jueves, 29 de junio de 2017

La bandera de don Isaac


Hace unos días me preguntaba por Facebook cuándo volveríamos a estar en una concentración contra esta Dictadura donde pudiéramos tomarnos un selfie con tranquilidad, las últimas semanas la represión de la GNB y la PNB, emboscadas y robos incluidos, ha sido tan fuerte que ya a muchos les da miedo llevar hasta el celular, y quienes todavía lo llevamos, andamos pendientes de no sacarlo al no saber cuándo vamos a tener que echar a correr porque de repente entran por todos lados patrullas motorizadas lanzando bombas lacrimógenas y perdigonazos.
Esto de no poder tomarse selfies parecerá un detalle frívolo, pero es una pequeña muestra de la escalada represiva estas últimas semanas.
Afortunadamente el sábado 24 de junio fue uno de esos días de tensa calma en la jornada de protesta, cuando miles de caraqueños nos plantamos en los alrededores de la Carlota contra la violencia de Estado que acabó el día anterior con la vida del joven enfermero David Vallenilla, a quien le dispararon a quemarropa con un arma de fuego desde la base aérea militar. 
En la entrada de la autopista a la altura de Chacao me encontré con mi amiga Cristina Méndez, le pedí a mi hija que nos tomara una foto al ver que llevaba una bandera en cuya asta había anexado un cartón con una foto forrada en papel contact de la célebre Generación del 28, los estudiantes que lucharon contra la Dictadura de Juan Vicente Gómez, a la que perteneció su abuelo el ensayista y escritor Isaac j. Pardo. 
No fue que Cristina me exigiera privacidad, pero le dije que no la iba a montar ni en Facebook ni en Instagram porque muchos se indignan cuando en medio de semejante caos represivo compartimos este tipo de retratos de panas. Llegando a casa subí las fotos del día a la computadora y me encontré con Cristina y su bandera tricolor, y otra de Cristina sola enarbolando la bandera, en la que se aseguró de que se leyera el reverso del cartón. Al verlas me arrepentí de mi promesa de no compartir la foto por las redes sociales porque aunque ya no seamos las sílfides de hace treinta y cinco años, traen recuerdos que merecen una intensidad. 
Cristina y yo nos cruzamos en nuestra adolescencia en el colegio Santiago de León de Caracas pero nuestra amistad nació cuando coincidimos los primeros semestres en la Escuela de Arte, donde gozábamos un puyero con otras amigos como Sonia Casanova y la recordada Esther Morales, entre tantos otros panas que nos las pasábamos sentados en los bancos frente al edificio de Estadísticas para oír improvisar con su cuatro o su guitarra, al gran Aquiles Báez, otro incondicional en las marchas de estos últimos 85 días, a quien entonces llamábamos "Guataca". 
De esos tiempos en la UCV, Cristina y yo recordamos plantadas frente a La Carlota que nuestra primera marcha fue finalizando el primer semestre en el año 1982, marchamos por lo que décadas después habríamos de caminar kilómetros y kilómetros en esta Venezuela Revolucionaria: por la Libertad de Expresión. Fue la primera vez que oí eso de "El pueblo, unido, jamás será vencido". Ironías de la vida que muchos de los dirigentes ucevistas de los años 80 que entonces líderaban esas pequeñas concentraciones de protesta reclamando por todo tipo de derechos, son los represores de hoy, imponiendo el cerco mediático ante una necesaria: "Hegemonía comunicacional". 
En nuestro particular grupo de amigos (por supuesto no hablo de todos en la Escuela de Arte) la política no parecía estar entre las prioridades. No nos jactábamos de ser militantes de Izquierda mucho menos de Derecha, porque eso de asumirse en la Universidad Central de Venezuela de Derecha a los 19 años era la peor de las rayas. Quizás muchos nos ubicaríamos en una cómoda Izquierda light. La verdad es que teníamos otros intereses más ligados a nuestra vocación como los Festivales Internacionales de Teatro, qué película estarían pasando en el cine La Previsora, qué libros nuevos habrían llegado a la librería Suma, la visita de Antonio Gades o de Lindsay Kemp, los próximos montajes del Nuevo Grupo y Rajatabla, algún concierto de jazz en el café del Ateneo. No recuerdo una discusión política de profundidad con mis panas, lo nuestro era cantar, en el repertorio de Guataca había más canciones folklóricas venezolanas y temas de Rubén Blades y Willy Colón, que la Nueva Trova Cubana, a la que solo comencé a escuchar en mi breve paso por Comunicación Social, que sin duda era una Escuela más politizada.
Aunque nuestra vocación de estudiantes de Arte fuera más artística que política, asistimos puntuales cuando a fines del primer semestre fuimos convocados por los dirigentes estudiantiles a protestar no recuerdo frente a qué Ministerio, supongo que al de Justicia, ante la censura a la película "Ledezma: El caso Mamera" de Luis Correa, cuyo director estaba preso por "Apología al delito" (tres meses duró en prisión). 
Recordamos Cristina y yo treinta y cinco años después, que acudir a la convocatoria no era asunto de ser de izquierda radical, light o de Derecha, que te gustara el tema de la película o no, yo nunca la vi, era asunto de defender uno de los Derechos más básicos de toda Democracia: la Libertad de Expresión.
Aunque esa concentración fuera bastante escueta si se le compara con las concentraciones de protesta de hace 18 años para acá, tengo entendido que entonces todo el gremio artístico, en especial el de Cine, se unió en defensa a Luis Correa, también director de "Se llamaba SN", quien murió en 2010 y siempre estuvo comprometido con el proceso revolucionario (en su obituario en Aporrea leo que en los últimos años de su vida trabajó como jefe de seguridad en PDVSA). 
De aquellos líderes estudiantiles, hoy en posición de poder, que nos llevaron entonces a manifestar por la Libertad de Expresión del cine de Correa: ¿cuántos se habrán pronunciado contra la censura a la película "El Inca" de Ignacio Castillo Cottin? 
Sin contar el descarado cerco comunicacional que se ha ido cerrando en los últimos dieciocho años, tantas aberraciones oficialistas a la Libertad de Expresión de las que hoy no solo se hacen la vista gorda los antiguos idealistas, sino que muchos son responsables de ellas.
Y así estamos Cristinita y yo treinta y cinco años después de haber marchado por primera vez para defender a la Libertad de Expresión en Venezuela, sonrientes en medio de nuestra angustia de país, enarbolando una bandera tricolor de siete estrellas, no añoramos nuestra juventud porque estamos satisfechas de las mujeres que hoy somos ya que seguimos fieles a nuestro principios de "Muera la opresión". Solo al llegar a casa me fijé en el detalle de la bandera de mi amiga en la foto que le tomé enarbolándola seria y con orgullo. Al reverso del cartel de la foto de la Generación del 28, en la computadora pude leer:

