miércoles, 8 de noviembre de 2017

Uno que no se va



Ayer el banco estaba a reventar, tras un lunes bancario, hacía su debut el billete de cien mil bolívares, o "cien bolos", como muchos en la cola se referían a él sabiendo que este billete pronto estará tan devaluado como el de cien bolívares.

 Como tres personas detrás de mí, había lo que llaman un ·"pico e loro", un hombre que no paró de hablar, con una oralidad muy rica, sostuvo un monólogo los casi 45 minutos que pasamos haciendo cola, arrancó preguntando:

"¿Están dando el billete de cien mil bolívares? Después el problema es quien te lo cambie. Agarrando aunque sea fallo, mi pana. Pero da miedo andar con esos billetes por ahí. Hace un tiempo mi hermano cargaba 800.000 mil bolívares y lo agarraron en la calle tres Guardias Nacionales:
 -¿Dónde vas con esos reales, pajarito?-  le preguntaron.
Se los querían quitar, mi hermano no se dejó:
-Decomísenmelos, pero yo no se los voy a dar tan fácil.
Lo llevaron a una jefatura y le decomisaron el dinero, allá le dijeron que para devolvérselo le exigían una declaración firmada del banco explicando cómo había conseguido tal cantidad. Él la llevó.
¿Qué si le devolvieron los reales? Todavía no, lo más seguro es que ni se los devuelvan, pero ahí están los trámites que demuestran que se los quitaron".

(Por lo visto en esta Venezuela como que es ilegal andar con el equivalente a dieciocho dólares en efectivo). 


"Ya nada me extraña en este país, si esos bichos hasta me secuestraron la moto. Una mañana se la robaron, y como cuatro horas después, me llamaron para decirme que había aparecido. ¿Cómo supieron mi nombre y mi número? Ahí está el detalle, me dijeron aquí tenemos su moto, estamos en el centro comercial tal, tráigase un millón de bolívares. ¿Qué iba a hacer yo? ¿A quién le pongo la denuncia si ya sabemos quienes son los ladrones? No me quedó otra que levantar ese millón, llamé a mi papá, a mi mamá, a mis hermanos, a unos panas, y lo conseguí, me devolvieron la moto. Saben lo que me dijeron por teléfono que los iba a reconocer para darle los reales: Somos tres policías nacionales.
Estamos jodidos hermanos, estamos jodidos, hace poco frente a mi agarraron a tres chamos, no estaban haciendo nada, los pusieron contra la pared, y les quitaron los celulares. Así tan fácil, se los tumbaron. ¿Y qué podían hacer los chamos? ¿A quién le ponen la denuncia?".

(A los mismos a quienes fueron a ponerle la denuncia tanta gente que fue despojada de sus celulares por los GN y la PN en las protestas de marzo-julio).


"Sí, las cosas están muy mal en Venezuela, a unos cuantos los tienen engañados que se está luchando para impedir la invasión yanqui, pero ¿acaso no estamos invadidos? Estamos invadidos por los cubanos, los rusos y los chinos; y todavía hablan de la invasión yanqui. Estamos mal, mal, mal, y qué vamos a hacer, ¿echarnos a la calle? ¿para qué? ¿pa' que nos maten? Yo no me quiero morir".

(Nadie se quiere morir, por eso se acabaron las protestas en la calle, la cruenta represión militar lo logró). 


"Mi familia es de policías, mi papá era policía, un policía honesto. Esas cosas no pasaban antes, por lo menos no así. De bolas que había sobornos pero no era tan fácil asumir si un policía podía ser honesto o no, hoy se da por sentado que no. Y ojalá fuera cuestión de sobornos, hoy a quien más le tenemos miedo es a la policía, como si estuvieran ahí para robarnos. Por eso la gente se está yendo de Venezuela, así se fue mi primo, con su título de Ingeniero, se fue a vivir a Chile. Para lo que sirvió el título, para un caraj, no consiguió trabajo en ningún lado. ¿Saben lo que hizo? Se sacó la licencia de taxista, ahora mi primo el Ingeniero maneja en Santiago un taxi hasta las cuatro de la tarde, después se va a un restaurante a trabajar como mesonero.
¿Ustedes saben por qué lo hace? Porque allá vive con lo mínimo que puede vivir, y le da para mandarle 250 dólares a la familia, con 250 dólares en Venezuela su familia vive bien. Aquí en Caracas un par de Adidas está costando cuatro millones de bolívares, ¿quién gana cuatro millones para comprarse unos zapatos de goma? ¡Nadie! Antes uno esperaba diciembre para comprarse los estrenos, ¿hoy quién tiene dinero para comprarse ropa nueva? ¡Nadie! Si ni tenemos para las hallacas. Pero yo no me voy, mi hermano, yo para estar pasando trabajo en otro lado, me quedo pasando trabajo en mi país, ya veré qué hago, comeré yuca y sardinas,
pero yo no me voy de aquí".

