martes, 31 de marzo de 2020

La herencia de las Pichú


Aunque trabajó toda su vida hasta años después de jubilado, mi abuelo no acumuló bienes de fortuna, sin embargo dejó dos legados: su backgamon y su biblioteca. Antes de morir mi abuelo dispuso de ellos: el backgamon sería para uno de sus hijos varones, quienes todas las tardes, después del trabajo, lo iban a visitar para jugar varias partidas con el viejo. No recuerdo cuál de mis tíos se lo quedó, si Gonzalo o Luis Felipe, quizás lo rifaron, de lo que estoy segura es que por mínimo que haya sido el conflicto por la herencia del backgamon, debió ser mayor al suscitado con la biblioteca que Lelelo legó a la "la nieta lectora". Nadie impugnó esa parte de la herencia.
Ahí sigue la biblioteca en casa de Lelela, ya no me caben más libros en el apartamento. Tampoco era grande el inventario del abuelo, su biblioteca si acaso ocupa media pared en un mueble de madera donde se encuentran novelas de espionaje y best sellers de los años 70 y 80, la mayoría en inglés porque mi abuelo se crió en un pueblito en el este de los Estados Unidos al cuidado de sus tías paternas, y en ese idioma se acostumbró a leer.
De vez en cuando un sábado, cuando acompaño a mamá a visitar a Lelela, me detengo frente a la biblioteca y encuentro un libro que me pica el interés, le advierto a la abuela, que ya va para los 92 años: "Lelela me voy a llevar este libro".
Lelela, a quien mientras la vista se lo permitió también le gustaba leer pero en español -novelas y biografías que le iban prestando-, me contesta:
"Si quieres llévatelos todos, esa biblioteca es tuya, te la dejó tu abuelo de herencia".
Ese mediodía me llevé "Monty", la biografía de Montgomery Clift y la guardé entre otras biografías de actores famosos, género que ocupa varios tramos de mi biblioteca. Tras ver "La heredera" en el canal de películas clásicas, basada en la novela "Washington Square" de Henry James, me dieron ganas de saber más sobre el alumno estrella del Método que muriera en un accidente de tránsito en 1966.
Qué sabroso abrir un libro y encontrar una sorpresa: de las páginas de "Monty" cayó una tarjeta de Hallmark escrita con la temblorosa caligrafía de un anciano, en ella el uncle Bill de mi abuelo le contaba a lo más parecido a un hijo que tuvo su esposa, cómo fueron las últimas horas de tantí Josefina en una casa de retiro en Florida.
Las tantís fueron como las mamás de mi abuelo, tuvieron quizás más presencia en su vida que la bisabuela Adriana, aunque conocí más a la bisabuela ya que de niña me llevaban a visitarla a un  cuarto oscuro donde parecía que nunca abrieran las ventanas. Mi mamá, que le gustaba contarnos cuentos de miedo, decía que la abuela Adriana le tenía terror a las ventanas abiertas desde que una noche de tormenta, la ventana de su cuarto se abrió tras un relámpago y oyó a su prima llamándola desde un árbol: "¡Adrienne, Adrienne!".
Al día siguiente, llegó un telegrama avisando que la prima había muerto en París de una fiebre repentina que la consumió en cuestión de horas.
 ¿Y todavía me preguntan porque le tenía miedo a la bisabuela?
 Pero para mi abuelo la principal figura materna no fue la delirante Adrianne que veía fantasmas en los árboles, sino las hermanas de su papá, tanto, que cuando le tocó escoger el nombre de su primera hija, mi mamá fue bautizada Mercedes Josefina, como las tías que lo criaron, nombre que le pareció horrible a tantí Josefina, rebautizó a la niña Mitzi, y Mitzi se quedó.
A las tías no las llamábamos tías, se hacían llamar por sus sobrinos con el afrancesado "tantí" porque  vivieron muchos años en Francia. Mitad mantuanas, mitad corsas, las tantís eran cuatro hermanas      reconocidas por su belleza en la Caracas de principios de siglo, las llamaban "las Pichú": Mercedes, Josefina, Teodora y María Teresa. Dice mi mamá que el nombre se los pusieron porque llegaron de vivir en Europa con "la nariz parada", fumando y con la falda demasiado corta para la provincial Caracas.  El único varón era el bisabuelo Luis Felipe, tan apuesto como sus hermanas era hermosas. Murió antes de que naciera mi mamá, recién casados mis abuelos. 
