sábado, 27 de febrero de 2010

Palabras de Paulina


Cuando el año pasado Juan José Pérez Rancel fue a Caoma con la noticia que le habían encomendado preparar la biografía de Carlos Raúl Villanueva para la Biblioteca Biográfica Venezolana, confieso que lo miré con algo de conmiseración ante la tarea que enfrentaba y el poco tiempo que tenía disponible.
Una biografía es un tema difícil y Villanueva no es un hueso muy fácil de roer. Además, la que siempre fuera testigo de excepción de la vida de Villanueva, su esposa Margot, con su cabeza lúcida y llena de recuerdos, se nos fue tras él hace cinco años atrás; de no haber sido así, es muy probable que no estuviéramos aquí hoy y que Juan José todavía anduviera, libreta en mano, escuchando historias sentado con ella frente al jardín de Caoma.
Él no pudo hacerlo, pero mi sobrina Adriana sí, y gracias a ello nos quedó ese Retrato de una Caraqueña del siglo XX, un bello libro que permitió que pudieran mantenerse vivos todos esos recuerdos que Juan José fue entrelazando en su propio discurso.
Pero vamos directamente a lo que nos ocupa, esta pequeña publicación de 120 páginas que nos permite recorrer la vida de ese venezolano ejemplar que fue Carlos Raúl Villanueva.
Quiero comenzar por la sentencia donde Juan José, al final del primer capítulo del libro, nos tiende una invitación a leerlo (cito textualmente): “SIGAMOS LA CREATIVIDAD DEL MAESTRO VILLANUEVA EN SU GRAN TRAVESURA: LA ARQUITECTURA Y EN EL RESTO DE SU COTIDIANIDAD”. (Fin de la cita)
Con esta brújula en la mano Juan José tomó el camino correcto. Pues es imposible disociar en Villanueva al hombre del arquitecto, forman una unidad indivisible de significado.
Me gustó mucho además que hablara de la relación de mi padre con la arquitectura en términos de una gran travesura, con esa simple afirmación nos anticipó la perspectiva de una lectura amena, orientada a develar a Villanueva en su alegría de ser, vivir y trabajar.
El camino que al principio podía parecernos difícil de transitar se ilumina a partir de allí.  La estructura de capítulos, 14 en total, nos traza nítidamente la trayectoria a seguir, dentro de un discurso que es y no es cronológico, porque siempre va para adelante y para atrás.
Comienza por lo esencial, delinear el perfil del hombre en cuestión, ese venezolano universal que fue Carlos Raúl Villanueva. 
También allí hubo precisión en su adjetivación: ciudadano ejemplar, honesto, austero, solidario, humilde, respetuoso, igualitario, generoso, sencillo, modesto, discreto, hombre de acción, trabajador infatigable, sutil, travieso, osado, visionario; y por sobre todo, amante de su familia, apasionado por el arte y la arquitectura, maestro ejemplar. Bastaron sólo 3 páginas para presentar al lector un retrato afinado del hombre cuya biografía se está por leer.
Después de los primeros capítulos, que son de un carácter eminentemente personal y biográfico, Juan José deja la conducción del discurso a la arquitectura.
Es así como, a partir del capítulo 1928-1929 América, una arquitectura por descubrir, se deja guiar por otros testigos, muy fiables a mi manera de ver: las obras de arquitectura.
Obras que siguen allí, en Caracas, Maracay, Maracaibo, Ciudad Bolívar, desafiando el tiempo con gallardía. Obras que se ofrecen como libros abiertos para descubrir al hombre que con empeño creador modeló sus formas en la búsqueda del espacio nuevo que debía albergar a una sociedad mejor.
El Hotel Jardín, La Maestranza, los Museos, los Hospitales, las Escuelas, El Silencio, la Urbanización Rafael Urdaneta, las Unidades Residenciales, el Cerro Piloto, el 23 de Enero, sus casas de habitación, Caoma y Sotavento, y su obra mayor la Ciudad Universitaria de Caracas, ofrecen un hilo conductor que nos enfrenta sin mediación a la extraordinaria dimensión de su obra construida.
La arquitectura marca la pauta y Juan José nos acerca a ella de forma apropiada, dando una mirada al otro, al que lee, pero sin abrumarlo con consideraciones técnicas, teóricas o historiográficas complicadas, manteniendo siempre un equilibrio tal, que familiariza al lector con una arquitectura que en realidad es de una complejidad y una síntesis mayor.
Tres capítulos dan una pausa a tanta arquitectura: El arte y la amistadLas casas para la familia y La formación de los arquitectos del siglo XX en la UCV.
Pausas importantes pues Villanueva no es comprensible, sin plantear su vinculación con el arte y las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX.
Su familia, sus amigos, sus colaboradores y sus casas son, en relación al hombre, la expresión  de su más cara cotidianidad.
Y su labor docente, como Maestro en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela, un tema imposible de soslayar.
Gracias a este libro, 75 años de vida fecunda se transitan rápido y dejan un sabor grato en la boca.
Dicho esto y para no abusar de ustedes, no me queda más que agradecer a Juan José, a El Nacional y a la Fundación Bancaribe por esta publicación, que desde su portada nos presenta a un Villanueva lleno de vida, mirando de frente desde su taller del jardín de Caoma, con una mirada que nos llama a preguntarnos qué hemos hecho de la Venezuela que hombres como él ayudaron a construir.
Y no tengo otra respuesta que dar a ustedes que repetir una gran paradoja, y es que, hoy por hoy, los venezolanos nos vemos en la necesidad y en la obligación de buscar nuestro futuro en el pasado; y en ese pasado Villanueva es y seguirá  siendo una figura primordial, como hombre y como arquitecto.

