lunes, 23 de abril de 2012

El pana Urbano


Entré en la Escuela de Arte por descarte, cuando estaba por graduarme de bachillerato en 1981 aspiraba estudiar Comunicación Social, pero entonces solo dos universidades en Caracas ofrecían esa carrera: la Católica y la Central; ambas exigían un promedio alto de notas para entrar y mi historia académica no era muy óptima que se dijera.
Pude haber entrado en una carrera menos solicitada en la Universidad Católica, y tras cursar un año, pedir traslado a Comunicación Social. Quizás lo habría hecho de no ser porque una mañana un grupo de estudiantes de la Escuela de Arte de la UCV fue a uno de esos programas de variedades a promocionar la Escuela que cumplía cinco años de fundada. Así de pocos alumnos tendría. Ante su entusiasmo sentí que nada era fortuito, por algo esa mañana no fui al colegio, esa era exactamente la carrera para mí.
Amé la Escuela de Arte, en ella tuve la oportunidad de ser alumna de Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas, Victoria de Stefano, Adriana González León... entre un dream-team de profesores, pero cuando estaba como en el cuarto semestre me dio una crisis existencial: ¿qué sería de mi vida cuando me graduara? ¿Qué campo de trabajo, más allá de la docencia, podría tener? Como el horario de Arte era en la mañana, con poco que hacer en las tardes, decidí seguir mi impulso inicial y estudiar paralelamente Comunicación Social. Mi objetivo era ser periodista cultural, o algo por el estilo.
Para hacer dos carreras a la vez el único requisito que pedía la Universidad Central era tener promedio superior a quince, el mío andaba como en dieciséis, no tuve problemas para entrar en Comunicación Social en el turno de la noche, ni tampoco para estudiar ambas carreras. Durante cuatro semestres lo hice sin inconvenientes: iba a Arte en la mañana, almorzaba en casa, aprovechaba las primeras horas de la tarde para estudiar o adelantar trabajos, y a las cinco regresaba a la Ciudad Universitaria donde las clases de Comunicación Social se extendían hasta pasadas las nueve.
Entonces tendría 21 años, por encima de la edad de quienes comienzan a estudiar en el turno de la mañana, pero por debajo de la edad de quienes lo hacen en la noche. Hice un grupo de amigas todas en los 20 y picote de años, algunas casadas, la mayoría trabajaba pero eran más muchachas que mujeres. A este grupo de amigas se nos unió el pana Urbano, ya andaba por los treinta y largos años, era gordito, de bigote, muy simpático y cariñoso con todas, nada baboso, al estilo hermano mayor.
Este grupo de compañeros del horario nocturno de Comunicación Social no socializaba sino en la universidad: conversábamos de todo un poco antes de entrar a clases o cuando teníamos una hora libre, pero era poco lo que sabíamos de nuestras vidas más allá de los límites de la Ciudad Universitaria. De Urbano solo sabía que estaba casado, sin hijos, y aunque a su esposa apenas la nombraba, parecía contento en su matrimonio. También sabíamos que era fotógrafo comercial, le iba bien, pero él sentía que le hacía falta el diploma universitario.
Solo una vez me tocó hacer un trabajo con Urbano, era de Historia de Venezuela sobre La Semana de la Patria, nos reunimos en su pequeña oficina en el mismo edificio donde quedaba el Cine Altamira para buscar unos archivos. Esa tarde me confesó que del grupo de muchachas que estudiaba con él, era a mi a quien veía más encarrilada profesionalmente. Podía apostar que muchas de las compañeras del grupo, por una razón o por otra, no se llegarían a graduar.
Qué equivocado estaba el amigo Urbano, empezando el quinto semestre en la Escuela de Comunicación Social me entró otra crisis existencial ayudada por la burocracia universitaria: por segunda vez en los dos años que llevaba en Comunicación una materia que había pasado me salía aplazada. Debía enfrentarme de nuevo con la burocracia para arreglar el equívoco.
Entonces ya había entrado en mención en la Escuela de Arte: Teatro, y me dio por pensar que para graduarme más importante que cualquier teoría, era la práctica. Sin despedirme, no regresé a la Escuela de Comunicación Social, enfilé los motores vespertinos hacia el Taller del Actor dirigido por Enrique Porte, donde mi amigo Enrique me convenció de que tenía cierto potencial como dramaturgo.
En El Taller del Actor estuve hasta la repentina muerte de Enrique en el año 1990, entonces ya me había casado, estaba en estado de mi primera hija, y asumí lo que debí haber asumido hace tiempo: que mi vocación teatral era nula, mi verdadera vocación era la narrativa.  Fue una mala decisión no seguir el impulso de ser periodista cultural, pero entonces en la Escuela de Comunicación Social se escogía la mención muy rápido y me había ido por Audiovisual en lugar de por Impreso.
 ¿Cómo se me ocurría, si me rasparon Radio (esta vez si de verdad) en cambio me destacaba en los Talleres de Redacción?
 Es inútil llorar sobre la leche derramada, cuando murió Enrique, quizás antes, mi vida profesional se había estancado dando paso a la domesticidad durante unos años.
A Urbano y a mis otros compañeros de Comunicación Social les perdí el rastro, ni siquiera supe quién se graduó y quién no, en cuanto a mí, en el año 2000, recién nacido mi tercer bebé, retomé el rumbo perdido y comencé a escribir, teniendo la enorme suerte de que en El Nacional se me abrieron varias puertas. Como canta Rubén Blades: "Si naciste pa' martillo, del cielo te caen los clavos". Quizás no sería Periodista Cultural, pero escribiendo en Papel Literario me acercaba bastante.
De vez en cuando me acordaba de Urbano, el pana que apostó por mí, me preguntaba si seguiría mis columnas en El Nacional. Y aunque pongo la dirección de email en mis artículos, Urbano nunca escribió para saludarme o comentar algún artículo, como lo han hecho tantos amigos de quienes tenía tiempo sin saber.
Bien desafortunada la manera que volví a saber del pana Urbano: hace ya casi seis años, en unas vacaciones en el exterior con la familia, con esa mala costumbre de leer por internet la prensa nacional aún cuando estamos a miles kilómetros de distancia, en las páginas de sucesos leí sobre un señor a quien siguieron unos malandros hasta el edificio donde vivía su hijo, venía del banco con la nómina para pagarle a los empleados de la compañía familiar, él ni se dio cuenta de que lo habían seguido, cuando le estaba entregando el paquete con el dinero a su hijo que bajó a abrirle la puerta, los malandros los encañonaron, el hijo hizo un movimiento que no les gustó a los malandros, y le dispararon. En la prensa salió que el hijo murió para proteger al padre. Cuando leí el nombre de la víctima se me arruinaron las vacaciones, era mi amigo Urbano.
No quiero convertir esta crónica en otra cantaleta sobre la inseguridad del país, esto pasó hace ya varios años, pero hoy Día del Libro, sintiendo que me estoy alejando otra vez del camino, me dio por recordar al pana Urbano.

