domingo, 30 de mayo de 2010

Fuerza



A todos nos habrá pasado alguna vez, y si no nos ha pasado, algún día nos pasará, es ley de vida esperar un resultado médico que sabemos que nos puede partir la existencia en dos. 
Me tocó ese susto la semana pasada con un familiar cercano a quien un oncólogo  le hizo una punción prometiendo que el resultado estaría listo al día siguiente. Bastaría una palabra: positivo o negativo, para saber si volveríamos a nuestra rutina cotidiana, o si la vida nos cambiaría irreversiblemente. 
Fueron 24 horas que se hicieron eternas, que dieron paso a la reflexión, al miedo, a la esperanza… 24 horas de terror que no imagino compartidas con alguien que no fuese de la estricta intimidad.  
Desde las 3 de la tarde el día después de la punción esperábamos ansiosos en familia que llegaran las 4, la hora que nos dijo el médico que llamaría cuando tuviera el resultado en sus manos. Sin cabeza para mucho, esos minutos eternos los llené con un twitter monopolizado por la salud del cantante Gustavo Cerati, quien tres días antes había sido hospitalizado tras su concierto en Caracas al sufrir una descompensación que resultó ser una isquemia cerebral.
No soy seguidora de Cerati y ni lo fui del que fue su grupo Soda Stereo, pero como cualquier latinoamericana cuya juventud transcurrió en los años 80, su música forma parte de la banda sonora de mi vida. Dado que el incidente cerebro-vascular sucedió en Caracas y que el cantante estaba hospitalizado en el Centro Médico Docente La Trinidad,  no me extrañó que sus fans venezolanos  convocaran vigilias por su pronta recuperación.  
Pero en medio de la ansiedad por la suerte de mi familiar, me costaba salir del asombro ante algunas reacciones leídas en twitter: no faltaron los eternos cascarrabias desestimando las manifestaciones de pesar ante lo ocurrido al cantante argentino: “qué ridiculez, con los problemas que tenemos en Venezuela y Franklin Brito agonizando”, como si la angustia por el coma inducido de Cerati le pudiera quitar poder simbólico a la huelga de hambre del señor Brito. Tampoco faltaron los que parecían en un morboso concurso de quién daba el peor pronóstico o sería el primero en dar la fatal noticia.  Sin olvidar aquellos que despotricaron contra  el tratamiento recibido por Cerati, aunque los médicos argentinos aseguraron que los pasos seguidos en la clínica venezolana eran los correctos en estos casos.
El médico llamó a las 5 para darnos la maravillosa noticia que el resultado había salido negativo. Mientras tanto los médicos de Cerati pedían 72 horas  -había que esperar a que comenzara a desinflamarse el edema cerebral- antes de atreverse a dar un pronóstico sobre la condición del cantante.
Ante el susto que acababa de vivir en familia tenía a mano un par de lecciones que a los impacientes twiteros les costaba entender: cuando los médicos dicen hay que esperar, no queda otra que esperar, especular es lo peor que podemos hacer;  y que en momentos donde lo que se está en juego es la salud y la vida, pocas cosas se valoran tanto como la intimidad.
Sin embargo comprendo que en el caso de Gustavo Cerati,  quien ha llegado a  millones de personas con su arte, es lógico estar ansiosos por su suerte,  más si su música ha sido parte de nuestro crecimiento emocional. Pero sólo podemos dejarlo recuperarse con los suyos y dirigirle todas las buenas vibras posibles que sin duda lo ayudarán a sanar. Fuerza Cerati.

jueves, 27 de mayo de 2010

Momentos amarillos



Al leer sobre la jauría humana que se repartía un pellejo de carne en el abasto, una amiga radicada desde hace un año en Estados Unidos me escribió horrorizada: "¿Están tan mal en Venezuela, o pecaste de amarillismo?".


Quiero pensar que no pequé de amarillismo. El reparto del pellejo fue un momento que me impactó y por eso lo recogí en una crónica.

Pero tres días después, en un supermercado, compré un ganso completo sin hacer cola ni sobornar al carnicero. ¿Estamos tan mal en Venezuela? No, todavía no, sin duda podríamos estar peor.

El desabastecimiento que vivimos es difícil de explicar a quienes viven en el extranjero; ese hoy hay, mañana no.

En este mercado hay azúcar, en otro apareció la leche en polvo. Ese vivir zanqueando mercados, racionando alimentos que cuesta conseguir, amañándolas cuando falta algo, conformándonos: ¿no hay azúcar blanca? ¡Qué importa, si la rubia es estupenda! ¿No hay queso Paisa? ¡El mozzarella tiene menos sal!


