martes, 24 de agosto de 2010

Una Miss, tres conciertos y la bandera tricolor


Después de la desilusión inicial de que la bella Marelisa Gibson no fuera nombrada entre las 15 finalistas del concurso Miss Universo, los venezolanos recuperamos el ánimo cuando Stefanía Fernández hizo su desfile final como Miss Universo 2009 vestida con un impactante Ángel Sánchez azul oscuro asiendo la bandera de Venezuela antes de entregarle la corona a Miss México.
No hay que ser patriotero ni nacionalista para sentirse henchido de orgullo viendo en el exterior la bandera tricolor, un orgullo que a pesar de los tiempos que corren y de que miles de compatriotas han decidido emigrar, lejos de quitarse, está ahí, no hay hegemonía política que pueda contra el amor a la patria.
Estas vacaciones de verano tuve la oportunidad de ver la bandera de Venezuela en alto en dos conciertos en Nueva York: Los Amigos Invisibles y Alejandro Sanz. Lástima que me perdí las presentaciones de mi amigo Aquiles Báez en Brooklyn, Queens y el Village, seguro que también habrá estado la bandera de Venezuela presente.
El concierto de los Amigos Invisibles fue una cálida tarde de julio en el Summer Stage en Central Park, la banda venezolana le tocó presentarse de segunda en un programa en el que también participaron la mexicana Natalia Lafourcade y el rapero italiano Jovanotti.
Puntual, a las tres de la tarde, apareció la cantante mexicana, una linda muchacha de pelo rojizo que aunque vestida de azul eléctrico, recordaba a la Caperucita Roja. La entrada al Summer Stage era gratis, pero había que hacer cola para que no se fuera a pasar el número de espectadores de la capacidad del local. Cuando por fin entré, me ví entre un público heterogéneo, de todas las edades y varias nacionalidades, las pocas gradas que habían estaban llenas, muchos llevaron sus mantelitos para establecer territorio sentados en el piso.

Fue muy aplaudida Natalia, pero cuando dejó de cantar casi a las 4 de la tarde y le tocó el turno a Los Amigos Invisibles, se paró el público de su picnic improvisado y en hora y media nadie dejó de bailar ante The venezuelan gozadera.  No sólo las banderas tricolor nos hacían emocionar a los cientos de venezolanos que coreábamos "Eso es lo que hay" o "Esas son puras mentiras", también los cientos de gringos que, demostrando su falta de pericia en el baile Caribe, se vacilaron a los "Amigous". Finalizando el concierto, el vocalista Julio Briceño tomó una de las banderas de entre el público y cantó con ella al igual que Stefanía Fernández hizo su desfile final con la suya. Fue el perfecto cierre de un concierto tan bailado como emotivo.
Cambiando radicalmente de estilo, 5 días después fui al concierto de Alejandro Sanz en el Radio City Music Hall. Confieso que aunque hay muchas canciones del cantante español que me gustan, no se puede decir que soy su seguidora, pero si considero que en su estilo de baladista pop es uno de los mejores de su generación, y por decir lo que piensa sin pensar lo que dice (como canta Sabina) su visita está indirectamente vetada en Venezuela (no hay Poliedro ni Teatro Teresa Carreño para él).
Así como en el concierto de los Amigos Invisibles estaba compuesto de un público heterogéneo, el de Alejandro Sanz era un público homogéneo, no se oyó hablar inglés ni por casualidad, parecía un culebrón miamero:  en la sala se oían acentos dominicanos, puertoriqueños, venezolanos, colombianos, y por supuesto, mucho español de España.


Disfruté el concierto sin ser seguidora de Sanz porque sonó muy bien con una banda compuesta por músicos de diversas nacionalidades, además, contaba con un excelente juego de luces, pero me sentía coleada porque a mi alrededor todos las muchachas se sabían las canciones de Sanz de corazón y las cantaban llorando. Yo estaba en la parte de atrás del patio del teatro, como diez filas delante de mí ondeaba una bandera de Venezuela a la que Sanz no hizo alusión, quizás no la vería, además de muchas banderas españolas, una logró subir al escenario a las manos del artista, momento que aprovechó para celebrar la victoria de España en el Mundial de Fútbol.
 Días después leo que en el concierto de Sanz en Miami, la bandera de Venezuela tuvo protagonismo cuando fue ondeada al subir Juanes a escena para acompañar al cantante español a dedicarle una canción al pueblo venezolano.
Si Silvio Rodríguez le cantó recientemente a la revolución en el Radio City Music Hall tras 20 años sin conseguir la ansiada visa para cantar en el Imperio, ¿cuánto tiempo pasará para que el del Corazón Partío vuelva a tocar en nuestras tierras revolucionadas?