Palabras de Paulina Villanueva el martes 23 de febrero con motivo de la presentación de la biografía de Carlos Raúl Villanueva de la serie Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional

jueves, 25 de febrero de 2010

De Fame a Higschool Musical



 Toda generación tiene una película de adolescentes que marca su época, la de la primera década de 2000 es Highschool Musical. No puedo opinar sobre esta producción de Disney que ya tiene tres entregas (dos para televisión y la tercera para el cine), no me he dignado a verlas. Pero adultos de confianza que se han pegado la trilogía con el mismo fervor con el que alguna vez siguieron El Padrino de Francis Ford Coppola,  aseguran que no es mala en su estilo comercial de producto bien pensado para un target especial: niñas y preadolescentes que después de ver las películas pedirán a sus papis los discos, las muñecas, ropa, morrales, y cuanta mercancía salga con los rostros de los fotogénicos protagonistas. Mis amigos defensores del fenómeno Highschool Musical, abnegados padres de enanitas que repiten hasta el cansancio las canciones de los melosos Troy y Gabrielle, insisten que las tres entregas son como el algodón de azúcar, un chicle tutti fruti, una bolita de helado de fresa Efe: para endulzarse un poco la vida, y ya está.
Quizás mi negativa a ver la serie Highschool Musical se deba a que pertenezco a la generación que se hizo adulta en los años 80, cuando el género de filmes sobre adolescentes talentosos cobró fuerza con producciones como Footloose, Dirty Dancing y en especial, Fame, del prestigioso director inglés Alan Parker. Casualmente, hace poco, un sábado paseando por los cidiceros de cine clásico que están los fines de semana frente a la Plaza de los Museos, encontré una copia de Fame. La compré de inmediato. Desde que la estrenaron en el año 1980, no la veía. Ya de eso hace 29 años. Así que un lluvioso domingo en la tarde preparé cotufas y una jarra de Nestea, y me senté con mis hijas frente al televisor para presentarles el génesis de todos los Highschool Musicals por venir, no sin antes cantarles y bailarles con la misma emoción de cuando tenía 17 años: “Faaame! I Wanna live forever, I wan’t to learn how to fly! Hiiigh!” Sólo me faltaban los calentadores.
Las expectativas eran altas, les expliqué a mis escépticas adolescentes que el director del film, Alan Parker, no era un bañaperro, ni un mercenario, no señoritas, cuando filmó Fame en su haber tenía la intensa Midnight Express, y habría de filmar clásicos posteriores como Birdy, The Wall y mi favorita: The Comittments. Fame no era un Highschool Musical cualquiera, un mero producto de la sociedad de consumo, aunque su soundtrack fue uno de los discos más vendidos del año 80 (yo lo oía una y otra vez) y de la película salieron una obra de teatro y una serie de televisión de mediano éxito
¿Qué les puedo decir? No sé si lo mismo les habrá pasado a otras generaciones al reencontrase con películas que marcaron su juventud como Blackboard Jungle, o Tommy, pero esta historia de adolescentes ochentosos que estudian en una escuela secundaria con énfasis en las Artes Escénicas, que oyen radicassettes, que son intensos hasta el cliché, y que creen que en los sintetizadores al ritmo disco está el futuro de la música académica, me pareció un horror. ¡Qué pena con mis hijas! Qué bajo cayó mi autoridad cinematográfica. Fame, como los años 80 que inicia, no envejeció nada bien. Al finalizar la película, mis chamas se me quedaron mirando a la expectativa, exigían una explicación, ¿acaso este es el gran clásico de la era de su madre? Sólo les di un consejo con lo poco de dignidad que me quedaba: “Por nada del mundo se les ocurra ver Higschool Musical con sus hijas”.


Este artículo creo que fue publicado en Contrabando, desde que lo escribí, estrenaron en el año 2009 la nueva versión de Fame que todavía no he visto.

martes, 23 de febrero de 2010

Lady Sándwich

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 Esta noche es el bautizo en El Nacional de la biografía de mi abuelo Carlos Raúl Villanueva, escrita por Juan José Pérez Rancel, para mi gran orgullo, parte de la documentación que el biógrafo usó fue la conversación que sostuve con mi abuela Margot durante dos años y que terminó convirtiéndose en "Margot, Retrato de una Caraqueña del Siglo XX", publicado primero por la Fundación Polar, y en su segunda edición por la Fundación Villanueva. En Evitando Intensidades rescato un capítulo de la voz de mi abuela.

