miércoles, 18 de julio de 2018

La recepcionista


Cuando se aproxima mi cumpleaños procuro hacer la visita anual al ginecólogo, como mi doctora es minuciosa con sus pacientes, la espera suele ser larga, recibe con cita por orden de llegada, atiende a partir de las nueve de la mañana. La secretaria sugirió que si no madrugaba, procurara llegar después de las once para que la espera no fuera tan prolongada. Le hice caso, llegué a las 11, fui la última en llegar de las seis pacientes convocadas, me llevé un libro porque sabía que la espera sería larga, lo que no imaginé es que pasaría cinco horas antes de que me atendieran. 
La novela de Ian McEwan apenas la abrí, cinco horas de espera dan para crear amistades que ni en toda una vida, en este caso una señora y su hija que habrán llegado cinco minutos antes que yo, lo que les ahorró una hora menos que a mí pero como era primera vez que iban a consulta de tan minuciosa doctora, la señora se tomó la larga espera como un desaire personal. 
"Por eso odio a los médicos, sé lo que digo, trabajé durante muchos años como enfermera, los odio. Yo por mi no vengo". 
La hija no hace caso al malhumor de su madre, es una chica zen, su energía es paz y amor, aunque es imposible evadir el tema de la deplorable situación en la que hoy vivimos en Venezuela, en cuatro horas de intensa conversación me contó que era Ingeniero de Computación egresada de la Universidad Simón Bolívar, que su alma mater no se escapa de la crisis: está devastada, de los míseros sueldos que perciben hoy los jóvenes profesionales, que por eso ella se casa en diciembre y se va a vivir a Europa con su futuro marido, que también es egresado de la Simón, aprovechando que él tiene pasaporte de la Comunidad Europea, pero será a Alemania o a Holanda porque le dicen que en España no se consigue trabajo.
Trataron Canadá, pero ya en Canadá no quieren a más venezolanos. 
Una mujer que esperaba cita con el cirujano plástico que tiene consulta frente a la ginecólogo, oía disimulada nuestra conversación, por fin se unió contándonos que se iba a hacer un retoquito, confesó 51 años, su rostro no aparentaba más de treinta y cinco, buena carta de presentación para el cirujano plástico que visitaba, yo hasta pedí una tarjeta pensando que en crisis, pero sin bolsas en los ojos ni papada.
Al poco rato me di cuenta que al entrar en la conversación la mujer no buscaba captar clientes para el cirujano plástico, sino ver si reclutaba a la joven ingeniero. Tras mostrarnos en el celular las fotos del antes y después de su primera operación, siguió con la importancia de mantener una buena imagen mientras sea posible, si lo sabrá ella que es gerente de recursos humanos, lo difícil que se ha vuelto ejercer su oficio en Venezuela porque todos los jóvenes profesionales, apenas consiguen el título, lo que quieren es irse del país porque con los salarios que cualquier compañía en Venezuela puede ofrecerles, no les da para nada.
"Muchos me dicen que ante tan míseros sueldos, los papás los instan a que se queden en sus casas, menos riesgo y gastan menos dinero que saliendo a trabajar, qué país tan loco".
La reclutadora comienza a enumerar la cantidad de vacantes que tiene la empresa para la cual trabaja,  sigue con la persecución que le monta a los jóvenes talentos que quiere contratar, cómo les pregunta que cuánto aspiran ganar y después les cuadriplica el monto, y aún así, nada, los chamos venezolanos huyen del Socialismo del Siglo XXI en estampida.
"Así será la situación que hace poco no tuve más remedio que contratar a una vieja de 56 años como recepcionista de la empresa".
Me hizo ruido que una mujer de 51 años esperando para hacerse un retoquito en la cara hablara con tanta ligereza de "una vieja de 56", pero no la iba a interrumpir, quería que terminara su historia.
"La señora llegó de lo más puntual y arregladita a su primer día de trabajo, cuando el jefe llegó y vio a la vieja en la recepción, me pegó un grito: '¡Graciela, a mi oficina!' Yo sabía antes de entrar lo que me iba a pedir, y no me equivoqué:
 'Me sacas a esa vieja de la recepción ya'.
'Pero jefe, dele una oportunidad, se ve una señora responsable, y está tan emocionada de haber encontrado trabajo, además, por lo que están ganando ningún joven en este país quiere trabajar, si casi todos se han ido, y los que no se han ido, están viendo cómo irse.
'Ese es tu problema, ve a ver qué haces, pero me la sacas ya, no quiero a esa vieja en la recepción de mi oficina".
Continuó la reclutadora la triste historia: "Y la tuve que botar, pobre señora, voy a ver dónde la ubico".
Pasaron la enfermera con su hija a la consulta de la ginecólogo, y la reclutadora a su consulta con el cirujano plástico, me quedé sola pero sin concentración para leer la novela de McEwan pensando que esta Venezuela no será país para jóvenes, pero mucho menos lo es para los que ya no lo son tanto.

