sábado, 26 de diciembre de 2020

It's a wonderful life



 Hace como seis años mi prima Eugenia decidió ver las cien mejores películas norteamericanas según el American Film Institute (AFI), la primera lista, la de 1998, seleccionada por una encuesta en la que participaron más de 1500 personas relacionadas a la industria del cine. Eugenia las vería de atrás para adelante, comenzando por la película cien: Yankee Dooddle Dandy, terminando por la primera: Citizen Kane de Orson Welles. Mi prima invitó a un heterogéneo grupo de sus amigos a quienes nos unía el amor por el cine, aunque no siempre por las mismas películas, con el tiempo descubrimos que también nos unía un similar temperamento existencial. No era una cita obligada, nos dijo Eugenia, quincenalmente -exceptuando la época de vacaciones escolares- ella se sentaría con su perro Bebo en la terraza de su casa a ver una película, quien quisiera venir que viniera, con una botella bajo del brazo, o con algo para picar. Por una razón o por otra me salté varias películas, como después del secuestro express de mi hija Isabel que agarré terror a salir de noche durante varios meses, hasta que Annie Hall logró sacarme de la cueva. Algunas películas, creo que entre ellas Intolerancia de Griffith, Eugenia las vio sola acompañada del fiel Bebo, nadie del club se entusiasmó a ver una película muda de más de tres horas de duración, en mi defensa: yo la había visto en la cátedra de cine de Iván Feo en la Escuela de Artes. 

Cuando empezamos a reunirnos llegar a la meta nos parecía muy lejos, a principios del 2020, tras ver Sunset Boulevard de Billy Wilder, una de mis películas favoritas, nuestra mayor angustia existencial como grupo -país aparte- era que la próxima película It´s a Wonderful Life, ya era la número once en la lista, estábamos a pocos metros de la recta final, ¿qué sería de nuestras vidas? Cómo imaginar que ese virus bautizado científicamente como Covid-19 que los políticamente incorrectos llaman "la gripe china" supuestamente originado por un campesino que se comió un murciélago infectado en la provincia de Wuhan, virus que comenzaba a hacer estragos al otro lado del mundo en febrero por la velocidad de contagio, en menos de un mes se convertiría en la primera pandemia desde la gripe española cien años atrás. 

 Así en este año de prohibido hacer planes el clásico navideño del año 1946 dirigido por Frank Capra sobre un ángel sin alas con la misión de bajar a la tierra para convencer al desolado George Bayley (James Stewart)  que su vida sí tiene sentido, se quedó en pausa hasta quién sabe cuando porque si algo respetó la organizadora de la veladas cinematográficas, fue la cuarentena que se extendió indefinidamente. It's a wonderful Life se convirtió como en la maldición del hada mala de la Bella Durmiente, la película en una pausa prolongada que ya va para diez meses. Cuidado con lo que deseas, pensar que a principios de años estábamos de lo más tristes jurando que a mediados de 2020 con el Ciudadano Kane cerraríamos este primer ciclo de AFI Movie Club. 

 Hasta que ayer decidí serle infiel a mi querido grupo de cine y ver It´s a wonderful Life acompañada de mis hijas, después de todo qué mejor día para ver un clásico de navidad que un aburrido 25 de diciembre. Yo la había visto hace años, pero no en Navidad, y era poco de lo que me acordaba, más allá de la crisis existencial del protagonista. Qué año para decidir regresar a ella, año en el que perdimos a nuestro George Bailey, mi esposo Oscar, quien como escribió mi hija Isabel en su crónica "El Ministro de la Felicidad" vivió su vida en una Caracas que tantos desertaron, no tratando de arreglar el país, que bien sabía que era una proeza que se escapaba de sus manos, sino buscando hacer una diferencia en su pequeña comunidad.  Oscar murió de un infarto fulminante, no sé si en esos segundos finales tuvo el recuento que el ángel Clarence le hizo a George Bailey para que viera la importancia de su vida en los pequeños/grandes aportes que un hombre/mujer cualquiera va dejando por el camino. Quizás este recuento nos queda a los familiares y a los amigos, y vaya que Oscar tenía amigos, le salen amigos bajo las piedras que me cuentan algún detalle en el que Oscar los ayudó que él ni siquiera se molestó en comentarme. 

Yo no soy tan colaboradora y práctica como era Oscar, pero si agradezco tanto a la vida mis amigos, en este año de pandemia, de distancia obligada, no sé que habría sido de mi sin la ayuda de tanta gente querida que a pesar de la cuarentena me ofrecieron un hombro para llorar, o me tendieron una mano para ayudarme en las cosas prácticas del hogar de las que se ocupaba Oscar, desde enseñarme a pagar las cuentas hasta encender el calentador de gas. 

Por eso se me aguó el guarapo en el final de It´s a Wonderful life, voy a cometer la temeridad de hacer un spoiler de la película que es el mayor pecado de nuestro club de cine, por lo menos para Eugenia, corro el riesgo de ser expulsada de las últimas diez películas que me quedan por ver cuando pase la Pandemia, que algún día ha de pasar 

(OJO: SPOILER EN CAMINO) : 

cuando George Bailey entiende que vaya qué valió la pena haber nacido y vivido en ese pequeño pueblo  -aunque bajo la sombra de un tirano que le quiere echar el guante a todo- rodeado por el afecto de su familia y tantos amigos, recibe un regalo sorpresa, un libro del ángel Clarence, dedicado:

 

"Querido George: 

        Recuerda ningun hombre que tenga amigos es un fracaso

                     ¡Gracias por las alas!

                                                 Love 

                                                         Clarence. 


miércoles, 12 de agosto de 2020

Y aunque el miedo esté ahí



Esta mañana amanecí oyendo la entrevista que le hiciera la periodista Shirley Varnagy al doctor Julio Castro, médico especialista en infectología que se ha convertido para muchos en el experto del Covid en Venezuela, decía que las consecuencias de la flexibilización de la cuarentena esta semana no se verían sino hasta dentro de dos o tres semanas. Aunque si somos francos la cuarentena, por lo menos en Caracas, ha sido sumamente relajada, los caraqueños cuando más respetamos la extendida cuarentena fue al inicio de ella cuando no había muchos más casos que las decenas de contagiados que llegaron de Europa antes de que las fronteras aéreas se cerraran. Pero ahora que los casos de Covid declarados en Venezuela ya superan los mil diarios, con cuarentena estricta o con cuarentena flexible, las calles caraqueñas no se ven ni de lejos tan desoladas como en marzo, abril y mayo. 

Ayer me tocó ir a comprar unas medicinas, como tenía cita médica fui al Farmatodo de La Floresta, no había mucha gente, tampoco tenían las medicinas que necesitaba, pero aproveché para comprar algunos artículos domésticos para evitar salir al mercado. Esperando que me cobraran llegó una mujer que apoyándose al mostrador, se quitó su tapabocas de tela de colorines para exigir: "Ay mi amor me pueden atender rápido que dejé a los niños en el carro".

La farmaceuta no se conmovió: "Tome su número".

La señora no tenía más de dos personas por delante, agarró su número y siguió a mi lado a una distancia que deseé tener una franela que dijera: "No te pegues que no es bolero". Porque yo salgo con tapabocas y con máscara, y aún así salgo asustada. ¿Cómo no estarlo? Minutos antes llegó un paciente de Covid a la puerta de la clínica, o intentó llegar, cuando lo fueron a bajar del carro ya estaba muerto. Quiero creer que no tuvieron al pobre señor ruleteando hasta encontrar una clínica donde lo recibieran porque ya la mayoría de los centros hospitalarios en Caracas tienen sus cupos saturados. Menos mal que no vi semejante tristeza, la desesperación de sus familiares, que yo estoy de a toque, me enteré porque un cuida carros con el tapabocas colgado se lo estaba contando a un compañero.

La impaciente señora del tapabocas en la barbilla y los niños en el carro, mientras esperaba su turno de manera poco discreta se volteó a ver qué me estaba llevando, tras rascarse la comisura del labio, agarró uno de los chocolates de leche que yo pretendía comprar, preguntándole a la farmaceuta:

"¿Mira mi amor a cuánto está viniendo este chocolate?".