"Esta bandera perteneció a la casa de mi abuelo materno, secretario de la Federación de Estudiantes de Venezuela en la Generación del 28. Hoy la enarbolo en la seguridad de que a 90 años de su gesta cívica, lograremos nuevamente superar la tiranía y vivir en una Venezuela libre, con instituciones sólidas y Democracia plena.

¡VIVAN LOS ESTUDIANTES Y TODA LA JUVENTUD VENEZOLANA HOY Y SIEMPRE".

Como cumplo mis promesas, la foto enarbolando la bandera de don Isaac J. no la monto en las redes sociales, pero nada dije de no hacer una intensidad de ella.

viernes, 23 de junio de 2017

Entre la brutalidad y la civilización



Ayer me fui a hacer el índice hormonal propio de las chicas de mi edad en el Centro Médico de San Bernardino, además del índice de glicemia porque en la última hematología de rutina salió la glucosa un poco alta. No había reactivos para dos de las pruebas. Esta mañana fui al laboratorio de la Clínica Floresta, no hay insulina para el examen de glicemia: "desde hace tiempo", me dijo resignada la enfermera. 
Por lo menos me pudieron hacer el perfil hormonal. 
Regresando en el carro sintonicé el programa de César Miguel Rondón, Laureano Márquez era el invitado de la mañana. Con la sensibilidad a flor de piel entre la frustración que ni los exámenes médicos más triviales (hasta los más urgentes) son posibles en esta Venezuela, ante la terrible noticia del día anterior que otro muchacho caía ajusticiado por la represión militar (ya van más de setenta víctimas estos últimos ochenta días de protestas), oigo a Laureano y agradezco que hasta en los tiempos más oscuros haya quienes intentan subir el ánimo a las tropas. 
Es importante que no caigamos ni en el desespero ni en la desesperanza. 
El humorista-politólogo insistía que históricamente "Venezuela se ha confrontado entre la brutalidad y la civilización". Según él la civilización no ha muerto en nuestro país, solo que la brutalidad que hoy impera no la deja surgir: "ha sido relegada, ha sido pisoteada".
Qué más pruebas de civilización en la historia moderna de Venezuela, recuerda Laureano, que grandes obras como la Represa del Guri, construir el teleférico de Mérida en tres años, y el puente sobre el Lago de Maracaibo fabricado con tecnología venezolana. Grandes venezolanos de sobra, sabios, músicos, artistas, poetas... el sistema nacional de orquestas, el Teatro Teresa Carreño, los grandes eventos que hemos disfrutado en sus salas. Tuvo la gentileza de mencionar a la Ciudad Universitaria como una de las maravillas capaces de hacerse en Venezuela. Recordaba con su humor característico que cuando Calder por fin conoció el Aula Magna, dijo: "Villanueva is the devil itself!".  
Cómo no evocar cuando mi abuela me decía que Carlos al diseñar la Ciudad Universitaria, la soñó sobre todo para los venezolanos del futuro, que no le cabía duda seríamos mejores que los venezolanos del entonces presente. Que la modernidad estaba por arroparnos. Apostando que algún día construcciones similares a la Ciudad Universitaria, donde el arte, la arquitectura y la naturaleza se fusionaran en esta privilegiada ciudad, en este privilegiado país, sería la norma en Venezuela.
