jueves, 28 de junio de 2018

Un tipo de pinga


La actual crisis monetaria por la hiperflación y la falta de efectivo, razones por las cuales este año 2018 el venezolano no tiene ni con qué pagar el transporte público, y que las propinas se den con galletas y cambures, aunque sea de las peores que recuerde, no es la primera crisis monetaria que me ha tocado vivir en Venezuela en mis más de cinco décadas de vida.
De estas crisis sufridas por nuestra cada vez más escuálida moneda nacional, una de las más absurdas que recuerde fue cuando en los años noventa los venezolanos nos quedamos sin monedasLa razón fue similar a una de la causas por la cual hoy en Venezuela es tan difícil conseguir billetes: el valor del material con el que estaban hechas las monedas resultaba superior a lo que se podía comprar con ellas. 
Si hoy la falta de billetes en Venezuela se ha vuelto una hecatombe económica, en los noventa la falta de sencillo -que no duró mucho tiempo- no pasó de la categoría de incidente molesto, aunque entonces nos lleváramos las manos a la cabeza pensando: "Un país sin monedas, ¿acaso se puede caer más bajo?".

La reciente historia revolucionaria ha demostrado a los venezolanos que siempre se puede caer pero mucho, mucho más bajo.

Recordar esa época en la que Caracas seguía siendo una de las ciudades más envidiadas de América Latina, a pesar de que ya se empezaban a sentir los primeros sacudones políticos y económicos, en especial recordar cuando no tener monedas en el bolsillo era uno de los mayores disgustos cívicos del venezolano de los 90, me hizo recordar a un personaje que orbitaba en mi tribu de juventud, aunque nunca llegó a ser mi amigo.
Por respeto a su familia y a su memoria porque murió hace más de veinte años, llamémoslo Axel.
Axel sin duda era un tipo buenmozo: alto, rubio, con el porte de un príncipe de Luxemburgo, es decir, tan soso como un príncipe de Luxemburgo. Cero atractivo por lo menos para mi y mis amigas a quien nos parecía demasiado sifrino hasta para nuestros niveles de sifrinería, que tampoco eran bajos. Su actitud era como de un Marqués a quien le tocó por error vivir entre plebeyos. O por lo menos esa era la vibra que daba. 
No cabe duda que Axel tenía su público, pero para mi particular tribu de panas salir con Axel sería tremenda raya. Y seguro que para él mi tribu de amigas no era ni material para el Miss Venezuela ni Gucci enough.
Por eso me sorprendió tanto cuando haciendo nuestra lista de invitados a la boda, mi futuro marido, tan  sencillote, insistiera que invitáramos a Axel: 
-¿Y de cuándo acá tu eres amigo de Axel?- le pregunté sorprendida.
-Es mi pana del alma. 
-Pero si en todo el tiempo que tenemos de novios nunca me has dicho para salir con Axel y quien sea la miss con la que ande, ni siquiera me lo has nombrado ¿qué tipo de pana del alma es ese?
-Estudiamos juntos en la universidad, sé que parece tremendo sifrino pero esa es solo la imagen que da, cuando lo conoces bien te das cuenta que es un tipo de pinga, buen amigo. Que nunca te lo haya nombrado o que no hayamos salido con él, no quita que le tenga aprecio, y se ofendería si no lo invito. 
Como yo no era quién para cuestionar las amistades de mi futuro esposo y tampoco me gustaría que el comenzara a cuestionar la ecléctica calidad de mis amistades invitadas, en un pacto de no agresión agregué a Axel a la lista, a sabiendas que imagen o no, subiría el coeficiente sifrino de la noche.

