Bananas

Experiencia similar viví en agosto en Miami cuando le di cuatro veces la vuelta a Sunset Place buscando Mega Virgin Store, la tienda de mis sueños porque ahí se concentraba un universo de música, cine y libros. Quebró. Por lo menos la de Miami. La que sí cerró definitivamente fue la cadena Tower Records, una institución musical desde San Francisco hasta Nueva York. Sus dueños dicen que el negocio dejó de ser negocio cuando los discos pasaron de vinyl a CD. Y ahora con la facilidad para bajar música por Internet, ni se diga.
El problema parece ser global, en 2005 los melómanos madrileños lloraron el fin de Madrid Rock. Los titulares de la prensa española responsabilizaron a la piratería y a Internet de la bancarrota del que había sido un templo roquero durante 24 años. Ya en 2005 se bajaban de Internet más de 200 millones de canciones ilegales al año.
El que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Especialmente en esta Caracas en la que los cidiceros se han convertido en un gremio más poderoso y popular que los cocaleros de Bolivia. Si los tocan, cae el gobierno. ¿Quién no ha comprado una película, un CD de música, un programa pirata en el centro de Caracas, los bulevares, las gasolineras, el tráfico, la salida de los conciertos, las entradas a los restaurantes o los pasillos de las universidades? ¿Cómo evitar caer en la tentación de que por apenas 4.000 bolívares, toda la familia pueda disfrutar una película de estreno en la seguridad de su hogar? ¿O conseguir por una centésima de su valor el Microsoft Windows Home Edition antes que pagarlo a 200 dólares que harían aún más rico al multimillonario Bill Gates? ¿Cómo rechazar la colección entera de los Beatles en un quemadito si después de todo parte de los derechos de autor le entrarían a Michael Jackson que compró el catálogo de las primeras canciones? ¿Cómo negarse a esos tesoros que hace tiempo desaparecieron de circulación como conciertos legendarios de la Fania?
Hay quienes nos negamos a reemplazar la magia de la sala oscura por la comodidad del televisor, o manejamos un código de ética nacionalista: no compramos artistas venezolanos "quemaos". Pero la realidad es que nos hemos inventado un sin fin de excusas para limpiarnos la conciencia del pecado de la piratería. Aunque cuesta entender cómo puede ser un negocio rentable con tantos cidiceros en la ciudad vendiendo su mercancía a precio de Susy y Cocosette.
Los beneficios para los ciudadanos son obvios: música, programas de computadora y películas a bajo costo, pero los perjuicios ya se están viendo: dentro de poco sólo oiremos changa y reggaetón. Las grandes víctimas de la piratería son los artistas a quienes cada vez les será más difícil vivir de sus musas. Lugares como Video Color Yamín desaparecen o se tienen que renovar ajustándose a un mercado frívolo y comercial. En una ocasión leí un elogio a Video Color Yamín comparándolo con una especie de biblioteca de Babel. Y era verdad, ahí había de todo: de Pasolini a Spielberg. Entre sus pasillos se veía a Román Chalbaud alquilando películas al lado de una pareja de novios discutiendo si llevarse la última de Vin Diesel o la de Mandy Moore.
El Gobierno, por supuesto, se hace la vista gorda ante la piratería; y la clase media, por conveniencia, también. Y yo que quiero ver Bananas a como dé lugar, no me queda más remedio que encargársela a mi cidicero de confianza, quien por 50.000 bolívares me consigue la obra completa de Woody Allen. Me consuelo ¡al diablo sus derechos de autor! el muy canalla dejó a la pobre Mía Farrow por su hija Soon-Yi.
Ilustración para nojile de Rogelio Chovet.
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