domingo, 26 de abril de 2009

Toda la vida





El julio en el que cumplí 24 años lo celebré a todo lo alto en casa de mis padres con un open house. Mis fiestas solían ser un arroz con mango donde coincidían artistas, niñitos bien, intelectuales izquierdosos, teatreros, y cuanto bicho de uña se considerara mi pana en el año 87. Para la ocasión me vestí con un conjunto de blusa y falda blanca vaporoso, con sandalias doradas, me sentía igualita a Cybill Shepard en “Moonlighting”, la serie de televisión de moda en aquella época. Sólo faltaba de música de fondo el tema de Al Jarreau. De haber sonado la voz nasal del jazzista a la hora de recibir a mis invitados, me pregunto si la historia que estoy por contar habría sucedido.




Él llegó tarde, pasadas las 11, apenas nos conocíamos, si lo había visto tres veces era mucho, amigo de un amigo. Ni siquiera me atraía, a sus 37 años me parecía un viejo, divorciado además, y economista para colmo. Un ejecutivo con bigotes. Pero me resultaba simpático con su voz ronca y un sarcasmo siempre a flor de labios. No llegó con las manos vacías, apareció con un libro que se veía gastado por múltiples lecturas, Memorial de Rafael Cadenas: “Para que me conozcas mejor”. Menos de 24 horas después, lo había decretado el amor de mi vida.

Durante casi dos meses fuimos inseparables, parecíamos una película romántica de Woody Allen: almorzábamos juntos, salíamos a comer, íbamos para el cine, librerías, conciertos, la playa. Sus amigos me adoraban, mis amigos decían que ése era el tipo para mí, conversábamos sabroso, nos gustaban las mismas películas, los mismos programas de televisión, los mismos libros, aunque en cuanto a la música, su gran pasión, he de admitir que la intensidad de sus gustos y disgustos superaba con creces a la mía.




Si hay quienes se enorgullecen de sus lecturas, y hay quienes lo hacen de sus amigos, mi nuevo amor se enorgullecía de la música que oía: rock y salsa brava para ser exactos. Como mi oído es ecléctico y fácil de complacer, cada vez que me montaba en su camioneta Toyota iba feliz escuchando a los Rolling Stones, a Ismael Rivera, a Charly García. Aunque no dejaba de molestarme su esnobismo con algunos músicos que yo admiraba, por ejemplo, él decía que Rubén Blades era un salsero menor, U2 un grupo sobrevalorado, la música brasilera soporífera, y la Nueva Trova Cubana pavosísima. Insistía que de mi generación, Prince era el único artista innovador que se podría codear con los grandes de los años sesenta y setenta.
Ni loca le habría confesado que prefería a Michael Jackson.
En cambio yo no podía tocar ni con el pétalo de una rosa a alguno de sus ídolos, era en extremo sensible con los íconos de su adoración: dejó de hablarme unas horas porque le dije que los Beatles no eran guapos.
Ante semejante fanatismo, de haber sido yo más prudente, quizás nuestra historia habría terminado en un final feliz, si acaso eso existe, o por lo menos no ser tan efímera. Pero todo se derrumbó por un incidente fortuito y una jugada equivocada: quedamos en ir a almorzar y él había mandado su camioneta a hacerle servicio, no se la devolverían sino en la tarde, ¿por qué no lo pasaba buscando a la oficina?
Debí reflexionar sobre lo que significaba llevar como pasajero a semejante melómano, lo que representaría exponerlo a mi música. Quizás habría sido más prudente prender la radio y sintonizar en el dial el heavy metal de Radiodifusora Venezuela, o llamar a un amigo y consultar sobre un buen rock para impresionar a un oído exigente, o irme por lo seguro y guardar en la guantera un cassette de Charly y otro de los Rolling Stones. Pero la ambición pudo más que la cautela, y ese mediodía comprendí que en el juego del amor la osadía no siempre da dividendos, porque cuando quise descubrirle a mi amado un mundo nuevo, que no todo en la vida era salsa brava y rocanrol, fue como lanzar a un precipicio el delicado cristal de lo que hasta entonces parecía ser el amor perfecto.