De las cuatro Pichús la única que tuvo descendencia fue María Teresa, quizás por eso tampoco figura en el anecdotario familiar, tenía su propia familia de la cual ocuparse. Mi mamá dice que a esta tía apenas la conoció aunque vivía en Caracas. 
De quien más hablaba mamá era de tantí Mercedes, era a ella, la más cariñosa de las tías, a quien consideraba su abuela paterna. Mi abuelo vivió parte de su infancia y adolescencia en Tuxedo Park, con sus tíos Harold y Mercedes. Josefina, vecina de la pareja, se sentía parte de la crianza del sobrino.   Que yo sepa no hubo ningún conflicto en especial, simplemente una familia numerosa que manda al hijo mayor a vivir a los Estados Unidos con las tías para que aprenda a hablar inglés. Mi mamá también pasó un largo período de su infancia en este pequeño pueblo al sur este del estado de Nueva York con las tantís. El recuerdo más imborrable de esa etapa de su vida, finales de los años cuarenta, era cuando iba al cine con Carmen, su cargadora, y en el autobús la niña se tenía que sentar adelante y a su tata la mandaban para la parte de atrás.
Ese cuento de segregación racial me impresionaba más que el del fantasma de la prima de Adrianne.
A tantí Mercedes tampoco la conocí, murió antes de que yo naciera, de las Pichú a la que más vi fue a Teodora. De Teodora también tenía mi mamá un cuento, decía que con su larga melena rojiza y sus ojos ópalo era una de las muchachas más bellas de Caracas. Estaba comprometida con el mejor partido de la ciudad, un chico guapo, de abolengo criollo y mucho dinero. Se iban a casar, pocos días antes de la boda, el novio soñaba despierto al lado de la hermosa Teodora sobre la gran familia que  tendrían:
"Ocho hijos por lo menos, quiero la casa llena de niños".
"¿Ocho hijos por lo menos?", repitió Teodora con horror, y tomó el primer barco que la separó un océano de tan nefasto porvenir. 
El novio no tardó en recuperarse del desplante y se casó con quien estuvo dispuesta a llenarle la casa de muchachos. Teodora se casó con un noble alemán, supuestamente muy rico, y de tanta alcurnia en Bavaria, que cuando eligió como esposa a una muchacha venezolana, fue un escándalo que durante días dominó la prensa de la época. El noble aristócrata se estaba casando con una aborigen sudamericana.
Teodora y el barón no tuvieron descendencia, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, evocando los horrores de la Primera, se vinieron a vivir a Venezuela. A principios de los años 60 el baron regresó a Alemania sin la baronesa. Al morir su hermana María Teresa, con quien vivía, los sobrinos se turnaron para encargarse de tantí Teodora. Cuando la conocí era una viejita enjuta y malhumorada,  la ponían nerviosa los niños y le tenía poca paciencia a los adultos. Su único tesoro era una alfombra persa hedionda a meao de gato que la Tantí insistía era de incalculable valor.
Durante un tiempo tantí Teodora vivió con las hermanas de mi abuelo, cuando le tocó el turno a Max  se la llevó a vivir a su casa donde duró unos meses hasta que Lelela dio un ultimatúm: "sáquenla de aquí o la que se va soy yo", la mudaron a una residencia de ancianos donde tampoco duró mucho, y eventualmente a una pensión. Pero Lelelo nunca abandonó a su tía. La última vez que vi a tantí fue cuando la llevó al cine de matiné con María Elisa (mi tía contemporánea) y conmigo. Terrible selección de película, una de esas películas animadas en la que los labios de los muñequitos era lo único que se movía. Tantí Teodora se paró de su asiento como a los cinco minutos de comenzada la función pegando gritos. María Elisa y yo queríamos que los asientos se abrieran y nos tragaran. Tantí salió del cine sin parar de gritar. Lelelo fue tras ella, al rato regresó solo. Debió mandarla en taxi a la pensión. Fue la última vez que la vi, a los pocos meses murió.
