sábado, 25 de julio de 2020

El karma de la oficial





 El pasado lunes al mediodía tenía una cita en el Centro Médico de Caracas en San Bernardino, como mi licencia de conducir se venció la semana pasada justo el día de mi cumpleaños, me llevaba Lubin, el chofer de unos queridos amigos que en estos momentos se encuentran fuera de Venezuela. Tampoco es bueno manejar en este estado, en medio del duelo se tiene la cabeza medio perdida: dejé olvidados el celular, las llaves de la casa, y lo más importante, el salvo conducto donde el doctor indicaba que tenía que regresar a consulta este lunes de estricta cuarentena. 
 Caracas como si nada, mucha gente en la calle aunque casi todos con su mascarilla así fuera en la papada. Como yo no ando para juegos llevaba tapabocas y máscara de plástico, doble barrera protectora contra el Covid-19. Lubin iba con su tapabocas bien puesto. No fue mayor sorpresa encontrarnos con una alcabala en la entrada a la Cota Mil en La Florida conformada por un soldadito que parecía un adolescente y una mujer oficial. Ambos con el tapabocas en la barbilla.
“¡CDLM, se me quedó el salvoconducto!”, pensé, nos tendríamos que devolver, pero no sin antes sacar la carta de viuda para ver si nos dejaban pasar: “oficiales tengo una cita médica, estoy mal, mi marido acaba de morir”.
Los oficiales cero nivel de empatía:
"Papeles del carro, seguro de responsabilidad civil, licencia de conducir, certificado médico del conductor”.
En ese momento me di cuenta que no estábamos ante una lógica barrera de cuarentena sino ante un vulgar matraca. 
Aunque el matraqueo en Venezuela debe existir desde los tiempos de la Colonia, estos últimos años se ha vuelto más descarado, el objetivo de muchos de estos oficiales no es verificar que los papeles estén en orden, sino que todo se solucione con “una colaboración”. La avenida Boyacá mejor conocida como la Cota Mil suele ser territorio por excelencia para conseguir “colaboraciones”, a mi hijo hace un par de años un mediodía regresando de la universidad lo detuvieron a la altura de El Marqués, y al no tener consigo el certificado de Seguro de Responsabilidad Civil del auto, le retuvieron los documentos hasta que regresara con algo de comer. En ese momento Venezuela todavía no se manejaba al son del dólar, la principal divisa era comida, así que mi hijo, entonces de 18 años, tuvo que pedirle a su papá que le depositara y con un pote de arroz chino se solucionó el problema.
“Toma tus papeles chamo, para la próxima recuerda tenerlos en regla” de lo más buena nota le aconsejó un oficial mientras saboreaba su arroz chino.
De hace un tiempo para acá, muchos amigos por encima de los cuarenta años han sido detenidos por improvisadas alcabalas en la Cota Mil cazando a quien le falte un papel, buscando no imponer una multa cívica sino arreglarlo con “una colaboración”, en divisas si es posible. Es toda una negociación urbana, el infractor no puede ofrecer la colaboración, tiene que esperar la oferta, porque de lo contrario le pueden clavar un intento de soborno al delito de por ejemplo, andar con el certificado médico vencido. 
Después del incidente del arroz chino mi esposo juró que a nuestra familia no nos volvían a agarrar de pendejos, y procuró que todos nuestros papeles estuvieran en orden, menos mal porque tiempo después fuimos detenidos en el que debe ser uno de los más cotizados puntos del matraqueo: la curva en La Guaira para dirigirse al aeropuerto. Oscar nos llevaba a mi mamá y a mi que viajábamos a Europa a visitar a la familia, eso fue a fines de febrero de este año 2020 cuando el Covid-19 todavía parecía una amenaza lejana, un cuento chino, y a pesar de que íbamos en mi poco ostentosa mini van Mitsubishi que tiene más de veinte años, y que no habíamos cometido ninguna infracción de tránsito, fuimos detenidos por la improvisada alcabala pidiendo ver los papeles del carro y del conductor. Poco faltó para que nos pidieran los pasaportes. Enorme sería su desilusión cuando todo estaba en regla y nos tuvieron que dejar pasar sin la aspirada colaboración. 
Semanas antes de morir Oscar logró renovar en línea su licencia de conducir, la mía la renovaría después porque ya habría tiempo. No lo hubo para él, murió de un infarto fulminante doce días antes de mi cumpleaños, yo tengo que esperar a tener cabeza para realizar ese trámite en línea que a Oscar se le hizo bastante fácil. Estaba mal acostumbrada a que de estas faenas prácticas de la vida se ocupara mi marido.
 Mientras tanto acepto la gentileza de mis amigos de usar a su chofer, que no son muchas las salidas, en tiempo de cuarentena no salgo más que para citas médicas lógicas por el duelo que estoy viviendo. 
Y así íbamos Lubin y yo, conversando sobre cualquier cosa, podríamos parecer una tía y su sobrino porque yo iba en el asiento delantero, cuando nos detuvieron en la alcabala improvisada en la Cota Mil y tuvimos que estacionar el carro en el hombrillo. La verdad es que no esperaba que se pusieran a pedir papeles, pensé que me iban a mandar a dar la vuelta por no llevar el salvo conducto, por eso me sorprendió cuando en tono frío comenzaron la retahila: 
“Carnet de circulación…”.
“Ay coño dónde esta eso”, pensé.
Me puse a buscar entre los papeles y papelitos en mi portamonedas y nada que lo encontraba. Hasta que me iluminé y recordé que Oscar guardaba esos documentos en la guantera del carro, y ahí estaban: el carnet de circulación y el Seguro de Responsabilidad Civil. Lubin tenía al día su licencia pero había extraviado el Certificado Médico.
 Lubin no me dejó que me bajara del carro,  yo oía como la fiscal con el tapabocas en la barbilla le decía que esto se arreglaba con una colaboración, a lo que él contestó: “Ninguna colaboración, póngame la multa”, y mientras le escribían la multa, yo veía como pasaban carros y carros y carros y carros… qué cuarentena ni que ochos cuartos. Esta gente está aquí es para matraquear. 
Cuando la oficial terminó de escribir la multa y nos dejó marchar, la mujer se sentó con cara retrechera esperando que nos fuéramos para ver si con la próxima víctima tenían más suerte. Mientras Lubin regresaba al volante, me le quedé viendo fijamente a los ojos y le dije: “¿Usted sabe lo que es el Karma? Lo malo que uno hace en la vida se devuelve”. La oficial esquivó mi mirada, como si acabara de echarle una maldición guajira. Lubin aceleró no nos fueran a poner otra multa por anunciarle la existencia del karma a la señora oficial.
Quiero creer que en la noche antes de irse a dormir la muy matraquera se habrá metido en Wikipedia en Internet buscando la palabra Karma, aunque seguro la escribiera con “C”. 

