"¡¡¡Coññoooo eeetuuu maaadreee!!!"- me gritó el taxista mientras en su destartalado carro trataba de esquivar a mi no menos destartalado carro.
Si alguna vez merecí un coño etu madre tan sentido fue la otra tarde cuando en la avenida Los Mangos, tras verificar por el retrovisor que no venían carros, cambié de canal. Juro que vi la vía libre. Al oír el frenazo fue que me di cuenta que venía un taxi. La verdad no lo vi, quizás un punto ciego en el retrovisor no me permitió verlo.
Ante el cornetazo-frenazo me preparé para el impacto y el posible ruido de vidrios rotos que precede el choque entre dos carros. Pero ni impacto ni vidrios rotos, solo una indignada mentada de madre. Por experiencia propia -en casa tenemos meses con un carro accidentado- me consta que de haber chocado aunque mi seguro de responsabilidad civil asumiera los gastos de reparación del vehículo, el pobre hombre se habría quedado sin su taxi por tiempo indefinido porque en la Venezuela de Maduro, repuestos #nohay.
Ante el cornetazo-frenazo me preparé para el impacto y el posible ruido de vidrios rotos que precede el choque entre dos carros. Pero ni impacto ni vidrios rotos, solo una indignada mentada de madre. Por experiencia propia -en casa tenemos meses con un carro accidentado- me consta que de haber chocado aunque mi seguro de responsabilidad civil asumiera los gastos de reparación del vehículo, el pobre hombre se habría quedado sin su taxi por tiempo indefinido porque en la Venezuela de Maduro, repuestos #nohay.
No sé si la teoría del punto ciego sea cierta o simplemente venía distraída tras dejar a mi hija en la parada del Metro para ir a la universidad. Venía deshojando la margarita de si comprar camarones o no, el precio de los camarones está por el cielo, son un lujo, pero nuestra familia se merecía un consentimiento después de los terribles momentos vividos días atrás cuando precisamente esperando a que la universitaria llegara a casa para comer un pescado que le había comprado su papá para celebrar que esa noche estaba de cumpleaños, recibimos la llamada que toda familia venezolana teme y espera como una especie de sino de país: sin usar la palabra secuestro, la muchacha avisó que ella y su prima-compañera de estudios estaban en una situación "delicada".
"Situación país" se justificaron quienes las ruletearon por la ciudad mientras llegaban a un acuerdo con la familia (o sea, con nosotros). No hace falta entrar en detalles de lo que fue otro de tantos secuestros express caraqueños más allá de que me tocó llamar a mi prima para decirle que lo que tanto hemos temido desde hace cuatro años cada vez que las muchachas llegaban más de dos minutos tarde a casa, sucedió. Reunirnos para romper las alcancías, llamar a unos amigos para ver cuánto dinero tenían en casa, ustedes saben, lo que tantas otras familias venezolanas han sufrido como parte del peaje de insistir seguir viviendo en Venezuela.
En medio de la intensa rabia de haber tenido que pasar por esta "situación país", o "pálida" como la llaman ellas, al abrazar a nuestras muchachas recién liberadas prevalece el alivio que no les hicieron daño, que las tenemos de vuelta en casa, que fue rápido, que muchas familias no tuvieron esa suerte, por eso no obstante estar corta de efectivo -como ustedes comprenderán ante las circunstancias- y con deudas por pagar, además de agradecida por no haber chocado al pobre taxista, opté por volver a celebrar los 22 años de mi hija y comprar los camarones, a pesar de que ya había soplado sus velitas rodeada de llorosos pero felices familiares y amigos, con rabia de país, pero agradecidos a la vida de tener a nuestras niñas de vuelta en casa.