lunes, 26 de noviembre de 2018

La Hedda Gabler de cuero negro

La Escuela de Arte en los años 80, no sé porqué la recuerdo sin la s, era un privilegio a pesar de que como era la Escuela más reciente de la UCV no tenía sede -se barajaban varias posibles sedes- pero estábamos de prestado en las aulas de la Escuela de Estadísticas, antiguas residencias estudiantiles que apenas funcionaron como tal. En el año 2018 la Escuela de Artes sigue sin sede. Algunos criticaban que la Escuela, fundada por Inocente Palacios, era más teórica que práctica, lo que era verdad, pero lo especial de esos primeros años era que sus profesores formaban un dream team: Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas, Victoria de Stefano, Leonardo Azparren, Eduardo Gil, Gustavo Tambascio, Nicolás Curiel, Bélgica Rodríguez, José Balza, Iván Feo, Adriano Gonzalez León, Enrique Porte... artistas e intelectuales que entonces estaban en plena ebullición creativa, prestaban unas horas de sus tiempos cada semana para darnos clases. Uno de estos profesores privilegio fue Ugo Ulive, dramaturgo y director de teatro uruguayo que hizo su carrera en Venezuela, entonces estaba recién llegado de Londres, poco le faltaba por montar La Máquina Hamlet con Mariano Álvarez, montaje que haría historia en el teatro venezolano. No recuerdo bien qué materia nos dio Ulive, solo recuerdo que saqué una excelente nota y sentía que el profesor me tenía en alta estima, de vez en cuando conversábamos y había simpatía mutua. Él tenía una conversación inteligente, seductora, incisiva, un tanto cínica pero sin rayar en la petulancia. Por eso cuando Ulive convocó entre los estudiantes de la Escuela a un casting para ver quienes formarían parte de un taller de actuación con el que tenía grandes proyectos, dije, este es el momento de cumplir mi sueño de ser una estrella en las tablas ya que mi querido Enrique Porte me había desahuciado como actriz desde el principio.
Para demostrarle al maestro Ulive mis incipientes dotes histriónicas decidí asumir el papel de Hedda Gabler, creo que en ese momento Enrique Porte estaba trabajando con esta obra en su Taller de Dirección, o no sé si andábamos con la fiebre de Henrik Ibsen, el hecho es que yo amaba el personaje de esta señora burguesa que es mala de lo puro aburrida que está. Le pedí a mi amigo Erasmo Colón que fuera mi compañero de escena en el papel de Tesman, y no sé porqué recuerdo a Cesar Alonzo como el taimado juez Brack, pero a lo mejor es la escena que montó Enrique para su taller. Lo que si recuerdo perfecto es cómo trabajé para crear mi personaje, esta sería una Hedda moderna, de los 80, emponderada, de lo más Kathleen Turner en Body Heat, para lograr el papel no se me ocurrió nada mejor que enfundarme una apretada falda de cuero negra.
Cuando por fin llegó el día del casting en el auditorio de Humanidades, me sentía de una seguridad stanilavskiana dentro de mi personaje, la falda de cuero negra era la clave de mi Hedda, una dominatrix, pero quienes me conozcan bien y sepan que en el fondo de tanta evitadera de intensidades se esconde una profunda timidez que por supuesto se traslada a las tablas, se podrán imaginar el horror que debió haber sido mi Hedda Gabler, lejos de manipuladora y seductora, titubeante y semi paralizada por el miedo escénico. Sin embargo yo sentí que de cierta forma no lo había hecho tan mal. La falda, la falda, tendrían que verme las piernas en esa falda, si el resto del cuerpo no dieron con el personaje, seguro que el sutil movimiento de mis piernas habrían logrado que el maestro Ulive encontrara un destello de actuación, quizás después de todo, la Villanueva podría llegar a ser actriz.
La verdad es que yo nunca quise ser actriz, cero vocación, ni de niña, qué pereza tantas horas de ensayos y aprenderse tantas líneas, lo hice por frasquitera, de todas maneras estaba ilusionada en quedar en el grupo de actores que serían formados por Ugo Ulive, no porque pensaba hacer carrera como actriz, pero me parecía una excelente formación para una posible dramaturgo. Inmensa fue mi desilusión cuando al día siguiente tras leer dos veces la lista de los seleccionados, me cercioré que yo no estaba en ella. ¿Cómo era posible si en medio de mis titubeos sentí que me la había comido?
Fui directo a hablar con el Maestro Ulive, debía haber un error, yo no estaba en la lista, creo recordar que Erasmo sí, si el maestro aplaudió nuestra escena, hasta se rió. Tuvo que explicarme para que entendiera: "Me reí y aplaudí porque me pareció muy divertida tu versión de Hedda Gabler de falda de cuero, pero Hedda Gabler no es una comedia, es un drama, y tu no eres actriz, tu escribes, dedícate a lo tuyo, y deja de andar inventando".
La que sí tuvo su debut en las tablas fue mi falda negra de cuero_ Enrique Porte me la pidió prestada para el vestuario de una de las actrices del montaje de Suicido en Sí Bemol de Sam Shepard en la sala Juana Sujo.
A lo largo de los años me crucé poco con el Maestro Ulive, pero cada vez que lo hacía se burlaba de mi Hedda Gabler: "Ahí viene la Hedda Gabbler de cuero negro". Menos mal que no soy intensa y me reía con él. Hoy lamento su muerte, y valoro su enseñanza. Y los invito a ver su obra Prueba de Fuego, montaje de Vilma Ramia con la actuación de mi amigo Alfredo Sánchez y Federico Moleiro, que recién estrenan en los Teatros del Trasnocho Cultural, y dicen que está muy bien.

jueves, 8 de noviembre de 2018

El Antepenúltimo concierto de Paul Simon

En septiembre pasado caminaba por la parte alta de la Tercera Avenida en Nueva York cuando a mi lado pasó una muchacha apurada, casi corriendo, hablaba por teléfono: "Run, run, Paul McCartney is in Grand Central". Estuve a punto de agarrar un taxi para ver si llegaba a ver al más lindo de los Beatles aunque fuera de lejos, pero asumí que de ahí a que llegara a la estación de tren, ya sir Paul se habría ido. Me pareció surrealista que un Beatle deambulara por la estación de tren en hora pico, pensé que como mi inglés no es el mejor, seguro inventé la conversación. En el noticiero de las once supe que en efecto Paul McCartney había estado esa tarde en la concurrida estación de tren en un concierto sorpresa para presentar su último disco. Aunque hubiese agarrado un taxi y llegado a Grand Central en menos de diez minutos, quizás lo habría podido oír pero no lo habría visto: el ex Beatle cantó tras un paral ante un selecto público de V.I.P s newyorkinos.
Paul McCartney y Stevie Wonder son las barajitas que me faltan para decir que he visto en concierto a mis grandes ídolos. La última barajita que conseguí fue justo en este viaje a Nueva York, cuando sin saber que sería su antepenúltimo concierto (no me percaté que la gira se llamaba The Farrewell Tour) conseguí una entrada a muy buen precio para ver cantar en vivo a Paul Simon. Fue en el Madison Square Garden en NYC, compré la entrada por Internet sin saber que Simon, nacido en New Jersey en octubre del año 1941 pero críado en Queens, anunciara que esta sería su última gira. Como a Sir Elton John, en el 2018 sintió que ya le había llegado la hora de despedirse de los grandes escenarios. En el concierto Simon aclaró que su despedida no era como artista porque seguiría componiendo, tampoco descartaba que volvería tocar su música en público, pero se quería dedicar a disfrutar lo que le quedaba de vida en asuntos más importantes que en el ajetreo de una gira.
El verdadero último concierto de despedida de Paul Simon fue en Flushing Meadows Park en Corona, Queens, ante un público aproximado de treinta mil espectadores, el mismo lugar al que le canta en su famosa canción: "Me and Julio down by the school yard", que es de las primeras canciones que aprendí a cantar siendo niña cuando todavía no hablaba nada de inglés. Paul Simon es un músico fundamental de la banda sonora de mi vida, verlo en concierto fue un sueño hecho realidad, abrió en el MSG sin telonero, guitarra en mano, una guitarra casi más grande que él, acompañado por una magnífica banda en la que había músicos jóvenes y veteranos por igual, de diversas partes del mundo incluyendo a un guitarrista africano a quien Simon presentó como en su primera visita a los Estados Unidos. En tiempos tumultuosos políticamente, abrió con un tema de la época del duo Simon & Garfunkel: America, sobre la complejidad de alcanzar el llamado Sueño Americano. A pesar de que evitó tocar las canciones que hicieron famoso al duo a fines de los años 60, se refirió a esa popular época de su vida sin mencionar a Art Garfunkel, como una etapa de la cual prefería saltarse a favor de temas más personales, rescató de ese maravilloso lote, como a un hijo pródigo del que se tienen sentimientos encontrados, Puente sobre aguas turbulentas. Momento mágico en el concierto, una de las canciones más aplaudidas de la noche.
Paul Simon cantó una a una casi todas mis canciones preferidas de su repertorio, incluida Me & Julio down by the Schoolyard. En el concierto en Queens en el famoso silbido lo acompañó su esposa, la cantante Eddie Brickell, en el MSG silbó el viejo Paul acompañado de miles de improvisados silbadores. Entre tantos temas que el público coreo con su ídolo en MSG: Still Crazy after all this years, Fifty ways to leave your lover, You can call me Al, Diamonds on The Sole of her shoes de Graceland, una de mis canciones preferidas de uno de mis discos favoritos, además de un tema que no es tan conocido pero que a mi me encanta: René and Georgette Magritte with their dog after the war; que está incluido en su más reciente producción: In the blue Light; disco bastante jazz con diez canciones que están en discos anteriores que no fueron populares en su momento pero que Simon decidió que merecían otra oportunidad con nuevos arreglos.
Fui sola, ir sola a conciertos da para conseguir entradas a buen precio, mi puesto estaba bien pero distaba ser de los mejores, como en la mitad de la mitad del MSG. Casi todo el público pasaba de largo los cincuenta años, yo hasta me sentía una pava. Había señoras que llegaban en andadera. Chateando antes de que comenzara el concierto mis amigos me aconsejaban que me apresurara en salir una vez finalizado el show porque la cola en la escalera iba a ser bárbara entre andaderas, operaciones de cadera y rodillas maltrechas. Por hacerles caso me perdí Kodachrome, no esperaba un tercer encore.
No me puedo quejar, estaba bien sentada y el concierto alcanzó mis expectativas, pero me habría gustado estar más cerca del escenario. O por lo menos eso pensaba hasta que Paul Simon a mitad del espectáculo hizo una pausa para saludar a una amiga muy querida que esa noche lo acompañaba desde el público: Joan Baez.La audiencia aplaudió con fuerza con la esperanza de que la famosa cantante símbolo del inconformismo de los años 60, subiera al escenario a acompañar a su viejo amigo Paul. Supe que no sería así cuando Simon al no ver a su pana Joan entre las primeras filas de los VIP donde la suponía sentada, le pidió que se parara donde fuera que estuviera en el enorme Madison Square Garden para que un foco de luz la iluminara y así poder saludarla. Pasaron varios segundos tensos antes de que el foco de luz por fin encontrara a la legendaria artista folk, estaba sentada en el culo (me perdonan la expresión, pero realmente era el culo) del MSG. La leyenda de la música folk estaba sentada en la última fila del último balcón.
Y yo que me quejaba que mi puesto podría ser mejor.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Por qué lloramos como lloramos a Teodoro Petkoff


