jueves, 4 de septiembre de 2008

El surfista cuarentón.



El año 2001 no estaba terminando bien: “Adriana, prohibido ir de tiendas y toparse con magallaneros”. De nuevo los Tiburones de la Guaira quedaban descalificados en el round robin del béisbol profesional. Menos mal que pasaríamos el fin de año en Margarita donde esperaba que las pasiones beisbolísticas del fanático de mi marido se mitigaran con el salitre y las olas del mar. La verdad sea dicha, las vacaciones no se vislumbraban muy prometedoras: los días lluviosos, la terrible situación económica y política del país, la derrota de los Tiburones de La Guaira, y la llegada del 2002 -año en que el fanático de mi marido entraba en la temible década de los cuarenta-, me prometían a un marido más cascarrabias que de costumbre.
Nuestras vacaciones margariteñas comenzaron con la rutina de siempre: alimentar a los muchachos a punta de empanadas de cazón, protegerlos bien del sol, y a descansar. Por eso cuando se corrió la voz en Playa Guacuco de que a pocos metros de donde siempre nos bañamos en el mar se estaban impartiendo unas clases de surf, las niñitas inmediatamente nos rogaron que las lleváramos. Yo estaba un poco escéptica, la caminata era muy larga para el bebé, pero insistieron e insistieron tanto que su papá, buscando un cambio en nuestra rutina playera, aceptó llevarlas.
Me quedé con los peroles y el pequeño Ozzie, y mi marido se llevó a las niñas a practicar un deporte que nunca había tenido nada que ver con él: “Ya venimos”. Pero los minutos se fueron convirtiendo en horas y me empecé a preocupar; en la playa sólo quedaban esos rezagados que les gusta disfrutar de la puesta de sol metidos dentro del mar, y como yo me congelo apenas el sol se empieza ocultar, no quise dejar pasar más tiempo y arrastrando las sillas, la cava, el paraguas, la cartera y el bebé, me fui en busca de mi familia perdida.
Confieso que quizás estoy demasiado influenciada por Sony Enterteinament Televisión, porque imaginaba a una escuela de surf al mejor estilo californiano dirigida por un guapo a lo Don Jonhson -el mismo de Miami Vice- rodeado de hermosas chicas Baywatch, enseñando a rubios niños y esculturales adolescentes a surfear, pero no, me tuve que adaptar a la realidad nacional y debajo de una palmera, enfrente a un tinglado que dice Coco frío, estaba el profesor de surf, un contemporáneo agotado quien al preguntarle por su alumnado, me señaló con un dedo mi última gran sorpresa del 2001: en vez de encontrarme con mi marido peleando para que las niñas se salieran de una buena vez del mar, me encontré a mis niñas, titiritando de frío, implorando: “Ya está bueno papá” y al augusto padre de familia, recuperando los años perdidos, en la tabla de surf tratándose de parar.
Ahora si me acomodé yo con un surfista cuarentón: “¡Bájate de ahí que te vas a ahogar!” Pero no me oía, tan abstraído estaba tratando de lograr el equilibrio en la delgada tabla azul. “Déjalo, déjalo, que todavía le quedan diez minutos de sol”, me dijo el profesor de la academia marítima. Madre al fin, me senté paciente a esperar que mi niñito precuarentón terminara de matar la fiebre de correr olas.
-Playa Guacuco es ideal para aprender a surfear porque sus olas no son muy grandes- trató educadamente de sacar conversación el maestro surfista- Las chamas se pararon, pero el papá no ha podido.
Contemplando los esfuerzos desesperados de mi marido por pararse en la tabla y deslizarse por las olas, quise justificarlo:
-La derrota de los Tiburones ha sido demasiado dura para su espíritu, está buscando nuevos caminos para alcanzar la felicidad deportiva. Pero a su edad no creo que el surf sea el deporte para él.
El profesor es de los que creen que el surf no tiene fecha en el calendario.
- La alumna más vieja que he tenido fue una señora alemana de setenta años, ¡esa vieja si estaba dura! Se paró. En temporadas de vacaciones esto se llena de niños y adolescentes pero en temporada baja la mayoría de mis alumnos son parejas como tú y tu marido que a pesar de los años quieren aprender a surfear.
¡Qué grosero! ¡A pesar de los años su abuela! ¡Es qué no se ha visto en un espejo! ¡Si a leguas se nota que es de los que veía Perdidos en el espacio en blanco y negro! El surfista contemporáneo sigue su charla sin darse cuenta de que hirió lo más profundo de mis sentimientos.
- En Venezuela todo es fútbol o béisbol, no se le da importancia al surf.
¡Lo único que me faltaba! ¡ Un surfista incomprendido! Melancólico se sincera: de esta escuela, nadie sale graduado.
-La verdad es que yo lo que hago es alquilar el equipo, la tabla con una camisa para que no se raspen la barriga, siete mil bolívares la media hora, y con ese precio vienen incluidas unas breves instrucciones para principiantes.
El profe, muy profesional, mira el reloj, y suena el pito avisándole al nuevo surfista que ya es hora de guardar la tabla. Mi marido sale del mar rejuvenecido, con una sonrisa de oreja a oreja, su filosofía ante la vida ha cambiado y olvidando la derrota de los Tiburones y su orden inicial de cero compras en Margarita, me anunció festivo:
-Chama, vamos pa’ Sambil, a ver que tablas encontramos allá.


Publicado en El Nacional en enero de 2002
Ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.

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