces que se podía del placer de una buena comida, así fuera un huevo conseguido a alto precio en el mercado negro, también admitiendo que se tiene el derecho a caer en la desesperanza, pero no por eso claudicar hasta lograr la ansiada libertad.

II

Hoy en el abasto se me acercó una señora de edad indefinida con cierta timidez, pensé que me iba a martillar, sobre todo cuando me dijo "me da mucha pena...", después me sentí hasta mal, qué mal pensada soy, qué de lo último, la señora lo quería era saber si yo era la escritora de...  
No la dejé terminar entre ruborizada y orgullosa, le dije que si con la cabeza, sintiéndome inflada qué maravilla que por mi escueta obra me reconozcan en el abasto. Después me di cuenta que no me había dicho el nombre de la obra, presumiendo que se referiría a Margot en dos tiempos, le permití que terminara la pregunta:
-¿La escritora de...?
-La autora de Te pienso en el puerto.
-No, esa novela no es mía, es de Elisa Arraiz Lucca.
-¿Y tu qué has escrito?
Fue humillante comenzar a barajar alternativas desde el libro de mi abuela, hasta mi única novela publicada, alguna antología, las columnas en El Nacional, no quise hablar de las intensidades porque ya era como demasiado humillante, tan abandonadas que las he tenido este año.
La señora muy amable me dijo que iba a buscar mis libros, le dije que ya no se encuentran en las librerías de Caracas, quizás en El Buscón, y que todavía no las he montado en la web. Se encogió de hombros, se despidió y se fue a hacer la cola de la charcutería mientras esta escritora devaluada se quedaba en el pasillo de las cervezas con el sabor que le debe quedar a Natalie Portman cuando le preguntan si es Keira Knightley.

(Este cuento es de Facebook, lo rescato antes de que se pierda) 

viernes, 1 de febrero de 2019

Lecturas 2018



En enero 2018 intenté emular al escritor británico Nick Horsnby y escribir una columna mensual de "Stuff I been Reading". Por la cantidad de entradas recibidas con respecto a otras intensidades llegué a la misma conclusión del autor de Alta Fidelidad y Juliet, Naked: no vale el esfuerzo. Decidí regresar al recuento del año como una bitácora personal. Lista que no va de arriba para abajo ni de abajo para arriba, sino al azar de la memoria, y en la que tampoco están todas las que son ni son todas las que están:


1)- La Flor Púrpura de Chimamanda (2003) Ngozi Adichie: la primera novela de la escritora nigeriana, hoy entre mis narradoras preferidas, trata sobre la familia de un admirado periodista luchador por la libertad en su tierra, que en casa se maneja con distintos estándares de justicia. De la misma autora leído en 2018 también disfruté Algo alrededor de tu cuello (2009),  su primera colección de cuentos con los mismos temas que trata en sus novelas: la inmigración a los Estados Unidos donde siente por primera vez lo que significa el racismo, la vida en un país africano en constante convulsión, si irse o si quedarse, relaciones de pareja y de familia.

2)- Manual para mujeres de limpieza de Lucía Berlin: En 2015 la editorial Picador rescató en esta colección una serie de relatos de una escritora norteamericana que fue respetada por su prosa pero poco conocida en vida, Lucía Berlín, quien falleciera en 2004 el día de su 68 cumpleaños. Su vida  parece haber quedado plasmada en sus cuentos que van de hija de diplomático, a joven madre y esposa, dos veces divorciada, a mujer de limpieza, alcohólica, hasta terminar el fin de sus días como profesora de escritura creativa en la Universidad de Colorado.

3)- Lincoln en el Bardo de George Saunders (2017):  "Este cementerio, no es cualquiera cosa", como canta Mecano, el presidente Lincoln pena por la muerte de su pequeño hijo, un heterogéneo coro de voces lo acompaña desde la ultratumba. Recomiendo leerlo impreso porque la forma se pierde bastante en digital. Fue la novela más bonita leída en 2018.

4)- La casa de los ángeles rotos de Luis Alberto Urrea (2018)- No se engañen porque el título lo escribí en español y el nombre del autor suena latino, esta novela escrita en inglés con toques de spanglish, trata sobre una familia de origen mejicano emigrante de segunda generación en los Estados Unidos, historia que comienza cuando el patriarca, sabiendo que tiene los días contados, reúne a la familia para celebrar su último cumpleaños.