(Nota para el futuro: el dólar en el mercado negro está en 44 mil bolívares por dólar, hasta la semana pasada en los bancos no estaban dando por taquilla más 10 mil bolívares en efectivo, es decir, veinticinco centavos de dólar). 

sábado, 4 de noviembre de 2017

Viejo no ve a vieja


Hace como veinte años, cuando andaba por los treinta, pasé por una racha de levantar viejos. Entonces para mí viejo era cualquier hombre que pudiera pasar los sesenta años, también podía ser un hombre después de los cincuenta o pasando los setenta, que una a los treinta años no calcula bien. Semejantes levantes no pasaron de ser insinuaciones babosas de desconocidos, que esta no es una intensidad sobre acoso sexual.
Las constantes conquistas otoñales lejos de halagarme, me preocuparon: llegando a una edad en la que dejan de decirte "muchacha" y comienzan a llamarte "señora", la repetida atención que provocaba en hombres que podrían ser de la edad de mi padre y hasta de mi abuelo, me hizo preguntar si acaso a los treinta y alguito de años, ya me estaba poniendo vieja. 
Hasta su muerte en marzo 2017 a los 97 años, casi todos los sábados iba visitar a mi abuela antes de almuerzo y me brindaba una cerveza. Como mi abuela Elisa siempre fue una mujer que no tenía filtro para decir lo que sentía, le pedí que me dijera la verdad:
"Lelela, ¿qué será lo que me está pasando que no hago sino levantar viejos en la calle? ¿Será que comienzan a pegarme los años?".
Mi abuela me respondió: "Por el contrario, te ves como una jovencita, viejo no ve a vieja". 

 Tuvieron que pasar casi veinte años para saber cómo se siente eso que en inglés llaman "ageism" (discriminación en base a la edad), fue apenas hace como cuatro años, recién cumplidos los cincuenta, en un restaurante con una amiga de toda la vida. Terminábamos de almorzar cuando un grupo entró al local para celebrar un matrimonio. De inmediato reconocimos al novio y a sus amigos como compañeros de fiestas de la adolescencia. A las mujeres, incluyendo a la novia, las conocíamos de vista porque son diez o quince años menor que nosotras. Patricia y yo antes de salir del restaurante nos acercamos a felicitar al novio, en su frío agradecimiento frente a este encuentro casual con dos "viejas" compañeras de rumba, sentí un dejo de horror como si ante nuestra inesperada presencia se viera en el espejo de sus cincuenta años, y lo incomodara el reflejo. Ni siquiera una copa de prosecco "for old times sake" el novio tuvo la cortesía de invitarnos en su celebración. 

El ageism contra las mujeres es un problema cultural al que a menudo las mismas mujeres parecemos contribuir. Una amiga menor que yo me contaba de una compañera de trabajo en Miami, donde vive, que tiene un novio como diez años mayor que ella y sospechaba que el desgraciado tenía un segundo frente con una "vieja" cincuentona. Mi pana no parecía darse cuenta de que la vieja seductora era contemporánea conmigo, y con esta historia estaba decretando algo que en pocos años sería cuchillo para su propio cuello: que una mujer después de cierta edad, ya no podía aspirar a un enamorado contemporáneo. Si seguimos los parámetros machistas que sugieren que un hombre en segundas nupcias debe pretender a una mujer que tenga la mitad de su edad más siete, eso significaría que si yo volviese a salir al ruedo, tendría que cambiar a mi marido de 55 años por un caballero de 94.