La noticia de la muerte de Teodoro Petkoff a muchos nos cayó como garrote de cochinero, aunque Teodoro tuviera 86 años, aunque no era ningún secreto que tenía tiempo delicado de salud, que su memoria comenzaba a divagar, que la tristeza de país se había apoderado de él teniendo a "Venezuela por cárcel", como declaró en el 2015 al recibir en su casa de manos de Felipe González el Premio Ortega y Gasset de periodismo, imposibilitado de viajar a España a recibirlo porque en el año 2014 le fuera dictado prohibición de salida del país cuando se atrevió a reproducir en Tal Cual un artículo de Wall Street Journal que vinculaba a Diosdado Cabello con el narcotráfico. 
Y sobre todo el dolor de pensar que en sus últimos días más que  la tristeza de tener a "Venezuela por cárcel", el enorme desasosiego que debió sentir este luchador de izquierda de arraigados principios demócratas, de saber que moriría antes de que este capítulo de horror en la Historia de Venezuela, llegara a su final. 
Muchos dolientes por las redes exaltaron distintas facetas de Petkoff: su etapa en la lucha armada, su par de fugas como de película del Cuartel San Carlos, cómo a pesar de nunca dejar de considerarse un hombre de Izquierda tuvo la honestidad política de señalar los desmanes de los regímenes comunistas, como criticar la invasión soviética a Checoslovaquia, publicando un libro sobre el tema, cortando pajita no solo con la Unión Soviética, sino también con el Partido Comunista de Venezuela.
Que más que un político, fuera un intelectual, un hombre de ideas, honesto y cabal.
No faltaron quienes recordaron que Teodoro fue fundador del Movimiento al Socialismo, el partido MAS, del cual el primer candidato fue José Vicente Rangel, y luego Petkoff fuera el candidato presidencial en las dos elecciones de los años 80 llegando en un distante tercer lugar. Eventualmente  renunciaría al partido del cual fuera fundador cuando la nueva generación de masistas decidiera  apoyar al Chavismo. 
También se resaltó que Teodoro habría sido el candidato ideal, el presidente ideal, para sustituir a Hugo Chávez en 2007, pero como nunca fue un político popular, el consenso decidió por el gobernador Manuel Rosales para enfrentarse con Chávez, decisión que Petkoff aceptara con humildad. 
Tampoco faltaron quienes recordaron otra de las causas perdidas de Teodoro, su militancia incondicional por los Gloriosos Tiburones de la Guaira, militancia que desde los noventa temporada tras temporada dejara con el corazón roto a la fanaticada escuala. Ni faltaron las mujeres que resaltaron que junto con Américo Martín, Teodoro fue el político más guapo de su generación, guapura que cual Paul Newman el catire del mostacho poblado conservara hasta el final de sus días. Hace pocos años, ya en la era de las redes sociales,  se creo en twitter el hashtag  #Teoessexy, del cual admito ser una de las más activas participantes como la fan enamorada de Teodoro que siempre fui. 
También muchos resaltaron su etapa como ministro de Cordiplan durante el gobierno de Rafael Caldera, dividiéndose las opiniones de si con éxito, o no, a pesar de que le tocara encargarse de las finanzas en uno de los momentos económicos más críticos para el país por la baja del precio barril del petróleo, obligado a tomar decisiones que fueron controversiales. 
No todos los venezolanos lloraron la muerte de Teodoro, muchos lo llamaron "comunista", sin derecho a redención por haber sido un hombre de Izquierda, tampoco faltaron quienes recordaron su supuesta participación en la masacre en el tren del Encanto, aunque estaba aclarado que Teodoro no participó en este ataque guerrillero donde murieron varios soldados. 
Había quienes no apreciaban su verbo cascarrabias, ni que se atreviera a denunciar que en el 2002 con el Carmonazo hubo un golpe de estado, una ruptura del hilo constitucional. 
También muchas fueron las voces que destacaron que Teodoro siempre fue solidario con las denuncias que llegaban a él en su oficina como director de Tal Cual, por ejemplo fue el primero en prestar las páginas de su periódico para relatar la huelga de hambre de la cual finalmente moriría Franklin Brito. 
Pero los detractores de Petkoff, por lo menos entre mis contactos en las redes sociales, son una minoría, lo que sentí por las redes fue una inmensa pena, como si nos quedáramos huérfanos más que por todo lo antes señalado, que ya es bastante, porque desde el año 2000 sus editoriales en la primera página de Tal Cual de lunes a jueves, incluyendo las notas de su alter ego Simón Boccanegra, más que un faro de opinión sobre los desmanes autoritarios que fueron en incremento desde que Hugo Chávez llegara al poder, hoy se podría considerar un histórico dossier que explica detalladamente los abusos del chavismo. 
Durante más de una década millones de venezolanos estábamos pendientes de que diría Teodoro ante la más reciente patraña de un gobierno que se volvía cada vez más autoritario hasta desembocar en la Dictadura en la que hoy vivimos. 
Lloramos a Teodoro no solo sabiendo que murió un gran hombre, un hombre de ideales, que algún día dijo "solo los estúpidos no cambian de opinión", que vivió una vida plena y productiva, luchando hasta el final por el regreso de la Democracia a Venezuela, no solo lloramos por quien fuera un guía intelectual para muchos, con la muerte de Teodoro, tanto los que lo admiramos como los que de cierta forma lo responsabilizan por sus ideales de izquierda como cómplice de la catástrofe revolucionaria, lloramos porque en estos últimos veinte años la lucha demócrata se nos ha vuelto como la piedra de Sísifo, que por más que nos esforcemos en llevarla cuesta arriba en la montaña, cuando ya parecemos llegar,  termina rodando otra vez hacía abajo.
Pero por la memoria de Teodoro Petkoff y tantos otros luchadores que han muerto sin ver el final de esta pesadilla revolucionaria que ya va para dos décadas, no debemos rendirnos hasta lograr que Venezuela vuelva a  regresar a la Democracia. 