A la hora de repartir las invitaciones nos dividimos la tarea, el novio repartiría las tarjetas del sureste de la ciudad, donde vivía con su familia, yo las del noreste. Tarjeta de Axel incluida. El día antes de la boda, encontré la tarjeta de Axel entre unos papeles en la guantera del carro, se me había pasado entregársela, ya era muy tarde para hacerlo. Imaginé que entre tantos amigos invitados, mi futuro marido no extrañaría la ausencia de su antiguo pana de la universidad.
Pero en plena Luna de Miel me comentó: "Qué raro que Axel no fue al matrimonio ni mandara regalo".
"Debe ser que estaba de viaje", pensé en decirle, pero como una mentira no es manera de comenzar un matrimonio, le confesé que no llegué a entregar la tarjeta por descuido.
Fue uno de nuestros primeros disgustos de casados que se amainó con la promesa que la próxima vez que nos encontráramos con Axel, le pediría disculpas responsabilizándome de haber perdido su tarjeta en medio del desorden del carro.
 Como en esa época la gente que se iba de Venezuela era por temporadas cortas, no para emigrar,  uno tenía la certeza que en este pueblo grande que era Caracas, más temprano que tarde, nos volveríamos a encontrar. 
Como tres años pasaron sin toparnos con Axel ni en el club, ni en una fiesta, ni de manera casual,   sabíamos que seguía viviendo en Caracas porque vimos su matrimonio reseñado en las crónicas sociales, fastuoso evento al cual, por supuesto, no nos invitó.
Repito, en los años noventa casi todos los amigos vivíamos en Venezuela y nadie ni en su peor pesadilla podría imaginar que emigrar sería cuestión de supervivencia.

La última vez que supe de Axel, o creo haber sabido de él, fue de manera casual cuando mi amiga Rosa Helena vino una tarde a mi casa a intercambiar libros, y me contó una anécdota, porque "seguro tu conoces el personaje, un rubio buenmozo en una Range".
Si yo consideraba a Axel el rey de los sifrinos entre los sifrinos, por lo visto mi amiga Rosa me consideraba a mi toda una connosieur en el tema. No sabía si ofenderme, ¿cómo diablos voy a poder determinar la identidad del misterioso catire de la Range? Eso era tan genérico como identificar a una flaca en un Corolla.
Pero cuando Rosa terminó el cuento del catire de la Range, inmediatamente pensé que tenía que ser Axel, quien no llegó a vivir para corroborarlo, ni siquiera sé si tenía una Range, pero todavía hoy podría apostar que se trataba de él.
Recordar la anécdota urbana narrada hace tantos años por mi amiga Rosa me regresa al tema de la crisis del sencillo en la Venezuela de los 90, cuando el níquel con el que estaban hechas las monedas era superior a su valor de adquisición. La clase media-alta sentía el impacto de la falta de sencillo sobre todo a la hora de pagar los estacionamientos porque las fracciones de hora se cobraban en fracciones de bolívares y en esa época todavía ni soñar con punto de venta. Es decir, si fuiste al cine y el estacionamiento te costó 7,50 bs, era muy probable que cuando fueras a cancelar a la salida si no tenías el monto exacto a pagar, te dijeran: "Amiga, no tengo vuelto, ¿cómo hacemos?".
La solución de ese "cómo hacemos" generaba enormes colas de carros en los estacionamientos porque si bien no faltaba quienes dijeran: "Déjalo así", había quienes peleaban su vuelto como quien pelea una herencia. La solución que encontraron los dueños de estacionamiento fue tener Frunas,   Torontos, lápices, sacapuntas de hierro; cualquier menudencia que pudiera compensar las monedas en falta. Prendas que la mayoría aceptaba resignada y hasta complacida, ¿quién puede decirle que no a un Toronto? Sin embargo algunos insistían hasta los gritos en obtener su vuelto, y para los más peleones quedaban las pocas monedas disponibles. 
En una de esas largas colas para pagar el estacionamiento del Centro Ciudad Comercial Tamanaco se encontraba Rosa Helena esperando resignada su turno. Cuando Rosa casi llegaba, teniendo solo dos o tres carros por delante, de repente un carrito apareció de la nada coleándose en un descuido del conductor de la Range que estaba frente al carro de Rosa.
Sifrino o no, nada resulta más indignante que se te coleen, el conductor de la Range "-un catire buenmozo que parecía un príncipe de Disney con tremenda pinta de sifrino-" según la descripción de mi amiga, abrió su vidrio, hasta entonces cerrado por el confort del aire acondicionado, para insultar al conductor del carrito coleado, que resultó una conductora: una muchacha que con desparpajo sacó la cabeza para gritarle al catire ante su comprensible indignación:
"¿Acaso tu no sabes que el mundo es de los vivos?".
Lejos de resignarse a que se le colearon, el catire decidió tomar acción, aprovechando el poderío de su carro, mataburros incluido, le puso la mocha a la Range hasta que a punta de golpecitos, logró sacar a un lado de la cola el carrito de la muchacha cuando ya casi llegaba a pagar.
Todo pasó en cuestión de segundos, el catire de la Range pagó sin esperar vuelto no sin antes gritarle a la avispada muchacha que después de autocelebrar su viveza, ahora lloraba ante su carro con el parachoques abollado:
"¡Te equivocas nena, el mundo es de los ricos!".