Cuando tenía como doce años, en uno de nuestros primeros viajes a Europa, fuimos a Barcelona.  Recuerdo que Papá nos llevó a ver La Sagrada Familia:
-Miren niñitas: la obra de un loco.
Muchos años después regresé casada con Carlos Villanueva, y contemplando juntos la iglesia de Gaudí le comenté a Carlos:
-Papá dice que ésta es la obra de un loco.
¿Sabes lo que me contestó?
 -Loco no, genio.
Papá y Carlos eran dos hombres distintísimos, pero siempre se quisieron mucho. Una vez, recién casada con Carlos, Mamá me pidió que fuera con el chofer a buscar a Beatriz que estaba con  sus amigas las Machado en una casa de playa en Macuto. Cuando llegué, el doctor  Gustavo H. Machado me estaba esperando:
 -¡Ay señora Villanueva, usted me va a tener que perdonar! Pero puede más la curiosidad que la buena educación y la discreción. Le tengo que hacer una pregunta: ¿cómo hacen su papá y su marido, que son tan diferentes, para entenderse y quererse tanto?
 Yo le contesté:
-Mire  doctor Machado, que no sea ésa la pulga que a usted lo trasnoche. La respuesta es sencilla: ambos creen que están locos. Carlos cree que Papá es un loco furibundo, y Papá cree que Carlos es un loco pacífico. Así que siempre se están vigilando, cuidando y protegiendo mutuamente.
Sí, Papá y Carlos se quisieron mucho, pero nunca trabajaron juntos. Papá a veces le pedía a Carlos que le diseñara unas casitas para unos proyectos. Carlos hacía unos planos y después Papá construía las casas como a él le parecía. Pero Carlos respetaba a Papá como constructor. ¿Tú te sabes el cuento de las cajitas de fósforo de San Agustín? Ese cuento es muy bueno. Los terrenos de la hacienda La Yerbera, donde construyeron San Agustín, eran parte de  la herencia de Guzmán Blanco que Papá compró en un remate en París en los años veinte. Te estoy hablando de una época en la que Caracas todavía no se había elevado por las nubes y se construían casas sencillas.
Casi cuarenta años después de que Papá construyó San Agustín del Norte, en 1967,  murió Mathías Brewer, un ingeniero que fue director del Inos. Al enterarme lo lamenté mucho:
-¡Se murió mi vecino!
 -Pero Margot, ¿cuándo has sido tú vecina de Mathías Brewer? -me preguntó Carlos extrañado.
Le recordé que cuando todavía no existía el Colegio de Arquitectos, a los arquitectos los invitaban a las fiestas del Colegio de Ingenieros, y a mí siempre en esas comidas, no sé por cual razón, me sentaban al lado de Mathías Brewer; por eso yo lo llamaba mi vecino
 En esa época no se daba el pésame en las iglesias como se hace hoy en día, y  fui a dar el pésame a casa de la familia Brewer, aunque realmente no tenía amistad con ellos. El salón de la casa estaba lleno de gente y la conversación, por supuesto, versó sobre el terremoto de Caracas que acababa de pasar. Había una señora que se jactaba a voz en cuello: “Mi marido hizo mucho énfasis en las leyes antisísmicas después de que se hicieron esas ‘cajitas de fósforo’ en San Agustín, porque eso es un horror”. 
Y yo hundida en mi silla porque esas “cajitas de fósforos” las había construido Juan Bernardo Arismendi, mi papá.
Cuando regresé de dar el pésame, Carlos me preguntó cómo me había ido. Le contesté que mal y le conté el desagrado que había pasado por los comentarios de esa señora. Carlos se puso furioso conmigo: “¡Ay qué ver que para gafa no te gana nadie! Tú le debiste haber contestado a esa señora que de ‘las cajitas de fósforo’ de San Agustín no se cayó ¡ni una! Y más de un edificio en Altamira y los Palos Grandes sí se vino abajo”.
Hay un cuento de joyas, de Juan Juan y de Carlos que también vale la pena recordar. A Papá le estaban ofreciendo un lote de esmeraldas cuando casualmente entró Carlos a  casa, y Papá lo llamó:
-Ven, Carlitos, para que veas estas esmeraldas. ¿Qué te parecen?
 Carlos se quedó viendo las esmeraldas y le contestó:
 -Mire doctor Arismendi, yo de esmeraldas no sé nada. Si usted me pone un vidrio de botella verde bonito, y a mí me gusta, le aseguro que lo prefiero a la esmeralda.
 Papá se horrorizó porque Carlos todavía no había llegado a ser un arquitecto famoso, y pensó que   realmente me iba a dar  vidrios en lugar de joyas, así que compró una esmeralda y me la regaló montada, rodeada de brillantes.
Pero si el fuerte de Carlos nunca fueron las joyas,  el arte  nunca fue el de Papá.  Figúrate que en una exposición a la que fuimos en el Museo de Bellas Artes, Papá me señaló un cuadro y me dijo: “Este cuadro debe ser malísimo, porque a mí me gusta mucho”. Cuando Carlos y yo nos casamos sólo teníamos dos Monasterios que nos había regalado Papá cuando éramos novios, porque Mamá, siempre tan exquisita, había comentado delante de nosotros  que a ella esos cuadros no le gustaban porque eran unas galleras. Carlos enseguida le dijo:
 -Regálemelos a mí.
 -Está bien, con Margocita te los llevas -le contestó  Papá.
 Esos cuadros de Monasterios fueron durante un tiempo nuestras únicas obras originales. Carlos decía que era mejor tener una  reproducción de un buen cuadro que un cuadro malo, así que  teníamos  afiches guindados en las paredes. La  primera vez que Papá  entró en casa y  vio  nuestro “Bonnard” y nuestro “Picasso”, me dijo: “Margocita, dame una silla para sentarme porque tengo que digerir esto”.  Pero Juan Juan era muy prudente y no se metía en nuestros gustos,  sólo una vez me  preguntó en la intimidad, cuando ya Beatriz y José Luis tenían una importante colección de cuadros de Morandi: “Margocita, ¿y no estarán engañando a José Luis Plaza con esas botellitas?”.