Y así de repente me volví otra vez la señora que llora manejando, pensando en el foso en el que hoy estamos en la República Bolivariana de Venezuela, tratando de precisar cuáles han sido las grandes obras desde que caímos en manos revolucionarias más allá del odio en el que nos ha sumido, reafirmándome que no me quiero ir de Venezuela, no quiero que mis hijos se quieran ir, que no encuentren futuro en su país que también es el país donde nacieron sus abuelos. Pensando en Roberto Picón en este 2017 "privado de libertad" -como dicen hoy en la neolengua revolucionaria- , cuando en otra Venezuela un Ingeniero con la privilegiada mente matemática del primo Roberto, tan inteligente y comprometido con esa civilización a la que se refiere Laureano, que sin ser político, un buen gobierno encontraría alguna manera de usar su potencial humano para contribuir a construir una Venezuela moderna como por la que apostaba mi abuelo. 
Lloré por tantos muchachos muertos, por tantas familias destrozadas, por el hambre, por la miseria, por la crisis de salud, por la represión, por los presos políticos, por los familiares y amigos que se han ido que no sé si algún día volverán, ya algunos comienzan a morir y a ser enterrados en otros países. Pensando si se termina de imponer la brutalidad, como pretende imponerse una Constituyente a la medida de la Dictadura, emigrar de Venezuela será cuestión de supervivencia. 
Lloré como de Altamira a La Castellana por este país en ruinas que hoy es Venezuela, después me sequé las lágrimas porque tampoco hay tiempo para descorazonarse, para darnos por vencidos. Hay que evitar intensidades, por lo menos las que depriman y nos hundan en la inactividad. Debemos insistir en recuperar esa civilización que hoy parece secuestrada, así dejemos el alma en ello, en rescatar la esencia ciudadana, no doblegarnos ante los bárbaros que nos quieren sometidos que hoy llevan las riendas de Venezuela, a quienes poco parece importarle dejarla en ruinas con tal de permanecer impunemente en el poder.
Pero estoy segura como dice Laureano, que somos más los demócratas que soñamos en salir de esta pesadilla militar, y que más temprano que tarde, la civilización volverá a triunfar.

jueves, 15 de junio de 2017

De qué hablo cuando hablo de correr (en Caracas)


Cuando Haruki Murakami publicó "De qué hablo cuando hablo de correr", pensaría que estas memorias sobre su experiencia como corredor cincuentón podrían hablarle a cualquier ciudadano del mundo aficionado a trotar, además de como ejercicio, como meta personal. Un libro que hasta hace unos meses cualquier venezolano trotador podía leer y sentir suya la experiencia del arduo trabajo que implica entrenarse para un maratón, sobre todo para quienes pasados los cincuenta años el cuerpo no les responde como quisieran, y que no importa los años dedicados a mantenerse en forma, apenas dejan de entrenar por cualquier razón, los kilos se acumulan y el desgaste físico se hace sentir. 
En Venezuela a pesar de la intensa crisis por la que atravesamos, todavía contamos con enjambres de corredores aficionados como fue obvio en marzo de 2017 poco antes de que empezara la más reciente ola de represión del gobierno de Nicolás Maduro, cuando al llamado de la CAF para su maratón anual, se unieron miles de corredores de todas las edades para atravesar Caracas, cada quien aspirando su meta particular. Como en todo maratón no se puede pretender que un corredor de cincuenta años haga el mismo tiempo que uno de veinte, por eso para medir cada logro se dividen los participantes en categorías por sexo y edad. 
 Es más factible que quien esto escribe alguna vez visite Marte antes de correr un maratón, pero difícil no sentir envidia de quienes esa mañana de domingo atravesaron Caracas de punta a punta por el simple motivo de alcanzar una meta deportiva ya que apenas días después, hasta el día de hoy (75 días en este teje maneje), cuando uno habla de correr y atravesar Caracas, ni al deportista más obsesionado se le viene a la mente la palabra "Maratón", sino la palabra "Represión".