Llegué unos minutos tarde a nuestra cita, él me estaba esperando en una esquina de la avenida Francisco de Miranda, habíamos quedado en ir al Capanella, un restaurante italiano en El Rosal. Me saludó con un beso, me dijo que estaba linda, que tuvo una mañana lenta en la oficina, que se estaba muriendo de hambre, que le dolía la cabeza, y como solía hacer en su carro, subió a todo volumen la música. Imposible describir su cara de estupor cuando se dejó oír, después del silbidito inicial:
“Toda la vida, coleccionando mil amores, haciendo juegos malabares…”.
Mi horrorizado pasajero bajó el volumen de inmediato, preguntando, casi con repugnancia, como si estuviera escuchado una uña deslizarse en un pizarrón o a los ángeles del infierno entonar un himno blasfemo:
“¡¿Qué vaina es esta?!”.
Yo, sin quitar los ojos del volante, contesté con orgullo precursor, después de todo, hasta Bob Dylan es un gusto adquirido:
“Emmanuel cantando a Lucio Dalla, ¿qué te parece?”.
Me miró con incredulidad, como esperando una carcajada como señal de que había sido una broma, pero no me pensaba echar para atrás, mi dignidad femenina estaba en juego, subí el volumen y seguí cantando:
“…tantas historias como estrellas, para no ser esclavo tuyo, para obtener mi propia música…”.
Tenía los bigotes erizados, no le salían las palabras, apenas pudo musitar:
“¿Emmanuel? ¿En tu carro oyes Emmanuel?”
Lo miré con desafío, casi choco, se oyó un cornetazo y una mentada de madre. Ante su mirada de desdén, de ya sé quién eres, pajarita, sentí como si me hubiera quedado desnuda, como si me hubieran despojado de mi disfraz de farsante. Por fin quedaba al descubierto mi verdadero yo, mi única identidad: no era una glamorosa roquera, era una fan de Sábado Sensacional.
Él tampoco tuvo piedad:
“¿Qué más tienes? ¿Julio Iglesias? ¿Camilo Sesto? ¿José José?”.
Traté de explicarle que Lucio Dalla era uno de los grandes cantautores italianos, y que el mexicano Emmanuel, tan bello, había dado un giro importante en su carrera cambiando las típicas baladas de amor por música europea.
“¿Y cuando venga a Caracas pretendes que te acompañe a Sábado Sensacional para verlo?”.
Ya el sarcasmo dejaba de parecerme atractivo, decidí ignorarlo, subí el volumen y seguí cantando a Emmanuel con la misma efusividad con la que en la Toyota del roquero cantaba a Charly García. De más está decir que el almuerzo fue gélido, y no precisamente por la temperatura de la comida. De repente nos faltaron temas de qué hablar. Decidí achacárselo a un mal día, al dolor de cabeza, al mal humor del tráfico, a problemas de trabajo. Pero desde entonces nada volvió a ser igual. Por primera vez en dos meses, esa noche no nos vimos, y a los pocos días no me tomó de sorpresa el “no eres tú, soy yo”, el “vamos a darnos un tiempo” el “mereces algo mejor”, y demás argumentos para terminar con una relación que ni un lector de Rafael Cadenas es capaz de cambiar.
Con el corazón estrujado, comprimido, arrugado, desde la noche del “no eres tú, soy yo” y durante algún tiempo, quedé preguntándome, como la canción de los Bee Gees: “How a love so right, turn out to be so wrong”, o como mi amado habría preferido ser evocado desde el despecho, al estilo del gran Maelo: “Dime por qué, dime por qué me abandonaste, no me atormentes amor no me mates, ten compasión dime por qué”.
Me resistía a admitir que el responsable de mi debacle sentimental fuera Emmanuel, ¿hasta dónde podía llegar el esnobismo musical? Me espantaba pensar qué habría pasado si en vez de poner en mi reproductor al cantante mexicano se me hubiera ocurrido poner mi cassette de Noche Caliente: ¿me habría estrangulado el ejecutivo melómano en la mitad de la calle? ¿Me habría clavado una estaca en el corazón? ¿Se habría lanzado del carro en marcha?