Recordando a la malhumorada tantí hoy de adulta mi mamá me cuenta una verdadera historia de horror: en la Primera Guerra Mundial dicen que Teodora fue ultrajada por un grupo de soldados rusos, nunca se recuperó emocionalmente. No hablaba del tema. Toda gran amargura suele tener su justificación. La alfombra persa hedionda a meao, no sé quien la heredó.
A tantí Josefina, la última sobreviviente de las Pichú, apenas la vi una vez: fue a principios de los años 70 cuando mis padres nos llevaron a conocer el recién inaugurado parque Disney World. Nos quedamos un par de días en Miami, antes de subir en carro a Orlando. Entonces el único parque era el Magic Kingdom y una visita a Orlando no solía durar más de un día. Aprovecharíamos a mitad de camino para hacer una parada en Palm Beach, donde los tíos Bill y Josefina vivían un cálido retiro tras vender su propiedad en Tuxedo Park. 
Los tíos nos invitaron a que los visitáramos en un exclusivo club, tan exclusivo que entre sus socios no aceptaban ni negros, ni judíos, ni hispanos, solo WASPS (blancos anglosajones). Tantí jamás se asumió como hispanic, por más venezolana que fuera de nacimiento, semejante segregación no era con ella. Tampoco los niños eran bien vistos en ese club, lo que era un alivio porque la visita a los tíos sería breve. ¿Quién quería estar en semejante lugar? Mi mamá me obligó a llevar un vestido azul de florecitas nido de abeja. A los nueve años ya estaba muy grande para que me vistieran de nido de abeja, pero así fui. De la indumentaria de mis hermanos mamá no se preocupó. Por lo visto sabía lo que hacía, cuando nos vio tantí no nos pellizcó los cachetes como hacen la mayoría de las tías abuelas al conocer a los sobrinos nietos, a mis hermanos los ignoró, parecía solo interesada en mí, la única niñita de Mitzi, con mis vestidito de flores, el lazo, tan rubia:
"Muy linda, Mitzi, ¿cómo dijiste que se llama".
Juraría que oí a mi mamá titubear: 
"A-adriana, tantí".
"¿Por qué tuviste que llamarla así?"
Esta podría ser otra parte interesante de la historia familiar, pero nunca supe el porqué la antipatía de las tantís con la bisabuela Adriana. Creo que mi mamá tampoco porque no sabe callar una buena historia. Lo que si podría jurar es que por mi nombre dejé de existir para tantí Josefina, mejor para mí porque pude ir a jugar con mis hermanos antes de seguir rumbo a Disney World. 
Esa fue la última vez que usé un vestido de niñita, y la primera y última vez que vi a Tantí. Creo que mamá tampoco la volvió a ver, pero no perdió contacto con su tía abuela, era la única de sus hermanos que la llamaba a menudo para saludarla, para saber cómo estaba, por eso muchos pensaron que Mitzi, además de mi abuelo serían sus herederos. Cuando murió tantí su testamento fue un batacazo: además de a mi abuelo, dejó lo que tenía a mis tíos Luis Felipe y Gonzalo -que apenas la trataron- ignorando a mi mamá y a sus dos hermanas. Tantí dejó una explicación: "Es que las mujeres de nuestra familia se saben defender mejor que los hombres".
Hizo bien la tía, la herencia si bien no millonaria en dólares, ayudó al tío Gonzalo, que estaba recién casado, a comprarse una vivienda, y al tío Luis Felipe, que estaba recién divorciado, a comenzar de nuevo. Pero sobre todo, le sirvió a Lelelo, que era jubilado de una compañía petrolera donde trabajó toda su vida, cierta holgura económica en su vejez. Lelelo le temía más que a la muerte a convertirse en una carga para sus hijos, por ejemplo, les tenía prohibido que ante una emergencia lo ingresaran a Terapia Intensiva:
"El que me meta en Terapia Intensiva la paga con su dinero".
No hizo falta, Lelelo murió sin pisar una terapia intensiva a fines de mayo de 2007 a los 94 años, el mismo día que cerraron RCTV. Valga el lugar común pero mi abuelo se extinguió como una vela, simplemente se apagó, nunca hizo falta siquiera llevarlo a una clínica. Lo que si es que al final de su vida, la memoria se le fue difuminando, cuando lo iba a visitar me preguntaba:

"¿Cómo te llamas?".
"Adriana, Lelelo".
"Yo conocí a una Adrianne"
"Si, esa era tu mamá, pero yo soy Adriana, tu nieta".
Y sonreía: "Ahh sí, la que escribe".

Hoy pienso que tuvo una buena muerte mi Lelelo porque murió en su cama, pidió el desayuno, y cuando regresaron a traerle su plato de avena, ya se había ido, pero no hubo mejor muerte que la de tantí Josefina. Escribe Bill en la tarjeta:
"... cuando dejó este mundo estaba en buen ánimo. En la medianoche le dijo a la enfermera: 'Leí un libro maravilloso, ahora voy a apagar la luz porque quiero dormir', minutos después, su corazón dejó de latir. 
Todo mi cariño, tu tío Bill".

Esta crónica la escribí como en 2011, la tenía reservada para mi proyecto de crónicas inéditas, la comparto en tiempos de Pandemia para que cuiden a los abuelos y los valoren mientras los tengan. 



jueves, 19 de marzo de 2020

París no siempre es una buena idea

                                   
                                 
                                                                              I

Decidimos el viaje en enero, cuando la noticia parecía una leyenda desde tierras lejanas: una epidemia de gripe sumamente contagiosa que podía ser letal en personas mayores o de alto riesgo, se  expandía a velocidad vertiginosa en China. Se sospechaba que todo comenzó por la costumbre de algunos chinos de comer animales salvajes. "Una sopa de murciélago es el comienzo del Apocalipsis", se decía en forma de chiste, solo los más alarmistas se lo tomaban en serio.
Una semana antes del viaje a Paris, mi hermano Kiko compartía en el chat de la familia el peligro de llevarme a mi mamá a visitar a las nietas, ya los primeros casos en Europa se comenzaban a diagnosticar pero no los suficientes para entrar en pánico y cancelar un viaje que tenía tan ilusionaba a mi mamá. Y a mí también, como dice el hashtag: #Parísessiempreunabuenaidea. 
¿O no?
Además, nosotras venimos curtidas de la República Bolivariana de Venezuela, país donde el sistema de salud está colapsado y al que han regresado enfermedades que se pensaban hace años erradicadas como la tuberculosis. Nación en la que hasta la más nimia enfermedad puede terminar siendo mortal por falta de tratamiento.  
Días antes de agarrar el avión de Air France, Kiko insistía que había estado investigando por Internet y en cuestión de semanas el mundo entero entraría en cuarentena.
Qué exagerado, pensamos, además ¿qué mejor lugar para pasar una cuarentena que en París en primavera? 
Todavía hacía frío cuando llegamos a París el domingo primero de marzo, a medida que los casos diagnosticados en Francia iban en aumento,  los cerezos florecían, y parisinos y turistas estaban en la calle como si el llamado Corona Virus se hubiera quedado confinado en la lejana China y no estuviese haciendo ya estragos en la vecina Italia.
Mi amiga Beatriz, que vive en Madrid, me decía que igual allá, los casos iban en aumento y los madrileños como si el virus no fuera con ellos. 
Esa primera semana de marzo en París nadie andaba en las calles con tapabocas más que algunas  mujeres con rasgos orientales; los cafés, las tiendas y los restaurantes no estaban llenos, pero la ciudad parecía llevar su vida normal, aunque en la calle se oía a cada rato "Corona Virus- Corona Virus-Corona Virus" como si nombrarla más de tres veces haría que la amenaza se alejara. 
Esa primera semana mis familiares y amigas que viven en Paris no estaban alarmadas, a quien mencionara un posible contagio del Corona Virus lo llamaban "Profeta del Desastre".  Mis sobrinas iban al colegio y seguían sus actividades deportivas como de costumbre. Cines, tiendas y restaurantes abiertos, los días de lluvia aproveché para ver Richard Jewell y 1917 que no las había podido ver en Caracas; entré en la legendaria Shakespeare & Company tan abarrotada de turistas como de costumbre, llevándome un par de libros que ya habrían pasado por múltiples manos. 
Amapuchada por sus nietas y por el mesonero del café de la esquina, como mi mamá, por su edad, es de alto riesgo -aunque ella se ofendía cuando se lo recordaba- todas las noches al acostarme seguía las cifras del nefasto virus en Europa, y veía alarmada como iban en aumento. Lo más raro era que Venezuela, junto con unas cuantas naciones africanas y Corea del Norte, eran los únicos países del mundo en los cuales el Corona Virus, supuestamente, no había llegado. 
¿Tendría Kiko razón? ¿Nos debimos haber quedado en Venezuela?
 Entrando en la segunda semana de nuestra estadía de un mes, al mismo tiempo que la curva de infectados por el corona virus ascendía en Francia de manera vertiginosa, y que mis relajadas amigas parisinas comenzaban a preocuparse, cuando el mesonero besucón ya dejaba de besuquear, y la dependiente de la tienda vecina me insistía que sacara a mi madre cuanto antes de Paris, pensamos que a pesar de las condiciones en las que eventualmente nos encontraremos en Venezuela con un sistema de salud en ruinas, era hora de regresar para pasar la ya declarada pandemia en casa, antes de que fuera demasiado tarde.