Y volvió a dejar el chocolate a un lado entre mis compras (nota mental, salir con guantes). Empujé el chocolate contaminado con el codo, y agarré otro del mostrador, quién sabe si podría estar igual de infectado, pero por lo menos no había sido yo testigo del angustioso proceso de la señora que se rasca la boca y después agarra mi chocolate.

Al no encontrar las medicinas que buscaba me dirigí a Locatel de La Castellana, donde sí las tenían y no había mayor aglomeración en la farmacia. La cola para pagar en Locatel ahora es tipo aeropuerto, las medicinas no te las asignan en una caja específica sino que cuando te llega el turno para pagar, las pides. Hay marcas en el piso para que se respete la distancia social, una empleada va llamando la atención a quien se pase de la raya. Sin embargo en los estrechos pasillos donde se consigue el resto de la mercancía había tanta aglomeración que los sentí como una ruleta rusa: codo con codo, dame un permisito ahí que necesito agarrar un agua oxigenada, unas cuantas carrasperas... hicieron que me fuera de Locatel sin el champú que necesitaba.

Sé que me dirán que si estoy tan paranoica hay muchas alternativas para no salir de la casa y tener que cruzarse con la señora que contaminó mi chocolate o con carrasperas ajenas, hoy con delivery se compran desde artefactos eléctricos hasta medicinas, pero a veces hay que salir, por alguna circunstancia determinada. Lástima que aunque el miedo al Covid-19 esté ahí, no parece estarlo para todo los caraqueños por igual.


sábado, 25 de julio de 2020

El karma de la oficial





 El pasado lunes al mediodía tenía una cita en el Centro Médico de Caracas en San Bernardino, como mi licencia de conducir se venció la semana pasada justo el día de mi cumpleaños, me llevaba Lubin, el chofer de unos queridos amigos que en estos momentos se encuentran fuera de Venezuela. Tampoco es bueno manejar en este estado, en medio del duelo se tiene la cabeza medio perdida: dejé olvidados el celular, las llaves de la casa, y lo más importante, el salvo conducto donde el doctor indicaba que tenía que regresar a consulta este lunes de estricta cuarentena. 
 Caracas como si nada, mucha gente en la calle aunque casi todos con su mascarilla así fuera en la papada. Como yo no ando para juegos llevaba tapabocas y máscara de plástico, doble barrera protectora contra el Covid-19. Lubin iba con su tapabocas bien puesto. No fue mayor sorpresa encontrarnos con una alcabala en la entrada a la Cota Mil en La Florida conformada por un soldadito que parecía un adolescente y una mujer oficial. Ambos con el tapabocas en la barbilla.
“¡CDLM, se me quedó el salvoconducto!”, pensé, nos tendríamos que devolver, pero no sin antes sacar la carta de viuda para ver si nos dejaban pasar: “oficiales tengo una cita médica, estoy mal, mi marido acaba de morir”.
Los oficiales cero nivel de empatía:
"Papeles del carro, seguro de responsabilidad civil, licencia de conducir, certificado médico del conductor”.
En ese momento me di cuenta que no estábamos ante una lógica barrera de cuarentena sino ante un vulgar matraca. 
Aunque el matraqueo en Venezuela debe existir desde los tiempos de la Colonia, estos últimos años se ha vuelto más descarado, el objetivo de muchos de estos oficiales no es verificar que los papeles estén en orden, sino que todo se solucione con “una colaboración”. La avenida Boyacá mejor conocida como la Cota Mil suele ser territorio por excelencia para conseguir “colaboraciones”, a mi hijo hace un par de años un mediodía regresando de la universidad lo detuvieron a la altura de El Marqués, y al no tener consigo el certificado de Seguro de Responsabilidad Civil del auto, le retuvieron los documentos hasta que regresara con algo de comer. En ese momento Venezuela todavía no se manejaba al son del dólar, la principal divisa era comida, así que mi hijo, entonces de 18 años, tuvo que pedirle a su papá que le depositara y con un pote de arroz chino se solucionó el problema.
“Toma tus papeles chamo, para la próxima recuerda tenerlos en regla” de lo más buena nota le aconsejó un oficial mientras saboreaba su arroz chino.
De hace un tiempo para acá, muchos amigos por encima de los cuarenta años han sido detenidos por improvisadas alcabalas en la Cota Mil cazando a quien le falte un papel, buscando no imponer una multa cívica sino arreglarlo con “una colaboración”, en divisas si es posible. Es toda una negociación urbana, el infractor no puede ofrecer la colaboración, tiene que esperar la oferta, porque de lo contrario le pueden clavar un intento de soborno al delito de por ejemplo, andar con el certificado médico vencido. 
Después del incidente del arroz chino mi esposo juró que a nuestra familia no nos volvían a agarrar de pendejos, y procuró que todos nuestros papeles estuvieran en orden, menos mal porque tiempo después fuimos detenidos en el que debe ser uno de los más cotizados puntos del matraqueo: la curva en La Guaira para dirigirse al aeropuerto. Oscar nos llevaba a mi mamá y a mi que viajábamos a Europa a visitar a la familia, eso fue a fines de febrero de este año 2020 cuando el Covid-19 todavía parecía una amenaza lejana, un cuento chino, y a pesar de que íbamos en mi poco ostentosa mini van Mitsubishi que tiene más de veinte años, y que no habíamos cometido ninguna infracción de tránsito, fuimos detenidos por la improvisada alcabala pidiendo ver los papeles del carro y del conductor. Poco faltó para que nos pidieran los pasaportes. Enorme sería su desilusión cuando todo estaba en regla y nos tuvieron que dejar pasar sin la aspirada colaboración. 
Semanas antes de morir Oscar logró renovar en línea su licencia de conducir, la mía la renovaría después porque ya habría tiempo. No lo hubo para él, murió de un infarto fulminante doce días antes de mi cumpleaños, yo tengo que esperar a tener cabeza para realizar ese trámite en línea que a Oscar se le hizo bastante fácil. Estaba mal acostumbrada a que de estas faenas prácticas de la vida se ocupara mi marido.
 Mientras tanto acepto la gentileza de mis amigos de usar a su chofer, que no son muchas las salidas, en tiempo de cuarentena no salgo más que para citas médicas lógicas por el duelo que estoy viviendo. 
Y así íbamos Lubin y yo, conversando sobre cualquier cosa, podríamos parecer una tía y su sobrino porque yo iba en el asiento delantero, cuando nos detuvieron en la alcabala improvisada en la Cota Mil y tuvimos que estacionar el carro en el hombrillo. La verdad es que no esperaba que se pusieran a pedir papeles, pensé que me iban a mandar a dar la vuelta por no llevar el salvo conducto, por eso me sorprendió cuando en tono frío comenzaron la retahila: 
“Carnet de circulación…”.
“Ay coño dónde esta eso”, pensé.
Me puse a buscar entre los papeles y papelitos en mi portamonedas y nada que lo encontraba. Hasta que me iluminé y recordé que Oscar guardaba esos documentos en la guantera del carro, y ahí estaban: el carnet de circulación y el Seguro de Responsabilidad Civil. Lubin tenía al día su licencia pero había extraviado el Certificado Médico.
 Lubin no me dejó que me bajara del carro,  yo oía como la fiscal con el tapabocas en la barbilla le decía que esto se arreglaba con una colaboración, a lo que él contestó: “Ninguna colaboración, póngame la multa”, y mientras le escribían la multa, yo veía como pasaban carros y carros y carros y carros… qué cuarentena ni que ochos cuartos. Esta gente está aquí es para matraquear. 
Cuando la oficial terminó de escribir la multa y nos dejó marchar, la mujer se sentó con cara retrechera esperando que nos fuéramos para ver si con la próxima víctima tenían más suerte. Mientras Lubin regresaba al volante, me le quedé viendo fijamente a los ojos y le dije: “¿Usted sabe lo que es el Karma? Lo malo que uno hace en la vida se devuelve”. La oficial esquivó mi mirada, como si acabara de echarle una maldición guajira. Lubin aceleró no nos fueran a poner otra multa por anunciarle la existencia del karma a la señora oficial.
Quiero creer que en la noche antes de irse a dormir la muy matraquera se habrá metido en Wikipedia en Internet buscando la palabra Karma, aunque seguro la escribiera con “C”. 