A pesar de  ser tan diferentes,  Papá estaba muy contento de mi matrimonio con Carlos porque tu abuelo no fue mi primer novio. Yo tenía otro novio que se llamaba Simón. Era un muchacho alegre y parrandero, me dejaba en casa y se regresaba  a las fiestas para irse de último tocando el acordeón.  Pobrecito, tuvo una vida muy triste, nunca se  casó y murió solo. Todavía rezo por él. Precisamente huyendo de ese novio fue que conocí a Carlos Villanueva.
La primera vez que Carlos me vio  fue en el pabellón del hipódromo y le preguntó a  Carlos Luis Ferrero:
-¿Esa muchacha quién es?
-Margot Arismendi -le contestó Carlos Luis -pero tiene novio.
-¡Qué lástima! -dijo Carlos.
Yo estaba ahí justamente para no ir al Club Paraíso, donde se suponía que estaba mi  novio, porque había terminado con él. Cuando Carlos Luis llegó a su casa le comentó a  su esposa Alicia que Carlos  quedó prendado de mí, pero que él lo había desilusionado contándole que yo tenía novio. Alicia,  que era muy amiga mía, se apresuró a decir: “¡Peleó con el novio! ¡Vamos a invitarlos juntos a comer!”. Cuando Alicia Larralde me invitó, pensé que estaba haciendo una cena de reconciliación con  Simón porque él vivía enfrente de su casa, y por eso le pregunté quién iba a la comida.
-Viene un joven francés, Villanueva, muy educado, arquitecto -me tranquilizó.
-Ah bueno, entonces sí voy.
Y matrimonio a los tres meses.
Yo creo que lo que más le gustó a Carlos de mí era que hablaba un francés perfecto. Al principio de nuestra relación hablábamos siempre en francés, aunque al poco tiempo  le dije que mejor empezábamos a hablar en español para que se le soltara la lengua, porque aunque lo hablaba bien, era un poco gago.  Tu abuelo nunca perdió su acento francés, pero con el tiempo logró perfeccionar su gramática española tomando clases en el Pedagógico con el  profesor Hugo Ruán. La gaguera sí la perdió, cómo lo hizo al principio era todo un misterio, ya estábamos casados y venía a la casa un hombre en una moto. Francisco lo llamaba “el sordomudo”, resulta que era un especialista vasco en fonética que se dedicaba a  enseñar a hablar a sordomudos y fue él quien le quitó la gaguera a Carlos. 
Mi familia estaba encantada con Carlos, principalmente porque los había librado de mi otro novio. Mi ex novio me amenazó con que si yo me casaba con Carlos, él se iba a suicidar.  Papá me convenció de que no me preocupara: “ ¡Qué suicida ni qué suicida! ¡Aquí nadie se va a suicidar!”.  En cuanto a Carlos, Papá se quiso ir por lo seguro y pidió referencias a Jerónimo Tirado, sin saber que era primo de él, y por supuesto que le dio unas referencias excelentes: “Mire J.B., si su hija se casa con Carlos Villanueva, se sacó la lotería porque ése es un brillante montado al aire”.
Carlos se quiso casar rápido porque tenía miedo de que regresara con mi antiguo novio. 
-Margot, ese hombre está muerto -me decía tu abuelo cuando éramos novios. 
-Nada de muerto, está vivito y coleando -le contestaba riendo.
 Por eso Carlos no estaba dispuesto a esperar a que le enviaran sus documentos de Londres, recuérdate que en ese entonces mandaban el correo por barco. Para casarnos necesitábamos una constancia de que él era Carlos Villanueva, que estaba bautizado, que era soltero, y se hizo ante el obispado y ante el tribunal declarando Pedro Emilio Coll como testigo.  Pedro Emilio, quien trabajaba en la Legislación de Liverpool cuando tu bisabuelo era Cónsul en Londres,  era el  padrino de bautizo de Carlos por poder, siempre lo quiso mucho, lo llamaba Charlot. La partida de nacimiento de Carlos para terminar de formalizar los papeles de matrimonio, llegó después de casados.
Nos casamos el 28 de enero de 1933, yo tenía 21 años y Carlos 32. Su mamá y su hermana Sylvia, que vivían en París, casualmente habían llegado por esos días a visitar a Carlos y se encontraron con la sorpresa de que se casaba. A pesar de la sorpresa, me trataron muy bien, y se quedaron a vivir en Caracas.
Nuestro matrimonio  fue muy celebrado, pero de manera sencilla, como se celebraban los matrimonios   entonces. La madrina no podía ser otra que mi hermana Pimpa, y el padrino era el mejor amigo de Carlos, Vladimir Cheminski, un ingeniero polaco que ¡imaginate!  era noble, era un conde que se quedó a vivir en Venezuela. Mi vestido de novia lo hizo  madame Peluet, una costurera francesa que vivía en Caracas. Nos casamos en la iglesia de San Juan y la ceremonia la ofició el Nuncio Apostólico, monseñor Fernando Cento. El obsequio fue el  típico de aquellos años: consomé, pavo, ensalada de gallina. Nuestra luna de miel la pasamos en el Hotel Miramar, en Macuto, y al regresar nos radicamos en una casita que nos prestó Papá en Los Dos Caminos, donde vivimos felices nuestros primeros meses de casados.
Hija de un hombre tan especial como Juan Bernardo Arismendi, casada con un hombre tan especial como Carlos Villanueva; tardé muchos años en encontrar mi verdadera identidad. Por fin lo hice en una reunión de urbanistas a la que fui con Carlos en Nueva York. Yo en ese tipo de reuniones siempre me quedaba callada porque no hablo bien inglés y no sé nada de urbanismo, por eso me interesé cuando vi a  un grupo que estaba rodeando a un señor que hablaba de sándwiches. Resulta que el señor no era  urbanista, sino pediatra, y les estaba explicando a los que lo rodeaban los problemas del hijo del medio, el hijo sándwich. Yo al oírlo exclamé:
-¡Niño sándwich!  Al fin encuentro el nombre que a mí me conviene, ¡yo soy la mujer sándwich!
Nadie entendía nada y les tuve que explicar:
-Estoy casada con este señor tan especial que es Carlos Villanueva, y soy hija de Juan Bernardo Arismendi, un hombre distintísimo a mi esposo, pero igualmente especial. Estoy entre los dos, por eso yo soy la mujer sándwich.
¿Sabes lo que me contestó el pediatra?
-Mujer sándwich no, Lady sándwich. 