martes, 17 de abril de 2012

Pongamos que hablo de Madrid


Asier Cazalis, tras el asesinato del manager de Caramelos de Cianuro, decidió entromparse con la inseguridad en Venezuela y frente a las cámaras de televisión nacional, de aquellas pocas estaciones que todavía se atreven a ser críticas al status quo revolucionario, enfatizó que lo que está pasando en Caracas y en el resto del país, la cantidad de víctimas de la violencia, el tener que salir a la calle temiendo ser atracados o presas de un secuestro express, no es normal, se nos ha vuelto normal a los venezolanos, que es otra cosa. 
Dice Cazalis que por su trabajo como vocalista de Caramelos de Cianuro le ha tocado viajar por muchas ciudades del mundo, sobre todo de habla hispana, y en ninguna pasa lo que en las ciudades venezolanas que sus habitantes nos sentimos tan vulnerables a ser blancos de la delincuencia.  
Cazalis tiene la gran suerte de ser viajero frecuente, otros venezolanos también podemos darnos una escapadita de vez en cuando, vacaciones no solo del trabajo y de la rutina sino también del agobio de vivir en un país donde cada vez que salimos a la calle nos sentimos en la mira de depredadores. Pero cuántos  venezolanos tienen los medios económicos de ir más allá de nuestras costas, donde por más hermosas que sean, ni siquiera tendrán descanso al miedo: en muchas playas nacionales sorprenden bandas de malandros que asaltan a los vacacionistas. En Playa Guacuco, en Margarita, los tolderos recogen antes de las 5 de la tarde porque los delincuentes aprovechan el atardecer para atracar a quienes salen de la playa. 
En Semana Santa suelo ir a la isla de Margarita, pero esta año tuve la oportunidad de visitar a Madrid, ciudad que en días recientes vivió una Huelga General porque como el resto de España, la economía no anda nada bien. No estoy muy enterada de los pormenores de la crisis española, con la venezolana tengo, pero me cuenta una amiga que vive en Madrid que la tasa de desempleo es enorme, y en este, mi cuarto viaje a la capital española (el primero fue en el año 1988), la energía de la ciudad la sentí distinta a otras ocasiones, entre sus habitantes usualmente alegres y amables, había cierta crispación. En cada cuadra tres o cuatro personas con la mano extendida: desempleados, inmigrantes, hombres y mujeres de todas las edades...
Me cuenta mi amiga que la polarización política entre izquierda y derecha se ha vuelto muy profunda en España, distinta a la que vivimos en Venezuela donde es más bien un enfrentamiento Gobierno-Oposición; en Madrid, además de los restos de afiches convocando a la huelga general que sucediera días antes de mi llegada a la ciudad, vi pegatinas clamando por el regreso de un hombre fuerte como Franco, y recordé tantas veces que uno oía en Venezuela la odiosa frase: "Aquí lo que necesitamos es un gobierno militar para que venga a poner orden".
¿No fue Santa Teresa quien habló de las lágrimas derramadas por las plegarias atendidas? 
Puede que la Economía en España esté pasando aceite y hay mucho descontento con los fallos de la actual Democracia, pero además de la pulcritud de una ciudad que tenía fama de sucia y el impecable funcionamiento del transporte público, leo en el diario El País una noticia que me genera una gran envidia: en lo que va del año 2012, tan solo han habido cinco homicidios en la capital española. 
¿Cuántos homicidios han habido en Caracas en lo que va del año en una Venezuela donde hoy la mayor parte del poder está en manos militares? No me atrevo a decir una cifra, casi similar a la de un país en guerra, los informes oficiales usan eufemismos para maquillarlas: y que sí ajusticiamientos, crímenes entre bandas, sicariatos, ese se lo buscó...  o aún peor, las niegan: y que si sensacionalismo, matriz mediática.
"Regrese General" rezan las pegatinas en los barrios pijos en Madrid, y yo temo por mi regreso a Caracas,  tanto miedo que le tenía a los aviones, hoy le tengo más miedo a la alta estadística de ser secuestrada en el aeropuerto de Maiquetía.