                                                                       II

Debido a la pandemia las aerolíneas permitían los cambios sin penalidad, pero imposible hacer el cambio por teléfono o por Internet. El jueves 12 de marzo tomamos la decisión de regresar, la oficina de Air France más cercana quedaba al final del Bulevar de Saint Michael frente al jardín de Luxemburgo,  fui después de almuerzo en el cual mi madre y yo discutíamos si cambiar los pasajes para el domingo 15, o si quedarnos hasta el martes, ¿dos días más o dos días menos para emprender la huída, qué diferencia podía haber? Así pasábamos el fin de semana con las niñitas, que quién sabe cuándo las volveríamos a ver.
Esa tarde primaveral la cola a las puertas de la minúscula oficina de Air France parecía las antiguas colas en Caracas para comprar cualquier artículo en escasez en la Venezuela Revolucionaria. Los nervios igual de exasperados. Detrás de mí se armó una discusión porque una señora buscaba información sobre los vuelos a les États Unis que cerraban las fronteras el viernes, "mi hijo está allí",  un viejo malhumorado le decía llámelo y no nos haga perder tiempo que usted ya no puede ir. 
La cola era lenta, una empleada salió para decir primero en francés y después en inglés, que quienes  hicieron sus reservaciones en portales de viaje como Orbitz, debían hacer los cambios a través de esos portales, no serían atendidos en las oficinas de Air France. Y quienes pretendían volar a les États Unis, solo podrían hacerlo si eran ciudadanos norteamericanos, ya para los europeos estaban cerradas sus fronteras.
Haciendo la cola entraron un par de noticias por chat en mi celular: se habían diagnosticado los primeros dos casos de Corona Virus en Venezuela, ambos de personas provenientes de Europa. Y a partir del domingo 15 de marzo, Nicolás Maduro prohibía los vuelos provenientes de Europa y de Colombia. 
De haber hecho las reservaciones en la mañana, es probable que hoy estaría estancada en París.
Sé que hay muchas suertes peores que quedarse en París, pero en momentos como este, uno lo que quiere es estar en casa, y mi casa es en Caracas donde quedaron mi marido y mi hijo. 
A partir de las cinco de la tarde no dejaron a nadie más entrar en la cola, al que iba llegando le decían que regresara al día siguiente después de las diez. Dentro de la pequeña oficina solo entraban las personas listas para atender. Aunque yo no era de las últimas de la fila, fui de las últimas en salir  porque la señora que me atendió estaba tan cansada: "Nos ha tocado trabajar estas últimas dos semanas más de lo que hemos trabajado en nuestras vidas", que se equivocó en la fecha de las reservaciones y puso nuestra partida en abril en lugar de marzo.
 Menos mal que ella misma se dio cuenta porque mi marido nunca me habría creído que no fui yo la del error siempre tan distraída. Aunque Maduro anunciara en cadena nacional que cerraría las fronteras con Europa después del domingo 15, preferí reservar para el vuelo del sábado 14, no fuera a cambiar de opinión. La empleada tecleaba apurada tras su error porque el vuelo a Caracas rápidamente se iba llenando, se veía un tanto perpleja porque estando en París, quién se querría regresar antes a la Venezuelá. 
Al lado mío una muchacha reservaba un vuelo para Boloña, era hermosa, no espectacular como una top model, simplemente bella como son las muchachas bellas sin maquillaje y en zapatos de goma. La muchacha lloraba y lloraba como pocas veces he visto llorar en público, la dependiente  tomaba su reservación sin amago de consolarla, me habría gustado consolarla como si fuera una hija o una sobrina, pero entre el idioma y el Corona Virus, poco era lo que podía hacer, mi gesto de solidaridad fue regalarle una cajita de Kleenex nueva que llevaba en la cartera, que la muchacha aceptó sin miedo, abriéndola de inmediato para soplarse los mocos y secarse las lágrimas, sin por eso parar de llorar.  
Estábamos en pleno proceso de reserva, que hubo que hacer en dos partes porque mi mamá y yo volamos en clases distintas, ya la oficina estaba casi vacía, cerradas las puertas con llave, cuando de repente me entró un ataque de tos seca. Tosía y tosía tapándome como mejor pude la boca con el codo, no paraba de toser. Las agentes de viaje ni se inmutaron como no se inmutaron ante las lágrimas de la linda muchacha italiana, deben de estar entrenadas para no mostrar emociones en la misma escuela de los guardias del Palacio de Buckingham, imagino que les habré quitado años de vida con mi ataque de tos. Al salir a tomar aire fresco se me quitaba la tos,  apenas volvía a entrar a la oficina, me volvía a dar el ataque y así pasé varios minutos entre entra y sale y la señora de Air France tecleando en su computadora como si nada. Debió ser un atípico ataque de pánico, una vez con las reservaciones hechas para salir el sábado 14 de marzo a las 10.20 de la mañana,  se me quitó la tos, esperemos que no vuelva