Tras la temprana muerte de Axel siempre me quedé con la duda: ¿habrá sido Axel el conductor de la Range? mi marido todavía insiste que no, que esa es una leyenda urbana, que él no sabe por qué yo siempre le tuve idea a su pana, que era un caballero, un tipo de pinga. Y aunque no fueron a sus respectivos matrimonios, mi marido fue al entierro de Axel cuando murió en un accidente, sin llegar a saber que su compañero de universidad nunca le hizo un desaire, que siempre lo consideró su amigo
tampoco llegó Axel a saber que algún día los vivos se apoderarían de Venezuela para hacerse inmensamente ricos.

La foto la tomé de Internet para ilustrar el artículo, lo más cercano que encontré en la web que coincidiera con la descripción: "catire en los 90 con una Range". 




miércoles, 13 de junio de 2018

Mi primera Feria del Libro en Madrid


Si algunos sueñan con lanzarse en paracaídas, otros con ver la aurora boreal, y hay quienes no quieren morir sin visitar Machu Picchu, de primero en mi lista de sueños por realizar estaba conocer una importante feria del libro internacional porque siempre he disfrutado hasta del más paupérrimo festín del libro en Caracas. Durante mucho tiempo ni siquiera falté a las ferias del libro organizadas por los carcamales revolucionarios -tengo como cinco años que no voy- y mientras yo gozando como chino en tranvía a pesar de la escasa oferta de novedades, o ante cualquier presentación de un escritor nacional o extranjero (la última que recuerdo fue a Laura Restrepo presentando Hot Sur frente al Obelisco de la Plaza Altamira), nunca faltó en medio de mi entusiasmo provinciano un cortanota que comentara con displicencia la mierda del Festival de la Lectura en nuestra tan devaluada capital en comparación con ferias en otras ciudades de habla hispana como Buenos Aires, Bogotá, Madrid o Guadalajara. 
Sin duda no les faltaría razón en cuanto a oferta de libros impresos se trata, pero desde que leo en formato digital y gracias al acceso por Internet a tantos portales literarios y prensa extranjera, no me siento tan aislada en cuanto a materia literaria se refiere, a pesar de que Venezuela culturalmente ha retrocedido a niveles de hato zamorano tras dos décadas de hegemonía revolucionaria. Pero en lo que en nuestros Festivales del Libro falta en recursos y oferta, se compensa en mística de sus organizadores y entusiasmo ciudadano. 
 Si bien disfrutara nuestros cada vez más austeros Festivales de la Lectura en la Plaza Altamira (las Ferias pasaron a ser parte del Copyright estatal), no perdía la esperanza que algún día coincidiría con una Feria del Libro en una ciudad no arrasada por la barbarie revolucionaria. Hasta que por fin en mayo de 2017 logré coronar mi primera Feria del Libro en una Meca literaria: Buenos Aires. 
Quizás porque la llegada a la ciudad de Borges, Cortazar y Bioy, coincidió con el último día de la 43ª Feria Internacional del Libro; no se cumplió la experiencia religiosa que esperaba de ella, me sentí abrumada ante la avasalladora oferta de libros en el inmenso espacio cerrado, como cualquier venezolano cuando sale de nuestras fronteras y entra a un supermercado se abruma al ver tantos productos que en un país normal se dan por contado, y que en Venezuela están desaparecidos, o son difíciles de conseguir. 
La verdadera experiencia religiosa la viví un año después en la 77ª Feria del Libro en Madrid ubicada de ancho a ancho en el Parque El Retiro. Caminando por entre las casetas colmadas de todo tipo de libros que desde hace años ni soñar en nuestras librerías, bajo el cielo azul en el todavía clima primaveral, me di cuenta que mi problema con la Feria del Libro en Buenos Aires mas allá de la abrumadora oferta viniendo yo de un país donde no se consiguen libros impresos ni de los más importantes autores coterráneos, fue que se efectuó en un lugar cerrado. Porque en Caracas, a pesar de tanta carestía, los organizadores de estos eventos literarios han aprovechado al máximo el privilegio de vivir en eterna primavera, logrando fusionar la fiesta del libro con la ciudad en lugares como el Parque del Este y los Caobos, y en las plazas Alfredo Sadel y Altamira.
 No pretendo pecar de nacionalismos ridículos y compararnos con las Ferias Internacionales del Libro en Buenos Aires y Madrid. Caracas está a años luz de ambas ciudades en materia editorial, sería como comparar la Edad Media con el Renacimiento. La feria en el Parque El Retiro con más de trescientos expositores me tomó tres días de lluvia y sol recorrerla, y no llegué a realizar el recorrido completo ni con el detenimiento que me habría gustado. Tampoco logré ver ni por asomo a todos los escritores admirados por esta groupie que se presentaron este año a firmar ejemplares: por dos días me perdí que el Nobel J.M Coetzee me dedicara sus "Siete cuentos morales". 
No me quejo, conseguí la dedicatoria de cuatro escritores para mi entrañables que con excepción de la de Boris Izaguirre, ya contaré porqué, quizás por la sobreoferta de firmas (durante las dos semanas que duró la Feria se presentaron en El Retiro más de dos mil autores a dedicar sus libros) me tomó menos tiempo de espera conseguir la dedicatoria de aclamadas plumas de habla hispana que la firma de cualquier pana escritor en la caseta de Alfadil en la Plaza Altamira.