Quizás pequé de exagerada al comparar nuestra actual escasez con la de otros países donde la ausencia de alimentos ha sido una experiencia devastadora. Stephen Davis, biógrafo de los Rolling Stones, presume que la baja estatura de los grandes del rock se debe a que fueron niños en la Inglaterra de los años cuarenta y, debido al racionamiento de la posguerra, no se alimentaron bien.


Quienes jamás se darían cuenta de que en Venezuela hay escasez son los asiduos a los restaurantes: en ellos no se ha perdido un ápice de abundancia ni calidad en estos tiempos revolucionarios.

Basta ir a cualquiera de las tascas ubicadas en la calle Solano para constatar que en Venezuela estamos disfrutando de las vacas gordas petroleras.

Estos exquisitos lugares, donde  se toma buen vino y cuando es temporada se sirve langosta, suelen estar repletos de clientes que no escatiman gastos a la hora de comer bien.

Por su cercanía a la roja rojita Pdvsa, es usual encontrar en estas tascas a orgullosos funcionarios uniformados con la insignia: "Ahora Venezuela es de todos", aunque no a todos le alcanzan los cestatickets y el dinero de las misiones para comer tortilla, chistorras y boquerones.

Arriesgándome a pecar de amarillismo otra vez, comparto un momento en una concurrida tasca que ilustra los tiempos que corren: un emocionado mesonero español, después de servirle un banquete a un comensal de chaqueta de organismo oficial, y a su pareja, les llena las copas de orujo brindando: "Por la paz del mundo, por los caminos de la revolución".

¡Y olé!





Artículo publicado hace como 4 años pero lo pude haber escrito ayer, la foto del nuevo Bicentenario la tomé hace un par de meses, la de las langostas hace algún tiempo en un restaurant de Caracas.

martes, 25 de mayo de 2010

El retrato de Gertrude Stein


Pablo Picasso y Gertrude Stein se conocieron en París en el año 1905 cuando él era un pintor desconocido y ella era una expatriada norteamericana que jugaba con el lenguaje y celebraba en su apartamento en la Rue de Fleures las reuniones intelectuales más famosas de París.
Junto con su hermano Leo, Gertrude era una coleccionista de arte con indudable ojo para el talento, por eso le pidió al joven pintor español que hiciera su retrato. Picasso tenía 15 años sin pintar retratos posados. Tomó 80 sesiones terminarlo, el artista se negaba a darle las pinceladas finales, lo logró sin la presencia de la modelo.
Cuando por fin el retrato estaba listo, la modelo quedó espantada:
-Pero Pablo, si esa mujer no se parece a mí.
-No te preocupes, Gertrude, que algún día se parecerá.
Y así fue.


Desde el al año 1946 el retrato de Gertrude Stein, obra precursora del Cubismo, forma parte de la colección del Metropolitan Museum of Art en Nueva York, la anécdota es parte de la mitología del arte moderno.

