miércoles, 21 de septiembre de 2022

El sandwich perfecto



Siempre que paso frente a la panadería La Selva en el Bosque tengo un momento magdalenas de Proust, me transporto a mi infancia cuando cada vez que la familia agarraba carretera, mi papá iba a La Selva para comprarnos un sandwich a cada uno. Los sandwichs de La Selva conocidos como "Subm
arinos" consistían en una canilla con todo tipo de embutidos, no recuerdo que tuvieran ni lechuga ni tomate ni cebolla, solo embutidos.
Mi papá compraba todos los sandwich iguales, nada de al mío no le pongan mortadela, al mío solo salchichón... mi mamá los repartía en la camioneta Ford Ferlaine antes de agarrar carretera usualmente a Barinas.
A nadie se le ocurría abrir los sandwiches para escarbar lo que no nos gustara, ni siquiera yo que escarbar es uno de los verbos que mi mamá sigue usando a la hora de describir mis hábitos alimenticios, porque si bien de niña era muy ñonga a la hora de comer, para mi estricto paladar infantil los sandwiches de La Selva eran una alquimia perfecta de ingredientes que jamás me atreví a modificar.
Hoy no podría recordar ni de qué hablamos en esos viajes por carretera, ni dónde nos parábamos para ir al baño, ni si tomábamos agua, jugo o Coca Cola; pero si existe memoria del gusto, la tengo intacta de los deliciosos sandwiches de La Selva.
Dejamos de ir a Barinas, mis hermanos y yo crecimos, y no volví a comer un sandwich submarino de La Selva, hasta que años después en un viaje a La Sabana, en el litoral central, que hice con mi esposo y mis hijos quise repetir la experiencia, porque La Selva sigue en la misma esquina en El Bosque, igualita, como detenida en los años 70, pero no fue lo mismo: mis niños de inmediato abrieron sus submarinos para hacer su propia versión del sandwich perfecto. Temo que yo hice lo mismo.
En las curvas rumbo a La Sabana me di cuenta que los sandwiches de entonces, décadas después, ya no me parecían los mismos no porque hubieran cambiado en la excesiva combinación de embutidos ni por la conciencia del exceso de calorías ni la bomba de colesterol que representaban, sino porque a pesar de que con mi esposo e hijos no nos faltaron rituales inolvidables, el sandwich perfecto se había quedado en el pasado, en esos viajes a Barinas en una camioneta azul Ford Fairlane con mis padres y mis hermanos.

viernes, 16 de septiembre de 2022

El último pellizco del joven Marías



La madrugada del pasado lunes desperté como a las cuatro de la mañana y me costó agarrar de nuevo el sueño, me fui al universo de los “Y si tan solo”, universo que se debería evitar como la peste, pero al cual es difícil de vez en cuando no visitar.  La noticia de la inesperada muerte de Javier Marías de una infección pulmonar a semanas de cumplir 71 años me dejó movida, no porque hubiese conocido al escritor español más allá de sus novelas, y artículos primero como El Fantasma y después los publicados en El País, me afectó también su edad y su manera de afrontar el oficio de escritor.  

Para los menores de cuarenta, setenta y un años les parecerá casi un anciano, pero qué susto pensar que apenas era doce años mayor que yo. Tengo muchos amigos de esa edad. Yo todavía me siento una joven promesa.

Regresando a mis desvelos ¿por qué me tomé la muerte del a menudo cascarrabias articulista de El País -acostumbrado a pellizcarle el culo al lector, como decía Cabrujas debía ser todo buen articulista- de manera más intensa que las de otros admirados escritores como Gabriel García Márquez, Philip Roth y Patricia Highsmith?