lunes, 23 de agosto de 2010

El coco


Una psicóloga infantil me comentaba que de hace unos años para acá cuando un niño o un adolescente va a su consulta, cualquiera sea el motivo, al preguntarle: “¿A qué le temes más en la vida?”, a diferencia de los muchachos de antes que daban respuestas distintas tipo a la oscuridad, a que sus padres se divorcien, a su muerte o a la de un ser querido, al fracaso escolar… los actuales muchachos venezolanos (o por lo menos los caraqueños) unificaron su respuesta: el Coco del 99 por ciento de nuestros chamos es que ellos o sus familias sean víctimas de la delincuencia. O de “los hombres malos”, como dicen los más chiquitos.
Habrá quienes insistan que las cifras delictivas están infladas por los medios de comunicación antagonistas del Gobierno, que es un mera sensación, que no es que vivimos entre tanta inseguridad sino que los laboratorios de la Guerra Sucia contra la utopía del Socialismo del Siglo XXI nos hacen creer a los caraqueños pendejos que la inseguridad nos acecha.
Pero ese cuento de las cifras infladas de la violencia ciudadana sólo se lo creen los chavistas que no viven en Venezuela, o aquellos que hoy tienen el poder de estar protegidos junto con sus familias por guardaespaldas armados y andan en carros blindados. De resto en Venezuela, por más que muchos estén dispuestos a dar la vida por el Proceso, todos tememos a la delincuencia,  un temor que afecta por igual al barrio como a la urbanización, aunque la impunidad de las cifras rojas pareciera afectar más a las clases populares.
Ahora resulta que hay quienes dicen querer proteger a los niños venezolanos de las noticias de violencia censurando las noticias de sucesos en los medios de comunicación social, como si los chamos se pararan todos los días a leer periódico antes de salir a la escuela. No sólo viendo tv u oyendo a papá y a mamá hablar se va formando el miedo infantil a la delincuencia, en los recreos escolares se escuchan todo tipo de cuentos: que si a Patricia y a su familia los asaltaron un domingo en casa amarrándolos y amordazándolos con las corbatas de papá; que si a los papás de Luigi los secuestraron una noche cuando regresaban del cine, se llevaron a la mamá mientras el papá se las arreglaba para conseguir dinero; todos los días un niño llega al colegio contando cómo los encañonaron en el tráfico para quitarle el celular a su mamá. Y esas son historias de estudiantes de colegios privados, qué de historias contarán los chamos en los liceos.
En la actual Venezuela dudo que haya un niño que aunque sea colateralmente no se haya visto afectado por la delincuencia: en el caso de mi familia en poco más de un año vivimos dos secuestros Express de adolescentes. Noches infernales que, afortunadamente, sólo significaron pérdidas materiales y un susto que dura a las víctimas meses después del incidente. Tal es la impunidad de la delincuencia que los malandros ni siquiera se molestan en cubrirse el rostro para que no los vean los secuestrados. No hace falta.
Hay quien dice que en Caracas se ha vuelto una necesidad blindar los carros para protegerse de la delincuencia, cuesta mucho dinero hacerlo, muy pocos pueden darse el lujo de pagar esa necesidad. Pero por lo visto, aquellos funcionarios que hoy gozan con sus vidrios blindados del privilegio de protección a sus hijos de los “hombres malos”, como que no les importa menospreciar el coco del resto de los niños venezolanos.

viernes, 20 de agosto de 2010

May God pay you back (Que Dios se lo pague)