martes, 18 de mayo de 2010

Recordando la Megatorta

                                                   
Señoras Rosa Martínez y María de Corral, comisarias de la 51° Bienal Internacional de Arte de Venecia ¡cuánto orgullo para esta humilde venezolana que dos mujeres españolas lleven la codiciada batuta de mostrar cómo se cuecen las habas en el arte contemporáneo mundial! Responsabilidad que durante 110 años fue exclusiva de hombres.
Lamentablemente, no podré visitar lo que el diario El País calificó como “un espacio compartido entre la experiencia y la transgresión”, mi devaluada moneda nacional no lo permite. Pero sigo vía Internet el día a día de la Bienal, desde la retrospectiva de Lucian Freud hasta el “¡Benvenutte alla Biennale Feminista!” de las Guerrilla Girls, sin obviar el pabellón chino diseñado según las estrictas reglas del Feng Shui, y el premio a Regina Galindo, la joven artista guatemalteca que se encerró en una caja a darse golpes en la cabeza, uno por cada mujer asesinada el año pasado en su país.
Sin embargo, si me permiten una observación, leo con inquietud que a pesar de que este año la Bienal tiene un matiz multicultural aumentando a 74 el número de pabellones nacionales, también han seguido cánones pequeños burgueses como que el arte debe innovar, ser reflejo de sus tiempos y consistente en su propuesta. 
Amigas, actualícense, ¿acaso no se enteraron? el concepto de lo qué es arte cambió. Se democratizó. Y tan profunda transformación se origina en este lado del océano Atlántico. Por eso me permito preguntarles, Rosa, María: ¿Cómo es posible que antes de inaugurar la Bienal de Venecia no se dieran una pasadita por Caracas para visitar la Mega Exposición en honor a Jesús Soto?
Rosa, María, quizás se dejaron llevar por las malas lenguas de los artistas venezolanos resentidos, esos que se quejan de que solo fueron invitados a última hora, que la Mega Exposición es un arroz con mango,  que el único homenaje posible a Soto es restaurar sus obras urbanas desmanteladas.
Creadores reaccionarios que llaman a esta histórica muestra de arte venezolano: “la megatorta” tan sólo porque quien quiso exponer, expuso. Elitistas del pincel  que no se acostumbran a que Venezuela ahora es de todos. No se resignan, los muy egoístas, que las paredes de nuestros museos están a la disposición no sólo de maestros consagrados y de  artistas de la generación de relevo, sino también de quien pinte  escenas enternecedoras o bodegones espectaculares. Que en este generoso país a cualquiera que le guste pintar, puede ser un artista digno de ser exhibido en un Museo.
Por eso leo en la prensa española que en la Bienal de Venecia decidieron reducir este año el número de participantes de 300 a 91 porque y que tantas obras “acababan con la paciencia y las neuronas de los visitantes” y yo les digo, Rosa, María: ¡qué demodé! cómo se les ocurre usar conceptos excluyentes como propuesta estética, una razonable muestra por artista y amplios espacios para exponer. 
Perdónenme si insisto, pero se debieron dar su vuelta por nuestra Galería de Arte Nacional, ahí no hay desperdicio de espacio ni preferencias  subjetivas: un  cuadro está montado sobre otro con milímetros de distancia, dispuestos de tal manera  como para que entren todas que caben cien (en este caso, tres mil). De haber visitado la GAN se habrían dado cuenta lo que significa prescindir de etiquetas y criterios castradores. Cero curadurías. No niñitas, aquí somos revolucionarios: rompemos esquemas mezclando naturalezas muertas, videoinstalaciones,  ingenuos, abstracción y Cristos redentores.
Dice la prensa española que este año se redujo el número de visitantes en la Bienal de Venecia. En cambio, Rosa, María, pásense cualquier mañana por la GAN y se encontrarán con decenas de liceístas parados frente a algún cuadro -no importa si es el paisaje más edulcorado que ustedes hayan visto en sus vidas- absortos, cuaderno Caribe en mano, masticando las borras de sus lápices tratando de definir porqué ese  trillado paisaje es tan arte como las obras del homenajeado. Después de finalizada la tarea, los muchachos juegan entre las barras amarillas del penetrable del artista guayanés, tanteando el concepto de espacio, entrando en una  escultura, sintiéndose parte de algo importante.
Quizás algún joven confundido dude si querer ser artista es igual a ser artista. Si crear y pintar es lo mismo. De ese disidente en potencia ya nos ocuparemos. Pero para la revolución lo importante es no ser excluyentes. Por eso, Rosa, María, ustedes que se la dan de vanguardia, ¿cómo es posible que no se hayan dado una vueltica por la Mega?

La Mega -Exposición en la GAN fue en el año 2005, no se ha repetido, lástima que entonces no tenía cámara digital y no pude tomar fotos de lo que fue ese pasticho. Afortunadamente, las obras de calle de Soto han sido restauradas.