sábado, 7 de abril de 2012

Herejía




Sábado de Gloria, tras dos días sin leer la prensa muchos de quienes están pasando el asueto de Semana Santa en la playa se habrán despertado temprano para comprar uno de los pocos periódicos que llegan al lugar donde estén, y con una arepa y un café, leerán los titulares aprovechando el momento de paz, conscientes de que en cuestión de horas, 99.9 por ciento de las hermosas playas venezolanas será víctima de una abominable contaminación: la sonora. Música de moda a todo volumen. Quiéranlo o no, este año les saldrá: “Ai si eu te pego” hasta por debajo de las piedras. 
 Algunos tras leer el primer párrafo habrán suspirado: “esta ya se puso vieja”, pero desde mis años universitarios, cuando  iba con los amigos a paseos por toda Venezuela, mi posición ante la música no ha cambiado: la amo, no imagino la vida sin ella, pero al escoger entre la brisa y el mar y cualquier música, hasta la más sublime de las melodías, la naturaleza siempre sería la primera opción.
Hace muchos años, tantos que ya ni me molesto en contar,  fui  a un paseo en las playas del Oriente con un grupo de amigos enfiebrados con el Rock Argentino de la época, en especial Miguel Mateos cuyo cassette: “Atado a un sentimiento” sonaba a todo volumen en una playa desierta, vuelta y vuelta en el reproductor.
 Una noche, como a las dos de la madrugada, cuando en el improvisado campamento en Playa Medina solo se oía a Miguelito gimiendo: “Nada es iguaaal al ayee-eerrr…”, me levanté sigilosamente, llegué al carro prendido, el que tenía las cornetas con mejor definición de volumen, y cometí la temeridad de apagar el repro. Todo por disfrutar aunque fuera por unas horas el sonido del mar rompiendo sobre la playa.
No habían transcurrido ni tres segundos cuando se oyó un grito estremecedor: “¿¡Qué pasó con la música!?”,  acto seguido se prendieron como veinte linternas hacía el carro alumbrando a la transgresora que se había atrevido a darle un golpe de Estado al rey Mateos para imponer a Poseidón. De haber tenido perros bravos, los habrían lanzado contra mí: “¡A ella!”.
La chica del grito estaba enardecida, casi me pega, con qué derecho callaba al gran Miguel. Me sentí como el peor tipo de hereje en la Semana Santa venezolana: el que se atreve a apagar aunque sea por un ratico la música. Nadie me defendió, todos me vieron con cara de qué te has creído, ¿nuestra mamá? Y el rock argentino se volvió a imponer sobre los olas que rompen en una noche de luna llena.
No fui crucificada esa Semana Santa, mis amigos habrán pensado que fue una neurosis repentina, pero desde mi regreso a Caracas hasta el sol de hoy no he vuelto a oír a Miguel Mateos.
25 años después recuerdo esa anécdota y la multiplico por mil calenteras, no hay Semana Santa (o cualquier vacación) en playa venezolana sin el tormento de múltiples equipos de sonido con megacornetas a todo volumen imponiéndose sobre la naturaleza. Y ojalá fuera con un buen rock argentino o nacional: la música en las playas venezolanas, mientras más mala, más alto se oye. Bum-Bum-Bum.
Hoy, como entonces, a quienes osemos suplicar ni siquiera que apaguen la música, sino aunque sea le bajen un poquito el volumen, seremos tratados como los mayores herejes de una Semana Santa rumbera.


Publicado en El Nacional el sábado 7 de abril de 2012