La primera firma la conseguí por casualidad gracias a la amiga Adriana Bertorelli, publicista/poeta radicada en Madrid, a quien llamé para pedirle una dirección, y me contó que estaba saliendo para el parque porque el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince estaba en la caseta 64 firmando libros. Corrí a su encuentro como si me hubiese dicho que Mick Jagger y Keith Richards estaban firmando copias de Beggars Banquet. Acostumbrada a las Ferias del Libro caraqueñas donde un escritor como Héctor Abad habría necesitado seguridad no para protegerlo de los malandros sino del acoso de sus fans, esperaba encontrar al autor de "El Olvido que Seremos" rodeado de entusiastas de su pluma, para mi gran suerte lo encontré más solo que cualquier escritor inédito presentando su primer libro de relatos. 
De una simpatía natural frente a esta venezolana que se le acercó de lo más fresca tuteándolo, diciéndole que en nuestro país lo admirábamos casi que como a un Beatle, como no tenía libro reciente que presentar, me preguntó cuál de sus obras quería que me dedicara. Me costó escoger porque las tengo casi todas, me llevé "Fragmentos de Amor Furtivo" (Alfaguara, 1998), la única que no tenía. Cordial accedió a tomarse una foto que no fuera selfie, invitándome a entrar en la caseta para que la foto saliera mejor. 
"¡Ay que pena con usted!", porque en la foto no disimulo la cara de felicidad.

Esa misma noche, a pesar de que estaba pronosticada una tormenta, regresé a El Retiro sabiendo que a partir de las siete mi querido amigo Boris Izaguirre estaría firmando su más reciente novela: "Tiempo de Tormentas" (Planeta, 2018). Esta vez fui acompañada de mi marido quien no es ni de ferias ni de gentíos. Cuando llegamos al parque la lluvia comenzaba arreciar y la cola esperando por la firma del escritor venezolano que se hizo famoso en España gracias a la TV con Crónicas Marcianas, nada que se movía. Frente a nosotros una familia soportaba el aguacero con paciencia, incluida una bebé en su cochecito, hasta que empezaron los rayos, y sus padres se llevaron a la criatura. 
Yo estaba semi-protegida del agua por una chaqueta impermeable con capucha. Mi pobre marido no, me acompañaba mentando madre que si no lo mataba un rayo lo mataba una pulmonía porque cómo olvidé el paraguas si sabía que venía lluvia. Le dije que tranquilo, apenas teníamos como seis personas por delante, aunque más bien eran como seis parejas. 
Boris, siendo Boris, seis parejas por delante es una multitud: a cada persona que le tendía un libro para que se lo firmara con su tradicional bolígrafo de tinta roja, le dedicaba varios minutos de conversación haciéndola sentir como el ser más fascinante con el que se hubiese topado esa noche en El Parque El Retiro. 
 La alegría pareció escalar cuando en lugar de un lector desconocido, se encontró Boris con esta vieja amiga de cuando en Caracas se rumbeaba en el Gala y en el Mambo, y nosotros compartíamos el cariño de Isaac Chocrón y la lectura de Dominick Dunne. Nos faltaba unos gin tonics para celebrar el encuentro, Boris tan divino como siempre y mi marido y yo cero glamour como un par de pollos mojados salidos de un tiempo de tormentas, entrañable novela que ya de regreso en Caracas, devoré en dos días. Boris hábilmente novela su biografía en la que rinde homenaje a su familia por siempre apoyarlo en su extraordinaria manera de ser, en especial a su madre a quien desde niño llamó por su nombre: Belén.
Leyendo "Tiempo de Tormentas" me sentí como extra de la historia, testigo de un país, de una sociedad, que naufraga irremediablemente.