martes, 21 de julio de 2020

Gloria



En esto del duelo me ha dado por soñar películas, la otra noche soñé que Totoro estaba a mi lado, no ha vuelto a aparecer, hace dos noches soñé que yo era una Gloria venezolana, pero no la Gloria de Sebastián Lelio protagonizada por Paulina García, mujer de 58 años divorciada con hijos grandes que ahogaba su soledad bailando en las discotecas de adultos en Santiago, mucho menos Gloria Bell, también dirigida por Lelio pero con Julianne Moore como la cincuentona asidua a las discotecas de adultos contemporáneos en L.A.
No, la Gloria de mis sueños era mucho más cool, era la Gloria de John Cassavetes del año 1980 protagonizada por Gena Rowlands en su máximo esplendor de "tough cookie", imagino que muchos aquí recordarán a esa Gloria, papel que en los 90 interpretó en un remake sin éxito Sharon Stone.
El otro día vi un meme que con quien te gustaría estar acompañado en una situación de peligro que si Bruce Willis, Jan Claude Van Damme, Steven Seagal, Sarah Connors, la novia de Kill Bill; yo quisiera estar con Gloria, inteligente, de sangre fría, una gran evitadora de intensidades. Para quienes no recuerden la película, o por su edad no la llegaron a ver, se las refresco con la ayuda de Wikipedia porque tengo años que no la veo: una familia es masacrada en su apartamento en el Bronx porque el papá, que era contador de la mafia, testimonió en contra de sus jefes. Sabiendo lo que estaba a punto de suceder la madre le encomienda a su vecina, Gloria, que protegiera a sus hijos que también estaban marcados, y aunque la ácida mujer que había sido amante de un jefe de la mafia hacía alarde que no le gustaban los niños, accede a llevarse al pequeño Phil, un chamo precoz como de siete años, la hija adolescente se niega abandonar a sus padres y muere con ellos.
Cuando le cuento sobre Gloria a mi hijo me dice, pero es igual que Leon, la principal diferencia con el Leon de Luc Besson protagonizada por Jean Reno, es que la niña a proteger era Nathalie Portman que era una cuchura, y el pequeño Phil era feíto, se vestía como el Tony Manero de Fiebre del Sábado por la Noche, lo que los americanos llaman un "Wise crack", de lengua afilada, un adulto en miniatura, pero que en contados momentos de la película inspiraba una enorme ternura porque después de todo era un niño desamparado, que acaba de perder a su familia, y dependía de esa vieja amargada para salvarle la vida.
Y yo en mi sueño era esa Gloria de Gena Rowlands, a pesar que nadie menos Gena Rowlands que yo, quisiera creer que soy más la Gloria de Julianne Moore, pero vamos a sincerarnos, soy más la Gloria de Paulina García. Pero como en los sueños manda el subconsciente, en mi sueño de lo más Gloria a lo Rowlands me veo protegiendo a una bebé como de un año, una bebé cuya vida está en peligro por amenazas de nuestras mafias de narco enchufados y demás bichos, una bebé que apenas conozco, con quien no siento más que una normal empatía porque no es nada mío, pero me toca defenderla poniendo en riesgo mi vida. La bebé no está a mi cargo, solo me toca defenderla, no se ha establecido relación entre nosotras.
Cuando llego a un momento en el sueño de un dilema muy humano: vale la pena arriesgar la vida por una bebé que ni siquiera he cargado, cuando en el sueño me cuestiono: ¿hasta dónde llega mi heroísmo? Porque yo no soy la Gloria de Gena Rowlands, soy Pikivil, poco dada a la violencia y a los asuntos prácticos de la vida (no siento que mis actuales problemas vivenciales sean parte del sueño). Y en esa encrucijada existencial onírica: ¿es el momento de rendirme en salvar a esa bebé y correr por mi vida? o será el momento de inmolarme como Theon Greyjoy en la batalla final contra los zombies por esta bebé desconocida... y como que me debí haber sacrificado porque abruptamente desperté de esa pesadilla, y suspiré aliviada, hay sueños horribles de los que uno se despierta, gracias Dios mío que solo era un sueño, y hay momentos en los que por más que intentemos, no podemos despertar de lo que parece una pesadilla.