martes, 21 de julio de 2020

Gloria



En esto del duelo me ha dado por soñar películas, la otra noche soñé que Totoro estaba a mi lado, no ha vuelto a aparecer, hace dos noches soñé que yo era una Gloria venezolana, pero no la Gloria de Sebastián Lelio protagonizada por Paulina García, mujer de 58 años divorciada con hijos grandes que ahogaba su soledad bailando en las discotecas de adultos en Santiago, mucho menos Gloria Bell, también dirigida por Lelio pero con Julianne Moore como la cincuentona asidua a las discotecas de adultos contemporáneos en L.A.
No, la Gloria de mis sueños era mucho más cool, era la Gloria de John Cassavetes del año 1980 protagonizada por Gena Rowlands en su máximo esplendor de "tough cookie", imagino que muchos aquí recordarán a esa Gloria, papel que en los 90 interpretó en un remake sin éxito Sharon Stone.
El otro día vi un meme que con quien te gustaría estar acompañado en una situación de peligro que si Bruce Willis, Jan Claude Van Damme, Steven Seagal, Sarah Connors, la novia de Kill Bill; yo quisiera estar con Gloria, inteligente, de sangre fría, una gran evitadora de intensidades. Para quienes no recuerden la película, o por su edad no la llegaron a ver, se las refresco con la ayuda de Wikipedia porque tengo años que no la veo: una familia es masacrada en su apartamento en el Bronx porque el papá, que era contador de la mafia, testimonió en contra de sus jefes. Sabiendo lo que estaba a punto de suceder la madre le encomienda a su vecina, Gloria, que protegiera a sus hijos que también estaban marcados, y aunque la ácida mujer que había sido amante de un jefe de la mafia hacía alarde que no le gustaban los niños, accede a llevarse al pequeño Phil, un chamo precoz como de siete años, la hija adolescente se niega abandonar a sus padres y muere con ellos.
Cuando le cuento sobre Gloria a mi hijo me dice, pero es igual que Leon, la principal diferencia con el Leon de Luc Besson protagonizada por Jean Reno, es que la niña a proteger era Nathalie Portman que era una cuchura, y el pequeño Phil era feíto, se vestía como el Tony Manero de Fiebre del Sábado por la Noche, lo que los americanos llaman un "Wise crack", de lengua afilada, un adulto en miniatura, pero que en contados momentos de la película inspiraba una enorme ternura porque después de todo era un niño desamparado, que acaba de perder a su familia, y dependía de esa vieja amargada para salvarle la vida.
Y yo en mi sueño era esa Gloria de Gena Rowlands, a pesar que nadie menos Gena Rowlands que yo, quisiera creer que soy más la Gloria de Julianne Moore, pero vamos a sincerarnos, soy más la Gloria de Paulina García. Pero como en los sueños manda el subconsciente, en mi sueño de lo más Gloria a lo Rowlands me veo protegiendo a una bebé como de un año, una bebé cuya vida está en peligro por amenazas de nuestras mafias de narco enchufados y demás bichos, una bebé que apenas conozco, con quien no siento más que una normal empatía porque no es nada mío, pero me toca defenderla poniendo en riesgo mi vida. La bebé no está a mi cargo, solo me toca defenderla, no se ha establecido relación entre nosotras.
Cuando llego a un momento en el sueño de un dilema muy humano: vale la pena arriesgar la vida por una bebé que ni siquiera he cargado, cuando en el sueño me cuestiono: ¿hasta dónde llega mi heroísmo? Porque yo no soy la Gloria de Gena Rowlands, soy Pikivil, poco dada a la violencia y a los asuntos prácticos de la vida (no siento que mis actuales problemas vivenciales sean parte del sueño). Y en esa encrucijada existencial onírica: ¿es el momento de rendirme en salvar a esa bebé y correr por mi vida? o será el momento de inmolarme como Theon Greyjoy en la batalla final contra los zombies por esta bebé desconocida... y como que me debí haber sacrificado porque abruptamente desperté de esa pesadilla, y suspiré aliviada, hay sueños horribles de los que uno se despierta, gracias Dios mío que solo era un sueño, y hay momentos en los que por más que intentemos, no podemos despertar de lo que parece una pesadilla.

El Ministro de la Felicidad

El Ministro de la Felicidad

Mi papá a dónde iba hacía amigos, buscaba su lugar en pequeñas comunidades, tan tercas como él, que seguían luchando en un país que te pone todo en contra. 
por Isabel Thielen
Este es el mejor país del mundo, solía decir mi papá en sus clásicos monólogos a la hora de comer. Mi mamá, mis hermanos y yo, nos burlábamos ante absurda declaración. Lo llamábamos el Ministro de la Felicidad, cualquiera diría que lo había contratado el PSUV para sembrar optimismo en medio de una Venezuela cayéndose a pedazos. Pero aún así, frente a la crisis económica, a los meses de protestas, a las odiseas para conseguir medicamentos y a los secuestros sobrevividos, mi papá nunca dejó de insistir que su propio país era el lugar ideal para vivir. 
Oscar fue un hombre inmune a las tendencias.  Elegía los zapatosAsics por encima de los sobrevalorados Nikes. Le tenía la cruz a Apple, se negaba a caer en el círculo vicioso de ir tras el último modelo de Iphone. Solo se comprometía a todo aquello que fuera a perdurar en el tiempo. 
Mi papá le costaba dejar ir las cosas. Por más que mi mamá suplicara que vendiera su Corolla Blanco del año 1992, que nos dejó accidentados tantas vez al borde de la autopista, mi papá resistió. Cruzaba fronteras para conseguir los repuestos, regateaba los precios, hacía lo imposible para que el carro siguiera en marcha. Después de llevar tres años parado, papá logró repararlo meses antes de su repentino fallecimiento. 
Y así cómo papá se aferró al Corolla blanco, a su querido Ferrari,también se aferró al país. Durante los últimos dos años, cuando ya la ola migratoria había arrastrado a sus dos hijas, a tres hermanos, y tantos amigos; papá gastaba sus ahorros construyendo una fortaleza en medio del caos.
Ese Oscar si pasa trabajo. Con tanto talento para reparar las cosas, ¿Por qué no te vienes y montas un taller de conserjería?  Sobraban los consejos de amigos y familiares que ya se habían aventurado a salir en búsqueda de una llamada calidad de vida. Pero mi papá, como buen Tauro, se mantenía fiel a su filosofía de Ministro de la Felicidad y mantenía en alto las ventajas de quedarse en Venezuela. 
Estaban las razones obvias, que se han convertido en el lugar común del sentimiento nacional. El clima perfecto, la cercanía de la playas, la luz dorada de la tarde sobre El Ávila.  Pero la raíz de ese arraigo, no era la madre naturaleza sino los que habitaban en ella.  Mi papá a dónde iba hacía amigos, buscaba su lugar en pequeñas comunidades, tan tercas como él, que seguían luchando en un país que te pone todo en contra. 
Mi papá, siempre nadando a contracorriente, se atrevió a meternos en un colegio nuevo, cuando todavía tenía el suelo de tierra, porque creía en el proyecto innovador e integral.  Como padre fundador se involucró en todas las actividades escolares. Con tablas de madera construyó Hi-Yo Silver, que me llevó a dos victorias consecutivas en el concurso de carruchas. En el equipo de fútbol de mi hermano era el compinche querido, a cargo de sacar lo mejor de cada jugador. Le montaba la guerra a los árbitros ante cada falta. Siempre ganaba la pelea, no por la magnitud de los gritos, si no por ser el único que se sabía al pie de la letra las reglas de futbolito. 
Oscar Thielen se quedó en Venezuela porque creía que la restauración nacional también dependía de uno mismo. Apoyaba a las labores dispuestas a mejorar lo que queda de país. A la Fundación Blandín, donde recaudó fondos para ayudar a gente cercana a él. Hablaba muy orgulloso del emprendimiento de YEiPii, una aplicación de pago creada por un grupo de veinteañeros. Cómo buen madrugador era el primer cliente de Los Hermanos Moya, la famosa arepera en Margarita que también lamentó su partida. 
Me incomoda echármelas acerca del gran padre que tuve porque sé de tantas personas que no corrieron con mi misma suerte. Mi papá fue durante 25 años una fuerza de gravedad que me ancló a la tierra.  Siempre atento a señalarme la pista de aterrizaje para centrar mi mente dispersa que tiende a perderse entre las nubes. Me consuela saber que fue un segundo padre, un hermano mayor, un jefe ejemplar, un gran amigo y mentor para muchos. Qué su magnitud solidaria traspasó la vida familiar. 
A pesar de ya llevar dos años en el exilio, la pérdida de un padre se siente como un súbito revolcón que me arrastró a las orillas de una adultez que ya no podía seguir postergando. Ahora solo me queda recordar y seguir el ejemplo de aquel fixer impulsivo, siempre dispuesto a servir, a ayudar, a nadar en contracorriente, y mantener la insensata integridad de un Ministro de La Felicidad. 