5) Goodbye, vitamin de Rachel Kong (2017): Ruth, en un momento que siente que su vida y su carrera han quedado estancadas, se muda por un año con su familia tras su padre haber sido diagnosticado con principios de Alzheimer. Escrito más con humor que con sentimentalismo, para quienes pasamos por esta triste enfermedad en nuestras familias, pellizca el alma.

6) El último encuentro de Sandor Márai (1942): Con varios años reposando en mi biblioteca, por fin le tocó el turno a esta hermosa novela sobre dos viejos amigos que se encuentran tras décadas sin verse, para ajustar cuentas.

7) An American Marriage de Tayari Jones (2018): presente en la mayoría de las listas de mejores libros publicados en 2018, esta novela trata sobre lo que parecía ser un matrimonio que empezaba como tantos otros, lleno de esperanzas y alguna que otra desavenencia, antes de que... mejor entrar a este matrimonio americano sin saber mucho de qué va.

8) The namesake de Jhumpa Lahiri (2003) traducido al español como El buen nombre: los Ganguli, familia hindú que busca asimilarse al American Dream sin desprenderse de sus raíces, al llamar a su primer vástago Gogol, no imaginan las consecuencias de no haber sabido escoger para su hijo "un buen nombre".

9) Tiempo de Tormentas de Boris Izaguirre (2018): disfruté mucho la más reciente novela de mi  amigo de juventud, un lindo homenaje a sus padres por la incondicional manera como lo criaron, al mismo tiempo que narra a una Venezuela desde los viva la pepa años 80, hasta el martirio revolucionario.

10)-  La mujer del pelo rojo de Orham Pamuk (2018): las tres primeras partes de esta típica obsesión  romántica de Pamuk me gustaron tanto como casi todo lo que he leído del Nobel turco, al final se me desinfló como un globo, pero esas tres primeras partes bien valen que la mujer del pelo rojo esté en mi lista de lecturas favoritas de 2018.

11)- Objetos no declarados (2014) de Héctor Torres: Si de aquí a cien años alguien quiere saber cuán salvaje era la Caracas en tiempos revolucionarios, las crónicas de Héctor Torres son los libros que hay que mostrar no vaya a ser que futuras generaciones de venezolanos les vuelva a dar por romantizar revoluciones.

12)-Nothing to envy: living in North Korea de Barbara Denmick (2009): la periodista norteamericana se adentra en las vidas de varios ciudadanos de un país dominado por una férrea dictadura donde el hambre ha matado a una quinta parte de la población. Lo que más aterra es que diez años después de escrito este reportaje, pareciera que la situación en Corea del Norte no es en mucho en lo que ha cambiado.

13)- La muerte del padre de Karl Ove Kausgard (2009): primero de una serie de nueve tomos autobiográficos sobre la vida del escritor noruego, serie controversialmente titulada: Mi Lucha; Kausgard disecciona en cada tomo diversas etapas de su vida, en el primer tomo como es fácil adivinar por el título, su relación con su padre, convirtiéndonos a los lectores en desvergonzados voyeurs de sus intimidades, pero está tan bien escrita, que ninguna vergüenza nos da.

14) The Witch Elm de Tana French (2018): la escritora irlandesa mejor conocida por la serie de novelas sobre una brigada de detectives en Dublin, la descubro por esta novela de misterio que nada tiene que ver con la popular brigada sino con un afortunado hombre de 28 años, que en las primeras páginas se da cuenta con horror que la suerte como que se le agotó, dando paso a una historia que bien podría ser parte de la serie de los Cinco de Enid Blyton, pero para adultos.

15)- Eligible de Curtis Sittenfield (2016): fue la mejor lectura de playa en un año en el que solo fui una vez a la playa, divertida versión contemporánea de Orgullo y Prejuicio de Jane Austen donde Mister Darcy es doctor Darcy, las dos hermanas mayores Bennet son mujeres independientes viviendo en Nueva York acercándose a los cuarenta años, que tienen que regresar al hogar de la familia en Cincinatti, Ohio, para arreglar los entuertos de sus padres y alocadas hermanitas.

