Por supuesto que pedí cambio, solía ser una opción en la Escuela de Arte, era obvio que Méndez lo hizo. En la mayoría de las materias se lograba el cambio con un sencillo trámite burocrático: presentar en Secretaría de Humanidades una carta firmada del profesor a cuya clase queríamos pertenecer. Así que le monté una cacería a Balza hasta que por fin logré hablar con él, rogándole que me diera un par de minutos de su valioso tiempo, siempre estaba apurado, como corriendo. Al tenerlo ante mí, tras un “rapidito que tengo clases al otro lado de la universidad”, usé todas mis armas adolescentes: flirteé, exageré, lloré, dramaticé, jalé bolas, sólo me faltó ofrecerle un soborno… todo fue inútil, el profesor fue inclemente, el cupo estaba lleno, no podía aceptar ni un estudiante más, con sus alumnos de la Escuela de Letras no se daba abasto.
Le saqué a Méndez, “porqué Méndez sí y Villanueva no”, la verdad es que no recuerdo si es que Méndez se me adelantó a la hora de pedir cambio o si era un asunto limítrofe, la mitad del grupo de 100 estudiantes podría darse en la M pero jamás se daría en la V.
Al profesor Balza no le importó que yo le asegurara casi que abrazándole las rodillas que la profesora la tenía agarrada conmigo desde bachillerato. Insistió, a pesar de mis lágrimas desgarradoras, que ni un alumno más, estaba decidido, sin excepciones. Quizás sabía que si no era inflexible en esa regla, el salón de su colega se vaciaría en cuestión de minutos y a él no le alcanzaría el tiempo para corregir tantos trabajos y además escribir sus libros.
A estas alturas se estarán preguntando, si, pobrecita la bachiller Villanueva, por un caprichoso orden alfabético se tuvo que calar a su abominable profesora dos semestres más, pero qué tiene esta travesura del destino, este karma estudiantil, que ver con un tema tan serio a tratar en este foro como definir si las mujeres escritoras somos o no somos una Literatura de Género.
Adelantemos el reloj de esos hoy vilipendiados años 80, casi 20 años, no recuerdo si 1999 o 2000. Entonces yo era lo que Bryce Echenique describe “una escritora sin obra”, me sentía escritora, pero no había escrito nada, pero ya lo haría, en ese momento acababa de tener o estaría por nacer mi tercer hijo y comenzaba a aficionarme al mundo de Internet y a la maravilla de escribir en computadora. Seguía siendo una ávida y ecléctica lectora, y entre mis lecturas se encontraba la prensa, el Papel Literario de El Nacional, y dentro de Papel Literario, la columna del mismo profesor de mis despechos: José Balza, aquella montaña académica que no pude conquistar.
La verdad es que no me cuento entre el club de fans de José Balza, quizás por mi despecho universitario, o sencillamente porque no es mi estilo de escritor, sin embargo, la mayoría de sus columnas literarias las leía, y aquella mañana sabatina, leí con estupor como el maestro que no pudo ser se refería a “las mujercitas escritoras” en una columna en contra de autoras como Isabel Allende, Marcela Serrano y Ángeles Mastretta, escritoras latinoamericanas que tienen enorme éxito de ventas con una supuesta fórmula de narrar historias que apelan a cierta sensibilidad femenina.
Balza sentaba distancia, no lo fueran a creer misógino, no todas las escritoras eran mujercitas escritoras, Virginia Woolf, Victoria D'Estéfano y no recuerdo cuales otras mencionaba, merecían ser llamadas “escritoras”, aquellas mujeres que lograron entrar al panteón de la palabra.
No pretendo ser apologista de las novelas de Allende, Serrano o Mastretta, sin duda Balza tiene un criterio literario más elevado que el de millones de lectores que compran los libros de estas tres escritoras. Tampoco pienso caer en una discusión sobre los méritos que debe tener una obra para ser considerada literatura y si algún libro de ventas millonarias puede llegar a serlo, lo que me molestó, lo que me atragantó el café esa mañana de hace 10 años o más, fue el término utilizado contra las populares escritoras: “mujercitas”.