Oscar

El sábado cuatro de julio murió mi esposo Oscar de un infarto fulminante, acababa de cumplir 58 años en mayo, han sido momentos muy duros para toda la familia pero también arropados con mucho cariño de tanta gente que lo quiso y lo apreció porque aunque a veces medio querre querre, Oscar era un hombre que siempre estaba más que dispuesto para ayudar a los demás, lo que demostró con creces los últimos años en su labor con la Fundación Blandín. En medio del inmenso dolor de su repentina perdida no dejo de sentirme una mujer afortunada por haber estado casada con Oscar treinta años y por la familia que hicimos, también me siento afortunada por sentirme tan querida gracias a las manifestaciones de afecto de innumerables amigos, familiares y vecinos, muchos hoy nos separa la distancia de la emigración y del Covid-19, sin olvidar a los amigos virtuales, algunos a quienes apenas conozco pero los siento cercanos al compartir intereses comunes en este vecindario. Me siento inmensamente afortunada de no haberme sentido sola estas rudas semanas ni desamparada gracias a los afectos en Caracas que desafiaron la pandemia para acompañarnos en este tsunami emocional y existencial, y de tantos amigos que han preferido manifestar su duelo en medio de semejante crisis de salud desde su casa agarrando el teléfono para ofrecer unas palabras de consuelo o con un mensaje de WhatsApp o por otras vías. He tratado de responder a todos estos mensajes de cariño pero es una tarea abrumadora, me tomará mi tiempo. Fiel a mi apostolado de evitar intensidades, no soy persona de estar compartiendo un dolor tan íntimo en las redes, eventualmente le dedicaré su intensidad a Oscar como se la merece, porque soy escritora, y las escritoras escribimos como necesidad imperiosa de expresión. Quizás en una semana, quizás en un año, pero las intensidades regresarán, les debo el cuento de cómo Oscar se entró a golpes en el baño del Le Club para recuperar mi cartera cuando comenzábamos a salir, o el día que chupó gasolina para auxiliar a un carro a las dos de la madrugada en Sabana Grande ganándose el afecto y la admiración eterna de mis amigos teatreros. Será una intensidad escrita desde el amor, no desde el dolor, solo quería compartir estas líneas para darles las gracias por tantas muestras de solidaridad y para decirles que aunque nuestra vida ya no será igual, estaremos bien, se lo debemos a Oscar.

sábado, 2 de mayo de 2020

Iiyy si, Irthir Millir


Encerrados en cuarentena, cada quien en su nota, a mi me dio por buscar películas en YouTube, tras un ciclo de cine venezolano, y otro de Ingmar Bergman, la última nota fue el dramaturgo norteamericano Arthur Miller, supongo que un toque de nostalgia evocando mi época de estudiante de Artes Escénicas en la Escuela de Artes y en el Taller del Actor. Tras ver una mediocre versión para la televisión de Death of a Salesman con Dustin Hoffman como Willy Loman, que comenté en Facebook con escaso feedback, estaba por compartir con mis amigos en las redes mi impresión de la película All my Sons con Burt Lancaster y ese gran actor que era Edward G. Robinson, cuando de repente, se me metieron Julieta y Luis V. en la cabeza: "Iiyy si, Irthir Millir".
Para hablar de Julieta y de Luis V. (quienes a pesar de tener un punto en común podría jurar que no se llegaron a conocer) debo ir primero un poco menos atrás, mayo hace un par de años cuando conocí Santiago De Compostela y aproveché para visitar a mi amiga Chusi, a quien tenía décadas sin ver. La tarde en la que Chusi y yo recorrimos su ciudad fue inusualmente azul en la lluviosa Santiago, tras pasear por el Parque Alameda nos sentamos en una terraza al aire libre a tomar gin tonics y recordar viejos tiempos, que en nuestro caso, era regresar a los años compartidos en el Taller del Actor de Enrique Porte en Sabana Grande donde habíamos conformado lo que Isaac Chocrón llamaba una "familia elegida". Una especie de Friends culturoso caraqueño de los años 80, hasta que inesperadamente Enrique muriera de un infarto en agosto del 90, y el resto de los amigos nos dispersamos por la vida y por el mundo. 
De cierta manera he mantenido contacto con casi todos los panas del Taller, así sea por Facebook o un mensaje de vez en cuando, Chusi y yo llamamos a Rosa Helena por WhatsApp para darle la sorpresa que estábamos juntas, cómo quisiéramos que estuvieran ella y Mariale compartiendo Gin Tonics con nosotras como cuando tomábamos cervezas en el Tío Pepe; y Laurita, nuestra querida Laurita, que murió de cáncer hace unos años, demasiado joven, demasiado bella. 
De esa época a la única que le había perdido la pista era a la ex esposa de nuestro amigo José R:  "Chica y qué habrá sido de la vida de Julieta, ¿te acuerdas? Desde que se separó de Jose no volví a saber de ella, es que ni por Facebook". 
Chusi se rio con el recuerdo de Julieta, siempre la chalequearon ella y Rosa, no de frente, cuando estábamos en confianza, decían que era medio pendeja. Yo la defendía, "ay no sean malas", no entendía la antipatía por Julieta, era la primera novia que llevaba José R. al Taller, pianista profesional, atractiva, amable pero de pocas palabras, nosotros tampoco seríamos un grupo fácil de agarrarle el paso siempre con las mismas referencias de cine, teatro, literatura, cultura Pop y rocanrol. La música clásica distaba de estar entre nuestros múltiples intereses. Pero a mí me parecía cool tener a una pianista en el grupo, aunque jamás nos invitó a verla en concierto. Cuando se casaron, fuimos al matrimonio en casa de los padres de Julieta brindando por la felicidad de los novios, no sé cuanto tiempo duraron casados, después de la muerte de Enrique, hasta que apareció Facebook, las noticias llegaban con años de dilación. 
"Lo que más me daba risa de Julieta era la arrechera que te tenía" recordó Chusi.
No entendí el comentario, quizás le estaban pegando los gin tonics: "¿Arrechera a mi? No vale, si  éramos panas, la defendía de ustedes, zafias". 
"Si nosotras éramos zafias en parte era porque la tenía agarrada contigo, cada vez que hablabas, te remedaba a tus espaldas, o torcía los ojos, no te soportaba, pensé que lo sabías". 
Más de treinta años después me vengo a enterar en Galicia que la panita Julieta me tenía antipatía, no sería por celos por José R, nosotros éramos como hermanos, y yo jamás me metí con ella, por lo menos no adrede, yo no me meto con nadie, dime por qué Chusi, dime por qué Julieta me tenía ojeriza: 
"No recuerdo bien, creo que decía que siempre hablabas de más dando referencias culturales, que eras una echona intelectual". 
"¿Yo? ¿Y en ese grupo de amigos donde lo que nos unía era precisamente ese conjunto de intereses pop y culturales, ¿por qué me iba a tener arrechera justo a mi, a la más pendeja? Mesero, otro gin tonic, por favor". 
 Y antes de que me pusiera intensa, porque otra cosa que nos unía a los amigos de entonces era evitar intensidades, cambiamos de tema, o regresamos al presente, que no tiene sentido agitar rencores del pasado que ni siquiera sabíamos que existían. 
Semanas después, al regresar a Caracas, seguí con la espinita clavada y busqué a Julieta en Facebook, la encontré viviendo frente a un océano lejano a las costas venezolanas, no ha cambiado mucho, sigue siendo una mujer atractiva, pocas referencias abiertas de su vida, cero amigos en común. Por supuesto que no la invité a ser mi amiga, seguro me habría rechazado. Lo que más me dolió es que la apreciación de Julieta no era aislada, me removió otro recuerdo de juventud aun más lejano, esta vez en la isla de Margarita, donde a menudo mis papás me llevaban a pasar el fin de semana con unos amigos que tenían una casa en un risco en Juan Griego. A mi me encantaba ir porque se comía divino, y porque podía pasar el fin de semana en una de mis actividades preferidas: leyendo en una hamaca con vista al mar. 
Una noche otro de los invitados, Luis V, me sacó conversación, le parecería extraño esa muchacha de lentes morados que en lugar de estar compartiendo con gente de su edad, prefería estar echada en una  hamaca leyendo. No tengo más memoria de esa conversa sino que ocurrió, no recuerdo qué me preguntó, a mis veinte años Luis V me parecía un hombre atractivo a pesar de que pasaba los cuarenta, seguro eso me intimidó y fui más vaga y tímida de lo que suelo ser. 
A la mañana siguiente mi mamá me preguntó qué había conversado con Luis V, puedo jurar que horas después no recordaba qué había hablado con ese señor de lo insustancial del intercambio, creo que me preguntó qué estaba leyendo, él tenía fama de ser buen lector, o quizás qué estaba estudiando, qué se yo que le habré contestado, el caso es que mi mamá me dijo que más tarde en la noche Luis V le había comentado que yo era pretenciosa intelectualmente, nada que ver con mis padres que eran personas de trato ameno y grata conversación. 
Todavía hoy, casi cuarenta años después, no entiendo a un hombre que después de hablar ni media hora con una muchacha, va directo a la mamá a criticarle cómo crió a su hija que hizo de ella una pretenciosa intelectual. 
En fin, hoy en cuarentena que todos estamos sensibles y no queremos compartir nada frívolo en las redes, me pareció adecuado comentar por Facebook mis impresiones del teatro de Arthur Miller, la muerte de un sueño y tal, cuando de repente se me aparecieron ese par de fantasmas: Luis V (que murió hace años en un accidente de tránsito) y Julieta desde una playa lejana, diciéndome: "Iiyyy sí, Irthir Millir". 