16) - The Stand de Stephen King(1978): es el libro de "aunque usted no lo crea ahora es que lo vengo a leer" más de mil páginas en su segunda versión son un verdadero compromiso lector, una vez dentro del Apocalipsis según King, es difícil soltar el denso libraco. King, como diría mi hija Isabel, se ha vuelto la vieja confiable, un escritor prolífico al que siempre regresamos, este año también leí su recién publicada novela The Outsider (2018), sobre un pilar de la comunidad acusado de asesinar tras torturar y sodomizar a un niño de trece años, novela que casi es buena pero el martirio del pequeño es narrado una y otra vez, un sadismo excesivo hasta para los usuales estándares mata niños de la narrativa de King.

17) El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez (1986) y Los Cuadernos del Destierro (1960) de Rafael Cadenas fueron mis relecturas del 2018. En el caso de la obra del Nobel Colombiano me gustó más esta segunda lectura que la primera vez que la leí cuando tenía poco más de veinte años, aunque no pudo evitar chocarme en la era de #metoo leer la babosa relación erótica del ya septuagenario galán con una niña de quince años. En el caso del pequeño gran libro de Cadenas, es la enésima vez que leo el canto de quien naciera en un pueblo de grandes comedores de serpientes, y me sigue gustando igual.

18) Ordesa (2018) de Manuel Vilas: para muchos entendidos en España  "el libro del año", algunos de mis panas venezolanos les pareció sobrevalorado, a mi me gustó esta especie de biografía novelada que al igual que La Muerte del Padre de Kausgard, trata sobre llegar a la mediana edad sin mucho que mostrar y enfrentarse con el final del camino de nuestros padres, y la búsqueda de establecer empatía con los hijos.

19) Robert Altman de Mitchell Zuckoff (2009) y High Noon de Glenn Frankel (2017) un coro polifónico de familiares, amigos y colegas narran la vida y método de uno de los directores norteamericanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX; y la historia de la censura McCarthista que marcó la filmación y post producción de uno de los mejores westerns de la historia: High Noon; fueron los dos mejores libros de cine leídos este año. 

20) Cosas que los nietos deberían saber de Mark Oliver Everett (2009) y Life de Keith Richards (2010) otro de mis placeres culposos en cuanto a hábitos lectores se trata: leer memorias de estrellas de rocanrol. Más interesante en forma y contenido son las memorias del líder de la banda Eels que las del admirado guitarrista de los Rolling Stones.

21) Calypso de David Sedaris (2018) y Cosas raras que se oyen en las librerías de Jen Campbell (2012), que el humor siempre se agradece. El ars del norteamericano Sedaris, al igual que Karl Ove Kausgard, es narrar sus intimidades, se diferencian en que Sedaris escribe ensayos divertidos y el noruego novelas intensas. Aunque en Calypso Sedaris incluye su ensayo más triste donde narra el suicidio de una de sus hermanas.  En cuanto al libro de Campbell son una serie de viñetas ilustradas sobre lo que los libreros tienen que aguantar, como por ejemplo el cliente que entra a la librería preguntando: "¿Qué otros libros tienen de la autora de El Diario de Anna Frank?". 

22) Nora Webster de Colm Toibin (2014) , Eleanor Oliphant está perfectamente de Gail Honeyman (2017) y Mrs Fletcher de Tom Perrota(2017); tres novelas con nombre de mujer, las protagonistas son mujeres ya pasando la mediana edad que no andan esperando que venga un príncipe azul a salvarlas. Toíbín y Perrota, el primero irlandés y el segundo norteamericano, son autores que he leído varios de sus libros; a Honeyman no la conocía, sin embargo la peculiar Eleanor es el personaje que más me gustó de las tres novelas mencionadas, lástima que lo leí en español porque sentí que es una de esas novelas que pierden mucho en la traducción.

23) La muerte del Comendador de Haruki Murakami (2018) fue la mejor novela inconclusa leída en 2018, no la terminé porque al ser tan larga de casi mil páginas, la versión en español la publican en dos partes, la segunda parte saldrá en 2019. Ya veremos si esta historia sobre la obsesión de un retratista por un cuadro que encontrara abandonado en el desván de un artista, cumple con las expectativas de las primeras cuatrocientas páginas, o si pasa como con La Mujer del pelo rojo de Pamuk, y al final se desinfla.

 Para saberlo habrá que esperar al recuento de enero 2020.