lunes, 22 de octubre de 2018

Encuentro de un par de sobrevivientes




Cuando me encuentro en Caracas con una cara conocida del pasado me invade una gran alegría, han emigrado de Venezuela tantos amigos que ver un rostro familiar es como cuando en Walking Dead aparece un inesperado sobreviviente en medio de la hecatombe de Zombies, o como cuando en Lost los sobrevivientes del vuelo 815 con destino a Los Angeles, descubren a otros sobrevivientes en algún rincón de la misteriosa isla plagada de carencias, monstruos y calamidades. 
La semana pasada me sucedió en el abasto de La Florida, fui a buscar mantequilla (que está desaparecida desde hace semanas) ya no la tienen en charcutería y hace tiempo no se ve en las neveras. Los charcuteros me sugirieron que intentara en la sección del mercado donde a través de un mostrador, cual joyería, se piden los artículos más cotizados, caros o escasos del mercado como champú, bebidas alcohólicas, aceite de oliva, granos o diablitos. 
Tratando de llamar la atención de la muchacha que te dice si hay o no hay el producto que andas buscando, me encontré con una cara del pasado quien junto con media docena de personas, se arremolinaban ante el pequeño mostrador preguntando a la vez:
-¿Señorita tiene cubitos?
-¿Amiga hay resma de papel?
-¿Mi amor qué granos tienen?
M. no era un amigo, mas bien un conocido un poco mayor que yo que orbitaba en las mismas fiestas sifrinas en los años 80, pertenecía a un grupo más malandroso, no en el sentido peligroso que hoy le damos al adjetivo malandro, sino porque tenía fama de ser un grupetín dado a los excesos sicotrópicos. Si simplificamos a las tribus sifrinas caraqueñas de los años 80, yo pertenecía a una tribu más zanahoria, y M. a un grupo más "dañáo".
Por eso al cruzar miradas tardamos unos segundos en reconocernos, además porque teníamos como 30 años sin vernos. Pero la alegría fue la misma que si hubiésemos sido los más altos panas, poco faltó para que nos abrazáramos.
- ¿Villanueva, verdad?
Me preguntó como haciendo un ejercicio de memoria del que se sintiera orgulloso. Aspirar a que se acordara de mi nombre o de mi sobrenombre, habría sido demasiado pedir. 
Yo si me acordaba perfecto de su nombre, M. estaba igualito, como están igualitos los Rolling Stones de 2018 a lo que eran en los años 70: mantenía la energía juvenil, solo en el rostro ajado se le notaba el paso de los años, pero seguía teniendo la misma melena negra y despeinada, y la misma figura desgarbada de cuando me lo topaba en las fiestas en La Castellana o Altamira.
-¿También estás buscando mantequilla?- le pregunté.
-No, estoy buscando una botella de ron.
Se me quedó mirando, le brillaron los ojos con deja vú:
-Chama qué alegría verte- no me abrazó para no perder su puesto privilegiado en el mostrador, lo compensó exclamando emocionado- !Estás más gordita!, pero... ¡estás liiiindaaa!
En este tipo de momentos es en los que se me tambalea el feminismo porque soy de aquellas mujeres que ni les gustan que les digan que están más gorditas, ni les disgusta que les digan lindas.
Lo de gordita no me extraña, aunque según mi doctora todavía no tenga sobrepeso -estoy justo en la raya- pero para quien me conoció hace treinta años y veinte kilos menos, antes de tres embarazos, y previo a un marido que cocina divino con lo que se encuentre en este país en crisis; debo ser tremenda gordita comparada con la flaca a la que M. conoció bailando "Don't stand so close to me".
Aquellos tiempos en los que yo pesaba cuarenta y tres kilos. Era tan delgada que mucha gente juraba que era anoréxica, lo que nunca fui, simplemente era una firifiri, plana como una tabla, en una era donde el ideal de belleza eran mujeres voluptuosas como Irene Sáez, Barbarita Palacios y Pilín León. 
Quizás me habría ofendido ese "gordita", más por lo que representaba el irrefutable paso de los años que por los kilos de más, de no ser porque ese "¡Estás liiindaaa!" del pana M. sonó tan espontáneo y sincero que me volví a sentir como la chama que bailaba Police jurando ser la Dancing Queen sin importar lo firifiri (o hoy gordita) que fuera.
-¿Cómo está tu hermano?- me preguntó.
De mi hermano mayor si recordaba el nombre, quizás porque era su contemporáneo.
-Muy bien, viviendo en el Norte. ¿Y tú? ¿Sigues en Caracas o estás de visita?
- En Caracas, de los últimos sobrevivientes de este barco que se hunde, y no me voy.
Antes de que nos siguiéramos poniendo al día aunque entre nosotros no existiera una amistad con la que ponerse al día, la chica al otro lado del mostrador me rebotó:
"Mi reina mantequilla hace tiempo que no llega".
Y así nos despedimos hasta la próxima, un par de sobrevivientes de una ciudad en ruinas, esta gordita sin conseguir mantequilla, y M. con su botella de ron.

sábado, 13 de octubre de 2018

Y si, si se parece


En "Life" (2010), las memorias de Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones cuenta que cuando estaban a punto de sacar "Bridges of Babylon", álbum de los Stones del año 1997, Angela, la hija de Keith, le hizo notar a su padre que uno de los temas del disco por salir: "Anybody seen my baby?", tenía un indudable parecido con un reciente éxito de la cantante K.D Lang: "Constant Craving",
y si, si lo tiene,
Mick se ofendió porque cómo lo van a acusar de plagio, pana él es Mick "fucking" Jagger, pero el parecido era tan obvio que no les quedó más remedio que asumirlo antes que saliera el disco a la venta y darle créditos a Lang en la canción como coautora. "Anybody seen my baby?" fue el primer sencillo y mayor éxito del álbum, el video promocional contaba con la actriz Angelina Jolie como el objeto de la obsesión del viejo Mick. K.D Lang lejos de demandar a los Stones, se confesó halagada por formar parte de los créditos de la canción. Richards no culpa a Jagger de plagio, por lo menos no fue intencional, dice que lo que pasa es que Mick es una esponja, oye una melodía, se le queda grabada en el subconsciente, tiempo después comienza a tararearla y la asume como propia.
Ese cuento me acordó la demanda de plagio que vivió George Harrison por uno de sus mayores éxitos como solista: "My Sweet Lord", cuya melodía era casi idéntica a la canción "He's so fine" compuesta por Ronnie Mack, popularizada por el grupo Las Chiffons. Tras años de negociaciones en la corte el juez dictaminó que hubo plagio aunque no intencional, fue el subconsciente del Beatle más comeflor que lo traicionó. Según Wikipedia, subconsciente o no, Harrison se vio obligado a pagar una suma que correspondía a las dos terceras partes de los royalties percibidos hasta el momento por "My sweet lord", además de parte de los royalties del álbum donde aparece: "All things must pass". Harrison resultó tan traumatizado tras este juicio de plagio, que le quedó una paranoia durante un tiempo y no se atrevía a componer. No recuerdo dónde fue que leí que también se negaba a oír música no fuera a ser que su subconsciente se volviera a apropiar de una melodía ajena.
No los culpo, salvando las distancias con los geniales Mick Jagger y George Harrison, mi subconsciente también fue culpable de plagio, por lo menos en una ocasión: en mi novela "El móvil del Delito", publicada por Ediciones B en 2006, hay una escena donde uno de los personajes, Andrés, con tremenda trona, se monta en un techo y tras un discurso existencialista, pareciera querer lanzarse, mientras los amigos, a quienes se les pasa la trona del susto, tratan de evitarlo. Al final no pasa nada. Se evitan mayores intensidades. Y yo pensando que ese era el climax de mi novela, la gran escena, que me fundí.
 Meses después de publicada un amigo me felicitó porque le encantó El móvil... sobre todo la escena del techo: "igualita a la de la película "Almost Famous", cuando el personaje interpretado por Billy Crudup, en medio de una trona entre amigos, amenaza lanzarse del techo". Ahora que me lo dicen, si se parece bastante, puto subconsciente, menos mal que solo un amigo se dio cuenta del parecido, y que Cameron Crowe no me demandó por parte de los royalties de mi primera y hasta ahora, única novela.
Con su parte de los royalties de El Móvil... el famoso guionista/director, que fue groupie alguna vez, quizás se podría pagar un par de cervezas.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Ante el cierre del Lee Hamilton

