lunes, 22 de octubre de 2018

Encuentro de un par de sobrevivientes




Cuando me encuentro en Caracas con una cara conocida del pasado me invade una gran alegría, han emigrado de Venezuela tantos amigos que ver un rostro familiar es como cuando en Walking Dead aparece un inesperado sobreviviente en medio de la hecatombe de Zombies, o como cuando en Lost los sobrevivientes del vuelo 815 con destino a Los Angeles, descubren a otros sobrevivientes en algún rincón de la misteriosa isla plagada de carencias, monstruos y calamidades. 
La semana pasada me sucedió en el abasto de La Florida, fui a buscar mantequilla (que está desaparecida desde hace semanas) ya no la tienen en charcutería y hace tiempo no se ve en las neveras. Los charcuteros me sugirieron que intentara en la sección del mercado donde a través de un mostrador, cual joyería, se piden los artículos más cotizados, caros o escasos del mercado como champú, bebidas alcohólicas, aceite de oliva, granos o diablitos. 
Tratando de llamar la atención de la muchacha que te dice si hay o no hay el producto que andas buscando, me encontré con una cara del pasado quien junto con media docena de personas, se arremolinaban ante el pequeño mostrador preguntando a la vez:
-¿Señorita tiene cubitos?
-¿Amiga hay resma de papel?
-¿Mi amor qué granos tienen?
M. no era un amigo, mas bien un conocido un poco mayor que yo que orbitaba en las mismas fiestas sifrinas en los años 80, pertenecía a un grupo más malandroso, no en el sentido peligroso que hoy le damos al adjetivo malandro, sino porque tenía fama de ser un grupetín dado a los excesos sicotrópicos. Si simplificamos a las tribus sifrinas caraqueñas de los años 80, yo pertenecía a una tribu más zanahoria, y M. a un grupo más "dañáo".
Por eso al cruzar miradas tardamos unos segundos en reconocernos, además porque teníamos como 30 años sin vernos. Pero la alegría fue la misma que si hubiésemos sido los más altos panas, poco faltó para que nos abrazáramos.
- ¿Villanueva, verdad?
Me preguntó como haciendo un ejercicio de memoria del que se sintiera orgulloso. Aspirar a que se acordara de mi nombre o de mi sobrenombre, habría sido demasiado pedir. 
Yo si me acordaba perfecto de su nombre, M. estaba igualito, como están igualitos los Rolling Stones de 2018 a lo que eran en los años 70: mantenía la energía juvenil, solo en el rostro ajado se le notaba el paso de los años, pero seguía teniendo la misma melena negra y despeinada, y la misma figura desgarbada de cuando me lo topaba en las fiestas en La Castellana o Altamira.
-¿También estás buscando mantequilla?- le pregunté.
-No, estoy buscando una botella de ron.
Se me quedó mirando, le brillaron los ojos con deja vú:
-Chama qué alegría verte- no me abrazó para no perder su puesto privilegiado en el mostrador, lo compensó exclamando emocionado- !Estás más gordita!, pero... ¡estás liiiindaaa!
En este tipo de momentos es en los que se me tambalea el feminismo porque soy de aquellas mujeres que ni les gustan que les digan que están más gorditas, ni les disgusta que les digan lindas.
Lo de gordita no me extraña, aunque según mi doctora todavía no tenga sobrepeso -estoy justo en la raya- pero para quien me conoció hace treinta años y veinte kilos menos, antes de tres embarazos, y previo a un marido que cocina divino con lo que se encuentre en este país en crisis; debo ser tremenda gordita comparada con la flaca a la que M. conoció bailando "Don't stand so close to me".
Aquellos tiempos en los que yo pesaba cuarenta y tres kilos. Era tan delgada que mucha gente juraba que era anoréxica, lo que nunca fui, simplemente era una firifiri, plana como una tabla, en una era donde el ideal de belleza eran mujeres voluptuosas como Irene Sáez, Barbarita Palacios y Pilín León. 
Quizás me habría ofendido ese "gordita", más por lo que representaba el irrefutable paso de los años que por los kilos de más, de no ser porque ese "¡Estás liiindaaa!" del pana M. sonó tan espontáneo y sincero que me volví a sentir como la chama que bailaba Police jurando ser la Dancing Queen sin importar lo firifiri (o hoy gordita) que fuera.
-¿Cómo está tu hermano?- me preguntó.
De mi hermano mayor si recordaba el nombre, quizás porque era su contemporáneo.
-Muy bien, viviendo en el Norte. ¿Y tú? ¿Sigues en Caracas o estás de visita?
- En Caracas, de los últimos sobrevivientes de este barco que se hunde, y no me voy.
Antes de que nos siguiéramos poniendo al día aunque entre nosotros no existiera una amistad con la que ponerse al día, la chica al otro lado del mostrador me rebotó:
"Mi reina mantequilla hace tiempo que no llega".
Y así nos despedimos hasta la próxima, un par de sobrevivientes de una ciudad en ruinas, esta gordita sin conseguir mantequilla, y M. con su botella de ron.

1 comentario:

Alí Reyes dijo...

Al menos hay alguien que se acuerda de sus amigos y le dedica un texto...Eso se agradece