El Ministro de la Felicidad

El Ministro de la Felicidad

Mi papá a dónde iba hacía amigos, buscaba su lugar en pequeñas comunidades, tan tercas como él, que seguían luchando en un país que te pone todo en contra. 
por Isabel Thielen
Este es el mejor país del mundo, solía decir mi papá en sus clásicos monólogos a la hora de comer. Mi mamá, mis hermanos y yo, nos burlábamos ante absurda declaración. Lo llamábamos el Ministro de la Felicidad, cualquiera diría que lo había contratado el PSUV para sembrar optimismo en medio de una Venezuela cayéndose a pedazos. Pero aún así, frente a la crisis económica, a los meses de protestas, a las odiseas para conseguir medicamentos y a los secuestros sobrevividos, mi papá nunca dejó de insistir que su propio país era el lugar ideal para vivir. 
Oscar fue un hombre inmune a las tendencias.  Elegía los zapatosAsics por encima de los sobrevalorados Nikes. Le tenía la cruz a Apple, se negaba a caer en el círculo vicioso de ir tras el último modelo de Iphone. Solo se comprometía a todo aquello que fuera a perdurar en el tiempo. 
Mi papá le costaba dejar ir las cosas. Por más que mi mamá suplicara que vendiera su Corolla Blanco del año 1992, que nos dejó accidentados tantas vez al borde de la autopista, mi papá resistió. Cruzaba fronteras para conseguir los repuestos, regateaba los precios, hacía lo imposible para que el carro siguiera en marcha. Después de llevar tres años parado, papá logró repararlo meses antes de su repentino fallecimiento. 
Y así cómo papá se aferró al Corolla blanco, a su querido Ferrari,también se aferró al país. Durante los últimos dos años, cuando ya la ola migratoria había arrastrado a sus dos hijas, a tres hermanos, y tantos amigos; papá gastaba sus ahorros construyendo una fortaleza en medio del caos.
Ese Oscar si pasa trabajo. Con tanto talento para reparar las cosas, ¿Por qué no te vienes y montas un taller de conserjería?  Sobraban los consejos de amigos y familiares que ya se habían aventurado a salir en búsqueda de una llamada calidad de vida. Pero mi papá, como buen Tauro, se mantenía fiel a su filosofía de Ministro de la Felicidad y mantenía en alto las ventajas de quedarse en Venezuela. 
Estaban las razones obvias, que se han convertido en el lugar común del sentimiento nacional. El clima perfecto, la cercanía de la playas, la luz dorada de la tarde sobre El Ávila.  Pero la raíz de ese arraigo, no era la madre naturaleza sino los que habitaban en ella.  Mi papá a dónde iba hacía amigos, buscaba su lugar en pequeñas comunidades, tan tercas como él, que seguían luchando en un país que te pone todo en contra. 
Mi papá, siempre nadando a contracorriente, se atrevió a meternos en un colegio nuevo, cuando todavía tenía el suelo de tierra, porque creía en el proyecto innovador e integral.  Como padre fundador se involucró en todas las actividades escolares. Con tablas de madera construyó Hi-Yo Silver, que me llevó a dos victorias consecutivas en el concurso de carruchas. En el equipo de fútbol de mi hermano era el compinche querido, a cargo de sacar lo mejor de cada jugador. Le montaba la guerra a los árbitros ante cada falta. Siempre ganaba la pelea, no por la magnitud de los gritos, si no por ser el único que se sabía al pie de la letra las reglas de futbolito. 
Oscar Thielen se quedó en Venezuela porque creía que la restauración nacional también dependía de uno mismo. Apoyaba a las labores dispuestas a mejorar lo que queda de país. A la Fundación Blandín, donde recaudó fondos para ayudar a gente cercana a él. Hablaba muy orgulloso del emprendimiento de YEiPii, una aplicación de pago creada por un grupo de veinteañeros. Cómo buen madrugador era el primer cliente de Los Hermanos Moya, la famosa arepera en Margarita que también lamentó su partida. 
Me incomoda echármelas acerca del gran padre que tuve porque sé de tantas personas que no corrieron con mi misma suerte. Mi papá fue durante 25 años una fuerza de gravedad que me ancló a la tierra.  Siempre atento a señalarme la pista de aterrizaje para centrar mi mente dispersa que tiende a perderse entre las nubes. Me consuela saber que fue un segundo padre, un hermano mayor, un jefe ejemplar, un gran amigo y mentor para muchos. Qué su magnitud solidaria traspasó la vida familiar. 
A pesar de ya llevar dos años en el exilio, la pérdida de un padre se siente como un súbito revolcón que me arrastró a las orillas de una adultez que ya no podía seguir postergando. Ahora solo me queda recordar y seguir el ejemplo de aquel fixer impulsivo, siempre dispuesto a servir, a ayudar, a nadar en contracorriente, y mantener la insensata integridad de un Ministro de La Felicidad. 