 Todavía bajo la tormenta, obligué a mi marido a una última parada en el parque El Retiro porque esa señora tan solita en esa caseta es nada más y nada menos que la loca de la casa, Rosa Montero, y como tu comprenderás, de loca de la casa a loca de la casa, yo no me puedo ir sin que me dedique su "Nosotras".
Recién publicada por Alfaguara, "Nosotras" es la compilación de tres libros de semblanzas de mujeres célebres escritas por Rosa Montero, ilustradas por María Herreros. 
Entre lo que pude percatarme en esta feria del libro fue del extra esfuerzo que tienen que hacer hoy los editores de libros impresos para que no se los coman los digitales: el libro como objeto que el lector no se conforme solo con leer, también deseé poseer en físico. 
La  autora  de La Hija del Caníbal -novela que recuerdo cada vez que en un aeropuerto mi esposo me dice: "Ya vengo, voy para el baño"-, en su dedicatoria pintó una estrellita fucsia como la portada del libro.
Pensé que esa estrellita cerraría este ciclo de colección de firmas cuando me enteré que al día siguiente estaría firmando ejemplares de su última novela uno de mis ídolos literarios: Antonio Muñoz Molina.

A pescar la firma de Muñoz Molina si que no me acompañó mi marido, la solidaridad tiene un límite, y un domingo bajo el sol en una abarrotada feria del libro parecía ser el límite del mío. El autor de Sefarad tenía tantas personas esperando por su firma como las que esperaban la noche anterior por la de Boris Izaguirre. Lo único peor que hacer cola bajo la lluvia para que te dediquen un libro, es hacer cola bajo el inclemente sol del mediodía. Afortunadamente Muñoz Molina es tan tímido como Boris es extrovertido, lo que hizo que la fila para sus dedicatorias avanzara mucho más rápido. 
"Un andar solitario entre la gente" (Seix Barral, 2018), es otro ejemplo de libro que merece tenerse en formato impreso porque este "delicioso mosaico narrativo" como lo describe la contraportada donde "el narrador sigue a un caminante anónimo por la ciudad", está repleto de imágenes y fotos que no se apreciarían igual en formato digital. 
La pareja española que hacia la cola detrás de mi comentaba que nunca había leído una novela de Muñoz Molina, discutían entre ellos sobre cuál novela comprar para que se la dedicara al hijo universitario que se acababa de mudar a Úbeda. 
"El jinete polaco", decía la señora porque había oído que esa era la novela que mejor narraba el pueblo natal del escritor. 
Yo, que tengo en entre mi casa y mi kindle casi toda la obra de Muñoz Molina, había comprado mi ejemplar de "Un andar solitario entre la gente" el día anterior sin sospechar que 24 horas después estaría frente a tan admirado autor. Mas allá de la frasquitería del libro firmado quería agradecerle a Muñoz Molina la gentileza y solidaridad a la hora de presentar el libro: "Siete sellos: crónica de la Venezuela Revolucionaria", compilación de textos hecha por Gisela Kozak Rovero, editado por Kalathos Ediciones, crónicas de varias generaciones de narradores y periodistas venezolanos sobre los devastadores efectos de la Dictadura revolucionaria que se ha enquistado en Venezuela. Le comenté que dos crónicas mías aparecían en ese libro que por razones obvias, no se conseguía en mi país. 
Parecí despertar el interés de Muñoz Molina: "¿Cuáles?"
"Una sobre el secuestro de mi hija y de su prima, y de como tres días después volvimos a vivir de cerca otro secuestro de una familia amiga; y la crónica sobre dos amigos que fueron asesinados con dos meses de diferencia". 
Dijo recordarlas, no sé si por educación ante tantas crónicas excelentes sobre nuestro desamparo. Las palabras de su dedicatoria las comparto con mis compañeros cronistas de Siete Sellos y con sus editores: "Para Adriana, con la fraternidad de la literatura, y de la rebeldía contra la sin razón". 