Quizás porque me llevó sin querer a ese universo de los “Y si tan solo”. Hijo del conocido filósofo español Julián Marías, el joven Marías como se le conoció hasta su muerte, comenzó su carrera como traductor y profesor universitario antes de dedicarse exclusivamente a la escritura. Trato de sacar cuentas desde cuándo soy su lectora, no lo leí cuando ganó el premio Rómulo Gallegos por su novela “Mañana en la batalla piensa en mi”, publicada en el año 1994, pero si fue su primera novela que leí, mi edición es de 1997. Sus novelas anteriores: “Todas las almas” y “Corazón tan blanco” las leí poco después. "Negra espalda del tiempo", para muchos su mejor obra, la leí recientemente. Me salté su obra más ambiciosa la trilogía “Tu rostro mañana” (Ayer comencé con el primer tomo), y estoy al día con sus novelas publicadas los últimos diez años, la última: “Tomás Nevinson”, la terminé hace un par de meses.

El caso es que si bien no conocí personalmente a Javier Marías, tenía más de veinte años leyéndolo y eso no es que me hace una experta en su obra, no soy crítico literario y soy de memoria corta, pero si sentirlo cercano, como un amigo del cual siempre tenía noticias. Y aunque para muchos su literatura fuera un ladrillo, y para otros arrogante como columnista, a Javier Marías no se le podía negar que tenía lo que se llama Oficio de Escritor, catorce novelas publicadas a lo largo de tres décadas, algunas mejores que otras, pero todas impecables. Con “Tomás Nevinson” (2022) Marías se despide -creo que no hay obra póstuma- con una excelente novela de ochocientas páginas que deja a sus lectores con ganas de más, porque Javier Marías no llegó a ver su ocaso como narrador, murió cuando todavía estaba en la cresta de una ola de la que nunca cayó.

No se puede decir lo mismo de mis otros escritores preferidos fallecidos aquí nombrados, autores como García Márquez, Philip Roth, Patricia Highsmith; que tuvieron suficiente vida para darse el lujo de retirarse del oficio de escritor. Porque si se piensa en la escritura como oficio, Javier Marías era el propio escritor a dedicación exclusiva, aunque en una de sus tremenduras asegurara que ser escritor era el mejor oficio para “señoritos vagos”, pero sabemos que no es así, para publicar catorce novelas como las escritas por Marías se requiere imaginación, inteligencia, constancia, talento, y sobre todo mucho trabajo.

Viendo por YouTube un encuentro que realizara Alfaguara para celebrar el aniversario de la editorial donde reunieron a Marías, con Arturo Pérez Reverte y Mario Vargas Llosa, cuando la moderadora pregunta a tan distinguido panel cuándo decidieron ser escritores, Marías contestó que el nunca decidió ser escritor, él lo que quiso fue escribir, escribir aquellas historias que quería seguir leyendo, por ejemplo de niño leía muchas historias de mosqueteros, y como era un género no muy extenso, comenzó como a los doce o trece años a escribir sus propias historias de mosqueteros, aunque eventualmente quien se haría famoso como escritor de historias de mosqueteros fuera su amigo Pérez Reverte con sus novelas del Capitán Alatriste, y el Maestro de Esgrima.

No creo que Javier Marías visitara a menudo el universo de los “Y si tan solo”, y "si tan solo hubiera insistido con mis historias de mosqueteros", no creo, si lo lloro más de lo que lloré a otro escritor con una carrera literaria similar, digamos Philip Roth, quizás al ser Marías más contemporáneo conmigo, ver cómo el tiempo pasa tan rápido, y me ha faltado la constancia y el coraje de escribir con oficio. 

"Y sí tan solo...".

Y también lloro el saber que a Marías, casi alcanzando los setenta y uno, cuando sus lectores creíamos que todavía lo tendríamos para rato, que por lo menos en la próxima década cada dos años tendríamos una nueva novela de él, y todas las semanas un artículo sobre los más variados temas, porque esos “señoritos vagos” escritores suelen ser longevos, un mal domingo en lugar de su acostumbrada columna en El País recibimos la noticia de su muerte por una afección pulmonar.
Tremendo pellizco en el rabo, joven Marías, venir a morirse cuando todavía le quedaba tanto por escribir