martes, 31 de marzo de 2020

La herencia de las Pichú


Aunque trabajó toda su vida hasta años después de jubilado, mi abuelo no acumuló bienes de fortuna, sin embargo dejó dos legados: su backgamon y su biblioteca. Antes de morir mi abuelo dispuso de ellos: el backgamon sería para uno de sus hijos varones, quienes todas las tardes, después del trabajo, lo iban a visitar para jugar varias partidas con el viejo. No recuerdo cuál de mis tíos se lo quedó, si Gonzalo o Luis Felipe, quizás lo rifaron, de lo que estoy segura es que por mínimo que haya sido el conflicto por la herencia del backgamon, debió ser mayor al suscitado con la biblioteca que Lelelo legó a la "la nieta lectora". Nadie impugnó esa parte de la herencia.
Ahí sigue la biblioteca en casa de Lelela, ya no me caben más libros en el apartamento. Tampoco era grande el inventario del abuelo, su biblioteca si acaso ocupa media pared en un mueble de madera donde se encuentran novelas de espionaje y best sellers de los años 70 y 80, la mayoría en inglés porque mi abuelo se crió en un pueblito en el este de los Estados Unidos al cuidado de sus tías paternas, y en ese idioma se acostumbró a leer.
De vez en cuando un sábado, cuando acompaño a mamá a visitar a Lelela, me detengo frente a la biblioteca y encuentro un libro que me pica el interés, le advierto a la abuela, que ya va para los 92 años: "Lelela me voy a llevar este libro".
Lelela, a quien mientras la vista se lo permitió también le gustaba leer pero en español -novelas y biografías que le iban prestando-, me contesta:
"Si quieres llévatelos todos, esa biblioteca es tuya, te la dejó tu abuelo de herencia".
Ese mediodía me llevé "Monty", la biografía de Montgomery Clift y la guardé entre otras biografías de actores famosos, género que ocupa varios tramos de mi biblioteca. Tras ver "La heredera" en el canal de películas clásicas, basada en la novela "Washington Square" de Henry James, me dieron ganas de saber más sobre el alumno estrella del Método que muriera en un accidente de tránsito en 1966.
Qué sabroso abrir un libro y encontrar una sorpresa: de las páginas de "Monty" cayó una tarjeta de Hallmark escrita con la temblorosa caligrafía de un anciano, en ella el uncle Bill de mi abuelo le contaba a lo más parecido a un hijo que tuvo su esposa, cómo fueron las últimas horas de tantí Josefina en una casa de retiro en Florida.
Las tantís fueron como las mamás de mi abuelo, tuvieron quizás más presencia en su vida que la bisabuela Adriana, aunque conocí más a la bisabuela ya que de niña me llevaban a visitarla a un  cuarto oscuro donde parecía que nunca abrieran las ventanas. Mi mamá, que le gustaba contarnos cuentos de miedo, decía que la abuela Adriana le tenía terror a las ventanas abiertas desde que una noche de tormenta, la ventana de su cuarto se abrió tras un relámpago y oyó a su prima llamándola desde un árbol: "¡Adrienne, Adrienne!".
Al día siguiente, llegó un telegrama avisando que la prima había muerto en París de una fiebre repentina que la consumió en cuestión de horas.
 ¿Y todavía me preguntan porque le tenía miedo a la bisabuela?
 Pero para mi abuelo la principal figura materna no fue la delirante Adrianne que veía fantasmas en los árboles, sino las hermanas de su papá, tanto, que cuando le tocó escoger el nombre de su primera hija, mi mamá fue bautizada Mercedes Josefina, como las tías que lo criaron, nombre que le pareció horrible a tantí Josefina, rebautizó a la niña Mitzi, y Mitzi se quedó.
A las tías no las llamábamos tías, se hacían llamar por sus sobrinos con el afrancesado "tantí" porque  vivieron muchos años en Francia. Mitad mantuanas, mitad corsas, las tantís eran cuatro hermanas      reconocidas por su belleza en la Caracas de principios de siglo, las llamaban "las Pichú": Mercedes, Josefina, Teodora y María Teresa. Dice mi mamá que el nombre se los pusieron porque llegaron de vivir en Europa con "la nariz parada", fumando y con la falda demasiado corta para la provincial Caracas.  El único varón era el bisabuelo Luis Felipe, tan apuesto como sus hermanas era hermosas. Murió antes de que naciera mi mamá, recién casados mis abuelos. 
De las cuatro Pichús la única que tuvo descendencia fue María Teresa, quizás por eso tampoco figura en el anecdotario familiar, tenía su propia familia de la cual ocuparse. Mi mamá dice que a esta tía apenas la conoció aunque vivía en Caracas. 
De quien más hablaba mamá era de tantí Mercedes, era a ella, la más cariñosa de las tías, a quien consideraba su abuela paterna. Mi abuelo vivió parte de su infancia y adolescencia en Tuxedo Park, con sus tíos Harold y Mercedes. Josefina, vecina de la pareja, se sentía parte de la crianza del sobrino.   Que yo sepa no hubo ningún conflicto en especial, simplemente una familia numerosa que manda al hijo mayor a vivir a los Estados Unidos con las tías para que aprenda a hablar inglés. Mi mamá también pasó un largo período de su infancia en este pequeño pueblo al sur este del estado de Nueva York con las tantís. El recuerdo más imborrable de esa etapa de su vida, finales de los años cuarenta, era cuando iba al cine con Carmen, su cargadora, y en el autobús la niña se tenía que sentar adelante y a su tata la mandaban para la parte de atrás.
Ese cuento de segregación racial me impresionaba más que el del fantasma de la prima de Adrianne.
A tantí Mercedes tampoco la conocí, murió antes de que yo naciera, de las Pichú a la que más vi fue a Teodora. De Teodora también tenía mi mamá un cuento, decía que con su larga melena rojiza y sus ojos ópalo era una de las muchachas más bellas de Caracas. Estaba comprometida con el mejor partido de la ciudad, un chico guapo, de abolengo criollo y mucho dinero. Se iban a casar, pocos días antes de la boda, el novio soñaba despierto al lado de la hermosa Teodora sobre la gran familia que  tendrían:
"Ocho hijos por lo menos, quiero la casa llena de niños".
"¿Ocho hijos por lo menos?", repitió Teodora con horror, y tomó el primer barco que la separó un océano de tan nefasto porvenir. 
El novio no tardó en recuperarse del desplante y se casó con quien estuvo dispuesta a llenarle la casa de muchachos. Teodora se casó con un noble alemán, supuestamente muy rico, y de tanta alcurnia en Bavaria, que cuando eligió como esposa a una muchacha venezolana, fue un escándalo que durante días dominó la prensa de la época. El noble aristócrata se estaba casando con una aborigen sudamericana.
