domingo, 7 de agosto de 2011

El quest for Shakespeare de una princesa devaluada


Las Intensidades se fueron a Nueva York y en esta ciudad es imposible andarlas evitando, sobre todo embarcada en un quest for Shakespeare que empezó cuando recién llegada, leyendo la edición dominical del New York Times, me enteré que The Royal Shakespeare Company -compañía residente en Stratford-upon-Avon- estaba de visita en Nueva York del 6 de julio al 14 de agosto presentando cinco obras de su repertorio: El Rey Lear, Como gusteís, Romeo y Julieta, Julio César y Cuento de Invierno. Coincidiríamos dos semanas.
Como mi única experiencia shakespeareana -mas allá de leer sus obras en la universidad y una que otra relectura- era Macbeth con Roberto Moll en el Ateneo a fines de los años 80, me sentí como la cucarachita Martínez: ¿a cuál obra ir? ¿Será que voy a todas?
 Nueva York da para mucho, pero dejé pasar la primera semana porque estaba con mi marido a quien solo se le puede jalar para el Yankee Stadium, fue en la segunda semana que me quedé sola que comenzó el verdadero quest for Shakesperare, cuando inocente de mí, quise comprar las entradas por Internet pero esta posibilidad se había agotado hace meses, solo se conseguían entradas por taquilla en el Lincoln Center.
Un miércoles en la mañana tomé el autobús que me deja a una cuadra del complejo cultural, veinte minutos después estaba ante una señora de moño plateado que tras el vidrio de la taquilla me dijo:
"How can I help you?".
 Le pregunté qué me podía ofrecer de las dos semanas que quedaban de Royal Shakespeare en Nueva York.
Tras consultar la pantalla de la computadora, su primera oferta fue Romeo y Julieta, no precisamente mi obra favorita, siempre espero que Romeo llegue unos minutos tarde para encontrarse con Julieta despierta de su falsa muerte. Le pido a la taquillera que insista:
"King Lear for two hundred dollars", sugiere.
"Say what!" a ese precio solo los Rolling Stones, y en primera fila, ¿no tendría una entrada más solidaria?
 Dándole al mouse de su computadora, la taquillera insistió con Romeo and Juliet, 168 dólares, partial view, una columna limitaba la visión del escenario. Era la entrada más barata que tenía. Como no me vio muy convencida me recomendó intentar ir al Armory en la calle 66 y Park Avenue, donde se estaba presentando el repertorio shakespereano, a lo mejor conseguía algo a mejor precio.
Pero ya yo me había dado por vencida: "Adriana, asúmete mamita: eres una princesa devaluada".
Así que cabizbaja me fui a Broadway en autobús, hice la cola de la taquilla en descuento en Times Square y conseguí una entrada a mitad de precio para ver Jersey Boys, la historia de Frankie Valli and The Four Seasons.
La pasé bien, canté las canciones y hasta me enjugué una lagrima con "My eyes adored you", añorando la inocencia de la pubertad, pero me quedé con la espina que había optado por la cultura Coca-Cola de los musicales de Broadway en lugar de la obra del gran dramaturgo de todos los tiempos.
Cuando salí del musical llovía fuerte, uno de esos chaparrones que ni con paraguas podemos dejar de mojarnos, tras comer una pizza a ver si pasaba el diluvio, decidí acercarme hasta el Armory pensando quién iría al teatro una noche así, a lo mejor corría con suerte y estaban rematando entradas.
El Armory es un castillo en pleno Manhattan, hace tres años fue adaptado para eventos especiales. Esa noche el evento especial era Romeo y Julieta, la obra comenzaba a las 7.30, y yo llegué a las 6.30.
Que fuera precisamente Romeo y Julieta la función de esa lluviosa noche, la obra que menos me interesaba pero la primera que me ofrecieron, me pareció una señal que los amantes desafortunados estaban en mi destino. Confiada me acerqué a la recepción para preguntar qué puestos quedaban.
"Sold out".
 Sin embargo había una cola para los rush tickets, entradas que media hora antes de que empiece la función, se rematan a 25 dólares. Y aunque si me exprimían podría llenar un tobo de agua de lo mojada que estaba, hice la cola por no dejar, había como 20 personas delante de mí, solo faltaba media hora para que comenzaran a repartir entradas. ¿Quién quita? Shakespeare bien vale la pena una pulmonía.
Esa noche se repartieron como diez rush tickets, cuando se terminaron, quienes estaban dispuestos a pagar las entradas a precio completo, podían esperar para ver si había cancelaciones. Yo me quedé, tenía la adrenalina subida cual tahur, habría pagado lo que me pidieran, así me hubiera tenido que ir de Nueva York arruinada. La muchacha sentada al lado mío salió en busca de revendedores y fuera del teatro consiguió entradas. Yo no me atreví, no quería perder el puesto en la cola. Al final solo hubo una cancelación. Me fui derrotada oyendo las campanadas señalando el comienzo de la obra.


