En la segunda mitad del 2007 la página web Relectura convocó a un concurso de reseñas literarias, y aunque nunca gano nada, por no dejar, mandé un par de ellas, que por supuesto, no vieron luz.
Meses después de escritas, las leo sin ruborizarme y las recasto para Evitando Intensidades.
TOKIO BLUES
Dicen que los escritores caraqueños no viajan bien. Que son demasiado referenciales. Que tantos Catia, Sabana Grande, atardeceres en El Ávila, le importan un cuerno a los lectores del resto del mundo. No se mide con la misma vara a los autores norteamericanos: Paul Auster, por ejemplo, dedicó un capítulo de su primera novela a describir el breve recorrido de un detective por el west side de Nueva York. 22 años después, Ciudad de Cristal es referente de la novela policial, y Auster es considerado uno de los grandes escritores contemporáneos, no sólo por sus juegos con el azar, sino también por el pulso que tiene para narrar los latidos de su ciudad.

Claro, Nueva York es Nueva York, la metrópolis por excelencia, el hogar de Supermán: ¿quién no conoce sus avenidas, la diferencia entre sus barrios, el malhumor de su gente, y hasta el ambiente que se respira, aunque jamás haya puesto sus pies en ella?
¿Se podría decir lo mismo de Tokio? ¿Cuántos occidentales podrían nombrar aunque fuera una de sus calles? ¿De imaginársela más allá de sus luces de neón? Afortunadamente, los editores de Haruki Murakami no dudaron que su novela Norwegian Woods(1987) – como la canción de los Beatles, punto de partida de la historia- sería capaz de traspasar las fronteras niponas. Los editores no temieron que tantas referencias a la urbe asiática de fines de los años 60 hacía de Norwegian Woods una novela localista poco digna de ser traducida. Qué importaba que el autor japonés le dedicara páginas y páginas a las andanzas del joven Toru Watanabe por la calles de Tokio; que el estudiante de Teatro se apeara en la estación Yotsuya o en la de Otzuka; que diera largas caminatas con alguna atormentada chica por el barrio bohemio Ochanomizu, por el divertido Kabukicho o por el obrero Toshima; que compraran sake en máquinas dispensadoras, comieran sawara macerada, nimono o misoshiru, que se detuvieran en algún Soba-Ya, antes de que la infeliz chica desapareciera y el solitario Watanabe se volviera a aislar en su cuarto de la residencia estudiantil oyendo a Bob Dylan y leyendo El gran Gatsby de Scott Fitzgerald.
Al otro lado del mundo, digamos, en Venezuela, un lector ayudado por las notas a pie de página, gracias a Norgewian Woods, puede vivir en la Caracas del año 2007 los ecos del Mayo Francés en el Tokio de 1968. Titulada en castellano Tokio Blues (Andanzas 2005), el mayor reto para un lector venezolano de sangre caliente, espíritu rumbero, igualado, parejero y desenrollado, podría ser sentir empatía por el temperamento melancólico, distante y en extremo respetuoso de los personajes de la novela de Murakami.
Pero al igual que toda ciudad tiene sus zonas acomodadas, bohemias, obreras, comerciales; también tiene aquellos seres marginados incapaces de sentirse a gusto en su entorno. Abrir una rendija para que otros se asomen y sean testigos de esos inconformes universos, bien sea en Caracas, Tokio o Nueva York, es uno de las principales dones de un gran escritor.

PATRIMONIO
¿Son los escritores unos animales depredadores? Seres sin escrúpulos que alimentan su arte de la carroña, de la desgracia, de momentos de debilidad humana, del dolor, de la fragilidad, del fin…
Philip Roth no es tan duro a la hora de adjetivar el hacer literatura, aunque admite ejercer un oficio al que le falta decoro, y qué mayor falta de decoro, como lo confiesa el mismo escritor en la página final de “Patrimonio -una historia verdadera-”(1991), que escribir sobre la agonía de su anciano padre, al mismo tiempo que su anciano padre agoniza.
Patrimonio es el recuento del último año de vida de Herman Roth, viudo norteamericano de 86 años que a pesar de haber tenido una existencia larga y plena, y de que sus facultades físicas y mentales están a punto de colapsar a causa de un tumor cerebral, no se siente preparado para morir.
¿Acaso lo llegamos a estar?
Su hijo, el prestigioso escritor Philip Roth, saliendo de una crisis depresiva a los 54 años, tampoco está preparado para ver morir a su padre. Pero como buen hijo, lo acompaña en el trayecto final de su vida llevándolo a visitas médicas, diagnósticos, exámenes, biopsias, tomando difíciles decisiones y ocupándose de sus tratamientos, además de compartir sus temores, sus recuerdos, sus rabietas, sus debilidades, su sabiduría.
La larga e imperfecta existencia de Herman, su hijo -como buen depredador- la resume en estas conmovedoras memorias que se empiezan a gestar en el ocaso del antiguo agente de seguros de Newark, New Jersey, y que descubren al lector como el patrimonio que dejará el viejo Roth al ya no tan joven Philip, aunque el escritor en un momento de desesperación –o de desesperanza- asegure que el único patrimonio que le deja su padre es la mierda.
Al llegar al fin de esta historia de vida que se lee como una novela, nos damos cuenta de que el patrimonio de Herman Roth dista de ser su mierda desparramada en las paredes de un baño, por el contrario, es haber llevado una vida digna y resistirse a que esta dignidad desaparezca en sus últimos días. El patrimonio Roth sobrevive como símbolo imperecedero hasta en el más insignificante de los objetos: un cuenco para poner la brocha de afeitar que pasa como legado masculino de generación en generación; y sobre todo, en la persistencia de su tradición judía, que ni la falta de fe logra erradicar.
El patrimonio que recibe Philip de Herman es la historia de una familia que no morirá mientras quede un padre que se la recuerde a su hijo, especialmente si este hijo es un escritor “sin decoro” que terminará publicándola para que otros hijos y otros padres puedan verse reflejados en sus páginas.
Este Patrimonio es una sencilla historia de amor filial, que en el caso de Philip Roth a quien le tocó la suerte de tener un buen padre, es el tipo de amor afortunado que ni la muerte podrá contra él.