Todo pasa, y las heridas de amor, con el tiempo, se vuelven pequeñas cicatrices del autoestima. Y así como desapareció el roquero intolerante de mi vida, también desapareció la música de Emmanuel. “Toda la vida” no volvió a sonar en mi carro, y poco a poco fui olvidando esta historia absurda, hasta que años después, cayó en mis manos la novela “Alta Fidelidad” de Nick Hornby.
Hornby, autor británico nacido en 1957, es un genio de la comicidad a la hora de escribir sobre las pequeñas grandes obsesiones masculinas, pero su novela “Alta Fidelidad”, lejos de parecerme graciosa, me recordó aquel mediodía en El Rosal que mi subconsciente había preferido guardar en la última gaveta de los recuerdos.
El protagonista de “Alta Fidelidad”, al igual que el ejecutivo melómano, era un obsesionado del rock, y como él, tenía grandes expectativas con una chica, expectativas que se derrumban cuando la chica pone en su carro un cassette de U2: “¿Cómo puedo salir con una mujer que le guste oír a esos tipejos?”, y yo al leer estas líneas supe que no fueron cosas mías, que después de todo la loca no era yo, que por lo visto hay hombres capaces de adorar a una mujer, sólo hasta que la mujer se le ocurra sintonizar la canción equivocada.



Al ejecutivo tengo 15 años que no lo veo, la última vez fue en un matrimonio, recuerdo bien la fecha porque estaba embarazada de mi segunda hija. Nos saludamos con cariño, admiró mi barriga, pero al igual que en el incómodo almuerzo, no encontramos mucho de que hablar. Tengo entendido que se casó en segundas nupcias pocos años después, no sé si con una verdadera cultora del rock, o con una pobre mortal que oirá escondida los grandes éxitos Pop. En cambio yo, a la hora de casarme, preferí hacerlo con un hombre que en su carro sólo oye las noticias en Radio Capital. Ni loca volvía a tomar otro riesgo musical.
Veinte años después del año de mis despechos, decidí hacer las paces con Emmanuel, pero como ya no tengo ni sus discos, ni sus cassettes, lo busqué en Internet. Al contrario de mi pronóstico al ejecutivo melómano, de Emmanuel hoy sobreviven digitalmente no sus versiones de Lucio Dalla sino sus baladas de amor. La única versión de Dalla que encontré fue: “Toda la vida”.
Por supuesto que la bajé,  hoy me gusta cantarla evocando orgullosa a la chica que alguna vez fui, aquella que un mediodía no le dio vergüenza entonar: “y yo buscando mi propia música, es mi música, es mi música, aaaahhhhjjjj”.



jueves, 23 de abril de 2009

Kerouac detrás del mostrador





 

A pesar del otrora alcalde Rudy Giuliani y de su política “cero tolerancia” que logró reducir considerablemente el índice delictivo en Nueva York quitándole  el brillo de metrópolis impredecible, algunos ladrones no pierden sus mañas y se siguen desapareciendo libros en las vigiladas librerías de la Gran Manzana.

Las mega cadenas no se quejan, si los roban, ni cuenta se dan, víctimas son aquellas pequeñas librerías que han logrado sobrevivir al neoliberalismo con sacrificio y esfuerzo de sus irreductibles dueños quienes se resisten  a rendirse al mundo de los bestsellers. Estas oscuras librerías llevan un meticuloso inventario y pueden contabilizar cada uno de los libros robados. Según un estudio publicado en el New York Times, el botín varía dependiendo de la zona saqueada. En el elegante Upper East Side no es raro encontrarse con distinguidos ladrones ya entrados en años tratando de embolsillarse un costoso libro de fotografías o una novela de moda. En cambio en los barrios bohemios de Manhattan, los ladrones ignoran despectivamente las novedades y prefieren robar obras de escritores de la Generación Beat, especialmente de su precursor Jack Kerouac; a tal punto se ha extendido esta epidemia hamponil que en algunas librerías de Soho los libreros se han visto obligados a venderlo como a los chicles y a los cigarros, detrás del mostrador, y si usted desea llevarse una copia de En el camino (On the Road), tiene que hacerlo de la manera tradicional, de la manera burguesa, comprándola.