   

domingo, 21 de febrero de 2010

Rafael



El alumno más destacado de mi promoción en el año 1981 del colegio Santiago León de Caracas es Rafael Vidal, ganador de medalla de Bronce en natación modalidad Mariposa 200 metros en las Olimpíadas Los Ángeles 1984, hazaña que no ha vuelto a repetir otro deportista venezolano. Creo que hasta ahora no había escrito sobre él, ni siquiera a raíz de su trágica muerte el 12 de febrero de 2005 a los 41 años cuando una madrugada, regresando a su casa, un carro con exceso de velocidad embistió el suyo en el cruce de un semáforo en La Trinidad.
Para ser sincera conocí poco a Rafael Vidal, a pesar de que recibimos nuestros diplomas de bachiller juntos, y por los apellidos, cuidado y si no uno detrás del otro, pero no se puede decir que fuimos compañeros de infancia: yo estaba un año adelantada, sólo me emparejé con mis compañeros de generación en Cuarto año, cuando regresé de vivir un año en los Estados Unidos con mi familia.
Mis compañeros desde primer grado hasta tercer año estaban por graduarse, y aunque me recibieron con cariño, cuando entré en Cuarto años de Humanidades hice un nuevo grupo de amigos. Humanidades acababa de abrir en el Santiago, no tendría más de dos años, pocos eran los santiagueros que se dignaban a recibir un diploma donde materias como Latín y Sociología suplantaban a Física y Química. La mayor parte de mis condiscípulos de los últimos dos años de bachillerato venían de otros colegios.
No habremos sido amigos, pero claro que recuerdo a Rafael Vidal desde su adolescencia, no cambió mucho entre el nadador más destacado del colegio, el medallista olímpico y el comentarista de eventos deportivos, con sus espaldotas, melena de rizos dorados, lentes de míope y siempre con una sonrisa.  Cómo olvidarlo si era uno de los alumnos estrellas de Alfonso Victoria, alias "El Viejo", el legendario entrenador de natación del Santiago de León de Caracas. El mayor orgullo santiaguero era precisamente su equipo de natación, del cual no participé ni por asomo,  y eso que era deporte obligatorio, pero me las solía arreglar con una rápida sambullida.
Así que mientras Rafael estaría piscina, tras piscina hasta llegar a ser campeón olímpico, yo estaría ingeniándomelas cómo jubilarme a la redoma bajo la mata de mango fuera del colegio donde santiagueros de varias generaciones aprendimos a fumar.
Ya graduados, no me sorprendió la medalla olímpica de Rafael, sabía que de nuestro colegio en algún momento saldría un campeón mundial de natación, lo que sí me sorprendió fue que cuando cumplimos  10 años de graduados, en la reunión de egresados, no había nadie de Humanidades. A mis compañeros humanistas dos años en el Santiago como que no les dio suficiente arraigo ni nostalgia escolar. Así que me encontré en el patio de colegio, rodeada de compañeros de promoción que nunca estudiaron conmigo, sin mucho que decir porque no me destaco por ser el alma de la fiesta, sintiéndome como los niños nuevos bajo el escrutinio de miradas tipo: "¿Y esta quién es que era?".
Yo tampoco a la mayoría de los compañeros de Ciencias siquiera les recordaba el nombre, sólo a los que se jubilaban para fumar en la redoma, y a Rafael Vidal, porque vamos a estar claros, él era Rafael Vidal, estrella de natación en bachillerato y campeón olímpico después, el alumno más famoso de nuestra promoción,  el que logró la primera plana de todos los periódicos aquel verano de 1984 besando su medalla, y para mi gran sorpresa, fue el campeón olímpico Rafael Vidal quien se me acercó, quien me dijo "Hola, me acuerdo de tí, de Humanidades, ¿cómo era que te llamabas?", fue el campeón de natación quien me integró en el grupo de ex-alumnos, de sus bromas y sus recuerdos, y por ese pequeño detalle, más que por una medalla olímpica, lamento no haber conocido mejor a Rafael, un gran tipo sin duda alguna.

sábado, 20 de febrero de 2010

Empatía de celuloide.




Hace 10 días, cuando ví Invictus de Clint Eastwood, salí tan conmovida del cine que pensé dedicar este espacio a la historia de cómo el líder surafricano Nelson Mandela, tras 27 años en la cárcel, en 1994 al alcanzar la presidencia de su país luchó por un sueño que parecía inalcanzable: limar asperezas de un pueblo dividido por el odio racial. El inicio de esta tarea titánica fue exaltando la afición al equipo de rugby nacional cuyos jugadores eran casi todos afrikaners (minoría blanca que durante 350 años sometió a la mayoría negra).
Pero en los diez días desde que salí del cine Paseo tan conmocionada como los demás espectadores de una sala abarrotada, decenas de articulistas y blogueros venezolanos han escrito sobre el Mandela de Morgan Freeman, y cuanto twitero ve la película, se inspira en comparaciones entre líderes que unen y comandantes que dividen, sin contar las menciones sobre ser “amos de nuestros destinos, capitanes de nuestras almas”, final del poema Invictus de William Ernest Henley que le dio Mandela al capitán del equipo Francois Pinnear (Matt Damon), para inspirarlo a alcanzar el triunfo del Mundial de Rugby 95.
Eso que Invictus no es la mejor obra de Eastwood, a ratos peca de sentimental como suele suceder con las películas que tratan sobre triunfos deportivos, pero a los venezolanos de unos años para acá nos ha dado por sentirnos identificados con complejos momentos históricos en la gran pantalla, como por ejemplo el film alemán La vida de los otros de Florian Henckel von Donnersmrack ,


que trata sobre un prestigioso  dramaturgo a quien la Stasi (policía secreta de la RDA) comienza a monitorearle la vida asignando un espía que le grabe sus conversaciones. Ganadora del premio Oscar como mejor película extranjera del año 2006, La vida de los otros fue proyectada en Venezuela justo cuando a algún genio oficialista se le ocurrió proponer la Ley Sapo, exigiendo denunciar cualquier conducta contrarevolucionaria.
La Ley Sapo no llegó a promulgarse pero en el canal del Estado a cada rato transmiten sin pudor grabaciones de llamadas de teléfonos intervenidos. En este Socialismo del siglo XXI la privacidad de los otros, al igual que en la otrora Alemania Oriental, es asunto de Estado y sujeta al escarnio público.


Y ni se diga cuando las películas tratan sobre tiranos que se justifican como enemigos de los yanquis,  aquellas que hablan sobre líderes sin freno que autodenominándose la voz del pueblo, se atornillan en el poder y cometen todo tipo de arbitrariedades, como fue el caso de La Fiesta del Chivo, tema de innumerables foros en Venezuela, película dirigida por el peruano Luis Llosa basada en la popular novela de Mario Vargas Llosa, un temible retrato de los tiempos  del dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo.


 A los venezolanos todavía se nos eriza la piel con El último rey de Escocia (2006) de Kevin Macdonald, sobre un joven e idealista médico inglés (James McAvoy) que se ve seducido por el carisma del dictador de Uganda Idi Amin Dada (Forrest Whitaker, premio Oscar por esta interpretación), antes de darse cuenta de las consecuencias para un país de un tirano con el temperamento de un niño rabioso.
Con Harry Poter también sentimos por estas cálidas tierras empatía de celuloide cuando en su cuarta entrega los estudiantes de magia de la Escuela Hogwarts se enfrentaron con Dolores Umbridge, una temible interventora educativa, tema de la crónica Conjuro.