Me costaba entender cómo uno de nuestros grandes intelectuales, aquel profesor venerado en la Escuela de Artes por quien casi me decreto en huelga de hambre encadenada en la puerta de su salón para que me aceptara como alumna, denigrara el ejercicio de una escritora con ese argumento: “Mujercitas” así de despectivo.
Estaba en su derecho el profesor Balza de desestimar el estilo que veía mercenario de este trío de narradoras, lo que no tenía derecho era de denigrarlas a ellas y a sus lectoras en su condición de mujeres. Acaso a la hora de reseñar cualquier libro de dudosa calidad literaria pero implacable existo editorial, cualquier best seller firmado por un hombre, habría tildado a su autor como “hombrecito escritor”, eso sería impensable. Es que la frase Literatura Masculina, al contrario de Literatura Femenina, no existe, o por lo menos yo nunca me la he topado (Gisela Kozak dice que Luis Barrera Linares la usa). Los escritores que se regodean en plomo-culos y tetas, para hablar de un estereotipo de lo masculino, podrían ser catalogados quizás de malos escritores, o escritores mercenarios, pero jamás de hombrecitos escritores. En cambio una escritora que quizás se regodea en el romance facilón, para hablar del romance como estereotipo de lo femenino, debía calarse a la hora de ser juzgada su prosa un “mujercita”.
Hoy ya puedo hablar no como mujer ofendida sino como escritora, tengo casi diez años escribiendo en El Nacional y otros medios, un par de libros publicados, y otro par de libros en computadora. Y aquí estamos, discutiendo en la Universidad Metropolitana si las mujeres escritoras somos un género como decir la literatura Fantástica o Ciencia Ficción o las novelas de Detectives. Por supuesto que no me gusta sentirlo así, me parece más que injusto, retrógrado, que a estas alturas de la historia se hable de Literatura, al referirse a la buena narrativa de un escritor del sexo masculino, y a menudo se anteponga la muletilla Literatura Femenina, cuando se trata de la obra de una escritora, como si de verdad fuéramos un género aparte.
Quisiera creer que los escritores no se clasifican por sexo, sino en escritores buenos, regulares o malos; en escritores que nos gustan y en aquellos que no nos llaman la atención; en escritores que releemos y en aquellos que damos por leídos; como suele suceder en el universo literario masculino. Pero la realidad es otra, o por lo menos la práctica, tanto es así que en un ámbito universitario estamos discutiendo si las mujeres escritoras somos un género. Imagínense este foro con el título: "¿hombres escritores o literatura de género?" Sería impensable. Y henos aquí a Gisela Kozak, a Krina Ber y a Adriana Villanueva discutiendo sobre el tema.

Ese karma de género no lo siento en el mundo literario anglosajón, en dos libros sobre el ejercicio de escribir: Plotting and writing suspense fiction de Patricia Highsmith y The faith of a writer de Joyce Carol Oates, el detalle de ser mujeres escritoras no ocupa ni una línea. Pero sí parece ser tema frecuente en las letras hispanas: recientemente leí un par de entrevistas a exitosas autoras españolas (no las nombro porque cuando las leí no sabía que escribiría sobre este tema y no quiero citarlas mal) el hecho de ser mujeres salió en ambas ocasiones, la primera escritora comentaba que todavía a estas alturas se encuentra con hombres que dicen que no leen libros escritos por mujeres, punto. Tienen el prejuicio que las mujeres somos incapaces de escribir un buen libro. Otra escritora recientemente premiada decía que las mujeres escritoras, al igual que cualquier hombre escritor, escribíamos sobre temas que conocíamos o nos interesaban, quizás cuando Jane Austen escribía los intereses de las mujeres se basaban en conseguir un buen marido, pero en este siglo XXI los intereses femeninos y masculinos ya no están delimitados: hoy las mujeres son profesionales y las labores del hogar se comparten.