Cuando cumplí 15 años mis padres se fueron a vivir a Nueva York y me mandaron a un internado en las afueras de la ciudad, pero casi todos los fines de semana iba de visita. Uno de los principales recuerdos que conservo de la gran manzana en el año 1978 era la cantidad de indigentes que dormían en sus heladas calles, los norteamericanos los llaman "Homeless", hombres y mujeres cuyas pertenencias materiales caben en una bolsa de supermercado. Confieso que me daban miedo.
   Años después desaparecieron del paisaje de Manhattan, los más optimistas pensaban que la economía en los Estados Unidos mejoró en los años 80, otros que el gobernador Giuliani los corrió de la ciudad. Hoy se vuelven a ver como parte de la fauna urbana, según un artículo del NYT este año la cifra de sin techos que deambulan en las calles neoyorquinas aumentó 34 % con respecto al año pasado, sin contar cientos de familias pidiendo albergue.
Leyendo "A son of jazz royalty living in the streets" una crónica también del NYT publicada en agosto de 2010 sobre un hombre de 66 años que escogió la calle como hogar, es fácil darse cuenta que hay todo tipo de motivos que llevan a un ser humano a la indigencia. En el caso del hombre del artículo era hijastro de Billy Eckstine, famoso cantante de Jazz, a quien jamás le faltó nada material ni el cariño de su familia. Sus hermanos todavía lo ayudan en lo posible respetando su decisión de vivir en la calle: "la ciudad es mi hogar, las estrellas son mi techo", no se específica el motivo de su indigencia, lo describen como un hombre encantador, atractivo y talentoso, pero con tendencia a la paranoia a la espera de una invasión extraterrestre en cualquier momento.
Enfermedades mentales, drogadicción, alcoholismo suelen ser razones que llevan a un ser humano a vivir en la interperie, pero la Economía pesa mucho, cuántos norteamericanos no han perdido estos últimos años sus trabajos, sus ahorros, sus casas. No hace falta verlo en las noticias, se ve en la calle, pero también sorprende cómo las características de la mendicidad pueden variar de ciudad en ciudad, como pude constatar recorriendo tres ciudades en la costa Este de los Estados Unidos.


Mi primera parada fue Portland, ciudad turística al sur-este de Maine, fresca hasta en verano, su casco histórico está compuesto de casas del siglo XVIII y XIX, el urbanismo de la zona ha respetado el estilo de edificios bajos de ladrillos rojos. Esta ciudad-muelle es visitada por turistas del este de los Estados Unidos, es raro oír hablar otro idioma que no sea inglés. La mayor atracción de Portland es comer langosta o Lobster Roll (langosta en generosos trozos en pan de perro caliente). Turisteo obligado es pasear en barco para admirar los faros inmortalizados por el artista Edward Hopper. Por ningún lado se ven cadenas comerciales tipo GAP, si acaso un Starbucks. En el casco histórico pura artesanía local y los típicos souvenirs, casi todos con un faro o una langosta.
Además de los turistas recorriendo sus empinadas calles de piedra, también pude apreciar en Portland decenas de hippies viejos que parecían sobrevivientes de Ashbury Height-1968: hombres y mujeres de melenas canosas, clones de Jerry García y Carole King pidiendo a los turistas como quien martilla a un pana: "Can you spare a dollar for a smoke?" (¿me regalas un dólar para un cigarro?).
Los indigentes en Boston no tienen raza ni edad definida, jóvenes y viejos, blancos y negros, más hombres que mujeres, me recuerdan a los sin techo a fines de los años 70 en Nueva York, productos de la miseria, de la crisis, parados en las esquinas extendiendo un vaso plástico mirando desafiantes a los transeúntes como queriendo decir: "Hey you mother fuckers que la vida los ha tratado mejor que a mí, no sean miserables".

En cambio buena parte de la indigencia en Nueva York se siente distinta a la que recordaba a fines de los años 70, sobre todo donde fluye la masa turística como en la 5ta avenida: además de los indigentes que viven en la calle como el hijastro de la leyenda del Jazz que espera la visita de los extraterrestres o quienes de verdad se les nota que lo han perdido todo, hay muchos jóvenes que no parecieran llegar a los 30 años, atractivos, sentados con caras de circunstancia en las aceras o en las escaleras de una iglesia con carteles narrando pesares, algunos serán verdaderos, otros no: "quiero regresar a casa en Arkansas y no tengo dinero", "no encuentro trabajo y no he comido en todo el día". Ni siquiera se ven yonkis. Muchas veces, al pasar por su lado, viéndolos tan jóvenes y arregladitos, me pregunto cuántos de ellos serán alumnos de la Academia de Actuación de Lee Strasberg.
Pero por cada oportunista que usa la miseria ajena para hacerse unos dólares, hay muchos seres humanos que realmente están pasando por un mal momento, hay quienes son víctimas de enfermedades mentales, que no les ha tocado fácil en la vida, quienes lo han perdido todo, verdaderos hijos de la miseria humana, quién es uno para saberlo, si tan sólo con un dólar ocasional se pudiera resolver tanto sufrimiento.