Las redes sociales caraqueñas parecieran más conmocionadas por el cierre de la arepera El Tropezón en Bello Monte, y del legendario restaurante de carne Lee Hamilton en La Castellana, que por el viaje de Maduro para hipotecar lo que queda del futuro de Venezuela a China.
El Lee Hamilton, junto con El Carrizo y El Portón, eran los restaurantes a los que me llevaban a comer carne mis padres desde que tengo uso de razón. Casi siempre a almorzar, usualmente los domingos, porque en la noche la "carne cae pesada", no como hoy que "por la noche da miedo salir".
Como nunca he sido muy carnívora, cada uno de esos restaurantes para esta niña desganada tenía un atractivo especial que poco tenía que ver con la excelente carne que en ellos se comía: en El Portón, que quedaba en una quinta en la entrada de El Rosal a la autopista, me encantaba la media punta trasera con arroz y caraotas, más por el arroz y las caraotas negras que por la carne. Para la mesa se pedía una jarra de sangría que podíamos tomar los niños, solo una copa con más frutas que sangría, en los años 70 se pensaba que a los niños había que enseñarlos a tomar desde chiquitos.
Mi papá solía reconocer adecos famosos en las mesas de El Portón: "miren ahí está Canache Mata", "Miren ahí está Piñerua", por eso mi mamá decía que El Portón era "un restaurante de adecos", lo que no era precisamente un elogio, aunque tampoco un insulto, ni una experiencia similar a lo que sería en tiempos revolucionarios toparse con un chavista pesado en un restaurante.
El Carrizo en La Castellana (donde hoy queda El mundo del pollo) era un local más pequeño, de él salíamos tan ahumados que había quienes se bañaban y lavaban el pelo al llegar a casa. Lo recuerdo sobre todo de noche porque iba con los amigos en los años 80 cuando no era excepcionalmente caro invitar a comer a una muchacha. Hoy a un chamo no le alcanzaría un salario de profesional para almorzar él solo en cualquier restaurante de carne.
No le alcanza ni para almorzar solo en una pollera.
Del Carrizo lo que más añoro son los enormes tequeños que pedíamos para compartir,  y la ensalada Pérez Luna que entró en el menú cuando una cliente regular pedía siempre que a la ensalada mixta con aguacate y palmitos le agregaran queso roquefort.
 Solo en ocasiones especiales recuerdo haber ido al Lee Hamilton, restaurante de carne donde mi plato favorito era el corazón de lechuga con roquefort. A los niños nos llevaban poco, era un restaurante más sobrio, para adultos, menos familiar, la ultima vez que fui fue hace como 17 años,  después del funeral de una querida tía abuela, mi papá nos invitó a pasar el guayabo almorzando en el Lee Hamilton. Reencontrarme con la ensalada roquefort me hizo sentir tan feliz como cuando el estirado Gustav probó la ratatouille de la rata Remi.
¿Estaría el corazón de lechuga y roquefort en el menú hasta el final en el Lee Hamilton? ¿Es posible comer una ensalada con roquefort en la Venezuela de Maduro donde escasean hasta las necesidades más básicas? Suena frívolo preguntárselo, no habría problema en preguntárselo en cualquier país con una economía más o menos normal. 
El único de los restaurantes de carne al que mis padres me llevaron en la infancia que todavía sigue en pie es La Estancia, cuando dejemos de oír en la radio venezolana el pegajoso estribillo que nos recuerda que "Solo en La Estancia encontrarás, el buen sabor del restaurant" sabremos que finalmente llegó el Apocalipsis.
El primero que cerró de los restaurantes de carne de este recuento fue El Portón, a principios de los 90 se lo comió un proyecto inmobiliario, tenía tiempo cerrado antes de ser demolida la quinta donde quedaba para hacer las enormes torres de vivienda que hoy están en los terrenos donde también en una época estuvo el restaurante de carne El Alazán,  y la Juguetería El Rosal.
Después cerró El Carrizo, no recuerdo si a fines de los 90 o principios del 2000. Entonces no hubo más escándalo que el pesar por el cierre de un restaurant importante en la ruta gastronómica de Caracas.
Durante años mi papá siguió invitando a la familia de vez en cuando los domingos a almorzar a excelentes restaurantes de carne como El Alazán, El Shorton Grill (que también cerró) y El Aranjuez. Las mesas eran más largas porque íbamos hijos y nietos. Ya no pedíamos sangría sino vino chileno, los niños tomaban limonada, comenzaba la revolución, pero con el encantador de serpientes que era Chávez al timón y el barril de petróleo a cien dólares, ni en el peor de los pronósticos imaginábamos la tormenta económica que se cerniría sobre Venezuela. 
Un domingo cualquiera de la era de Chávez era difícil encontrar una mesa vacía en cualquier restaurante de carne. En 2018 en la era de Maduro tengo por lo menos tres años sin pisar uno. Actualmente en Venezuela, tras los controles de precios recientemente decretados, no se está consiguiendo carne ni en las carnicerías. Tanta dificultad para conseguir productos, a la que se suma el aumento salarial de varios ceros tras la reconversión de la moneda al Bolivar soberano, por lo visto decretaron el punto final del Lee Hamilton. 
 Hoy, que es noticia en las redes sociales el cierre del legendario restaurante de carne, pienso que lo raro es que haya sobrevivido tanto.  

sábado, 18 de agosto de 2018

Los apestados


En los años 80 uno de los más importantes puntos de la rumba sifrina era el Weekends (hoy Friday´s),  cuando se estrenó este inmenso local en Altamira con la innovadora oferta de comida chatarra tipo burritos, costillas y chicken wings; fue un paso más para hacer de Caracas una de las ciudades más cosmopolitas de Sur América. Una de esas noches de memorable rumba caraqueña fui con un grupo de panas a escuchar a una banda que hacía covers de Elvis Presley, entre set y set me acerqué al bar a buscar una cerveza cuando me abordó un educado joven, de marcado acento andino, quien después de identificarse como bogotano, se confesó deslumbrado por el ambiente de la noche caraqueña. 
"Comparada con Caracas Bogotá es un pueblo, ojalá los jóvenes en Bogotá tuviéramos tantas opciones, allá no pasamos de reunirnos en casas a conversar, no hay mucho que hacer".
Tampoco fue mucho lo que conversamos, comenzaba a sonar Heartbreak Hotel. 
Más de treinta años después recuerdo este breve encuentro en Weekends en mi primera visita a Bogotá: la rueda de la fortuna dio un giro tal que este agosto de 2018 esta ya no tan joven caraqueña es quien se siente deslumbrada por la capital de Colombia en comparación con la hiperdevaluada capital de la República Bolivariana de Venezuela. 

El motivo de mi viaje fue el matrimonio del hijo de una amiga, cada vez son más los muchachos venezolanos que no solo emigran de Venezuela, sino que se casan fuera por variadas razones. Era un matrimonio pequeño, bonito, bien servido pero sin mayores lujos en las afueras de Bogotá. En un lugar tan perdido que los choferes de Uber no llegaban ni con GPS. Tenía años queriendo conocer Bogotá, decidí que acompañar a mi amiga María Alejandra en el matrimonio de su único hijo era la ocasión perfecta, además serviría para mitigar la tristeza que mis hijas se unieron a la diáspora venezolana el mismo día que, no por casualidad, reservé vuelo para mi primera visita al país vecino. 
La fiesta de matrimonio estuvo amenizaba por una banda costeña que favorecía clásicos de salsa, en un momento de la noche se dejó colar La pollera colorá. Ante el entusiasmo de la concurrencia bailando cumbia, el cantante se emocionó:
"¡Qué viva Colombia! ¡Que levanten las manos los colombianos!" 
Nadie en la pista de baile levantó la mano. Si no fuera porque estaba en medio de eso de "aquí pa'llá y de allá pa'cá" podría jurar que hubo un tenso silencio esperando que alguien levantara la mano, aunque fuera un mesonero, identificándose como colombiano en una fiesta en las afueras de Bogotá, pero nadie lo hizo. Hasta que al cantante se le ocurrió gritar: "Que levanten la mano los venezolanos".
Todos en la pista de baile alzamos la mano, y arrancó la fiesta otra vez. 

Dos días antes, tras la lenta cola para pasar inmigración que duró más que el vuelo Caracas-Bogotá, nos recibió en El Dorado a mi esposo y a mi un chofer del hotel que tenía el carro en el estacionamiento del aeropuerto. Ya casi era medianoche, mientras el chofer pagaba el ticket, nos abordó un hombre no tan joven, tampoco viejo, ni de mala presencia: "Buenas noches, soy venezolano, por favor ayúdenme comprándome una chupeta". Esa presentación la oí varias veces durante mi corta estadía en Bogotá, inclusive de quienes se presentaron como profesionales: "Soy venezolano, ayúdenme mientras consigo trabajo...", tras casi veinte años de economía socialista los venezolanos pasamos a utilizar nuestra ciudadanía para inspirar pesar, dejamos el orgullo patrio a un lado para presentarnos internacionalmente como uno de los gentilicios más necesitados del planeta.
Recientemente Nicolás Maduro, con su verbo socarrón,  tildó a decenas de miles de venezolanos que en los últimos meses han emigrado a otros países de América Latina, como "mendigos, esclavos  y limpia pocetas", como si no fuera el principal responsable de tan triste migración de tantos profesionales, y ahora clase obrera, que en Venezuela se les ha vuelto casi imposible vivir de sus trabajos, migración que se está convirtiendo en una crisis para el resto del continente americano, entre otros atolladeros de cabeza los venezolanos hemos llevado enfermedades que se pensaban hace tiempo erradicadas, como el sarampión.


El hotel Jazz queda frente al parque El Virrey, un hotel económico que conseguí en Internet,  ninguno de mis amigos que conoce Bogotá sabía de él pero me aseguraron que estaba  bien situado aledaño a la zona T. Llegamos pasada la medianoche, mientras nos registrábamos entró una pareja un tanto peculiar: él galan otoñal, ella una Kardashian colombiana enfundada en cuero blanco de la cabeza a los pies. 
Lo más bonito del hotel es que cada cuarto está dedicado a una gloria del Jazz, nos tocó la suite Billie Holliday, a pesar de haber coincidido con una de mis cantantes favoritas, y que el cuarto aunque sin vista, tenía un buen tamaño, tras cruzarnos con la furtiva pareja otoño-primavera, el baño nos dio peor espina: a un lado del lavamanos en una bandejita ofrecían a la venta condones, lubricantes, desodorantes "his and hers".
"Caramba, mi amor", le dije a mi marido, "¿Será que después de casi treinta años de casados ahora es que vamos a empezar a ir a "mataderos"?". 
Qué carrizo, estábamos tan cansados que nos acostamos a dormir en la cómoda cama de mullido edredón, ni soñar utilizar el condón o el lubricante. Ya mañana veríamos. 
Al día siguiente, en el desayuno (incluido), nos dimos cuenta que a pesar del encuentro fortuito con la singular pareja y de la sensual oferta de artículos en el baño, el Jazz es un hotel de ambiente familiar muy bien ubicado con excelente relación precio-calidad. No éramos los únicos venezolanos hospedados en nuestra corta estadía en el Jazz: en la recepción del hotel oímos hablar en inconfundible caraqueño a una familia contando que pronto regresaría a su hogar en Toronto. El cocinero encargado de preparar los huevos del desayuno también era venezolano. 

