Después de sacar una cerveza bien fría de la cava, hundí los pies en la arena de playa El Agua disfrutando los kilómetros de azul que tenía ante mí. Y aunque suene a lugar común, sintiendo la cálida brisa marina no pude evitar exclamar: “¡Este comunismo me está matando!”.
A pesar del intenso sol, confrontada con la fauna humana de la hermosa playa margariteña, no hay que ser socióloga ni muy suspicaz para darse cuenta de que “este comunismo” nos está matando a los venezolanos de distintas formas: en el toldo de al lado un niño juega con su tobito, su madre lo mira atenta mientras su padre se enfrenta a una botella de whisky Etiqueta Negra. De poblado bigote, generosa barriga y ojos vidriosos que hacen juego con la botella que va palo abajo, al vecino “este comunismo” quizás lo mate del hígado, pero jamás de inanición.
“He aquí un retrato de la boliburguesía”, me digo escuchándolo pedir unos langostinos a la plancha para acompañar el escocés. Enseguida me arrepiento de tanto prejuicio.
No me gusta ser malpensada, pero es que desde que el mundo es mundo estos despliegues de boato se ligan con el poder de turno. Quizás la botella de whisky y los langostinos son merecida recompensa de un trabajo lucrativo pero honrado. Quizás sea casualidad que a la entrada del local de playa El Agua esté estacionada una camioneta último modelo con una enorme calcomanía del Ché Guevara, de esas que se asocian con la revolución.
A las decenas de vendedores ambulantes que ofrecen su mercancía a lo largo de la playa “este comunismo” no los está matando de una manera tan sabrosa. Los vendedores sudan la gota gorda no sólo por el inclemente sol, sino también porque cómo les cuesta vender. “Se fía” grita un muchacho ofreciendo collares de perla mientras otro replica: “Dos por uno por cambio de ramo” . Un tercer artesano remata sus zarcillos: “Todo a mil”. Los “cidiceros” llevan equipos de música para probar el último reggeatón.
Espléndidas morenas ofrecen masajes terapéuticos con aceite de coco. Infinidades de niños venden desde empanadas de cazón hasta pañitos de cocina. Un flaco alto carga un enorme fieltro amarillo mostrando toda una gama de tatuajes: rosas, dragones, corazones sangrantes, los signos del zodíaco, el Ying y el Yang, madre coraje, el Ché Guevara y el último grito de la temporada: aquel delgado teniente de boina roja que una aciaga mañana juró: “Por ahora”. Afortunadamente, todavía no me he cruzado con ninguno tatuado en un brazo o en una nalga.
Imposible resistir el bazar playero. Siguiendo la moda retro, me compro una pulsera hippie y un anillo plateado con un símbolo de la paz. Ya había dado por terminadas las compras del día cuando mi niño se antojó de un paño de Spiderman.
Quise regalárselo antes de que la ley antiglobalizadora de la cultura me lo impida. Mientras el vendedor despliega al hombre araña ante la mirada emocionada de mi hijo, me cuenta que es margariteño de pura cepa, orgulloso descendiente de aquellos feroces guerreros que por su valor frente a los conquistadores españoles merecieron que su tierra fuera calificada como la “Nueva Esparta”. Estudiante de Turismo, el joven vende paños para rebuscarse. “¿Qué tal la están pasando?” pregunta ejerciendo su futura profesión.
Después de asegurarle mi incondicional amor por la isla, le confieso que nunca he sentido tanto calor, agravado por el racionamiento de luz que este septiembre de 2005 me remonta a la época en la que para ir a Margarita, había que hacerlo con velas y linternas en la maleta. Le cuento que desde que llegué, en el sector donde me alojo han cortado la luz casi todas las noches antes de las siete hasta pasadas las nueve.
“¡Y eso que ahí está el sifrineo!” suspiró el vendedor. “Por donde yo vivo la cortan más tiempo. Pero lo prefiero así. Con tal de que no afecte el turismo”.
No puedo echarle la culpa a la revolución. La electricidad en Nueva Esparta está en manos de una compañía privada y se dice que nunca ha habido mayor consumo de energía en la isla que esta temporada vacacional. Petróleos de Venezuela ofreció construir dos plantas eléctricas para subsanar el problema.
El vecino oye las promesas de la nueva Pdvsa con sonrisa complacida. O quizás me vuelvo a prejuiciar, porque cuando el vendedor siguió su camino, ante los ojos iluminados del chiquillo del tobito, su padre saca la billetera y pregunta: “Mano: ¿a cómo la toalla de Spiderman?”.
Publicado en el diario El Nacional, el sábado 10 de septiembre de 2005, casi 5 años después, lo único que parece haber cambiado es que la crisis eléctrica se hizo nacional y que mi chamo ya no usa su paño de Spiderman ni amarrado. La ilustración para Nojile es de Rogelio Chovet.
4 comentarios:
Yo tengo la esperanza perdida en Venezuela, mi deseo seria que el gobierno lo ocuparan tecnócratas o intelectuales como usted sensibles con la sociedad, la ecología y mas apegados a los problemas de la gente común.... utópico como el socialismo, pero pensar todavía es posible en Venezuela creo
Todavía se puede soñar en Venezuela, Isabel, aunque quienes me conocen bien no votarían por mí ni para suplente de una junta de condominio, pero gracias por la confianza. Mi sueño no escoge protagonistas, es volver a una Venezuela donde un proyecto político no se imponga a trancas y barrancas, no como en la que vivivimos donde la ley y las instituciones sólo favorecen a quienes acaparan el poder.
Está genial. Los prejuicios no son "de gratis".
Adriana estamos sedientos a la espera de tu bella prosa, de tu audaz pluma no nos olvides derrama en nosotros tus bellas palabras,inquietudes, ideas....te queremos
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