La primera foto donde se le agradece al Federal Bureau los favores recibidos, es una muestra de un ilustrador que ha tomado las calles de Manhattan, esto lo hizo frente al edificio de Coalition for the Homeless, en Fulton Street.

miércoles, 4 de agosto de 2010

"Iglecia" y "Gresia"

Cuenta el anecdotario familiar que siendo profesor de Arquitectura, mi abuelo Carlos Raúl Villanueva raspó a un tesista por escribir en un examen: “Iglecia” y “Gresia”. El muchacho reclamó, porqué lo iba a raspar si ése era un examen de Arquitectura, no de Lengua. Mi abuelo le contestó: “El que escribe Iglesia con c y Grecia con s no merece llamarse Arquitecto”.

Recuerdo esta anécdota porque pareciera que más que nunca los bachilleres se están graduando con terrible ortografía. En la escuela algunos profesores tratan de enmendar el problema restándole hasta 3 puntos a los exámenes que tienen muchos errores ortográficos. Pero en los primeros años de Comunicación Social hay profesores sin clemencia, y son tantos los puntos que quitan, que algunos muchachos quedan debiendo para futuros exámenes.

Razón no les falta, si un Arquitecto que no es capaz de escribir correctamente Iglesia y Grecia no merece llamarse Arquitecto, mucho menos un Comunicador Social se puede dar el lujo de cometer errores ortográficos. Pero tampoco se puede tapar el sol con un dedo, gracias a los correctores automáticos de las computadoras y al afán de la mensajería de texto que todo mensaje los muchachos lo recortan con abreviaciones tipo TQQJ, conocer las reglas de ortografía en el siglo XXI más que algo básico se ha vuelto una disciplina de especialistas.

No sólo los chamos criados entre Macs y PCs pecan de descuido ortográfico, visitando redes sociales como twitter y facebook es fácil darse cuenta que muchos adultos contemporáneos se acostumbraron a ser automáticamente corregidos por sus computadoras y no le prestan mayor atención a la ortografía. Semejante descuido para algunas almas sensibles es difícil de soportar, naciendo un bando de justicieros de la ortografía que también puede ser una plaga, pero a veces no les falta razón porque por Internet se lee cada error que ¡madre mía!.

Hay quienes sabiendo sus limitaciones ortográficas, por ejemplo, no dominar las reglas de acentuación, tratan de disimularlo escribiendo en las redes sociales sólo en mayúsculas, cometiendo doble falta: ignorar los acentos y obviar que escribir en mayúsculas en Internet equivale a gritar. Otros por vergüenza evitan escribir, y algunos no les importa desplegarse en errores creyendo que el contenido de lo que escriben los vale (usualmente, no es el caso).

Quizás la mala ortografía siempre ha estado ahí, pero ahora hay más herramientas que diversifican la escritura sin filtro de calidad. ¿Debemos acostumbrarnos a la mala ortografía o debemos combatirla? Gabriel García Márquez se jacta en sus memorias de tener una pésima ortografía, para eso están los correctores de texto en cada editorial, pero sin poner en duda el genio del escritor colombiano, soy de quienes piensan que un error ortográfico es un pellizco en la lectura, y lo digo desde el mea culpa de no gozar del don de una buena ortografía, a cada rato me confundo con los acentos, y al igual que al alumnado raspado por mi abuelo, veces pongo “s” donde debería ir “c” y viceversa.

No me sienta el papel de purista en el lenguaje, disto de ser digna heredera de don Andrés Bello, pero creo que es hora de rescatar la ortografía antes de que la barbarie termine de apoderarse también de la palabra escrita, debemos exigirnos la disciplina de una buena ortografía y no conformarnos con la mediocridad que nuestros alumnos o nuestros hijos escriban Iglesia con “c” y Grecia con “s”.