 En Andrés Carne de Res, una de las más anticipadas atracciones de mi visita,  fue donde recordé al joven colombiano que conocí en los años 80 en Weekends, porque todo lo que él envidiaba de la noche caraqueña, y más, está condensado en esta especie de restaurante/discoteca/happening fundado a principio de los años 80 en Chía, en las afueras de Bogotá, por el arquitecto Andrés Jaramillo. 
Así como hay locales nocturnos que exigen chaqueta y corbata para entrar, el único requisito para entrar en Andrés Carne de Res es estar dispuesto a gozar.  La primera advertencia que nos hizo uno de los eufóricos anfitriones al darse cuenta que éramos venezolanos, fue: "En Andrés Carne de Res está prohibido mencionar a Maduro, aquí solo se viene a pasarla bien". 
Este mítico local bogotano del que tanto me habían hablado, por eso de "carne de res", me lo imaginaba similar al famoso restaurante valenciano: "Asociación Venezolana de Ganaderos" siendo la carne la principal protagonista, imposible imaginar esta bacanal de música, baile, comida y alcohol; tampoco esperaba el ambiente cargado de detalles que van de lo pagano a lo místico, pasando por el Kitsch y el folklore,  un caos muy bien calculado.
Lo que no se puede calcular es que la xenofobia se pueda colar hasta en este desaforado mundo feliz. No me tocó a mi, no sé cómo habría reaccionado, me enteré fue al día siguiente, que mis tres sobrinos en un momento en el que salieron a un patio que da a la calle para fumar un cigarrillo -zona que los sábados es como una fiesta, ese viernes había poca gente- fueron abordados por un joven como ellos, quien aprovechando que la muchacha con la que estaba había ido para el baño, se les acercó a preguntarles, con tono educado:
"¿Ustedes son venezolanos?".  
"Si".
"Pues me van a tener que disculpar pero yo soy xenofóbico, este es mi espacio así que mejor me desalojan".
Por mucho menos que este "me desalojan"  los más gamberros de mis amigos sifrinos en los años 80 habrían destrozado una discoteca en Vail, pero a los actuales chamos venezolanos les ha tocado otra vida, y de ella han aprendido vivir con la preciada virtud de la humildad. Mi ahijado Carlos, de 32 años, que tiene varios años radicado en Bogotá, prefirió evitar entrar en conflicto con semejante muestra de odio, y se llevó a sus dos hermanas veinteañeras lejos del autoproclamado xenofóbico. 
Carlos, al darse cuenta que dejó abandonado su trago, regresó a buscarlo, en esos minutos el xenofóbico tuvo tiempo de reflexionar, y le pidió perdón:
"Disculpa por lo que les dije hace unos momentos, sé que me comporté mal, deben pensar que soy una persona horrible".
"No te preocupes mi pana", le dijo mi ahijado, "Tu eres el que tienes el problema, no yo, yo vine aquí a pasarla bien". 
Me cuentan mis sobrinos/primos (dos muchachos de la familia viviendo en Bogotá, uno a punto de ser papá) que viviendo en Bogotá más de una vez les ha tocado oír la odiosa frase: "Venezolano tenías que ser", que si se van a entrar a coñazos cada vez que la oyen, tendrían más peleas que Floyd Mayweather. 

La verdad que yo no tengo de qué quejarme, quedé encantada con mi visita a Bogotá, nadie me trató mal, por el contrario, el bogotano muy educado y gentil, hasta el frío no me pareció tan terrible como algunos caraqueños se quejan acostumbrados a un clima más primaveral. Es una ciudad rodeada de colinas que recuerda mucho por su verde, tráfico y urbanismo a Caracas. Entre la actual bonanza de Bogotá lo que más envidié fueron las librerías: además de medicinas que no se encuentran en Caracas, champú, desodorante, y dos latas de Ensure en polvo para mi padre, compré todos los libros que el restringido límite de kilos de equipaje de Wingo me permitieron llevar, entre ellos:  "Las formas de la pereza" de Héctor Abad Faciolince, recopilación de artículos y ensayos que hiciera el escritor colombiano entre los años 2006/2007,  un año sabático que se tomó en Berlín gracias a una beca. 
De grata lectura algunos de estas crónicas son gérmenes de  "El olvido que seremos", escritas entre las décadas del 90 y 2000, en una Colombia en plena guerra contra tantos frentes: las mafias del narcotráfico, los paramilitares, las guerrillas... Abad Faciolince cuenta del escritor colombiano que elude los temas más escabrosos de su actualidad por miedo, miedo a la violencia en su tierra que costara la vida de tantas personas nobles por enfrentarse a la barbarie.
 Leyendo estos ensayos es fácil notar cómo poco a poco ese miedo  se va transformando hasta llegar a obras como su más reciente novela: "La Oculta". Varios de los artículos de este libro, en particular: "La risa de la loca de la casa", bien pudieran describir a la Venezuela actual, hace más de treinta años tan envidiada por el resto de Latinoamérica: "No es la palabra guerra la que mejor refleje nuestra situación. Mejor se nos acomoda la metáfora peste".
 Lejos de referirse a la Venezuela de Maduro, sino a los años más cruentos de "la peste" en Colombia, Abad Faciolince gracias a el poder de la Literatura, usa la palabra exacta de cómo nos sentimos hoy millones de venezolanos, dentro y fuera de Venezuela, sobreviviendo a duras penas a la peste del socialismo del Siglo XXI que tiene sumida a nuestro país en la mayor de las miserias, y que mientras el actual régimen siga en las riendas, solo tenderá a agravarse. 

  




miércoles, 18 de julio de 2018

La recepcionista


Cuando se aproxima mi cumpleaños procuro hacer la visita anual al ginecólogo, como mi doctora es minuciosa con sus pacientes, la espera suele ser larga, recibe con cita por orden de llegada, atiende a partir de las nueve de la mañana. La secretaria sugirió que si no madrugaba, procurara llegar después de las once para que la espera no fuera tan prolongada. Le hice caso, llegué a las 11, fui la última en llegar de las seis pacientes convocadas, me llevé un libro porque sabía que la espera sería larga, lo que no imaginé es que pasaría cinco horas antes de que me atendieran. 
La novela de Ian McEwan apenas la abrí, cinco horas de espera dan para crear amistades que ni en toda una vida, en este caso una señora y su hija que habrán llegado cinco minutos antes que yo, lo que les ahorró una hora menos que a mí pero como era primera vez que iban a consulta de tan minuciosa doctora, la señora se tomó la larga espera como un desaire personal. 
"Por eso odio a los médicos, sé lo que digo, trabajé durante muchos años como enfermera, los odio. Yo por mi no vengo". 
La hija no hace caso al malhumor de su madre, es una chica zen, su energía es paz y amor, aunque es imposible evadir el tema de la deplorable situación en la que hoy vivimos en Venezuela, en cuatro horas de intensa conversación me contó que era Ingeniero de Computación egresada de la Universidad Simón Bolívar, que su alma mater no se escapa de la crisis: está devastada, de los míseros sueldos que perciben hoy los jóvenes profesionales, que por eso ella se casa en diciembre y se va a vivir a Europa con su futuro marido, que también es egresado de la Simón, aprovechando que él tiene pasaporte de la Comunidad Europea, pero será a Alemania o a Holanda porque le dicen que en España no se consigue trabajo.
Trataron Canadá, pero ya en Canadá no quieren a más venezolanos. 
Una mujer que esperaba cita con el cirujano plástico que tiene consulta frente a la ginecólogo, oía disimulada nuestra conversación, por fin se unió contándonos que se iba a hacer un retoquito, confesó 51 años, su rostro no aparentaba más de treinta y cinco, buena carta de presentación para el cirujano plástico que visitaba, yo hasta pedí una tarjeta pensando que en crisis, pero sin bolsas en los ojos ni papada.
Al poco rato me di cuenta que al entrar en la conversación la mujer no buscaba captar clientes para el cirujano plástico, sino ver si reclutaba a la joven ingeniero. Tras mostrarnos en el celular las fotos del antes y después de su primera operación, siguió con la importancia de mantener una buena imagen mientras sea posible, si lo sabrá ella que es gerente de recursos humanos, lo difícil que se ha vuelto ejercer su oficio en Venezuela porque todos los jóvenes profesionales, apenas consiguen el título, lo que quieren es irse del país porque con los salarios que cualquier compañía en Venezuela puede ofrecerles, no les da para nada.
"Muchos me dicen que ante tan míseros sueldos, los papás los instan a que se queden en sus casas, menos riesgo y gastan menos dinero que saliendo a trabajar, qué país tan loco".
La reclutadora comienza a enumerar la cantidad de vacantes que tiene la empresa para la cual trabaja,  sigue con la persecución que le monta a los jóvenes talentos que quiere contratar, cómo les pregunta que cuánto aspiran ganar y después les cuadriplica el monto, y aún así, nada, los chamos venezolanos huyen del Socialismo del Siglo XXI en estampida.
"Así será la situación que hace poco no tuve más remedio que contratar a una vieja de 56 años como recepcionista de la empresa".
Me hizo ruido que una mujer de 51 años esperando para hacerse un retoquito en la cara hablara con tanta ligereza de "una vieja de 56", pero no la iba a interrumpir, quería que terminara su historia.
"La señora llegó de lo más puntual y arregladita a su primer día de trabajo, cuando el jefe llegó y vio a la vieja en la recepción, me pegó un grito: '¡Graciela, a mi oficina!' Yo sabía antes de entrar lo que me iba a pedir, y no me equivoqué:
 'Me sacas a esa vieja de la recepción ya'.
'Pero jefe, dele una oportunidad, se ve una señora responsable, y está tan emocionada de haber encontrado trabajo, además, por lo que están ganando ningún joven en este país quiere trabajar, si casi todos se han ido, y los que no se han ido, están viendo cómo irse.
'Ese es tu problema, ve a ver qué haces, pero me la sacas ya, no quiero a esa vieja en la recepción de mi oficina".
Continuó la reclutadora la triste historia: "Y la tuve que botar, pobre señora, voy a ver dónde la ubico".
Pasaron la enfermera con su hija a la consulta de la ginecólogo, y la reclutadora a su consulta con el cirujano plástico, me quedé sola pero sin concentración para leer la novela de McEwan pensando que esta Venezuela no será país para jóvenes, pero mucho menos lo es para los que ya no lo son tanto.