miércoles, 6 de junio de 2018

El país sin pan


 Salí de Venezuela apenas por diez días y a mi regreso encontré que se fue la dueña de la panadería de la esquina, que hasta hace no mucho -y todavía cuando aparece la harina-, venden el mejor pan del planeta 
Y del universo
No me supieron decir si la señora de origen portugués se está tomando unas largas vacaciones de esta, su tierra de acogida, o si se fue para no volver (ya su paisano, el dueño del abasto del vecindario, se fue, dicen que sin planes de regreso)
Por lo oído -que yo no estaba- aunque la panadería sigue abierta, desde hace más de dos semanas no han podido sacar ni una canilla de pan por falta de harina, ni hablar de pan gallego o campesino, que son su especialidad
En semejante crisis panadera estamos desde hace más de un año en Venezuela
A veces reparten sacos de harina por las panaderías, entonces sacan pan a la venta y se forman enormes colas para hacerse de tan raro bien en nuestra sociedad. Los clientes aprovechan para llevarse tres o cuatro panes, los que sus bolsillos y las regulaciones les permitan, para guardarlos en el refrigerador para aquella comida especial
pero desde hace ya varios meses la mayoría de los días las panaderías se ven obligadas a guindar una cartulina escrita con marcador para que la distinguida clientela ni se moleste en entrar a menos que se busque otro insumo, porque lo usual hoy en las panaderías venezolanas es leer el aviso: "No hay harina, no hay Pan".
¿Cómo sobrevive una panadería la escasez de harina? Como sobreviven las farmacias venezolanas la falta de medicinas, las caucheras la falta de cauchos, los bancos la falta de dinero en efectivo, las librerías la falta de libros.
A duras penas
Hasta que dejan de sobrevivir, y cierran
Pero allí siguen porfiados en la panadería de mi barrio los empleados que quedan, vendiendo jugos pasteurizados que pocos compran. O un café, que se ha vuelto un lujo. Si acaso de vez en cuando entra un cliente y se lleva unos gramos de jamón o de queso o de mortadela, bien sabe quien se lleve embutidos que difícilmente podrá hacer un sandwich con ellos, porque inclusive pan de sandwich no es fácil de encontrar
Ni soñar comer los embutidos con arepa porque harina de maíz #TampocoHay
"mejor para la dieta" dirán los que siempre ven el vaso de agua medio lleno
y ahí siguen los empleados de la panadería de mi barrio esperando que la fortuna en Venezuela se   tuerza y por fin llegue harina de manera regular, que no se puede vivir y trabajar con tanto sobresalto... ni con tanto hastío. Esto de equiparar sobresalto con hastío pudiera parecer una contradicción pero en Venezuela el hastío y el sobresalto cuando no van de la mano, se alternan
y lo peor es que los empleados, la dueña de la panadería, y quienes nos quedamos con ganas de comer la tortilla de papas con pan, ya casi perdimos la esperanza de que en esta Venezuela Revolucionaria algo pueda cambiar en un futuro cercano 
cambiar para mejor, que cambiar para peor ya estamos acostumbrados
la esperanza es lo último que muere, aunque muchos opinen lo contrario, que la esperanza en esta Venezuela hace rato que murió
En la República Bolivariana de Venezuela la esperanza está como la Bella Durmiente, durmiendo un sueño largo (solo que si la Bella Durmiente dormía un sueño plácido, en Venezuela se duerme una pesadilla)
¿Será este sueño/pesadilla como el de la princesa Aurora? Una maldición centenaria de la que quizás varias generaciones de venezolanos moriremos sin ver el despertar
Mas se equivocan quienes apuestan por la muerte de la esperanza en Venezuela, puede que tengan razón en su pronóstico pesimista, pero la esperanza nunca muere, solo se confisca, en estas tierras, por decreto militar
Los venezolanos que aquí porfiamos en seguir nos tenemos que aferrar a ese hilo de esperanza que de vez en cuando se deja colar, no queda otra
confiar que más pronto que tarde, tras un verdadero giro político 
entre tantas otras normalidades  
los venezolanos volveremos a saber lo que es comprar pan cada vez que nos apetezca 
como en un país normal.