Así que no pienso escribir sobre Invictus, habrán leído hasta el cansancio sobre la película de Eastwood que trata sobre un líder excepcional, la clase de líder que muchos soñamos sea el presidente electo de Venezuela en el año 2012, un Presidente que luche por unir a un pueblo que hoy parece irreconciliable en su visión de país, y que al igual que Mandela, no aspire perpetuarse en el poder.  
Este era mi columna de hoy en El Nacional, pero ayer me avisaron del periódico que hay escasez de papel y la sección de opinión,  mientras se supera la crisis, será de una sola página. Otra forma del Gobierno de someter a los medios de comunicación, esperemos que la crisis de papel se supere pronto, mientras tanto, y hasta que los tentáculos represivos lleguen a Internet, aquí estaremos luchando contra las Intensidades.

domingo, 14 de febrero de 2010

En el trabajo de Annie Leibovitz


At Work de Annie Leibovitz no es un coffee table book, esos gigantescos libros de fotografías que regalamos cuando no sabemos qué regalar, es un libro sobrio, mediano, parece una libreta de anotaciones, bitácora de 40 años tomando fotos a celebridades.
La carrera de Leibovitz comienza siendo una estudiante en el Instituto de Arte de San Francisco en el año 1970, cuando el joven editor Jann Wenner la invita a ser fotógrafo de la recién inaugurada Rolling Stone: "Una revista que más que sobre música rock trata sobre la cultura que la rodea". Leibovitz tenía 8 años tomando fotos desde que sus padres le regalaron una cámara a los trece años. Rolling Stone no pagaba mucho pero quién podía tener un mejor trabajo a los 21 años.


At Work tampoco es una biografía cronológica, es temática, breves textos acompañan etapas, montajes y modelos importantes de la carrera de Leibovitz, además de la evolución de su fotografía desde la primera Minolta SR-T 1001 55 mm hasta una Cámara Digital Cannon 35mm, pasando por Nikon, Leica y Mamiya.


 Para Annie Leibovitz cualquier técnica es válida y tiene sus pro y sus contras. Es multifacética: puede ser fotógrafo de guerra como también ganarse la vida con campañas publicitarias, prurito que le costó vencer hasta que se decidió aceptar el contrato de la campaña de American Express, esa que dice: "Tarjeta Habiente desde...". Dato curioso, hasta entonces, a mediados de los años 80, el crédito a una de las fotógrafos más reconocidos del momento no le alcanzaba para ser "tarjeta habiente".


Leibovitz confiesa no ser simpática ni le gusta conversar mientras toma fotos, prefiere trabajar con actores profesionales más que con modelos, porque un buen actor sabe lo que ella quiere desde el principio. Hay actores que ven el narcisismo de tomarse fotos como parte de su carrera, y es una delicia trabajar con ellos, estrellas como Johny Depp y Nicole Kidman. Los actores-actores, como Robert De Niro y Meryl Streep, se sienten incómodos frente a las cámaras, inconformes con lo que consideran una frivolidad del star system.


También le gusta a Leibovitz tomarle fotos a las personas mayores, sus caras tienen mucho qué contar.  El escritor William Burroughs fue uno de sus objetivos favoritos.
Al final del libro la famosa fotógrafa contesta de manera parca las 10 preguntas más frecuentes que le hacen sobre su carrera, siendo la segunda: "¿Cuál es su foto preferida?". Leibovitz dice que ella no tiene fotos preferidas porque le gusta pensar en su carrera como un cuerpo de trabajo indivisible. Pero en otra parte del libro dice que su preferida es una foto que le tomó a su madre donde siente que la está viendo sin un lente de por medio.

 Hace poco se escogieron las mejores portadas de revistas de las últimas décadas, no es casualidad que las dos primeras: Demmi Moore mostrando su cuerpo desnudo a los 8 meses de embarazo (1991) y Lennon desnudo acurrucado a una Yoko Ono vestida de negro (foto tomada el mismo día del asesinato de Lennon) sean del privilegiado ojo de Annie Leibovitz.




miércoles, 10 de febrero de 2010

Preciosa


Tengo una amiga que dice que al cine sólo se va a pasarla bien, que eso de ver dramones o problemas existenciales no le interesa, el drama es el pariente pobre de la tragedia, para qué ver tristezas e injusticias plebeyas comiendo cotufas y tomando nestea. Para mi amiga, un drama sólo puede ser tolerado en pantalla grande si quien sufre es Leonardo Di Caprio o Daniel Day Lewis, que se ven tan bellos sufriendo. Por ejemplo, ella ni amarrada iría al cine a ver Precious, la aplaudida historia de una obesa adolescente víctima de incesto, nominada para casi tantos premios Oscar como Avatar.
Como mi amiga piensa buena parte del público, y por lo tanto las distribuidoras de cine, que a la hora de estrenar la película de Lee Daniels en noviembre de 2009 lo hicieron en pocas salas en Norteamérica, a pesar de haber sido aclamada en los festivales de Cannes y de Sundance. Fue necesario el espaldarazo de Tyler Perry y Ophra Winfrey, los reyes Midas afroamericanos, para que la historia de la desafortunada gordita llegara a la categoría de fenómeno y cuatriplicara en taquilla su costo.
Basada en la novela Push de la escritora Saphire, Precious es una joven de 16 años embarazada por segunda vez de su padre, abusada mental y físicamente por su madre, su principal recurso de sobrevivencia es imaginar una vida privilegiada como las que salen en las revistas y en la televisión, aunque pareciera destinada a llevar una vida de fracasos y negligencias, como la de su madre, hundida en un sillón, sin trabajo, sobreviviendo de la beneficiencia.
Precious, que físicamente es todo menos preciosa, gracias a la ayuda de dos mujeres: la maestra de una escuela alternativa y una trabajadora social (Mariah Carey insólitamente creíble); logra romper el ciclo de desidia y al final los espectadores quedamos con la esperanza de que la muchacha seguro no alcanzará ese sueño americano que venden en las revistas, el cine y la televisión, pero sí llevará una vida digna en la que sus hijos no crecerán en la miseria y en el desafecto.
Esta no es una película para quienes buscan escapismo, no es Dream Girls, es para quienes están conscientes de que hay muchas más Precious que Supremas, y que sobrevivir una infancia similar, es una verdadera historia de éxito.