lunes, 9 de julio de 2018

Viviendo en la economía de las galletas


Barrio o urbanización se oye el mismo comentario entre los vecinos que vamos quedando: "Qué soledad se siente". Caracas pasó de ser una de las capitales más importantes de Latino América, a una mezcla entre el desahuciado pueblo que describiera Miguel Otero Silva en su novela Casas Muertas, y la vida estancada en el tiempo como aquella película con Bill Murray, Groundhog Day, en el caso de los caraqueños, estancados en un eterno dos de enero: una ciudad desierta, con resaca, desabastecida, casi sin tráfico, funcionando a media máquina. 
Si en época de Chávez los más previsivos profesionales se forjaron un meticuloso Plan B para emigrar de la debacle que vieron avecinar con la llegada del Socialismo del Siglo XXI, en el gobierno de Maduro las migraciones son casi desesperadas. En una economía arrasada, es cuestión de supervivencia: quien gane en bolívares, o viva de una pensión en bolívares, el dinero no le alcanza ni para comprar café, cuando se consigue. 
Hoy, si se consiguiese dinero en efectivo, para que alcanzara para comprar algo a quien se le da propina, habría que darle casi un millón de bolívares, cuando el sueldo mínimo está en poco más de cinco millones al mes, contando el bono de alimentación. 
En los restaurantes y en las peluquerías ya aceptan pagos en puntos de ventas para las propinas, aunque por más generosas que se crean, con semejante hiperinflación, las propinas no rinden lo que rendían antes. Quienes deben estar más fregados en esta economía revolucionaria son los empaquetadores de bolsas en los supermercados, y los "le cuido el carro" que saltan donde sea. 
Ante la falta de efectivo de los últimos meses en nuestro país, a muchos venezolanos les ha dado por dar propinas con paqueticos de galletas de soda o de Club Social.  
Hace unas semanas, fui a hacer una compra al mercado de la zona cuando me abordó un niño que no llegaría a los nueve años, ofreciendo cuidarme el carro. 
"No tengo efectivo para darte propina, chamo"- le dije.
"No importa, nos compra algo de comer a mi y a mi hermanito".
En otra Venezuela, hasta una no tan lejana, les habría brindado un sandwich, por lo menos un toddy, pero en esta Venezuela se dificulta no solo por la falta de efectivo, o por lo caro que está lo poco que se encuentra, sino también por el desabastecimiento: los mercados están pelados, rara vez se consigue pan. Lo que todavía no falta en los mercados son galletas de algún tipo. 
Esa tarde pensé que galleta llena el estómago pero no alimenta, por eso preferí regalarle unos apetitosos cambures, amarillos, sin una mancha, en su punto para comer. Los niños los recibieron dándome las gracias pero con el mismo asco de cuando a mis hijos les servía berenjenas en el almuerzo. 
"Señora para la próxima regálenos galletas".
Después de todo son niños, pensé, pero como mamá sentía que había hecho bien. Qué mejor fruta que un cambur: sabroso, listo para comer, alimenta, llena. 
Semanas después de esta anécdota, con la crisis de desabastecimiento, hiperinflación y falta de efectivo cada vez peor, fui a la inauguración de la exposición Fe de la artista Anita Reyna ayer domingo en la  galería Okios en el Edificio La Hacienda en Las Mercedes. Por la falta de efectivo decidí estacionar el carro en la calle. No tardó en saltar un hombre a quien le calculé como cuarenta años: "Madre, tranquila, que le cuido el carro y usted me compra unas galletas o algo para comer para llevarle a los muchachos". 
Como en el edificio hay un Automercado Plaza y yo le había prometido llevarle a mi mamá una bandeja de jamón, le dije que está bien, cuídame el carro. Tras disfrutar de la hermosa exposición, me fui al Plaza donde volví a insistir en eso que galleta no es alimento, así que además de una pequeña compra que no pasó de una bolsita, que requirió pasar tres veces la tarjeta (una de ellas "transacción fallida"), como este señor no era un niño sino un adulto, a pesar de que ya me había llevado un chasco dando propina en cambures, no se me ocurrió más brillante idea "para alimentar a los muchachos" que regalarle un plátano al padre de familia, jurando que me la estaba comiendo. 
Si los muchachitos recibieron con desprecio los cambures, el supuesto padre de familia despreció malcriado el plátano: "deje eso así, lo que le pedí fueron galletas". 
Yo de zoqueta tratando de venderle los beneficios del plátano: "Pero mejor un plátano, mucho más nutritivo que un paquetico de galletas".
El hombre lo rechazó como si lo que estuviera ofreciendo un huevo podrido. 
De regreso a casa me entró ratón moral, la diferencia entre quienes todavía pueden darse el lujo de llevarse una bandeja de jamón, y a quienes se les hace cada vez más cuesta arriba, en Venezuela nunca fue tan abismal. 
¿Cuál es la diferencia entre dar un paquetico de galletas y un plátano?  Valen más o menos lo mismo. ¿Será que el hombre aspiraba a que le pagara un paquete de galletas completo que hoy puede llegar al equivalente de lo que gana una enfermera en un Hospital Público? ¿O será que vive en la indigencia y pensará "cómo pretende esta señora que yo cocine el puto plátano"?
No pude evitar recordar lo conversado minutos antes con una amiga colombiana establecida hace más de dos décadas en Caracas, quien a pesar del acto de Fe de nuestra amiga Anita, me confesó que hace rato la fe, por lo menos de un cambio a mediano plazo en Venezuela, la había perdido: "Mucha gente dice que estamos tocando fondo con la hiperinflación, que la situación en Venezuela tiene que cambiar, pero si algo me consta por de donde yo vengo es que a menudo los abismos no tienen fondo, o se puede tardar demasiado tiempo en llegar a él".

¿Será que en algún momento les dará ratón moral a los responsables del abismo sin fondo que hoy vivimos en Venezuela? 

Mientras tanto, a comprar galletas 

mientras se pueda. 

jueves, 28 de junio de 2018

Un tipo de pinga


La actual crisis monetaria por la hiperflación y la falta de efectivo, razones por las cuales este año 2018 el venezolano no tiene ni con qué pagar el transporte público, y que las propinas se den con galletas y cambures, aunque sea de las peores que recuerde, no es la primera crisis monetaria que me ha tocado vivir en Venezuela en mis más de cinco décadas de vida.
De estas crisis sufridas por nuestra cada vez más escuálida moneda nacional, una de las más absurdas que recuerde fue cuando en los años noventa los venezolanos nos quedamos sin monedasLa razón fue similar a una de la causas por la cual hoy en Venezuela es tan difícil conseguir billetes: el valor del material con el que estaban hechas las monedas resultaba superior a lo que se podía comprar con ellas. 
Si hoy la falta de billetes en Venezuela se ha vuelto una hecatombe económica, en los noventa la falta de sencillo -que no duró mucho tiempo- no pasó de la categoría de incidente molesto, aunque entonces nos lleváramos las manos a la cabeza pensando: "Un país sin monedas, ¿acaso se puede caer más bajo?".

La reciente historia revolucionaria ha demostrado a los venezolanos que siempre se puede caer pero mucho, mucho más bajo.

Recordar esa época en la que Caracas seguía siendo una de las ciudades más envidiadas de América Latina, a pesar de que ya se empezaban a sentir los primeros sacudones políticos y económicos, en especial recordar cuando no tener monedas en el bolsillo era uno de los mayores disgustos cívicos del venezolano de los 90, me hizo recordar a un personaje que orbitaba en mi tribu de juventud, aunque nunca llegó a ser mi amigo.
Por respeto a su familia y a su memoria porque murió hace más de veinte años, llamémoslo Axel.
Axel sin duda era un tipo buenmozo: alto, rubio, con el porte de un príncipe de Luxemburgo, es decir, tan soso como un príncipe de Luxemburgo. Cero atractivo por lo menos para mi y mis amigas a quien nos parecía demasiado sifrino hasta para nuestros niveles de sifrinería, que tampoco eran bajos. Su actitud era como de un Marqués a quien le tocó por error vivir entre plebeyos. O por lo menos esa era la vibra que daba. 
No cabe duda que Axel tenía su público, pero para mi particular tribu de panas salir con Axel sería tremenda raya. Y seguro que para él mi tribu de amigas no era ni material para el Miss Venezuela ni Gucci enough.
Por eso me sorprendió tanto cuando haciendo nuestra lista de invitados a la boda, mi futuro marido, tan  sencillote, insistiera que invitáramos a Axel: 
-¿Y de cuándo acá tu eres amigo de Axel?- le pregunté sorprendida.
-Es mi pana del alma. 
-Pero si en todo el tiempo que tenemos de novios nunca me has dicho para salir con Axel y quien sea la miss con la que ande, ni siquiera me lo has nombrado ¿qué tipo de pana del alma es ese?
-Estudiamos juntos en la universidad, sé que parece tremendo sifrino pero esa es solo la imagen que da, cuando lo conoces bien te das cuenta que es un tipo de pinga, buen amigo. Que nunca te lo haya nombrado o que no hayamos salido con él, no quita que le tenga aprecio, y se ofendería si no lo invito. 
Como yo no era quién para cuestionar las amistades de mi futuro esposo y tampoco me gustaría que el comenzara a cuestionar la ecléctica calidad de mis amistades invitadas, en un pacto de no agresión agregué a Axel a la lista, a sabiendas que imagen o no, subiría el coeficiente sifrino de la noche.