sábado, 15 de mayo de 2010

El futuro del libro



En el libro “Borges, sus días y sus tiempos” en una conversación realizada en el año 1984 la periodista María Esther Vázquez le preguntó al célebre escritor argentino qué haría con los 15 mil dólares que acababa de recibir como premio de la fundación Ingersoll, en Chicago. Borges, sin titubear, contestó que buena parte de esa cantidad sería destinada a comprar libros: “porque aunque no pueda leerlos, me gusta su cercanía, tenerlos y tocarlos”.
La imagen del escritor ciego viviendo en un reducido apartamento rioplatense rodeado de libros, comprando aún más libros que no podría leer sino sentir, simboliza para mi la sublime expresión del libro como objeto de adoración.
 Ante el lanzamiento del Ipad de Apple, tras el éxito de Kindle de Amazon, siendo escéptica testigo histórico del surgimiento de la lectura electrónica -aunque todavía está por despegar en el mercado de las letras hispanas- me pregunto qué diría Borges de las frías tablas blancas con pantalla amigable para la lectura a la que se les ajusta el tamaño de la letra, en la que se descargan gratis clásicos de más de cien años, con batería recargable de larga duración y con la capacidad de  almacenar la biblioteca de Alejandría.
Al igual que Borges, mi orgullo, mi decoración, mi pasión son los libros, me gusta sentirme rodeada de ellos, ver como no caben en la biblioteca, que están debajo de las mesas, ocupando esquinas. No me imagino la vida sin visitar las librerías para ver qué hay de nuevo.
Sin embargo sospecho que semejante bibliofilia tarde o temprano será un anacronismo. El futuro del libro está en la lectura electrónica, ya en muchas escuelas y universidades norteamericanas le han ido quitando espacio a las bibliotecas gracias a los llamados e-books.  Si bien el aparato todavía es muy costoso, descargar un libro electrónico sale más barato que comprar uno impreso, no ocupa espacio, y no mata árboles. 
A veces me da por pensar si acaso el libro como objeto no será un romanticismo caduco. A esta conclusión he ido llegando por un sinfín de razones, como por ejemplo, visitando los libreros de ocasión ¿cuántas bibliotecas terminan rematándose bajo el puente de Fuerzas Armadas? Si tenemos la suerte de que nuestros hijos sean ávidos lectores, ellos tendrán sus propia montaña de libros para además adoptar la de sus padres. 
Problemas de espacio, fácil acceso a la tecnología y razones ecológicas favorecen la lectura electrónica en muchas partes del mundo. En Venezuela agregaría dos más: nuestros estudiantes universitarios deben comprar fotocopias de los libros que les mandan a leer porque estos no se consiguen o son demasiado costosos.  Sería ideal que los muchachos tuvieran acceso a la lectura electrónica, todo el material de su carrera guardado digitalmente en lugar de coleccionar engorrosas guías que también son costosas y terminan traspapeladas.  Los sitios de descarga tienen el historial del comprador, si son víctimas del hampa o se les funde el aparato, no pierden el contenido.
Más allá de lo práctico mi verdadera razón para comenzar a ver la Lectura Electrónica con buenos ojos es constatar cómo tantos amigos han ido emigrando de Venezuela dejando sus libros guardados en cajas esperando tiempos mejores. ¿Qué será de estos de libros? ¿Qué será de estos bibliófilos amigos? ¿Se adaptarán a la lectura digital o comenzarán una nueva biblioteca? ¿Alguna vez regresarán a sus libros?

Artículo publicado en El Nacional el sábado 15 de mayo de 2010

jueves, 13 de mayo de 2010

Encuentro con Mayra Alejandra en el abasto


Después de la bochornosa anécdota de mi encuentro en Macy's de Nueva York con Lupita Ferrer, este post es sólo para informarles que pueden sentirse orgullosos de mi, estoy aprendiendo a comportarme a la hora de encuentros casuales con legendarias estrellas de culebrones venezolanos.
Hace un par de días me topé con la actriz Mayra Alejandra en el abasto, hicimos la cola para pagar en cajas paralelas, y ni canté Soy el ladrón de tu amor ni le dije que si yo hubiese sido La Hija de Juana Crespo me habría quedado con Jean Carlos Simancas antes que con José Luis Rodríguez, El Puma.
En 1977 para mi gusto adolescente el policía de barrio era muchísimo más papi que el malandro sifrino.
Pero cero acoso farandulero, en el 2010 la todavía estrella de televisión y la escritora en ciernes conversamos como dos doñitas cualquiera haciendo abasto, preguntándonos en coro hasta dónde subirán los precios y cuándo rayos regresará la Harina Pan a los mercados.