martes, 9 de febrero de 2010

Crímenes bestiales






  
Nada causa tanta repugnancia como una rata, poco prepara al ser humano para enfrentarse dignamente a ellas, por eso el día en que llegué a casa de mi suegra y mi sobrinita me recibió con la noticia que una rata había quedado atrapada en el baño, debí agarrar a mis niños y salir por la puerta por la que entré. Dos motivos me retuvieron: primero, el amor propio, no iba a dar pie a mi familia política para  reafirmar la teoría: “pobrecita, es que ella es una intelectual”; y la segunda razón por la cual me vi obligada a quedarme a la cacería fue porque justo en el momento en que iba a decir: “Niñitos, nos tenemos que ir, se me olvidó apagar el horno”, oí a mi hija de siete años vociferar envalentonada entre los chillidos desesperados de la rata: “¡Déjenmela a mí!”.
 Los antecedentes de esta fobia roedora se remontan a mis años universitarios cuando en una especie de rito de iniciación un grupo de compañeros me entregó Crímenes bestiales de Patricia Highsmith, colección de relatos sobre animales que cansados de ser víctimas de los seres humanos, buscan   escalofriantes  revanchas.  Enamorada de tan sórdida lectura a los 18 años, le pedí a mis nuevos amigos que me siguieran recomendando libros de esta excéntrica escritora norteamericana nacida en Texas en 1921, quien a fuerza de ser  ignorada por sus coterráneos,  se mudó a Suiza donde murió a  los 74 años en 1995.
Antes de que la película de Anthony Minghella El Talentoso Sr. Ripley(1999) fuera candidata al Oscar, los libros de Patricia Highsmith eran una rareza en las librerías estadounidenses.  Los norteamericanos no lograban entender el extraño placer europeo de leer a una escritora que generaba con sus psicóticos personajes tal sensación de angustia, siendo su escenario predilecto los “perfectos” suburbios norteamericanos. Curiosamente, el atormentado mundo de Highsmith tiene una alta cuota de  admiradores venezolanos y sus libros solían encontrarse con facilidad en nuestro país. 
Patricia Highsmith  aseguraba que  el cuento era su género  favorito, y que  escribía relatos durante los fines de semana como  descanso de sus novelas. En el año 2001, seis años después de su muerte, los cuentos de Highsmith son desempolvados en los Estados Unidos gracias a la publicación  de The selected stories of Patricia Highsmith(W.W. Norton, 2001), una colección que recoge en un solo tomo cinco de sus libros de  relatos publicados en los años setenta. Crímenes Bestiales se encuentra en esta colección. Mi ancestral odio por las ratas se deriva de la lectura de un cuento publicado en este maravilloso libro:  La rata más valiente de Venecia,  la  historia de una rata  atacada salvajemente por  unos hermanitos en un canal de Venecia, el astuto roedor logra escapar y en la mejor tradición    vigilante, se entrena durante un año hasta convertirse en una súper-rata a la espera de cometer su sangrienta venganza. ¿Habrá escrito Highsmith este cuento en un descanso sabatino de la rata humana por excelencia, el inolvidable Tom Ripley? 
“¡La tenemos!” -oigo gritar a los despiadados cazadores. No soy una persona sanguinaria, pero por el bien de la familia, espero que la bestia no escape con vida.

Crónica escrita hace como 8 años. Crímenes Bestiales se consigue en español editada por Planeta (2001) y Anagrama (2003).



domingo, 7 de febrero de 2010

De rejas y monocromías


No suelo reciclar material publicado en mi blog Evitando Intensidades, pero esta es una excepción porque al leer el pasado domingo 24 el reportaje de Florantonia Singer sobre la urbanización 23 de Enero pintada de rojo, compartí de inmediato mi indignación con la comunidad virtual. Faltaban dos semanas para una próxima columna en El Nacional, no sabía si la ebullición política podía relegar a segundo plano la rabia de ver una obra de mi abuelo, el arquitecto Carlos Raúl Villanueva, uniformada de rojo, rojito, y el Instituto de Patrimonio Cultural, como si nada.
Y eso que creía haber perdido la capacidad de asombro en estos tiempos revolucionarios, casi se me derramó el café cuando vi una foto de la primera etapa de la remodelación: la policromía de la fachada de los bloques, obra del artista plástico Mateo Manaure, había desaparecido. El color rojo resaltaba en gruesos listones en las paredes blancas como un paquete de Navidad. La vibración que daba el juego de colores de la obra de Manaure, ya no estaba.
Johnny Santoni, miembro del gabinete sectorial encargado de la rehabilitación (iniciativa que aplaudo porque era más que necesaria, urgente), aseguró que ése era el color original del proyecto de Villanueva y que las policromías no serían recuperadas.
Recordé la controversia hace unos años cuando los bloques de El Silencio los pintaron de amarillo, también se dijo que ése era el color de los edificios construidos a principios de los años 40 durante el gobierno de Isaías Medina Angarita. No contamos con fotos a color de la época que lo corroboren.  Mi tía Paulina, directora de la Fundación Villanueva, dice que ella cree que el color original era como de cáscara de huevo. Sin embargo, cuando a Paulina le consultan sobre el color de El Silencio (no la Alcaldía sino quienes se indignaron por semejante amarillo), insiste que a estas alturas del deterioro lo que importa es que se recuperen los edificios de la desidia.
En el caso del 23 de Enero la memoria urbana no puede fallar tanto porque el conjunto habitacional fue inaugurado a mediado de los años 50, mi  recuerdo como caraqueña nacida en la década del 60 es de una alegre policromía, nada que ver con la rígida homogenidad actual.
En el archivo de la Fundación Villanueva hay fotos del Banco Obrero de cuando se inauguró el entonces llamado 2 de Diciembre, y ahí estaba el rojo, pero además la fachada vestía de azul, verde, naranja y gris.
En el año 2010, el 23 de Enero viste de blanco y colorado y encima de sus techos luce una gigantesca valla del Seniat con descarada publicidad oficialista. ¿Acaso esta valla que nos recibe en Caracas a la altura del túnel La Planicie, no es tan peligrosa y tan contaminación visual como la bola Pepsi y la taza de Nescafé que el alcalde Jorge Rodríguez mandó a quitar de las azoteas de los edificios frente a la Plaza Venezuela?
Para colmo de la tristeza, pondrán puertas en los arcos de entrada de la Ciudad Universitaria en un intento de frenar la delincuencia. Villanueva dejó un diseño de rejas, pero son de una Venezuela donde de ratero no se pasaba. No se construyeron, cerrar los arcos habría sido acabar con lo que los arquitectos llaman: “la fluidez del espacio”.