A la hora de repartir las invitaciones nos dividimos la tarea, el novio repartiría las tarjetas del sureste de la ciudad, donde vivía con su familia, yo las del noreste. Tarjeta de Axel incluida. El día antes de la boda, encontré la tarjeta de Axel entre unos papeles en la guantera del carro, se me había pasado entregársela, ya era muy tarde para hacerlo. Imaginé que entre tantos amigos invitados, mi futuro marido no extrañaría la ausencia de su antiguo pana de la universidad.
Pero en plena Luna de Miel me comentó: "Qué raro que Axel no fue al matrimonio ni mandara regalo".
"Debe ser que estaba de viaje", pensé en decirle, pero como una mentira no es manera de comenzar un matrimonio, le confesé que no llegué a entregar la tarjeta por descuido.
Fue uno de nuestros primeros disgustos de casados que se amainó con la promesa que la próxima vez que nos encontráramos con Axel, le pediría disculpas responsabilizándome de haber perdido su tarjeta en medio del desorden del carro.
 Como en esa época la gente que se iba de Venezuela era por temporadas cortas, no para emigrar,  uno tenía la certeza que en este pueblo grande que era Caracas, más temprano que tarde, nos volveríamos a encontrar. 
Como tres años pasaron sin toparnos con Axel ni en el club, ni en una fiesta, ni de manera casual,   sabíamos que seguía viviendo en Caracas porque vimos su matrimonio reseñado en las crónicas sociales, fastuoso evento al cual, por supuesto, no nos invitó.
Repito, en los años noventa casi todos los amigos vivíamos en Venezuela y nadie ni en su peor pesadilla podría imaginar que emigrar sería cuestión de supervivencia.

La última vez que supe de Axel, o creo haber sabido de él, fue de manera casual cuando mi amiga Rosa Helena vino una tarde a mi casa a intercambiar libros, y me contó una anécdota, porque "seguro tu conoces el personaje, un rubio buenmozo en una Range".
Si yo consideraba a Axel el rey de los sifrinos entre los sifrinos, por lo visto mi amiga Rosa me consideraba a mi toda una connosieur en el tema. No sabía si ofenderme, ¿cómo diablos voy a poder determinar la identidad del misterioso catire de la Range? Eso era tan genérico como identificar a una flaca en un Corolla.
Pero cuando Rosa terminó el cuento del catire de la Range, inmediatamente pensé que tenía que ser Axel, quien no llegó a vivir para corroborarlo, ni siquiera sé si tenía una Range, pero todavía hoy podría apostar que se trataba de él.
Recordar la anécdota urbana narrada hace tantos años por mi amiga Rosa me regresa al tema de la crisis del sencillo en la Venezuela de los 90, cuando el níquel con el que estaban hechas las monedas era superior a su valor de adquisición. La clase media-alta sentía el impacto de la falta de sencillo sobre todo a la hora de pagar los estacionamientos porque las fracciones de hora se cobraban en fracciones de bolívares y en esa época todavía ni soñar con punto de venta. Es decir, si fuiste al cine y el estacionamiento te costó 7,50 bs, era muy probable que cuando fueras a cancelar a la salida si no tenías el monto exacto a pagar, te dijeran: "Amiga, no tengo vuelto, ¿cómo hacemos?".
La solución de ese "cómo hacemos" generaba enormes colas de carros en los estacionamientos porque si bien no faltaba quienes dijeran: "Déjalo así", había quienes peleaban su vuelto como quien pelea una herencia. La solución que encontraron los dueños de estacionamiento fue tener Frunas,   Torontos, lápices, sacapuntas de hierro; cualquier menudencia que pudiera compensar las monedas en falta. Prendas que la mayoría aceptaba resignada y hasta complacida, ¿quién puede decirle que no a un Toronto? Sin embargo algunos insistían hasta los gritos en obtener su vuelto, y para los más peleones quedaban las pocas monedas disponibles. 
En una de esas largas colas para pagar el estacionamiento del Centro Ciudad Comercial Tamanaco se encontraba Rosa Helena esperando resignada su turno. Cuando Rosa casi llegaba, teniendo solo dos o tres carros por delante, de repente un carrito apareció de la nada coleándose en un descuido del conductor de la Range que estaba frente al carro de Rosa.
Sifrino o no, nada resulta más indignante que se te coleen, el conductor de la Range "-un catire buenmozo que parecía un príncipe de Disney con tremenda pinta de sifrino-" según la descripción de mi amiga, abrió su vidrio, hasta entonces cerrado por el confort del aire acondicionado, para insultar al conductor del carrito coleado, que resultó una conductora: una muchacha que con desparpajo sacó la cabeza para gritarle al catire ante su comprensible indignación:
"¿Acaso tu no sabes que el mundo es de los vivos?".
Lejos de resignarse a que se le colearon, el catire decidió tomar acción, aprovechando el poderío de su carro, mataburros incluido, le puso la mocha a la Range hasta que a punta de golpecitos, logró sacar a un lado de la cola el carrito de la muchacha cuando ya casi llegaba a pagar.
Todo pasó en cuestión de segundos, el catire de la Range pagó sin esperar vuelto no sin antes gritarle a la avispada muchacha que después de autocelebrar su viveza, ahora lloraba ante su carro con el parachoques abollado:
"¡Te equivocas nena, el mundo es de los ricos!".

Tras la temprana muerte de Axel siempre me quedé con la duda: ¿habrá sido Axel el conductor de la Range? mi marido todavía insiste que no, que esa es una leyenda urbana, que él no sabe por qué yo siempre le tuve idea a su pana, que era un caballero, un tipo de pinga. Y aunque no fueron a sus respectivos matrimonios, mi marido fue al entierro de Axel cuando murió en un accidente, sin llegar a saber que su compañero de universidad nunca le hizo un desaire, que siempre lo consideró su amigo
tampoco llegó Axel a saber que algún día los vivos se apoderarían de Venezuela para hacerse inmensamente ricos.

La foto la tomé de Internet para ilustrar el artículo, lo más cercano que encontré en la web que coincidiera con la descripción: "catire en los 90 con una Range". 




miércoles, 13 de junio de 2018

Mi primera Feria del Libro en Madrid


Si algunos sueñan con lanzarse en paracaídas, otros con ver la aurora boreal, y hay quienes no quieren morir sin visitar Machu Picchu, de primero en mi lista de sueños por realizar estaba conocer una importante feria del libro internacional porque siempre he disfrutado hasta del más paupérrimo festín del libro en Caracas. Durante mucho tiempo ni siquiera falté a las ferias del libro organizadas por los carcamales revolucionarios -tengo como cinco años que no voy- y mientras yo gozando como chino en tranvía a pesar de la escasa oferta de novedades, o ante cualquier presentación de un escritor nacional o extranjero (la última que recuerdo fue a Laura Restrepo presentando Hot Sur frente al Obelisco de la Plaza Altamira), nunca faltó en medio de mi entusiasmo provinciano un cortanota que comentara con displicencia la mierda del Festival de la Lectura en nuestra tan devaluada capital en comparación con ferias en otras ciudades de habla hispana como Buenos Aires, Bogotá, Madrid o Guadalajara. 
Sin duda no les faltaría razón en cuanto a oferta de libros impresos se trata, pero desde que leo en formato digital y gracias al acceso por Internet a tantos portales literarios y prensa extranjera, no me siento tan aislada en cuanto a materia literaria se refiere, a pesar de que Venezuela culturalmente ha retrocedido a niveles de hato zamorano tras dos décadas de hegemonía revolucionaria. Pero en lo que en nuestros Festivales del Libro falta en recursos y oferta, se compensa en mística de sus organizadores y entusiasmo ciudadano. 
 Si bien disfrutara nuestros cada vez más austeros Festivales de la Lectura en la Plaza Altamira (las Ferias pasaron a ser parte del Copyright estatal), no perdía la esperanza que algún día coincidiría con una Feria del Libro en una ciudad no arrasada por la barbarie revolucionaria. Hasta que por fin en mayo de 2017 logré coronar mi primera Feria del Libro en una Meca literaria: Buenos Aires. 
Quizás porque la llegada a la ciudad de Borges, Cortazar y Bioy, coincidió con el último día de la 43ª Feria Internacional del Libro; no se cumplió la experiencia religiosa que esperaba de ella, me sentí abrumada ante la avasalladora oferta de libros en el inmenso espacio cerrado, como cualquier venezolano cuando sale de nuestras fronteras y entra a un supermercado se abruma al ver tantos productos que en un país normal se dan por contado, y que en Venezuela están desaparecidos, o son difíciles de conseguir. 
La verdadera experiencia religiosa la viví un año después en la 77ª Feria del Libro en Madrid ubicada de ancho a ancho en el Parque El Retiro. Caminando por entre las casetas colmadas de todo tipo de libros que desde hace años ni soñar en nuestras librerías, bajo el cielo azul en el todavía clima primaveral, me di cuenta que mi problema con la Feria del Libro en Buenos Aires mas allá de la abrumadora oferta viniendo yo de un país donde no se consiguen libros impresos ni de los más importantes autores coterráneos, fue que se efectuó en un lugar cerrado. Porque en Caracas, a pesar de tanta carestía, los organizadores de estos eventos literarios han aprovechado al máximo el privilegio de vivir en eterna primavera, logrando fusionar la fiesta del libro con la ciudad en lugares como el Parque del Este y los Caobos, y en las plazas Alfredo Sadel y Altamira.
 No pretendo pecar de nacionalismos ridículos y compararnos con las Ferias Internacionales del Libro en Buenos Aires y Madrid. Caracas está a años luz de ambas ciudades en materia editorial, sería como comparar la Edad Media con el Renacimiento. La feria en el Parque El Retiro con más de trescientos expositores me tomó tres días de lluvia y sol recorrerla, y no llegué a realizar el recorrido completo ni con el detenimiento que me habría gustado. Tampoco logré ver ni por asomo a todos los escritores admirados por esta groupie que se presentaron este año a firmar ejemplares: por dos días me perdí que el Nobel J.M Coetzee me dedicara sus "Siete cuentos morales". 
No me quejo, conseguí la dedicatoria de cuatro escritores para mi entrañables que con excepción de la de Boris Izaguirre, ya contaré porqué, quizás por la sobreoferta de firmas (durante las dos semanas que duró la Feria se presentaron en El Retiro más de dos mil autores a dedicar sus libros) me tomó menos tiempo de espera conseguir la dedicatoria de aclamadas plumas de habla hispana que la firma de cualquier pana escritor en la caseta de Alfadil en la Plaza Altamira.