Oscar

El sábado cuatro de julio murió mi esposo Oscar de un infarto fulminante, acababa de cumplir 58 años en mayo, han sido momentos muy duros para toda la familia pero también arropados con mucho cariño de tanta gente que lo quiso y lo apreció porque aunque a veces medio querre querre, Oscar era un hombre que siempre estaba más que dispuesto para ayudar a los demás, lo que demostró con creces los últimos años en su labor con la Fundación Blandín. En medio del inmenso dolor de su repentina perdida no dejo de sentirme una mujer afortunada por haber estado casada con Oscar treinta años y por la familia que hicimos, también me siento afortunada por sentirme tan querida gracias a las manifestaciones de afecto de innumerables amigos, familiares y vecinos, muchos hoy nos separa la distancia de la emigración y del Covid-19, sin olvidar a los amigos virtuales, algunos a quienes apenas conozco pero los siento cercanos al compartir intereses comunes en este vecindario. Me siento inmensamente afortunada de no haberme sentido sola estas rudas semanas ni desamparada gracias a los afectos en Caracas que desafiaron la pandemia para acompañarnos en este tsunami emocional y existencial, y de tantos amigos que han preferido manifestar su duelo en medio de semejante crisis de salud desde su casa agarrando el teléfono para ofrecer unas palabras de consuelo o con un mensaje de WhatsApp o por otras vías. He tratado de responder a todos estos mensajes de cariño pero es una tarea abrumadora, me tomará mi tiempo. Fiel a mi apostolado de evitar intensidades, no soy persona de estar compartiendo un dolor tan íntimo en las redes, eventualmente le dedicaré su intensidad a Oscar como se la merece, porque soy escritora, y las escritoras escribimos como necesidad imperiosa de expresión. Quizás en una semana, quizás en un año, pero las intensidades regresarán, les debo el cuento de cómo Oscar se entró a golpes en el baño del Le Club para recuperar mi cartera cuando comenzábamos a salir, o el día que chupó gasolina para auxiliar a un carro a las dos de la madrugada en Sabana Grande ganándose el afecto y la admiración eterna de mis amigos teatreros. Será una intensidad escrita desde el amor, no desde el dolor, solo quería compartir estas líneas para darles las gracias por tantas muestras de solidaridad y para decirles que aunque nuestra vida ya no será igual, estaremos bien, se lo debemos a Oscar.