                                                                   III

En la noche, después de comenzar a  hacer maletas, antes de acostarme a dormir me di una vuelta por twitter, en El Pitazo anunciaban que a Venezuela el jueves llegaría el último vuelo de Air France hasta que pasara la cuarentena. Les contesté que era una información falsa, yo tenía pasajes para regresar el sábado. La periodista me contestó por twitter que los empleados de Air France en Maiquetía no estaban tan seguros de que ese vuelo se fuera a dar. 
El chofer que nos llevó al aeropuerto más angustiado que por el Corona Virus lo estaba por la recesión económica por venir, su trabajo era hacer viajes al aeropuerto y nosotras éramos sus últimas clientes seguro que en meses, el ingreso de la familia lo complementaban con un servicio de catering de comida tailandesa que tenía su esposa, a quien ya le habían cancelado el último banquete que tenía pautado. ¿Qué iban a hacer? Me contó que en los mercados de los suburbios donde vive escaseaban los artículos esenciales, le comenté que la cadena Monoprix en París todavía estaba bastante abastecida. Amadeus, que habla perfecto español con marcado acento francés me decía: "Pero el Monoprix es muy carro, el jabón de lavar lo venden hasta tres euros más carro de donde lo compro yo", ante una inevitable recesión económica, una diferencia de tres euros es importante. 
En el aeropuerto Charles de Gaulle había muy pocas personas, nos dijo Amadeus que la estampida fue el día anterior antes de que cerraran los vuelos a los Estados Unidos. Al contrario de cuando llegué apenas hacía dos semanas, ahora casi todo el mundo tenía un tapabocas puesto. Llegamos puntuales a la puerta de embarque, el vuelo estaba pautado para despegar a las 10,20. A las once todavía estábamos sentados en la sala de espera, el personal de Air France  comunicó en altavoz que "no hemos abordado porque estamos a la espera de que en Maiquetía den el visto bueno para que el avión despegue".  Media hora después todavía esperando, se oyó en el altavoz que: "pronto sabremos si nos darán la autorización para salir, o no".
 Los pasajeros, casi todos venezolanos, estaban al borde de un ataque de nervios, la mayoría venía de España, una muchacha tan joven y linda como la muchacha italiana que lloraba en la oficina de Air France, cargaba a su bebé de seis meses en un canguro, no perdía el buen ánimo pero decía que no se podía regresar a España, no tenía cómo, su viaje estaba planeado desde hace meses para llevar a su bebé a que lo conociera la familia en Maracay. Un señor decía que si le negaban el derecho a regresar a Venezuela, pediría asilo político, ya que en su país no lo querían; una pareja amiga se planteaba que sería de ellos, su hijo vivía en un minúsculo apartamento con su esposa y su bebé y no se imaginaba en cuarentena durmiendo un mes en un sofá. Y ellos eran los afortunados, muchos de los pasajeros no tenían ni donde dormir porque provenían de Madrid. 
Por fin nos llamaron a abordar, dejé a mi mamá instalada en Bussines, entre sus compañeros de cabina niños y bebés, que me dice mi mamá que estuvieron gritando y corriendo por los pasillos todo el vuelo, según ella también viajaba un señor que no se dejaba ver la cara, iba acompañado de una mujer vestida con una pinta que parecía salida de El Pez que fuma de Román Chalbaud. 
La clase Turista no iba llena, contrario a los rumores, no venía ningún chino en el avión, a la muchacha que venía de Madrid le dieron el puesto de primera fila y el bebé durmió plácidamente todo el vuelo en una cunita. Yo vi tres películas a pesar de que el vuelo se movió mucho, quizás por  los nervios de los últimos días me sentí mareada minutos antes de aterrizar, pero me dije: "Mi niña, recupera la calma, mira que en Maiquetía te espera un comité de recepción".