martes, 11 de mayo de 2010

La masacre de palomas


  
- No estacione... Adelgace rápido... Plomero a domicilio- Mi hija de 7 años va practicando la lectura por la calle: -Di-á-logos de la Pa-loma. ¿Qué es eso mamá?
 Yo que creía que le tenía respuesta a todo, sólo atiné a contestar:
 -Una obra de teatro- rezando porque ahí terminara la conversación.
 Pero la niña es persistente y sabe cuando ha encontrado una veta de incomodidad en su madre.
-¿De qué se trata?
-No sé mi amor, no la he visto.
Ni una manada de caballos salvajes me arrastraría a verla, ni que me juraran que es lo mejor que  ha pasado por el teatro venezolano desde que la familia Ancízar recibió la visita de Carlos Gardel. 
Pero no vayan a  creer que mi prejuicio es contra las palomas que ustedes están pensando, no, mi prejuicio es contra las palomitas blancas, las del copetico azul, porque esas dulces aves -símbolos universales de la paz- son responsables de que en mi edificio estuviera a punto de estallar una verdadera  tempestad.
Todo empezó de la manera más inocente: una tierna palomita, parada en el alféizar de una ventana, y una amable ancianita, alimentándola. Al día siguiente, ya eran dos palomitas, ¡tan lindas! Pero pocas semanas después mi edificio parecía el estudio de filmación de la película: “Los Pájaros” de Alfred Hitchcock. Ni en la Plaza San Marcos de Venecia había tantas palomas. 
De urgencia se convocó a una junta de condominio para ver cómo se solucionaba el problema de la invasión de palomas en la torre A porque estaban acabando con la recién pintada fachada del edificio, y porque los más escrupulosos vecinos aseguraban que sus plumas y excrementos traían enfermedades. Se llegó a la  decisión que las invasoras tenía que salir, y que los gastos correrían por cuenta de los residentes de la torre. 
 El primer paso fue sugerir todos los remedios caseros: desde maíz rociado con insecticida, hasta gatos callejeros. Una vecina aseguraba que si conseguíamos un gavilán, las palomas rápidamente desaparecerían. Pero a falta de gavilán, una buena compañía de exterminación fue necesaria. Mi marido firmó el contrato con la firme promesa de los vecinos de que una vez evacuadas las palomas, entre todos pagaríamos la cuenta. 
Les confieso que yo ingenuamente aspiraba a que las palomitas regresaran a la Plaza Bolívar, de donde nunca debieron haber salido, pero a los pocos días en vez de arrullando felices, piquito con piquito, en  mi balcón, me las empecé a encontrar en el piso del edificio, tiesas, con las patas para arriba. 
La conciencia de los vecinos de la torre A había quedado teñida de roja sangre paloma.
La mejor manera de lavar conciencias es no asumir responsabilidades, y los vecinos empezaron a escurrir el bulto cuando la compañía exterminadora pasó la cuenta. Lo que pocos días antes era una solo voz que clamaba: ¡fuera las palomas!,  a la hora de cobrar  acabó siendo un ¡qué maldad! generalizado.  
Y por supuesto, los que firmaron el contrato terminaron siendo los únicos responsables, no sólo de la  masacre ecológica, sino también de los gastos.
Por eso, ni que Armando Gota me lo suplique, ni que Gustavo Rodríguez me lo implore, ni que Rubén Monasterios me llore, pienso ir a ver una obra con el abominable título de Diálogos de la Paloma.

Así será este artículo de viejo que mi hija de 7 años está a punto de cumplir 16, creo que hoy quienes se encuentren con una epidemia de palomas, tienen que arreglárselas con remedios caseros. Lo rescato para Evitando Intensidades porque ayer fui de visita al apartamento de una vecina por mudarse y encontramos, de lo más tiernas, un par de palomitas viviendo en su balcón.


 