En el camino está basada en una carta escrita por el poeta Neal Cassady a Kerouac evocando su mutuo deambular a fines de los años cuarenta por los Estados Unidos y México. Kerouac escribió en 1951 su recuento de este viaje en forma de novela en apenas tres semanas -aunque tardó seis años en publicarla-. Medio siglo después, En el camino sigue siendo el manual favorito del rebelde sin causa, lectura obligada para aquel que sueñe con desechar los convencionalismos y llevar una vida errante en la que no deben faltar drogas, alcohol, música, mucha música, un toque de misticismo y bastante sexo.

Jean Louis Kerouac, hijo de padres francocanadienses, nació en 1922 en un pueblito en el estado de Massachussets en los Estados Unidos, escritor de vocación temprana fue becado como futbolista en la Universidad de Columbia, al partirse una pierna se dedicó a viajar primero con la marina mercante y después en auto-stop. Padre de la llamada “prosa espontánea” carente de afecciones y de recursos estilísticos, su reconocimiento como escritor tardó años en llegar, hoy es considerado inspiración no sólo de poetas de su generación como Allen Gingsberg y Abbie Hoffmann sino también de músicos como Bob Dylan y Patti Smith. Su muerte prematura en 1969 a los 47 años, consecuencia de su afición por el whisky y las drogas, fue el esperado desenlace de un autor que vivió lo que predicó.

Místico y rebelde hasta el fin de sus días, nos preguntamos qué diría Kerouac de saberse el autor más robado en las librerías de Nueva York en un siglo en el que la tecnología y el libre mercado se quieren devorar a la literatura; sin duda recomendaría a los pillos leer el dichoso libro, después venderlo... y tomarse un trago en su honor. 


Diciembre 2002, ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.

sábado, 4 de abril de 2009

Vacación o no vacación


Ya son diez años, así que deberíamos estar acostumbrados a que los golpes más bajos a la oposición suelen venir cuando el Presidente está de viaje, como queriendo decir: "no tuve nada que ver con esto", pero sobre todo cuando están por comenzar las vacaciones de navidad, escolares, o Semana Santa.
También deberíamos estar acostumbrados a los mea culpa colectivos, a los reproches de la frivolidad de la oposición, que nos ponen la bota militar encima y no hay quien sacrifique su playita. 
Soy de quienes planeo salir de vacaciones con mi familia a pesar del derrumbe del sistema judicial venezolano que se hizo notorio esta semana, por eso pregunto a los que despotrican contra quienes nos vamos en medio de la última arbitrariedad revolucionaria: qué podemos hacer para combatirla, díganme y lo hago. Pero como una verdadera fuerza, porque es fácil indignarse desde la comodidad de las computadoras, como se hizo evidente ayer en el programa Buenas Noches cuando los abogados de los comisarios presos se lamentaban de que a la hora de la sentencia de 30 años en prisión contra los 6 funcionarios; más allá de cinco o seis incondicionales, y la familia de los policías metropolitanos esperando sentencia, no había nadie acompañándolos.
No soy dirigente de la oposición, apenas un soldado raso que  hace lo que se le pide: "marcha"-marcho; "vota"-voto; "no votes"-ahí si que desobedecí porque siempre voto. 
Con el paro de diciembre de 2002 apoyando a los trabajadores de PDVSA, muchos sacrificamos las vacaciones navideñas: el niño Jesús llegó a duras penas, marchamos hasta el cansancio, santamarías cerradas, los centros comerciales vetados. ¿Y de qué sirvió? El Gobierno salió fortalecido, los trabajadores de PDVSA fueron los que se llevaron la peor parte, y la máxima riqueza del país pasó a ser la caja chica del proyecto revolucionario. 
Por eso pregunto a quienes se indignan por los que se van de vacaciones mientras a los comisarios de la Policía Metropolitana los condenan a 30 años de cárcel, el General Baduel está preso, Manuel Rosales en pico de zamuro, Nixon Moreno prófugo de la justicia, y Teodoro Petkoff amenazado: ¿cuál es el paso inmediato a seguir contra un gobierno totalitario?¿Cómo solidarizarnos efectivamente con los perseguidos políticos?¿Cómo combatir la descarada parcialización del sistema judicial? ¿Alguien me puede dar una luz?
Y si sacrificamos las vacaciones,  ¿qué hacemos? ¿Manifestar nuestra arrechera por Facebook?

