martes, 10 de diciembre de 2019

La danza de los paraguas abiertos


Cuando tenía como nueve años me invitaron a una merienda de cumpleaños de una prima lejana un poco menor que yo. Fui contenta porque congeniábamos cuando nuestras madres se ponían de acuerdo para reunirnos a jugar. Pero la merienda era más grande de lo que pensaba, había como veinte niñas entre ocho y doce años entre primas, amigas del colegio e hijas de las amigas de sus papás. Nunca he sido el alma de la fiesta, todavía me cuesta entrar en confianza en fiestas y reuniones grandes. Para colmo ese día cayó un chaparrón, la merienda en lugar de realizarse en el jardín donde pude haber pasado desapercibida jugando con el perro de la familia o tomando frescolita tras un chaguaramo, se realizó en el salón de la casa donde traté de poner en práctica mis dotes de invisibilidad: calladita pero riéndome de las ocurrencias de las demás invitadas para no desentonar.
Y lo estaba consiguiendo, hasta que a una de las primas de mi prima, una niña chillona de ojos saltones un poco mayor que yo, se le ocurrió hacer algo que en mi familia significaba línea directa para invocar a una catástrofe: abrir un paraguas negro en medio del salón. 
Si tan solo hubiese sido un paraguas de otro color, quizás no me habría angustiado tanto, no habría significado invocar a la catástrofe sino a un repentino golpe de mala suerte, como fracturarse una pierna o algo así, pero ¿un paraguas negro? Todo el mundo sabe que abrir un paraguas negro bajo techo era llamar a la muerte, ¿o no? y si de algo estaba segura a los nueve años era que todavía no me quería morir. Así que dejando de lado mi timidez natural, casi al borde de la histeria, una mezcla de la niña del Exorcista con Audrey Rose, le grité a la joven Bette Davis: "¡Cierra ese paraguas! ¿Estás loca? ¡Estás llamando a la muerte!".
Ay con las enseñanzas de mi madre y de mi abuela.
Se hizo un breve silencio, a los pocos segundos casi todas las invitadas de la merienda, incluyendo mi prima lejana, tan cuchi hasta esa tarde, tomaron sus lindos paraguas de niñas, y los abrieron en el salón en una danza cual aquelarre mientras cantaban: "¡Que llueva, que llueva!".
La niña de los ojos saltones bailando con su paraguas negro como bruja mayor, era quien llevaba el ritmo a lo que antes se le conocía como caribeo y hoy llaman bullying: "Tan boba la niñita que le tiene miedo a los paraguas". 
Y yo llorando no tanto por ser víctima de una cayapa de paraguas abiertos, sino porque estaba segura que esa tarde de mediados de los años 70 esas niñas inconscientes estaban invocando una catástrofe mayor de la que de alguna forma todas seríamos víctimas. 
(Casi cincuenta años después pienso que quizás tenía razón).
Hasta que la mamá de la cumpleañera se dio cuenta del alboroto: "¿Qué está pasando aquí?", al verme ahogada en llanto, me tomó de la mano y me sacó del salón llamando a mi mamá para que me viniera a buscar, le dijo que no sabía bien lo que había pasado, pero la Piki estaba llorando. 
Cuando por fin mi mamá me vino a buscar, entre sollozos en el carro intenté explicarle: "Estaban abriendo paraguas dentro de la casa", ella entendió. 
No me las quiero dar de víctima, me considero afortunada porque ese fue el único caribeo fuerte que recuerdo en mi vida,
y para ser sincera esa lluviosa tarde se las puse bombita con semejante superstición.
Ya de adultas la prima y yo nos saludamos con mucho cariño cuando nos conseguimos por la vida, pero nuestras madres no volvieron a arreglar para que nos reuniéramos a jugar. 


                                                                               II

El recuerdo de la danza de los paraguas abiertos quedó guardado en una gaveta de mi memoria hasta otra lluviosa tarde décadas después cuando una amiga celebró su cumpleaños con una merienda a la que invitó a varias de sus amigas de diversos grupos, a algunas las conocía, a otras no, al final de la tarde ya todas éramos panas. O por lo menos eso pensé, tras cantar cumpleaños, me senté a comer torta y tequeños, conversando de todo y de nada (ya participo activamente en las conversaciones) cuando de repente la mujer que tenía al lado, no sé si la conocía de antes porque soy muy mala para las caras, se sintió en suficiente confianza como para preguntarme:
"Chica ¿Qué te pasó en la pierna?"
"¿En la pierna? ¿Nada? ¿Por qué preguntas?".
"Es que caminas raro, tengo toda la tarde viéndote pensando pobre, debió haber sufrido un accidente".
Camino como pato, qué le voy a hacer, con los pies para afuera, lo heredé de mi padre, lo heredó mi hija de mi, no será el andar más atractivo pero es una marca de fábrica que llevamos cómodamente, sin complejos, como un lunar de familia. Traté de explicarle a la entrometida que ese es mi tumbao, yo camino así.  La muy indiscreta siguió insistiendo como si hubiera estudiado medicina con postgrado en ortopedia. 
"No es un caminar normal, tu cojeas, es como si tuvieras una pierna más larga que la otra, ¿te las han medido?".
 El resto de la mesa comenzaba a sentirse incómoda ante la insistencia de la mujer por mi notable cojera. No tenían por qué preocuparse, ya no me ofendo tan fácil, ni lloro por tonterías, la muy impertinente debía tener unos tragos de más encima, opté por pararme de la mesa disculpándome porque tenía que ir para el baño, y me alejé caminando con la mayor dignidad posible sabiéndome el foco de atención de varios pares de ojos que estarían determinando el calibre de mi supuesta cojera. 
Menos mal que  esa lluviosa tarde a nadie le dio por abrir un paraguas en el salón de fiestas, que ya suficiente mal estamos en Venezuela, también agradecí no haber tomado más de una cerveza, ni haber ido con tacones altos porque la loca habría sido capaz de llamar a una ambulancia para que me hicieran una resonancia magnética.

 Yo habría llamado a mi mamá para que me viniera a buscar.