lunes, 10 de mayo de 2010

Negando a Narciso


¿Son los escritores que se ficcionan a sí mismos narcisistas? Demostrar lo contrario parecía una de las principales preocupaciones de Philip Roth cuando a los 34 años comenzó a escribir Mi vida como hombre.
La novela tiene un par de inicios falsos con dos primeros capítulos sobre las desventuras amorosas del joven Nathan Zuckerman -alter ego de Roth en 9 novelas posteriores-. En Mi vida como hombre, publicada en 1974, Zuckerman no es el alter ego de Roth sino del escritor Peter Tarnopol, a su vez alter ego de Roth, como juego de espejos de tres variantes de la historia de un joven escritor judío nacido en New Jersey, mimado por padres y hermanos quienes ven en él un destino de grandeza que se estanca antes de los 30 años por casarse con una mujer funesta.
No es un secreto que Mi vida como hombre está basada en el primer matrimonio de Roth que terminó, para alivio del autor, con la repentina muerte de su esposa.
Comencé a leer a Roth -nacido en 1933- a partir de La Pastoral Americana (1997), quizás su mejor novela, en ella Zuckerman narra la historia de un antiguo compañero de escuela, "Swede", quien también parecía destinado a la grandeza antes de que su vida perfecta se derrumbara cuando su única hija se une a un movimiento radical.
A La Pastoral le sigue una envidiable racha de novelas, algunas más ambiciosas que otras, muchas de las   cuales la vida del autor está presente sin artilugios. De esta serie de novelas hay las que tratan sobre familias judías en New Jersey en los años 40 y 50 (Me casé con un comunista, Indignación, El complot contra America), pero la mayoría ocurre en el presente sobre intelectuales en franca decadencia física, a quienes la sexualidad se les va haciendo una montaña inalcanzable, aunque el erotismo jamás lo pierden.
Todavía me faltan muchas novelas de Roth por leer, ha escrito 26 (10 de ellas de Zuckerman), tengo un bache en las que abarcan la etapa de los años 70 y 80 cuando Zuckerman estaba en su esplendor; pero las que he leído bastan para certificar que pocos escritores logran como Roth jugar tan desenfadadamente con su Yo a la hora de hacer Literatura.
En Mi vida como hombre se explica el porqué cuando Tarnopol encara a su psicoanalista al ser acusado por éste de narcisismo:
 "El yo significa para más de un novelista lo que la propia fisonomía para el pintor de retratos: el objeto más próximo a él entre los que exigen su escrutinio, el problema que su arte debe resolver, sin olvidar los enormes obstáculos de la veracidad, el problema artístico esencial. No se observa al espejo sólo porque se siente transfigurado por lo que ve. Al contrario, el éxito del artista depende sobre todo de su capacidad para ser objetivo, para despojarse de su narcisismo. Y aquí es donde viene lo más interesante: el duro trabajo consciente para convertir todo esto en arte".
Mi vida como hombre no es la mejor novela de Roth, este callejón sin salida de las relaciones desastrosas de Tarnopol termina siendo lo que él mismo señala, citando a Flaubert que alguna vez le escribió a Musset: "Has transformado el arte en expresión de pasiones, una especie de bacinilla donde se recoge lo que sobra. Desprende mal olor. ¡Huele a odio!".
No, no es su mejor novela Mi vida como hombre, pero es un excelente ejemplo de cómo un escritor  es capaz de ficcionar además de a si mismo, su manera de hacer literatura.

Mi vida como hombre está publicada en español en la colección DeBolsillo de la editorial Mondadori.

jueves, 6 de mayo de 2010

El pellejo


Algunos cuentan que en la Unión Soviética, otros que en la Europa posguerra, y otros que en la Cuba Revolucionaria, cada vez que se armaba una cola en la calle, los transeúntes, sin detenerse a preguntar qué estaban vendiendo, se metían en ella.
En 2007 Caracas podría entrar en este anecdotario universal del desabastecimiento: las interminables colas en mercados y abastos se han vuelto parte de nuestro paisaje urbano. Cuando hay azúcar, no hay leche, ni caraotas ni carne ni pollo. Por eso, ante la cola que rodeaba una cuadra de La Florida para entrar en un pequeño Mercal, daban ganas de hacerla para averiguar qué manjar ofrecía el proveedor de alimentos del Estado que no tuvieran sus vecinos del CADA, Don Sancho y El Plaza. Sin embargo, preferí ir al abasto de mi calle, no será un gran cadena, pero lo que no tengan esos portugueses, es porque no se consigue
Por ejemplo: ayer llegó azúcar al abasto, no duró mucho, quizás debido a las amenazas contra el acaparamiento, su dueño no se atrevió a racionarla a dos kilos por persona como suele hacerlo cuando hay escasez. Había quienes se llevaban guacales enteros. Al día siguiente, ya no quedaba azúcar, pero había carne: un pedazo de pellejo de un animal enjuto que un habilidoso carnicero se las arreglaba con su cuchillo para repartir a una jauría de clientes. Cuando llegué estaba de cuarta en la cola, salí una hora después.
En el abasto de mi calle confluyen barrio y urbanización, ambos vecinos igual de carnívoros, a medida que desfilaban por el atiborrado pasillo, todos hacían la misma pregunta: “¿Esta es la cola para comprar carne?”. 
La señora que estaba detrás de mí, contestaba: “No, es la cola para tumbar el gobierno”. 
Unos se reían, otros no, pero se sentía tensión en el ambiente. Entre los placeres que hemos perdido en el socialismo del siglo XXI está el de despotricar contra el gobierno en la carnicería, un chiste trillado que antes diríamos en público con confianza, hoy puede ser tildado por las sensibles almas revolucionarias de “escualidismo” y derivar en un atajaperros.
A diferencia de con el azúcar, los vecinos fueron solidarios a la hora de compartir el pellejo, tampoco  daba para mucho, ante la nevera vacía, nadie llegó pidiendo lomito, muchacho redondo, o con la esperanza de que de ahí saliera un roastbeef. Tampoco hubo quien se atreviera a preguntar qué tipo de carne era el bíblico pellejo que daba para tanto. No se puede ser tan exigente. La exigencia también podría ser contrarevolucionaria. 
Mi hora de espera dio para un paquetico de carne molida y para cinco milanesas púrpuras con más nervios que un bistec de a bolívar. La carne molida nos las comimos en albóndigas, las milanesas están reservadas para una ocasión especial.