                                                          III


Cuando por fin aterrizamos, los pasajeros aplaudieron, y yo que pensaba que ya la gente no aplaudía llegando a Caracas sino despegando de Maiquetía. El capitán nos pidió que permaneciéramos  sentados, no íbamos a llegar todavía a la manga de desembarque, en la pista nos esperaban funcionarios de Sanidad que entrarían al avión a tomarnos la temperatura. El avión pasó uno minutos parado frente a una ambulancia con Guardias Nacionales y un contingente de funcionarios de la salud vestidos como salidos de la película La Amenaza de Andrómeda, frente a ellos un camarógrafo dejando constancia del momento, algunos de los funcionarios se tomaban selfies como si en lugar de un avión de posibles apestados, estuvieran esperando a la Orquesta Juvenil Simón Bolívar tras una gira exitosa por el mundo. 

Cuando por fin entraron al avión armados con sus termómetros digitales, de lo más educados dándonos la bienvenida antes de apuntarnos en la frente. A mí también me apuntó la cámara, más temerosa que el Corona Virus estaba yo de salir en VTV. Me tapé el rostro como artista italiana huyendo de los paparazzi:  "No me filmen, no quiero ser parte de este show", les dije, pero no tuve inconveniente en que me tomaran la temperatura, que marcó 35, en lugar de fiebre, como que llegué con hipotermia. 
Junto con la planilla de aduana, llenamos un formulario para que nos pudieran contactar en caso de que alguien en el avión desarrollara posteriormente el Corona Virus, de todas maneras era necesario estar en cuarentena para estar seguros de no haber traído de Europa el virus. 
Desde entonces cualquier tos, cualquier estornudo, cualquier escalofrío, me entra la paranoia de haberlo traído, no tanto por mi, sino por mi mamá, yo supuestamente no soy paciente de alto riesgo,  mi mamá dice que ella tampoco, ¿acaso la estoy llamando vieja?

                                             FALTÓ EL CHISME

  ¿Y los misteriosos viajeros en Bussines Class? Según comentó Nelson Bocaranda en twitter estuvimos a punto de quedarnos varados en Paris, si logramos despegar fue porque venía gente muy importante en el avión, yo nunca vi al señor que según mi mamá se tapaba el rostro con una exuberante mujer,  pero a mi marido le soplaron que la familia que ocupaba Bussines con niños y cargadoras, la pesada pasajera por la que hoy estoy escribiendo esta intensidad en Caracas en lugar desde un lejano encierro en París, la que venía con sus niñitos con su nana, era supuestamente la misma invasora que durante años se negó a desalojar la Casona. Ustedes saben quien es. 
No puedo dar fe de ello, yo no la vi, y si la vi, no la reconocí, pero lo que sí les puedo decir es que la familia de niños inquietos no recibieron su equipaje ni pasaron por la aduana como el resto de los pasajeros.