La primera firma la conseguí por casualidad gracias a la amiga Adriana Bertorelli, publicista/poeta radicada en Madrid, a quien llamé para pedirle una dirección, y me contó que estaba saliendo para el parque porque el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince estaba en la caseta 64 firmando libros. Corrí a su encuentro como si me hubiese dicho que Mick Jagger y Keith Richards estaban firmando copias de Beggars Banquet. Acostumbrada a las Ferias del Libro caraqueñas donde un escritor como Héctor Abad habría necesitado seguridad no para protegerlo de los malandros sino del acoso de sus fans, esperaba encontrar al autor de "El Olvido que Seremos" rodeado de entusiastas de su pluma, para mi gran suerte lo encontré más solo que cualquier escritor inédito presentando su primer libro de relatos. 
De una simpatía natural frente a esta venezolana que se le acercó de lo más fresca tuteándolo, diciéndole que en nuestro país lo admirábamos casi que como a un Beatle, como no tenía libro reciente que presentar, me preguntó cuál de sus obras quería que me dedicara. Me costó escoger porque las tengo casi todas, me llevé "Fragmentos de Amor Furtivo" (Alfaguara, 1998), la única que no tenía. Cordial accedió a tomarse una foto que no fuera selfie, invitándome a entrar en la caseta para que la foto saliera mejor. 
"¡Ay que pena con usted!", porque en la foto no disimulo la cara de felicidad.

Esa misma noche, a pesar de que estaba pronosticada una tormenta, regresé a El Retiro sabiendo que a partir de las siete mi querido amigo Boris Izaguirre estaría firmando su más reciente novela: "Tiempo de Tormentas" (Planeta, 2018). Esta vez fui acompañada de mi marido quien no es ni de ferias ni de gentíos. Cuando llegamos al parque la lluvia comenzaba arreciar y la cola esperando por la firma del escritor venezolano que se hizo famoso en España gracias a la TV con Crónicas Marcianas, nada que se movía. Frente a nosotros una familia soportaba el aguacero con paciencia, incluida una bebé en su cochecito, hasta que empezaron los rayos, y sus padres se llevaron a la criatura. 
Yo estaba semi-protegida del agua por una chaqueta impermeable con capucha. Mi pobre marido no, me acompañaba mentando madre que si no lo mataba un rayo lo mataba una pulmonía porque cómo olvidé el paraguas si sabía que venía lluvia. Le dije que tranquilo, apenas teníamos como seis personas por delante, aunque más bien eran como seis parejas. 
Boris, siendo Boris, seis parejas por delante es una multitud: a cada persona que le tendía un libro para que se lo firmara con su tradicional bolígrafo de tinta roja, le dedicaba varios minutos de conversación haciéndola sentir como el ser más fascinante con el que se hubiese topado esa noche en El Parque El Retiro. 
 La alegría pareció escalar cuando en lugar de un lector desconocido, se encontró Boris con esta vieja amiga de cuando en Caracas se rumbeaba en el Gala y en el Mambo, y nosotros compartíamos el cariño de Isaac Chocrón y la lectura de Dominick Dunne. Nos faltaba unos gin tonics para celebrar el encuentro, Boris tan divino como siempre y mi marido y yo cero glamour como un par de pollos mojados salidos de un tiempo de tormentas, entrañable novela que ya de regreso en Caracas, devoré en dos días. Boris hábilmente novela su biografía en la que rinde homenaje a su familia por siempre apoyarlo en su extraordinaria manera de ser, en especial a su madre a quien desde niño llamó por su nombre: Belén.
Leyendo "Tiempo de Tormentas" me sentí como extra de la historia, testigo de un país, de una sociedad, que naufraga irremediablemente.


 Todavía bajo la tormenta, obligué a mi marido a una última parada en el parque El Retiro porque esa señora tan solita en esa caseta es nada más y nada menos que la loca de la casa, Rosa Montero, y como tu comprenderás, de loca de la casa a loca de la casa, yo no me puedo ir sin que me dedique su "Nosotras".
Recién publicada por Alfaguara, "Nosotras" es la compilación de tres libros de semblanzas de mujeres célebres escritas por Rosa Montero, ilustradas por María Herreros. 
Entre lo que pude percatarme en esta feria del libro fue del extra esfuerzo que tienen que hacer hoy los editores de libros impresos para que no se los coman los digitales: el libro como objeto que el lector no se conforme solo con leer, también deseé poseer en físico. 
La  autora  de La Hija del Caníbal -novela que recuerdo cada vez que en un aeropuerto mi esposo me dice: "Ya vengo, voy para el baño"-, en su dedicatoria pintó una estrellita fucsia como la portada del libro.
Pensé que esa estrellita cerraría este ciclo de colección de firmas cuando me enteré que al día siguiente estaría firmando ejemplares de su última novela uno de mis ídolos literarios: Antonio Muñoz Molina.

A pescar la firma de Muñoz Molina si que no me acompañó mi marido, la solidaridad tiene un límite, y un domingo bajo el sol en una abarrotada feria del libro parecía ser el límite del mío. El autor de Sefarad tenía tantas personas esperando por su firma como las que esperaban la noche anterior por la de Boris Izaguirre. Lo único peor que hacer cola bajo la lluvia para que te dediquen un libro, es hacer cola bajo el inclemente sol del mediodía. Afortunadamente Muñoz Molina es tan tímido como Boris es extrovertido, lo que hizo que la fila para sus dedicatorias avanzara mucho más rápido. 
"Un andar solitario entre la gente" (Seix Barral, 2018), es otro ejemplo de libro que merece tenerse en formato impreso porque este "delicioso mosaico narrativo" como lo describe la contraportada donde "el narrador sigue a un caminante anónimo por la ciudad", está repleto de imágenes y fotos que no se apreciarían igual en formato digital. 
La pareja española que hacia la cola detrás de mi comentaba que nunca había leído una novela de Muñoz Molina, discutían entre ellos sobre cuál novela comprar para que se la dedicara al hijo universitario que se acababa de mudar a Úbeda. 
"El jinete polaco", decía la señora porque había oído que esa era la novela que mejor narraba el pueblo natal del escritor. 
Yo, que tengo en entre mi casa y mi kindle casi toda la obra de Muñoz Molina, había comprado mi ejemplar de "Un andar solitario entre la gente" el día anterior sin sospechar que 24 horas después estaría frente a tan admirado autor. Mas allá de la frasquitería del libro firmado quería agradecerle a Muñoz Molina la gentileza y solidaridad a la hora de presentar el libro: "Siete sellos: crónica de la Venezuela Revolucionaria", compilación de textos hecha por Gisela Kozak Rovero, editado por Kalathos Ediciones, crónicas de varias generaciones de narradores y periodistas venezolanos sobre los devastadores efectos de la Dictadura revolucionaria que se ha enquistado en Venezuela. Le comenté que dos crónicas mías aparecían en ese libro que por razones obvias, no se conseguía en mi país. 
Parecí despertar el interés de Muñoz Molina: "¿Cuáles?"
"Una sobre el secuestro de mi hija y de su prima, y de como tres días después volvimos a vivir de cerca otro secuestro de una familia amiga; y la crónica sobre dos amigos que fueron asesinados con dos meses de diferencia". 
Dijo recordarlas, no sé si por educación ante tantas crónicas excelentes sobre nuestro desamparo. Las palabras de su dedicatoria las comparto con mis compañeros cronistas de Siete Sellos y con sus editores: "Para Adriana, con la fraternidad de la literatura, y de la rebeldía contra la sin razón".