Este artículo es del año 2007, quedó medio chucuto porque fue el primero en ser publicado con el cambio de formato de El Nacional, tuve que reducirme de 4.500 a menos de 3000 caracteres. Eventualmente la columna quedó en 3400 caracteres. Hoy este pellejo se actualiza con la actual crisis de carne a raíz de los 50 carniceros presos.

martes, 4 de mayo de 2010

Triage y El Pequeño Traidor


Insisto que hay películas que no habría visto de no ser por los cidiceros de los pasillos de Humanidades de la Ciudad Universitaria quienes ofrecen títulos que no fueron estrenados en los Estados Unidos por no encontrarles un nicho comercial, y película que no estrenan en dear Old USA, mucho menos llega a los cines de Venezuela.
Esta semana me topé con un par de ellas: Triage (2009) del director bosnio Danis Tanovic, y El pequeño patriota (2007) dirigido por Lynn Roth; ambas películas tratan sobre las consecuencias de la guerra, aunque de manera distinta. 
Triage comienza con un irreconocible Colin Farrell agonizando en el desierto Kurdistán, si cuesta  reconocerlo es porque la imagen que vemos en pantalla es un despojo del guapo actor, un pellejo en interiores, con los ojos hundidos, pelo largo y polvoriento. Un flash back narra quién es: se trata de Mark, fotógrafo de guerra irlandés que al igual que el protagonista de The Hurt Locker, no puede vivir alejado de la adrenalina propia de su oficio. La más reciente misión con su inseparable amigo, David, había sido tomar fotos del conflicto armado en Iraq. En Dublín quedaron ansiosas Elena (Paz Vega) la hermosa esposa de Mark, y Amy, la embarazada esposa de David, próxima a dar a luz. 
Sólo Mark regresa, qué pasó con David es el tema de Triage, que más que la historia del calvario de dos amigos en una guerra ajena, narra el de un sobreviviente que regresa a casa incapaz de conectarse con quienes no han vivido los horrores de un conflicto bélico. La actuación de Colin Farrell es magistral, lástima que la película pierde peso con el subtema de la esposa española que recurre a su despreciado abuelo, un médico falangista interpretado por el veterano Christopher Lee, para ayudar a Mark a superar lo vivido en Kurdistán. En medio de tanto drama da risa esa especie de colotordoc (doctor loco al revés) que saca a Mark del mutismo. Pero 15 minutos nefastos no hacen terrible una película, y vale la pena ver Triage aunque sea por la actuación de Colin Farrell.


No pasa lo mismo con El Pequeño Traidor, es una película redondita de principio a fin, basada en la novela "Una pantera en el sótano" de Amos Oz, está ambientada en Palestina en 1947, cuando los ingleses todavía ejercen el control de la zona y está por ser reconocida la nación de Israel. Narra la amistad entre Proffy (Ido Port) pequeño rebelde israelí ansioso por que los ingleses se vayan, y el Sargento Dunlop (Alfred Molina) un bonachón militar inglés decidido aprender a hablar hebreo.
La película me conmueve especialmente porque uno de mis actuales libros de cabecera es Contra el Fanatismo de Amos Oz, una serie de conferencias dadas por el escritor israelí famoso por su posición conciliatoria en el conflicto palestino-israelita. Oz insiste que una de las maneras de vencer el odio, el fanatismo, es acercarse al contrario ideológico y afrontarlo más como humano que como enemigo, sólo mediante la empatía, estableciendo contacto con lo que nos acerca a bandos contrarios, seremos capaces de vencer las diferencias.
Viendo El Pequeño Traidor me doy cuenta que Oz ficciona lo que predica, el pequeño Proffy que juega con sus soldaditos de plomo a batallas que culminan con el exterminio del enemigo, gracias a su amistad con el sargento inglés, defiende valientemente tener un amigo en distinto bando sin perder un ápice de su fidelidad a la causa sionista. 
Sin duda no mucho público ni en Caracas ni en Oklahoma haría cola para ver la historia de un atormentado fotógrafo irlandés o de la improbable amistad de un pre-púber sionista con un soldado inglés, pero qué pobre sería el cine si nos resignáramos sólo a ver películas que se vislumbran como posibles éxitos de taquilla.