Qué dolor sentir que El 23 de Enero y la Ciudad Universitaria sirven de metáfora de lo que hoy es Venezuela: un país enrejado y monocromático, nada más alejado del espíritu de Modernidad de Villanueva.



Artículo publicado en El Nacional el sábado 6 de febrero de 2010.

viernes, 5 de febrero de 2010

De flores blancas a ballena


Al mediodía del jueves 4 de febrero, estudiantes de diversas universidades se concentraron en la Plaza Brión de Chacaíto dispuestos a llegar a la Asamblea Nacional con el objetivo de expresar su descontento con una Asamblea sumisa a una parcialidad política.


Iban armados de pancartas, mordazas, flores blancas

y banderas


Me perdonan la nueva trovada, pero iban matando canallas con su cañón de futuro...


En la avenida Francisco Fajardo un cordón de la policía Metropolitana les impidió el paso.


Muchos de los estudiantes lograron llegar a la altura de la Plaza Venezuela y ahí fue cuando se prendió la ballena dispersando la manifestación.



 Evitando Intensidades, sólo llegué hasta la Solano, la impactante foto de la muchacha resbalando con el agua de la represión, se la robé al fotógrafo Gabriel Bastidas con la esperanza de que comprenda que sin ella, este foto reportaje no estaría completo.

lunes, 1 de febrero de 2010

No hay ángeles en este cielo

Quien pase por Evitando Intensidades y lea mis últimas reseñas de cine en donde no me uno al entusiasmo por las películas de Sandra Bullock, Avatar y el Sherlock Holmes de Guy Ritchie, dirá "está mujer es un fastidio, no le gusta nada de lo que ve". No es así, de vez en cuando disfruto sin peros una película, como fue el caso de Up in the air de Jason Reitman, proyectado en Venezuela con el cursi título de Amor sin escalas (he ahí un pero).
Comparto lo leído en un artículo publicado recientemente en el NYT donde se afirma que Clooney es un actor que de tan atractivo pasamos por alto su espectro de actuaciones, desde el obvio galán de encanto infinito (One fine day, Out of Sight), comedias en la que no le importa un comino no hacer de galán (O brother, where art thou y Quémese antes de abrir ), o el drama del idealista enfrentado a fuerzas más que poderosas a lo Michael Clayton. La presencia de George Clooney quizás no asegure una gran película, pero por lo general una de calidad (aunque tiene sus pelones como Batman y Robin). Si ponemos su carrera en una balanza dividida entre pelones y aciertos, Clooney, cuya fama comenzó como el atractivo pediatra de la serie de televisión ER, resulta un actor inteligente a la hora de escoger proyectos.
Up in the Air, película de bajo presupuesto, apenas 25 millones de dólares -migas para los estándares hollywoodenses-, es uno de sus mayores aciertos. Clooney hace el papel de Ryan Bingham, un hombre que bajo el cargo de "asesor de transición profesional" vive entre aviones y aeropuertos de ciudad en ciudad en los Estados Unidos botando de sus trabajos a aquellos infelices que sus jefes no tienen agallas para botar. Basada en la novela del mismo título de Walter Kirn, la película de Reitman ha sido favorecida por la crítica, destacando la impecable actuación de George Clooney, aunque mi pana Luis Alejandro en su blog Pulga de Libertad difiere, dice que Clooney es un tipo demasiado sobrado para interpretar a alguien con tan sórdido trabajo, que ese papel le habría venido mejor a Paul Giamatti.
Le digo a Luis que entonces Up in the air habría sido otra película, más de acuerdo con el espíritu original de la novela de Kirn que ni si quiera incluye romance, seguro que muy buena porque Giamatti es tremendo actor, pero una película distinta: sórdida desde el principio, al contrario de lo que vemos en el film de Reitman cuya propuesta es darle a Bingham la imagen de un verdugo ganador, atractivo aunque ya hayan pasado sus mejores años, un tipo que aparenta estar más que satisfecho de su trabajo, feliz de vivir de up grades y sin ataduras emocionales. La escena donde Bingham conoce a Alex (Vera Faniga) exhibiendo sus múltiples tarjetas de cliente privilegiado, interpretada por Giamatti habría sido un desesperado intento de seducir a una hermosa rubia en un bar, interpretada por Clooney es una forma de romper el hielo entre dos frecuentes viajeros. Un amor casual como tantos otros amores casuales a lo largo de un millón de millas de dejar a trabajadores sin empleos.
El sobrado Bingham es el primero en creerse su filosofía de vida de "poco equipaje" que lo lleva a dar seminarios motivacionales a sala llena a lo largo de los Estados Unidos: "ven este morral, empiecen a imaginar que meten en él todas sus pertenencias materiales, ahora sus afectos, ¿pesa, no?, vayan sacando lo que puedan y verán que ligero se vuelve".
A medida que va transcurriendo la película esa ligereza de vida resulta menos atractiva: lo que Ryan llama hogar es un apartamento digno de un monje asceta, acumular y ahorrar millas para obtener la tarjeta grafito de American Airlines comienza a parecer una ansiedad casi compulsiva, el desafecto con su familia y la aparente imposibilidad de establecer una relación a largo plazo, desempolvan gradualmente ese coco al que tanto le tememos la mayoría de los seres humanos: soledad.
Mi amiga Carla dice que ese giro de la historia, cuando Ryan comienza a cuestionar su vida nómada, le pareció moralista, un llamado a volver a los valores tradicionales norteamericanos: "sin copiloto con quien compartir, nada vale la pena". Y sí, en algún momento viendo Up in the air se me vino a la cabeza: "estos gringos del caraj otra vez inculcándonos las casitas de veredas blancas como único ideal de vida", pero ante la escena final de Ryan Bingham enfrentándose a una pantalla de vuelos como una especie de purgatorio donde no se es feliz ni tampoco se padece, olvidé la moralina antimoralina y me dejé atrapar por su desazón.
No, no cualquiera puede ser un George Clooney, sólo un gran actor es capaz de hacernos olvidar su innato encanto, y que lleguemos a sentir lástima por este pobre diablo, por su trabajo, y por vivir en un cielo no precisamente poblado de ángeles.