Al día siguiente se presentaba en el Armory Julio César, esto no se iba a quedar así, pensé que con una obra política, densa, sería más fácil conseguir entradas. Solo tenía que llegar más temprano, dos horas previas a que comenzara la función, cuando abrían las puertas del Armory.
Como Julio César es una obra que no recordaba más allá de la famosa frase "el cobarde muere muchas veces, el valiente solo una..." y mi inglés dista de ser el mejor, pasé primero por un Barnes & Noble para comprar la edición de "No Fear Shakespeare", colección que publica las obras de Shakespeare junto con una traducción al inglés moderno, una especie de Shakespeare for dummies.
Con mi "No Fear Shakespeare" llegué minutos antes de que abrieran las puertas del Armory, esta vez  estaba de novena en la cola. Me sentí confiada de que ese día sí iba a coronar, si con Romeo y Julieta entraron como doce personas con los tickets en descuento, con Julio Cesar debían entrar más. Además, no llegó tanta gente como el día anterior. En la cola de hora y media me leí la obra.
Pero esa noche vini, vidi y no vinci: solo repartieron cuatro entradas a 25 dólares, tampoco aparecieron revendedores. Tras mi experiencia el día anterior y recapacitado mi presupuesto vacacional, decidí desistir por esa noche, no sin antes pasar por taquilla preguntando qué les quedaba para futuras presentaciones.
-Tomorrow, 1.30, King Lear, 250 dollars.
Beeerrro, ya hasta habían subido de precio. Insistí al vendedor que tenía la simpatía del doctor House, ¿no tendrán algo más solidario?
-Morrow, King Lear, 250 dólares, are you willing to pay or not?
Me fui a ver en el cine "Crazy, stupid, love".
Esa tarde en la que me trataron con desprecio plebeyo, cayó la bolsa Dow Jones más de 500 puntos, anunciando que la recesión económica del 2008 ataca de nuevo en el 2011.
Pero me había quedado con la shakespereana piedra en el zapato, y a pesar de la humillación de la noche anterior, decidí intentar una última vez: Viernes, 1.30, Rey Lear, quizás al mediodía era más fácil conseguir entradas suponiendo que el neoyorquino que no está de vacaciones, está trabajando.
Llegué a las 11.30 en punto, de quinta en la cola. Como Lear es una obra que conozco bien, no me hacía falta la versión de No Fear Shakespeare. Para distraerme estudié a mis vecinos de espera: de primera estaba una señora japonesa con su niño como de diez años, quien leía Los Miserables de Víctor Hugo con la misma voracidad con la que cualquier otro chamo leería "El diario de un Wimpy Kid". La mamá japonesa, en inglés más cortado que el mío, contó que fueron los afortunados en conseguir entradas para ver a Julio César la noche anterior, llegaron a las 4 de la tarde para estar de primeros en la fila. Tras ellos estaba una señora de melena rubia vestida de vaporoso blanco quien al igual que yo, se quedó por fuera las dos funciones anteriores. Esta vez decidió llegar más temprano. Frente a mí esperaba un estudiante universitario que no dejó de chatear por celular. Tras de mi una señora que resolvía el crucigrama del NYT, y tras ella una joven rubia con acento británico.
Como suele suceder en las colas, a los pocos minutos estábamos conversando como grandes amigas mientras el universitario seguía chateando por su IPhone. Mis compañeras de cola decían que la mejor obra del repertorio, la que había obtenido mejores críticas, era The Winter's Tale. La obra que menos había gustado a la crítica neoyorquina: Romeo y Julieta.
  Al poco rato se acercó una de las empleadas de taquilla ofreciendo puestos a 250 dólares cada uno. En la cola nadie quiso pagarlos. Llegaron varios revendedores, unos aspiraban recuperar el valor de sus entradas, otros estaban dispuestos a negociar: un muchacho ofrecía una entrada que le había regalado su jefe, con valor de 170 dólares, a 100.
Dudé si aceptar la oferta, pero la señora y el niño ya habían conseguido sus entradas a 25, el universitario también, la rubia vaporosa había comprado una a mitad de precio a un revendedor, yo era la próxima en la cola, y el viento parecía soplar a mi favor. Pensé que si las entradas de 250 dólares se habían quedado frías, lo más seguro era que las que remataran a 25 dólares para que no hubieran puestos vacíos. Esos debían ser los llamados Rush Tickets. Aspiraba estar sentada tan cerca del escenario que las lágrimas de arrepentimiento del rey Lear salpicarían sobre mí.
La señora del crucigrama negociaba la entrada a cien dólares con el muchacho cuando por fin me llamaron de taquilla, había un rush ticket disponible para esta devaluada princesa caraqueña. Con impuesto incluido la entrada salió en 28 dólares, pero en lugar de orquesta, como ingenuamente aspiraba, me mandaron hasta el nivel de las luces de la sala. De lado, casi que guindada en un faro, me tocaría ver los infortunios del viejo rey.  Sentado junto a mi estaba el universitario del celular, dos filas más arriba, la mamá y el niño. La joven británica un poco más hacía la derecha. A la señora del crucigrama y a la vaporosa no las volví a ver.
Si bien estaba donde en tiempos isabelinos se habría sentado la plebe para arrojar frutas podridas si no le gustaba la función, en el espacio del Armory adaptado como si fuera el teatro de Stratford-upon-Avon, donde quiera que uno se siente verá bien. Quizás no me salpicarían las lágrimas del rey, pero si se me salía un zapato, le caería en la cabeza a un actor.
Tratando de controlar el vértigo, me puse a conversar con el universitario ya apagado su celular, me comentó que desde ahí se veía bastante bien, solo perderíamos la mitad de las entradas, y los monólogos se veían de perfil. Él ya había visto casi todas las obras, esta era la última que le faltaba por ver.
-¿Qué tal?- le pregunté- ¿Es verdad que The Winter's Tale es la mejor?
Hundió los hombros y me dijo que al igual que con As you like it, la disfrutó, pero rápidamente la olvidó.
- I don't like happy endings, they are easy to forget- concluyó metafísico cuando ya la función estaba por comenzar.
No dio tiempo de contestarle que a mi si me gustan los finales felices, y que no siempre son fáciles de olvidar.

(PD: varios puestos de 250 dólares quedaron vacíos).

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