Contra la barbarie


Tras la masacre de libros en diversas bibliotecas nacionales, especialmente en el estado Miranda entre los años 2007-2008, evoqué "Por fin tiempo suficiente" un capítulo de la serie Dimensión Desconocida que simboliza el inmenso amor a los libros que no cualquiera puede entender: un hombre de mediana edad (Burguess Meredith), único sobreviviente del Apocalipsis, celebra su destino al encontrarse en la desolada Biblioteca de Nueva York. El afortunado ratón de libros, hasta entonces agobiado por su fastidiosa mujer, se siente feliz de poder dedicar el resto de su vida al placer de leer. Tanta dicha se vuelve calamidad cuando sus anteojos caen al piso y se le rompen los gruesos cristales.

“Típica pesadilla capitalista”, dirán los fundamentalistas del Socialismo del siglo XXI, “interés individual sobre el colectivo”. Y es que el placer de la lectura suele ser individualista, cada quien escoge el libro que le acomode, en el momento que le acomode, bien sea literatura, novela rosa, poesía, autoayuda… quién es quién para juzgar los gustos literatos de los demás.

Mas allá de las lecturas obligatorias de bachillerato, el placer de leer no se impone, por eso da dentera las declaraciones de los responsables del servicio de bibliotecas nacionales sobre un cambio de paradigma en nuestras bibliotecas. A cualquier bibliófilo que no esté interesado en la estantería de los 5 motores de la revolución, lo estremece que hoy las máximas autoridades bibliotecarias consideren que hay una sola vía de pensamiento político, la del gobierno actual, y opinan que las bibliotecas están plagadas de libros de ideología capitalista. Ya hemos visto lo sucedido en las últimas ferias de libros promocionadas por el Estado, donde más atención recibe el Che Guevara que la poesía nacional. El mismo sesgo adoctrinador  tienen las librerías Kuai Mare y Monteávila desde que se transformaron en Librerías del Sur.  

No sólo las bibliotecas, librerías estatales y las ferias del libro están a la merced del Proceso, gracias a que los libros ya no están en la lista de prioridades de Cadivi, las librerías están desiertas, sobreviven con pasados inventarios, editoriales nacionales, con los libros más económicos que se consiguen en el mercado de habla hispana – en su mayoría bestsellers repudiados por quienes satanizan el capitalismo- y algunos libros importados con dólar del mercado paralelo tan costosos que sólo bolsillos holgados pueden adquirir.

El otro día me topé en una librería con una muchacha buscando Orgullo y prejuicio de Jane Austen, el librero se disculpó de que a Venezuela ya casi no llegan clásicos de la literatura. Me sentí acaparadora, tengo dos ejemplares de Orgullo y prejuicio en mi biblioteca, por eso me pareció excelente la idea del escritor Rodrigo Blanco Calderón desde la página web Relectura, de unir fuerzas para reponer los más de 62 mil libros de las bibliotecas mirandinas vendidos como pulpa de papel. Los invito a estar atentos a Relectura y buscar entre sus libros novelas contemporáneas, clásicos, autores venezolanos y latinoamericanos, poemarios, biografías… que estén dispuestos a donar para contribuir a darle un nuevo aire sin tintes ideológicos a las bibliotecas o puntos de lectura de nuestra comunidad. Construir en lugar de destruir. Sólo queda un temor: que de un plumazo fundamentalista, los libros del colectivo de nuevo terminen convertidos en papel toilet.

Hay que estar en guardia para que esto no vuelva a suceder.