Teodora y el barón no tuvieron descendencia, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, evocando los horrores de la Primera, se vinieron a vivir a Venezuela. A principios de los años 60 el baron regresó a Alemania sin la baronesa. Al morir su hermana María Teresa, con quien vivía, los sobrinos se turnaron para encargarse de tantí Teodora. Cuando la conocí era una viejita enjuta y malhumorada,  la ponían nerviosa los niños y le tenía poca paciencia a los adultos. Su único tesoro era una alfombra persa hedionda a meao de gato que la Tantí insistía era de incalculable valor.
Durante un tiempo tantí Teodora vivió con las hermanas de mi abuelo, cuando le tocó el turno a Max  se la llevó a vivir a su casa donde duró unos meses hasta que Lelela dio un ultimatúm: "sáquenla de aquí o la que se va soy yo", la mudaron a una residencia de ancianos donde tampoco duró mucho, y eventualmente a una pensión. Pero Lelelo nunca abandonó a su tía. La última vez que vi a tantí fue cuando la llevó al cine de matiné con María Elisa (mi tía contemporánea) y conmigo. Terrible selección de película, una de esas películas animadas en la que los labios de los muñequitos era lo único que se movía. Tantí Teodora se paró de su asiento como a los cinco minutos de comenzada la función pegando gritos. María Elisa y yo queríamos que los asientos se abrieran y nos tragaran. Tantí salió del cine sin parar de gritar. Lelelo fue tras ella, al rato regresó solo. Debió mandarla en taxi a la pensión. Fue la última vez que la vi, a los pocos meses murió.
Recordando a la malhumorada tantí hoy de adulta mi mamá me cuenta una verdadera historia de horror: en la Primera Guerra Mundial dicen que Teodora fue ultrajada por un grupo de soldados rusos, nunca se recuperó emocionalmente. No hablaba del tema. Toda gran amargura suele tener su justificación. La alfombra persa hedionda a meao, no sé quien la heredó.
A tantí Josefina, la última sobreviviente de las Pichú, apenas la vi una vez: fue a principios de los años 70 cuando mis padres nos llevaron a conocer el recién inaugurado parque Disney World. Nos quedamos un par de días en Miami, antes de subir en carro a Orlando. Entonces el único parque era el Magic Kingdom y una visita a Orlando no solía durar más de un día. Aprovecharíamos a mitad de camino para hacer una parada en Palm Beach, donde los tíos Bill y Josefina vivían un cálido retiro tras vender su propiedad en Tuxedo Park. 
Los tíos nos invitaron a que los visitáramos en un exclusivo club, tan exclusivo que entre sus socios no aceptaban ni negros, ni judíos, ni hispanos, solo WASPS (blancos anglosajones). Tantí jamás se asumió como hispanic, por más venezolana que fuera de nacimiento, semejante segregación no era con ella. Tampoco los niños eran bien vistos en ese club, lo que era un alivio porque la visita a los tíos sería breve. ¿Quién quería estar en semejante lugar? Mi mamá me obligó a llevar un vestido azul de florecitas nido de abeja. A los nueve años ya estaba muy grande para que me vistieran de nido de abeja, pero así fui. De la indumentaria de mis hermanos mamá no se preocupó. Por lo visto sabía lo que hacía, cuando nos vio tantí no nos pellizcó los cachetes como hacen la mayoría de las tías abuelas al conocer a los sobrinos nietos, a mis hermanos los ignoró, parecía solo interesada en mí, la única niñita de Mitzi, con mis vestidito de flores, el lazo, tan rubia:
"Muy linda, Mitzi, ¿cómo dijiste que se llama".
Juraría que oí a mi mamá titubear: 
"A-adriana, tantí".
"¿Por qué tuviste que llamarla así?"
Esta podría ser otra parte interesante de la historia familiar, pero nunca supe el porqué la antipatía de las tantís con la bisabuela Adriana. Creo que mi mamá tampoco porque no sabe callar una buena historia. Lo que si podría jurar es que por mi nombre dejé de existir para tantí Josefina, mejor para mí porque pude ir a jugar con mis hermanos antes de seguir rumbo a Disney World. 
Esa fue la última vez que usé un vestido de niñita, y la primera y última vez que vi a Tantí. Creo que mamá tampoco la volvió a ver, pero no perdió contacto con su tía abuela, era la única de sus hermanos que la llamaba a menudo para saludarla, para saber cómo estaba, por eso muchos pensaron que Mitzi, además de mi abuelo serían sus herederos. Cuando murió tantí su testamento fue un batacazo: además de a mi abuelo, dejó lo que tenía a mis tíos Luis Felipe y Gonzalo -que apenas la trataron- ignorando a mi mamá y a sus dos hermanas. Tantí dejó una explicación: "Es que las mujeres de nuestra familia se saben defender mejor que los hombres".
Hizo bien la tía, la herencia si bien no millonaria en dólares, ayudó al tío Gonzalo, que estaba recién casado, a comprarse una vivienda, y al tío Luis Felipe, que estaba recién divorciado, a comenzar de nuevo. Pero sobre todo, le sirvió a Lelelo, que era jubilado de una compañía petrolera donde trabajó toda su vida, cierta holgura económica en su vejez. Lelelo le temía más que a la muerte a convertirse en una carga para sus hijos, por ejemplo, les tenía prohibido que ante una emergencia lo ingresaran a Terapia Intensiva:
"El que me meta en Terapia Intensiva la paga con su dinero".
No hizo falta, Lelelo murió sin pisar una terapia intensiva a fines de mayo de 2007 a los 94 años, el mismo día que cerraron RCTV. Valga el lugar común pero mi abuelo se extinguió como una vela, simplemente se apagó, nunca hizo falta siquiera llevarlo a una clínica. Lo que si es que al final de su vida, la memoria se le fue difuminando, cuando lo iba a visitar me preguntaba:

"¿Cómo te llamas?".
"Adriana, Lelelo".
"Yo conocí a una Adrianne"
"Si, esa era tu mamá, pero yo soy Adriana, tu nieta".
Y sonreía: "Ahh sí, la que escribe".

Hoy pienso que tuvo una buena muerte mi Lelelo porque murió en su cama, pidió el desayuno, y cuando regresaron a traerle su plato de avena, ya se había ido, pero no hubo mejor muerte que la de tantí Josefina. Escribe Bill en la tarjeta:
"... cuando dejó este mundo estaba en buen ánimo. En la medianoche le dijo a la enfermera: 'Leí un libro maravilloso, ahora voy a apagar la luz porque quiero dormir', minutos después, su corazón dejó de latir. 
Todo mi cariño, tu tío Bill".