lunes, 9 de julio de 2018

Viviendo en la economía de las galletas


Barrio o urbanización se oye el mismo comentario entre los vecinos que vamos quedando: "Qué soledad se siente". Caracas pasó de ser una de las capitales más importantes de Latino América, a una mezcla entre el desahuciado pueblo que describiera Miguel Otero Silva en su novela Casas Muertas, y la vida estancada en el tiempo como aquella película con Bill Murray, Groundhog Day, en el caso de los caraqueños, estancados en un eterno dos de enero: una ciudad desierta, con resaca, desabastecida, casi sin tráfico, funcionando a media máquina. 
Si en época de Chávez los más previsivos profesionales se forjaron un meticuloso Plan B para emigrar de la debacle que vieron avecinar con la llegada del Socialismo del Siglo XXI, en el gobierno de Maduro las migraciones son casi desesperadas. En una economía arrasada, es cuestión de supervivencia: quien gane en bolívares, o viva de una pensión en bolívares, el dinero no le alcanza ni para comprar café, cuando se consigue. 
Hoy, si se consiguiese dinero en efectivo, para que alcanzara para comprar algo a quien se le da propina, habría que darle casi un millón de bolívares, cuando el sueldo mínimo está en poco más de cinco millones al mes, contando el bono de alimentación. 
En los restaurantes y en las peluquerías ya aceptan pagos en puntos de ventas para las propinas, aunque por más generosas que se crean, con semejante hiperinflación, las propinas no rinden lo que rendían antes. Quienes deben estar más fregados en esta economía revolucionaria son los empaquetadores de bolsas en los supermercados, y los "le cuido el carro" que saltan donde sea. 
Ante la falta de efectivo de los últimos meses en nuestro país, a muchos venezolanos les ha dado por dar propinas con paqueticos de galletas de soda o de Club Social.  
Hace unas semanas, fui a hacer una compra al mercado de la zona cuando me abordó un niño que no llegaría a los nueve años, ofreciendo cuidarme el carro. 
"No tengo efectivo para darte propina, chamo"- le dije.
"No importa, nos compra algo de comer a mi y a mi hermanito".
En otra Venezuela, hasta una no tan lejana, les habría brindado un sandwich, por lo menos un toddy, pero en esta Venezuela se dificulta no solo por la falta de efectivo, o por lo caro que está lo poco que se encuentra, sino también por el desabastecimiento: los mercados están pelados, rara vez se consigue pan. Lo que todavía no falta en los mercados son galletas de algún tipo. 
Esa tarde pensé que galleta llena el estómago pero no alimenta, por eso preferí regalarle unos apetitosos cambures, amarillos, sin una mancha, en su punto para comer. Los niños los recibieron dándome las gracias pero con el mismo asco de cuando a mis hijos les servía berenjenas en el almuerzo. 
"Señora para la próxima regálenos galletas".
Después de todo son niños, pensé, pero como mamá sentía que había hecho bien. Qué mejor fruta que un cambur: sabroso, listo para comer, alimenta, llena. 
Semanas después de esta anécdota, con la crisis de desabastecimiento, hiperinflación y falta de efectivo cada vez peor, fui a la inauguración de la exposición Fe de la artista Anita Reyna ayer domingo en la  galería Okios en el Edificio La Hacienda en Las Mercedes. Por la falta de efectivo decidí estacionar el carro en la calle. No tardó en saltar un hombre a quien le calculé como cuarenta años: "Madre, tranquila, que le cuido el carro y usted me compra unas galletas o algo para comer para llevarle a los muchachos". 
Como en el edificio hay un Automercado Plaza y yo le había prometido llevarle a mi mamá una bandeja de jamón, le dije que está bien, cuídame el carro. Tras disfrutar de la hermosa exposición, me fui al Plaza donde volví a insistir en eso que galleta no es alimento, así que además de una pequeña compra que no pasó de una bolsita, que requirió pasar tres veces la tarjeta (una de ellas "transacción fallida"), como este señor no era un niño sino un adulto, a pesar de que ya me había llevado un chasco dando propina en cambures, no se me ocurrió más brillante idea "para alimentar a los muchachos" que regalarle un plátano al padre de familia, jurando que me la estaba comiendo. 
Si los muchachitos recibieron con desprecio los cambures, el supuesto padre de familia despreció malcriado el plátano: "deje eso así, lo que le pedí fueron galletas". 
Yo de zoqueta tratando de venderle los beneficios del plátano: "Pero mejor un plátano, mucho más nutritivo que un paquetico de galletas".
El hombre lo rechazó como si lo que estuviera ofreciendo un huevo podrido. 
De regreso a casa me entró ratón moral, la diferencia entre quienes todavía pueden darse el lujo de llevarse una bandeja de jamón, y a quienes se les hace cada vez más cuesta arriba, en Venezuela nunca fue tan abismal. 
¿Cuál es la diferencia entre dar un paquetico de galletas y un plátano?  Valen más o menos lo mismo. ¿Será que el hombre aspiraba a que le pagara un paquete de galletas completo que hoy puede llegar al equivalente de lo que gana una enfermera en un Hospital Público? ¿O será que vive en la indigencia y pensará "cómo pretende esta señora que yo cocine el puto plátano"?
No pude evitar recordar lo conversado minutos antes con una amiga colombiana establecida hace más de dos décadas en Caracas, quien a pesar del acto de Fe de nuestra amiga Anita, me confesó que hace rato la fe, por lo menos de un cambio a mediano plazo en Venezuela, la había perdido: "Mucha gente dice que estamos tocando fondo con la hiperinflación, que la situación en Venezuela tiene que cambiar, pero si algo me consta por de donde yo vengo es que a menudo los abismos no tienen fondo, o se puede tardar demasiado tiempo en llegar a él".

¿Será que en algún momento les dará ratón moral a los responsables del abismo sin fondo que hoy vivimos en Venezuela? 

Mientras tanto, a comprar galletas 

mientras se pueda.