Una pantera en el sótano de Amos Oz está publicado en la serie DeBolsillo (2008)

domingo, 2 de mayo de 2010

Barajitas


En el colegio donde estudian mis sobrinos prohibieron intercambiar barajitas del álbum del Mundial de Fútbol Suráfrica 2010 de Panini.  Los curas acabaron con el trueque ante las irregularidades en lo que debería ser un elemental: “la tengo, no la tengo”. Algunos manganzones se aprovechaban de la inocencia de los pequeños a la hora de las transacciones. Tal es el veto, que al llegar a clases a los estudiantes les revisan los morrales para asegurarse de que no ocurra tráfico de cromos.
Cuentos como éste no dejan de asombrarme, cuán bajo hemos caído como sociedad que una tradición de tantos años, uno de los mayores placeres de los recreos escolares: el intercambio de barajitas, tenga que ser prohibido porque a los chamos les parece normal usar la viveza criolla para llenar sus álbumes.
Mi hija adolescente perdió parte del botín familiar de barajitas en el colegio, se le cayeron las repetidas al piso y algunos compañeros se lanzaron encima como si fuera el cotillón de una piñata.  Apenas un condiscípulo se agachó para ayudarla a salvar las que pudiera. Ella no se lo tomó a pecho: “ay mamá, no moralices, eso seguro pasaba en tu época”.
¿Será que me chuleaban las barajitas y de tan distraída ni me dí cuenta? Conservo buenos recuerdos de los intercambios, por lo menos una vez al año nos entraba la fiebre en el colegio.  Evoco el álbum “Amor es” y el de las comiquitas de Hanna-Barbera. No llegué a llenarlos, siempre me faltaron como cinco barajitas. Entonces sólo intercambiábamos, nos reuníamos en el recreo y era “la tengo, no la tengo”. Ni especulábamos ni nos las arrebatábamos y nuestros padres nada más intervenían dándonos de vez en cuando 1 bolívar para comprar 4 sobrecitos.   
La tradición familiar del intercambio de barajitas viene de atrás, la abuela Margot contaba que papá coleccionó el álbum de La Serie del Caribe en los años 40, entonces se comenzaba a construir la Ciudad Universitaria y mi abuelo Villanueva hacía cambalache de barajitas con los albañiles.
Hoy Panini tiene el monopolio de los cromos, desde 1998 nuestra familia colecciona sus álbumes del Mundial. Guardamos como joyas los tres primeros llenos, y el cuarto, acabamos de completarlo. Las barajitas no se pegan con cola, son calcomanías, y si un sobre de 4 cromos en los años 70 valía 0.25 céntimos, en el 2010 un sobre de 5 cuesta 4.50 bolívares.
Quizás por la inversión y el tema deportivo, el álbum dejó de ser un pasatiempo exclusivamente infantil, ya el punto no es coleccionar sino llenarlo a como dé lugar. Hazaña relativamente fácil gracias a que hay improvisados centros de canje en distintos puntos de Caracas. Cuando faltan pocas barajitas y sería la ruina seguir comprando sobres, se va a uno de estos centros donde se reúnen decenas de coleccionistas a intercambiar o vender las repetidas.  También hay quienes con la reventa de barajitas han encontrado una manera de ganarse unos reales.  Los que su objetivo es intercambiar, ceden sus cromos casi a precio de costo en 1 bolívar, los brillantes a 4. Los revendedores profesionales especulan según la necesidad del comprador y pueden vender una barajita hasta por 5 veces su valor. Cosas del libre mercado.
Espero no prohiban el intercambio de barajitas en las escuelas, a riesgo de sonar moralista como me acusa mi hija quinceañera, es una excelente oportunidad para enseñarle a nuestros chamos el significado de la palabra honradez.

Artículo que debía salir ayer, 1 de mayo en El Nacional, no sé si salió porque no recibí periódico. La foto se la robé a mi hija universitaria de su perfil en Facebook, Camila no reporta ninguna irregularidad en estos intercambios.