Esta crónica la escribí como en 2011, la tenía reservada para mi proyecto de crónicas inéditas, la comparto en tiempos de Pandemia para que cuiden a los abuelos y los valoren mientras los tengan. 



jueves, 19 de marzo de 2020

París no siempre es una buena idea

                                   
                                 
                                                                              I

Decidimos el viaje en enero, cuando la noticia parecía una leyenda desde tierras lejanas: una epidemia de gripe sumamente contagiosa que podía ser letal en personas mayores o de alto riesgo, se  expandía a velocidad vertiginosa en China. Se sospechaba que todo comenzó por la costumbre de algunos chinos de comer animales salvajes. "Una sopa de murciélago es el comienzo del Apocalipsis", se decía en forma de chiste, solo los más alarmistas se lo tomaban en serio.
Una semana antes del viaje a Paris, mi hermano Kiko compartía en el chat de la familia el peligro de llevarme a mi mamá a visitar a las nietas, ya los primeros casos en Europa se comenzaban a diagnosticar pero no los suficientes para entrar en pánico y cancelar un viaje que tenía tan ilusionaba a mi mamá. Y a mí también, como dice el hashtag: #Parísessiempreunabuenaidea. 
¿O no?
Además, nosotras venimos curtidas de la República Bolivariana de Venezuela, país donde el sistema de salud está colapsado y al que han regresado enfermedades que se pensaban hace años erradicadas como la tuberculosis. Nación en la que hasta la más nimia enfermedad puede terminar siendo mortal por falta de tratamiento.  
Días antes de agarrar el avión de Air France, Kiko insistía que había estado investigando por Internet y en cuestión de semanas el mundo entero entraría en cuarentena.
Qué exagerado, pensamos, además ¿qué mejor lugar para pasar una cuarentena que en París en primavera? 
Todavía hacía frío cuando llegamos a París el domingo primero de marzo, a medida que los casos diagnosticados en Francia iban en aumento,  los cerezos florecían, y parisinos y turistas estaban en la calle como si el llamado Corona Virus se hubiera quedado confinado en la lejana China y no estuviese haciendo ya estragos en la vecina Italia.
Mi amiga Beatriz, que vive en Madrid, me decía que igual allá, los casos iban en aumento y los madrileños como si el virus no fuera con ellos. 
Esa primera semana de marzo en París nadie andaba en las calles con tapabocas más que algunas  mujeres con rasgos orientales; los cafés, las tiendas y los restaurantes no estaban llenos, pero la ciudad parecía llevar su vida normal, aunque en la calle se oía a cada rato "Corona Virus- Corona Virus-Corona Virus" como si nombrarla más de tres veces haría que la amenaza se alejara. 
Esa primera semana mis familiares y amigas que viven en Paris no estaban alarmadas, a quien mencionara un posible contagio del Corona Virus lo llamaban "Profeta del Desastre".  Mis sobrinas iban al colegio y seguían sus actividades deportivas como de costumbre. Cines, tiendas y restaurantes abiertos, los días de lluvia aproveché para ver Richard Jewell y 1917 que no las había podido ver en Caracas; entré en la legendaria Shakespeare & Company tan abarrotada de turistas como de costumbre, llevándome un par de libros que ya habrían pasado por múltiples manos. 
Amapuchada por sus nietas y por el mesonero del café de la esquina, como mi mamá, por su edad, es de alto riesgo -aunque ella se ofendía cuando se lo recordaba- todas las noches al acostarme seguía las cifras del nefasto virus en Europa, y veía alarmada como iban en aumento. Lo más raro era que Venezuela, junto con unas cuantas naciones africanas y Corea del Norte, eran los únicos países del mundo en los cuales el Corona Virus, supuestamente, no había llegado. 
¿Tendría Kiko razón? ¿Nos debimos haber quedado en Venezuela?
 Entrando en la segunda semana de nuestra estadía de un mes, al mismo tiempo que la curva de infectados por el corona virus ascendía en Francia de manera vertiginosa, y que mis relajadas amigas parisinas comenzaban a preocuparse, cuando el mesonero besucón ya dejaba de besuquear, y la dependiente de la tienda vecina me insistía que sacara a mi madre cuanto antes de Paris, pensamos que a pesar de las condiciones en las que eventualmente nos encontraremos en Venezuela con un sistema de salud en ruinas, era hora de regresar para pasar la ya declarada pandemia en casa, antes de que fuera demasiado tarde.

                                                                       II

Debido a la pandemia las aerolíneas permitían los cambios sin penalidad, pero imposible hacer el cambio por teléfono o por Internet. El jueves 12 de marzo tomamos la decisión de regresar, la oficina de Air France más cercana quedaba al final del Bulevar de Saint Michael frente al jardín de Luxemburgo,  fui después de almuerzo en el cual mi madre y yo discutíamos si cambiar los pasajes para el domingo 15, o si quedarnos hasta el martes, ¿dos días más o dos días menos para emprender la huída, qué diferencia podía haber? Así pasábamos el fin de semana con las niñitas, que quién sabe cuándo las volveríamos a ver.
Esa tarde primaveral la cola a las puertas de la minúscula oficina de Air France parecía las antiguas colas en Caracas para comprar cualquier artículo en escasez en la Venezuela Revolucionaria. Los nervios igual de exasperados. Detrás de mí se armó una discusión porque una señora buscaba información sobre los vuelos a les États Unis que cerraban las fronteras el viernes, "mi hijo está allí",  un viejo malhumorado le decía llámelo y no nos haga perder tiempo que usted ya no puede ir. 
La cola era lenta, una empleada salió para decir primero en francés y después en inglés, que quienes  hicieron sus reservaciones en portales de viaje como Orbitz, debían hacer los cambios a través de esos portales, no serían atendidos en las oficinas de Air France. Y quienes pretendían volar a les États Unis, solo podrían hacerlo si eran ciudadanos norteamericanos, ya para los europeos estaban cerradas sus fronteras.
Haciendo la cola entraron un par de noticias por chat en mi celular: se habían diagnosticado los primeros dos casos de Corona Virus en Venezuela, ambos de personas provenientes de Europa. Y a partir del domingo 15 de marzo, Nicolás Maduro prohibía los vuelos provenientes de Europa y de Colombia. 
De haber hecho las reservaciones en la mañana, es probable que hoy estaría estancada en París.
Sé que hay muchas suertes peores que quedarse en París, pero en momentos como este, uno lo que quiere es estar en casa, y mi casa es en Caracas donde quedaron mi marido y mi hijo. 
A partir de las cinco de la tarde no dejaron a nadie más entrar en la cola, al que iba llegando le decían que regresara al día siguiente después de las diez. Dentro de la pequeña oficina solo entraban las personas listas para atender. Aunque yo no era de las últimas de la fila, fui de las últimas en salir  porque la señora que me atendió estaba tan cansada: "Nos ha tocado trabajar estas últimas dos semanas más de lo que hemos trabajado en nuestras vidas", que se equivocó en la fecha de las reservaciones y puso nuestra partida en abril en lugar de marzo.
 Menos mal que ella misma se dio cuenta porque mi marido nunca me habría creído que no fui yo la del error siempre tan distraída. Aunque Maduro anunciara en cadena nacional que cerraría las fronteras con Europa después del domingo 15, preferí reservar para el vuelo del sábado 14, no fuera a cambiar de opinión. La empleada tecleaba apurada tras su error porque el vuelo a Caracas rápidamente se iba llenando, se veía un tanto perpleja porque estando en París, quién se querría regresar antes a la Venezuelá. 
Al lado mío una muchacha reservaba un vuelo para Boloña, era hermosa, no espectacular como una top model, simplemente bella como son las muchachas bellas sin maquillaje y en zapatos de goma. La muchacha lloraba y lloraba como pocas veces he visto llorar en público, la dependiente  tomaba su reservación sin amago de consolarla, me habría gustado consolarla como si fuera una hija o una sobrina, pero entre el idioma y el Corona Virus, poco era lo que podía hacer, mi gesto de solidaridad fue regalarle una cajita de Kleenex nueva que llevaba en la cartera, que la muchacha aceptó sin miedo, abriéndola de inmediato para soplarse los mocos y secarse las lágrimas, sin por eso parar de llorar.  
Estábamos en pleno proceso de reserva, que hubo que hacer en dos partes porque mi mamá y yo volamos en clases distintas, ya la oficina estaba casi vacía, cerradas las puertas con llave, cuando de repente me entró un ataque de tos seca. Tosía y tosía tapándome como mejor pude la boca con el codo, no paraba de toser. Las agentes de viaje ni se inmutaron como no se inmutaron ante las lágrimas de la linda muchacha italiana, deben de estar entrenadas para no mostrar emociones en la misma escuela de los guardias del Palacio de Buckingham, imagino que les habré quitado años de vida con mi ataque de tos. Al salir a tomar aire fresco se me quitaba la tos,  apenas volvía a entrar a la oficina, me volvía a dar el ataque y así pasé varios minutos entre entra y sale y la señora de Air France tecleando en su computadora como si nada. Debió ser un atípico ataque de pánico, una vez con las reservaciones hechas para salir el sábado 14 de marzo a las 10.20 de la mañana,  se me quitó la tos, esperemos que no vuelva