Hasta ayer no me había tocado correr, si varias veces caminar rápido para huir de las bombas lacrimógenas de la GNB y de la PNB buscando dispersar las marchas, pero no correr. Y se supone que la manifestación de ayer sería un plantón. Quizás no había corrido antes porque a las concentraciones recientes a las que había asistido, fui con mi marido en moto. Lo que pasa es que la nueva etapa del Plan Zamora desde hace un par de semanas para acá ya no es aguardar las marchas pacíficas con tanquetas frente al anuncio de Nívea en Bello Monte, aparente línea limítrofe militar entre el este y el oeste; el paso del helicóptero ya no advierte a los marchistas más timoratos que la represión está por comenzar. Ahora la represión comienza desde los mismos puntos de concentración de quienes marchamos por retomar el hilo constitucional. Hoy las fuerzas represoras que impiden el derecho democrático a manifestar emboscan salvajemente al "enemigo interno" en motos como si se tratara de rodeos de vaqueros que disfrutan enlazando al ganado.
Tampoco fue que corrí mucho, poco más de dos cuadras largas en la avenida Luis Roche en Altamira. Corriendo apresurada pero fijándome bien en no tropezar con la raíz de un árbol, la cadena de un estacionamiento, o una alcantarilla sin tapa, que yo no cuento dos para caerme. La mayoría de quienes corríamos escapando esta nueva emboscada militar éramos mujeres, hasta Liliana y Lilibeth Rodríguez Morillo estaban corriendo vestidas de bandera tricolor: vinieron de Miami a solidarizarse con quienes ya tenemos 75 días en esto.  Yo estaba con una amiga y su mamá. En la carrera mi amiga jalaba a su mamá y su mamá me jalaba a mi. Qué pena. 
En la noche trataba de entender porqué si la distancia que corrimos para no asfixiarnos con los gases y evitar ser atrapadas tampoco fue muy larga, sentía que no me llegaba el aliento a los pulmones, que si no me agarraba la GNB como han agarrado a tantas venezolanas contemporáneas para robarlas cual vil rateros, me quedaría en el sitio muerta de un infarto.  
Hace dos días el titular de un medio digital decía algo así como: "Anciano de 51 años en estado crítico tras sufrir atropello". Tres años menor que yo. Ese fue tema de conversación tanto en el chat de mis amigas como en el chat de los amigos de mi esposo. "¿Anciano de 51 años?", ¡si nosotros todavía somos unos chamos! O por lo menos así nos sentimos, pero corriendo Altamira para arriba buscando que no me atraparan cual juego de policías y ladrones -que desde hace tiempo los niños venezolanos versionaron "guardias y estudiantes"- me sentí una anciana, me cayó la edad mientras jadeante una vez a salvo en el carro pensaba: "Ya yo no estoy para estos trotes".

En la noche, más tranquila, reflexionando dos vodkas después, me di cuenta qué anciana ni que caraj, si bien pasados los cincuenta -como Murakami insiste en recordar- ya no estamos en la condición física de los chamos de 20, tampoco somos unas viejas: miles de mujeres venezolanas de mi edad y hasta mayores no se cansan ante la escalada del trote en el que nos tienen las fuerzas represivas desde hace 75 días, más bien esa saña alimenta la indignación de no rendirse a vivir en Dictadura ( yo tampoco me rindo, ya veré cómo haré). Lo que pasa es que desde niña nunca pude correr, me faltó ese gen, bailar hasta el amanecer si, pero correr, nunca. En las clases de deportes cuando la profesora Tibisay mandaba a dar varias vueltas al gimnasio trotando como calentamiento, me tenía que esconder porque me faltaba el aliento a la segunda vuelta... jugando paz y guerra siempre era la primera que agarraban... jugando a la Ere paralizada más era el tiempo que pasaba paralizada, y si me tocaba ser la Ere, no agarraba a nadie... Cuando trotar como ejercicio se puso de moda, nunca entendí por qué. 
Por eso sé que si me falta el aliento a la hora de dar una carrera, no es la edad, no es que esté fuera de entrenamiento, es que yo no sé correr, eso no quiere decir que me rinda ante los bárbaros que buscan atornillar esta Dictadura, y ahí me volverán a ver.