Claro, hay cierta Literatura, digamos que femenina, que se podía considerar como un género, esa que los genios del marketing anglosajón promocionan como Chick Lit que empezó con Bridget Jones de Helen Fielding en los años 90, una fórmula para un público específico que quiere leer novelas urbanas con toques de glamour y alusiones de la moda a lo revista Vogue, escritas con mucho sentido de humor donde las protagonistas son profesionales que al final logran éxito en el amor y en el trabajo. Excelente material para ser llevado al cine comercial protagonizada por Amy Adams o Renée Zellweger. Pero este género dista de abarcar la imaginería de la literatura reciente escrita por mujeres en los Estados Unidos e Inglaterra que van desde el niño mago de J.K. Rowlings, novelas de misterio a lo Patricia Cornwell, hasta autoras de la categorías de Zadie Smith.
El género asumido con orgullo por sus autoras del Chick Lit es posterior a la obra de las “mujercitas escritoras” a las que se refería Balza al referirse a tres populares escritoras hispanoamericanas, pero no creo que ni Allende, ni Serrano, ni Mastretta se sienten orgullosas antecesoras del movimiento de Literatura para Chicas, como yo me negaría a sentirme parte de su versión criolla aunque mi primera novela, El móvil del delito, sea narrada por “La chica plástica”.
¿Escribo desde mi perspectiva femenina? Sin duda que sí, como también lo hago desde mi perspectiva social y cultural, y mi particular espectro de intereses y pasiones. Cualquier escritor hombre o mujer lo hace según el suyo. Encuentro paralelos en lo que escribo con digamos, Gisela Kozac, las debo tener porque somos de la misma generación, del mismo entorno cultural, de la misma ciudad, pero la razón de que ambas seamos mujeres no nos acerca más como narradoras que a otros autores contemporáneos, nacidos en esta ciudad en la misma década de los 60, con quienes a veces encontramos paralelismos y otras, profundas diferencias.
Entonces qué nos une a Gisela, a Krina, a María Ángeles Octavio, a Milagros Socorro, a Silda Cordoliani, a Sonia Chocrón, a Gisela Capellin; a otras escritoras venezolanas que nos anteceden porque tienen más tiempo publicando como Victoria D’Estéfano, Ana Teresa Torres, Elisa Lerner, Antonieta Madrid, Michelle Ascencio; y si nos vamos más atrás, a Antonia Palacios y a la mismísima Teresa de La Parra.
¿Qué nos une? Que por lo visto debemos justificarnos en nuestra condición de mujeres, que nos movemos en un universo, el de narrar historias, que parecía destinado a los hombres. Lean cualquier entrevista a una escritora famosa, por lo menos hispanoamericana, y el asunto de la feminidad saldrá al tapete.
¿Acaso eso pasa con los escritores, tienen que contestar desde su punto de vista de hombres que escriben, o tan sólo de escritores?
Por eso hoy que el profesor y también escritor, Karl Krispin, tiene la gentileza de invitarnos a hablar sobre el tema recuerdo aquella profesora que me calificaba bajo, aquel karma que me persiguió hasta mis años universitarios. ¿Se acordará de mí?
Quizás habrá leído alguno de mis artículos en El Nacional, o se habrá tropezado con alguno de mis libros en alguna librería, y me habrá asociado con aquella alumna flaca y despeinaba que pensaba que se las sabía todas y no se sabía ninguna. Quizás no pasa del primer párrafo de mis textos, y exclamará: "¡a los niveles que ha llegado la literatura nacional!" Pero sin duda la prefiero a ella que me estará juzgando según su criterio de lo que debe o no debe ser un buen escritor, que al profesor que no pudo ser, a José Balza, quien no tiene porqué acordarse de mí, y me imagino que si se enfrenta con aquello que he escrito su criterio puede ser uno de dos: o “he aquí una escritora” o “¡no, otra mujercita escritora no!”.