                                                                   III

En la noche, después de comenzar a  hacer maletas, antes de acostarme a dormir me di una vuelta por twitter, en El Pitazo anunciaban que a Venezuela el jueves llegaría el último vuelo de Air France hasta que pasara la cuarentena. Les contesté que era una información falsa, yo tenía pasajes para regresar el sábado. La periodista me contestó por twitter que los empleados de Air France en Maiquetía no estaban tan seguros de que ese vuelo se fuera a dar. 
El chofer que nos llevó al aeropuerto más angustiado que por el Corona Virus lo estaba por la recesión económica por venir, su trabajo era hacer viajes al aeropuerto y nosotras éramos sus últimas clientes seguro que en meses, el ingreso de la familia lo complementaban con un servicio de catering de comida tailandesa que tenía su esposa, a quien ya le habían cancelado el último banquete que tenía pautado. ¿Qué iban a hacer? Me contó que en los mercados de los suburbios donde vive escaseaban los artículos esenciales, le comenté que la cadena Monoprix en París todavía estaba bastante abastecida. Amadeus, que habla perfecto español con marcado acento francés me decía: "Pero el Monoprix es muy carro, el jabón de lavar lo venden hasta tres euros más carro de donde lo compro yo", ante una inevitable recesión económica, una diferencia de tres euros es importante. 
En el aeropuerto Charles de Gaulle había muy pocas personas, nos dijo Amadeus que la estampida fue el día anterior antes de que cerraran los vuelos a los Estados Unidos. Al contrario de cuando llegué apenas hacía dos semanas, ahora casi todo el mundo tenía un tapabocas puesto. Llegamos puntuales a la puerta de embarque, el vuelo estaba pautado para despegar a las 10,20. A las once todavía estábamos sentados en la sala de espera, el personal de Air France  comunicó en altavoz que "no hemos abordado porque estamos a la espera de que en Maiquetía den el visto bueno para que el avión despegue".  Media hora después todavía esperando, se oyó en el altavoz que: "pronto sabremos si nos darán la autorización para salir, o no".
 Los pasajeros, casi todos venezolanos, estaban al borde de un ataque de nervios, la mayoría venía de España, una muchacha tan joven y linda como la muchacha italiana que lloraba en la oficina de Air France, cargaba a su bebé de seis meses en un canguro, no perdía el buen ánimo pero decía que no se podía regresar a España, no tenía cómo, su viaje estaba planeado desde hace meses para llevar a su bebé a que lo conociera la familia en Maracay. Un señor decía que si le negaban el derecho a regresar a Venezuela, pediría asilo político, ya que en su país no lo querían; una pareja amiga se planteaba que sería de ellos, su hijo vivía en un minúsculo apartamento con su esposa y su bebé y no se imaginaba en cuarentena durmiendo un mes en un sofá. Y ellos eran los afortunados, muchos de los pasajeros no tenían ni donde dormir porque provenían de Madrid. 
Por fin nos llamaron a abordar, dejé a mi mamá instalada en Bussines, entre sus compañeros de cabina niños y bebés, que me dice mi mamá que estuvieron gritando y corriendo por los pasillos todo el vuelo, según ella también viajaba un señor que no se dejaba ver la cara, iba acompañado de una mujer vestida con una pinta que parecía salida de El Pez que fuma de Román Chalbaud. 
La clase Turista no iba llena, contrario a los rumores, no venía ningún chino en el avión, a la muchacha que venía de Madrid le dieron el puesto de primera fila y el bebé durmió plácidamente todo el vuelo en una cunita. Yo vi tres películas a pesar de que el vuelo se movió mucho, quizás por  los nervios de los últimos días me sentí mareada minutos antes de aterrizar, pero me dije: "Mi niña, recupera la calma, mira que en Maiquetía te espera un comité de recepción".


                                                          III


Cuando por fin aterrizamos, los pasajeros aplaudieron, y yo que pensaba que ya la gente no aplaudía llegando a Caracas sino despegando de Maiquetía. El capitán nos pidió que permaneciéramos  sentados, no íbamos a llegar todavía a la manga de desembarque, en la pista nos esperaban funcionarios de Sanidad que entrarían al avión a tomarnos la temperatura. El avión pasó uno minutos parado frente a una ambulancia con Guardias Nacionales y un contingente de funcionarios de la salud vestidos como salidos de la película La Amenaza de Andrómeda, frente a ellos un camarógrafo dejando constancia del momento, algunos de los funcionarios se tomaban selfies como si en lugar de un avión de posibles apestados, estuvieran esperando a la Orquesta Juvenil Simón Bolívar tras una gira exitosa por el mundo. 

Cuando por fin entraron al avión armados con sus termómetros digitales, de lo más educados dándonos la bienvenida antes de apuntarnos en la frente. A mí también me apuntó la cámara, más temerosa que el Corona Virus estaba yo de salir en VTV. Me tapé el rostro como artista italiana huyendo de los paparazzi:  "No me filmen, no quiero ser parte de este show", les dije, pero no tuve inconveniente en que me tomaran la temperatura, que marcó 35, en lugar de fiebre, como que llegué con hipotermia. 
Junto con la planilla de aduana, llenamos un formulario para que nos pudieran contactar en caso de que alguien en el avión desarrollara posteriormente el Corona Virus, de todas maneras era necesario estar en cuarentena para estar seguros de no haber traído de Europa el virus. 
Desde entonces cualquier tos, cualquier estornudo, cualquier escalofrío, me entra la paranoia de haberlo traído, no tanto por mi, sino por mi mamá, yo supuestamente no soy paciente de alto riesgo,  mi mamá dice que ella tampoco, ¿acaso la estoy llamando vieja?

                                             FALTÓ EL CHISME

  ¿Y los misteriosos viajeros en Bussines Class? Según comentó Nelson Bocaranda en twitter estuvimos a punto de quedarnos varados en Paris, si logramos despegar fue porque venía gente muy importante en el avión, yo nunca vi al señor que según mi mamá se tapaba el rostro con una exuberante mujer,  pero a mi marido le soplaron que la familia que ocupaba Bussines con niños y cargadoras, la pesada pasajera por la que hoy estoy escribiendo esta intensidad en Caracas en lugar desde un lejano encierro en París, la que venía con sus niñitos con su nana, era supuestamente la misma invasora que durante años se negó a desalojar la Casona. Ustedes saben quien es. 
No puedo dar fe de ello, yo no la vi, y si la vi, no la reconocí, pero lo que sí les puedo decir es que la familia de niños inquietos no recibieron su equipaje ni pasaron por la aduana como el resto de los pasajeros.