A los 54 años sé bien que no soy una carajita, pero tampoco me siento una anciana. En el espejo y en las fotos que me tomo con mis amigas -algunas ya abuelas-, disto de ver a un grupo de viejitas. Un mechón de canas rebeldes desde hace un par de años aparece en mi sien izquierda, curiosamente no en la derecha, canas que a un hombre cincuentón le darían una distinguida elegancia a lo Cary Grant, pero como mujer presumida, hago un esfuerzo por esconderlas a punta de tinte y mechas. 
Ya no uso minifaldas, pero de diario visto igual a mis años universitarios con zapatos de goma, franela y blue jeans. Esa nefasta mañana en el mercado de mi vecindario, mañana que habré de recordar como la primera vez que me llamaron vieja en la cara, en lugar de franela tenía puesta una camisa denim manga larga y un poquito de maquillaje porque no me gusta salir a la calle con la cara lavada. 
Seré vieja, pero vieja coqueta eso sí. 
Como es usual en la Venezuela de Maduro, la cola para pagar se expandía como una serpiente entre los pasillos del supermercado Mi Negocio, delante de mi tenía a un hombre que a pesar de su   melena castaña sin canas, su ajado rostro curtido por el sol lo delataba alrededor de los sesenta. Quizás también caiga en el "ageism" al afirmar que tenía toda la pinta de pavosaurio. Era del tipo medio sobrado que deja al carrito solo pidiendo que le guardara el puesto porque se le había olvidado algo, y así fui como una pendeja haciendo la cola por los dos moviendo su carrito con el mío, mientras el hombre daba vueltas por el mercado buscando Doritos, Yogurt, una bolsita de limones, seis latas de cerveza. 
Poco antes de llegar al frente de la cola, el pavosaurio se desapareció, o dejé de verlo, la verdad es que no estaba pendiente, enfrascada en la típica conversación de cola de mercado de a dónde iremos a parar en este país con semejante inflación y escasez. Cuando ya estaba en la cabecera, ante el grito de: "¡El siguiente pase a la caja cuatro!", me dirigía a la caja disponible, cuando oí un grito tras de mí: "¡Esto es lo último! ¡se me coleó una vieja!". 
No hay nada que indigne más que alguien se coleé después de habernos pasado más de media hora haciendo cola, así que salté justiciera: "¿Dónde, dónde?", para exigirle a la abusadora que no fuera viva e hiciera su cola como los demás. 
Pero no vi a ninguna vieja, es decir, a ninguna mujer mayor que yo que a buen seguro tampoco se sentiría como una doña. Entonces me di cuenta que quien gritaba acusando a la vieja de haberse coleado era precisamente el hombre a quien durante toda la cola le empujé el carrito... 
y lo peor, que la vieja no era otra sino yo. 
Por lo visto el muy vivaracho, fiel al principio de no hacer cola, se hizo a un lado con su compra para conversar con una amiga mientras le llegaba el turno para pagar. 
Al darme cuenta que era conmigo lo de vieja no armé un escándalo al estilo del escrache que le hicieron a la rectora del CNE, Socorro Hernández, hace unos meses en ese mismo supermercado,   solo porque en los ojos del muy insolente percibí un gesto burlón que recordaba aquellos chamos que buscan la vulnerabilidad ajena para hacer bullying. Y a estas alturas de mi vida, si para algo sí estoy demasiado vieja, es para dejarme caribear. Lo mejor fue que de inmediato se activó la solidaridad femenina: la mujer que hablaba con él parecía avergonzada de semejante amigo, me decía apenada: "No le hagas caso".
La cajera mientras pasaba la compra repetía: "Qué grosero ese señor". 
Si, el muy antipático pudiendo llamarme cortésmente la atención: "Disculpe, señora, vengo yo", y de inmediato yo le habría respondido: "Ay qué pena, señor, pensé que se había ido, pase adelante", cual doña Florinda y el profesor Jirafales, prefirió tomar el camino patán y gritar a voz en cuello: "¡epa se me está coleando una vieja!".  
Por supuesto que lo enfrenté, preguntándole asombrada si con eso de "vieja" se refería a mi, acaso él qué se creía, ¿un pollito? En lugar de sonrojarse, insistió e insistió como hablando ante un público sin dirigirse directamente a mí: "En este país ya no se puede vivir, hasta se te colean las viejas"; cual gracejo que no se da cuenta de que su chiste no da risa, y lo volvía a repetir para ver si alguien además de él, lo encontraba gracioso. 
Por eso con la sabiduría de mis cincuenta y cuatro años me le coleé sin remordimientos, viendo la ironía que quien precisamente me llamaba vieja como una travesura, como si se la estuviera comiendo de puro chistoso, podía ser casi una década mayor que yo.