sábado, 19 de noviembre de 2016

Bad Mom



Uno de los éxitos taquilleros de este verano en los Estados Unidos fue la película Bad Moms de Jon Lucas y Scott Moore, divertida comedia que sin ser una maravilla, toca una fibra sensible en millones de mujeres: el temor de no ser buenas madres por más que nos esmeremos. 
Protagonizada por Mila Kunis, Kristen Bell y Kathryn Hahn como tres mujeres que se unen para defenderse de las mamás bullies, aquellas que imponen la pauta de cómo los niños deben ser criados, quienes osan alejarse de esas pautas, quedan socialmente catalogadas como "Bad Moms". 
Qué madre en algún momento de su vida no se ha sentido inadecuada ante la mirada reprobatoria de otra "madre ejemplar", sobre todo en el tema nutricional. El primer recuerdo de dicho estigma que conservo en 25 años de maternidad fue cuando a mi primera bebé, Camila, poco antes de cumplir un año le di a probar un sandwichito de diablitos en una piñata. La niña lo saboreaba con delicia, tras una corta vida limitada a leche, sopas, compotas, jugos de fruta, pedacitos de carne, pastina, pollo desmenuzado y arroz; abría su paladar a un mundo de aventuras. Y en esas estaba mi Cami, sentada en su cochecito Aprica, relamiéndose embadurnada de diablito, cuando una mamá contemporánea que conozco de toda la vida pero nunca ha sido mi amiga, se paró frente al cochecito de mi bebé exclamando inquisidora como para que toda la piñata se enterara: "¿De quién es esta bebé? ¿Qué tipo de mamá le da de comer diablitos a una criatura? ¡Qué falta de juicio!".  
Debí haber asumido mi barranco sin vergüenza, decir retrechera "yo y qué", en mi familia el Diablito es como la savia, hasta ahora nadie se ha enfermado por ello.  
Pero nunca he sido dada a las confrontaciones, me hice la loca, solo cuando la policía de piñatas dio la vuelta para ver a qué otra madre reprobaba, me acerqué a mi muchachita para limpiarle las manos y la cara con un limpia culitos: "¿¡Te gustó!? Verdad que sí, igualita a su mamá que le encanta el Diablito". 
Pero no pude evitar quedar con el remordimiento de haber cometido un pecado nutritivo. Ay si se enteraba el pediatra quien me advirtió que no le diera ni cítricos ni huevo ni miel antes del año pero no dijo nada de Diablitos. Afortunadamente a mi bebé no le dio ninguna reacción adversa, y todavía hoy el Diablito sigue siendo un placer culposo de nuestra familia. 
Lo que una no espera es cuando el reproche viene de una de tus hijos, saliendo de ver Bad Moms, mi hija Isabel, ya con 22 años, me comentó como ejemplo de mi badmomming cuando le mandaba tequeños al colegio en el almuerzo.
 Y yo que pensaba que me la estaba comiendo. 
 De niña almorzaba balanceado en casa, pero cuando pasé a bachillerato dos tardes a la semana  había que quedarse a almorzar en el colegio. En esa época en el Santiago de León había una cantina de chucherías y otra cantina donde se preparaban los mejores sandwichs de jamón y queso que me he comido en mi vida, la oferta nutritiva de ahí no pasaba. Entonces estaban inaugurando el Centro Plaza y con mis amigos cruzaba la avenida Francisco de Miranda sin permiso de mis papás quienes pensaban que yo almorzaba en el cafetín de la aledaña Clínica La Floresta. Afortunadamente en mi adolescencia en los años 70 no existían los chats de mamás que lo saben todo. Yo recibía una "semana" como de 100 Bs, con eso me alcanzaba para almorzar, comprar un LP de moda, y además ahorrar. Los almuerzos cero nutritivos pero deliciosos para el gusto adolescente, cuando no nos daba tiempo de llegar al Tropi Burger, comíamos perros calientes con salchichas alemanas, o tequeñones, la perfecta bala fría antes de una clase de biología.
Mis almuerzos adolescentes jamás le quitaron el sueño a mi mamá porque ella sabía que serían compensados con creces en la comida de la noche. Tampoco había unos muchachos que comieran mejor que otros, todos nos alimentábamos igual de mal.
En cambio mis hijos desde primer grado almuerzan todos los días en el colegio, como su colegio no tiene cantina el almuerzo lo llevan de casa y lo calientan en microondas en el comedor. Algunas mamás les mandan sandwiches a sus hijos al colegio asegurándose que la comida fuerte sea en la noche. Otras usan los servicios de un surtidor de almuerzos que no a todos los niños les gusta. Desde casa siempre procuramos mandar la comida más balanceada y apetitosa posible, lo que no garantizaba que se la comieran, a veces hacían intercambio de loncheras, a veces regresaban con la viandera casi entera. 
En el colegio de mis hijos dan una tarde libre a la semana en bachillerato, aprovechando que tenía que buscar a Camila al colegio mientras mis otros dos hijos se quedaban a almorzar, les llevaba el almuerzo calientico de casa. De vez en cuando me daba por consentirlos recordando mis adorados tequeñones, me paraba en Tequechongo y les compraba media docena de tequeños de almuerzo. 
Eso precisamente fue lo que me comentó en tono de burla mi hija tras ver Bad Moms: "Mis amigos siempre me decían qué suerte tener una mamá que me llevaba tequeños de almuerzo, aunque yo sentía que lo que me querían decir era que sus mamás serían incapaces de mandarles semejante comida". 
Pero el episodio digno de figurar en una versión criolla de Bad Moms no fue la reprobación nutricionista de otra mamá, ni de uno de mis hijos, sino de una maestra de inglés, una maestra intensa que seguro se jactaba de vegana, la mejor prueba de cuán detestable puede ser la superioridad moral. 
En uno de esos días en los que iría a buscar a una hija al mediodía y aprovecharía para dejarle al pequeño su almuerzo calientito, me llamaron temprano en la mañana para avisarme que mi abuela de 90 años estaba muriendo. Se había descompensado en la madrugada, no se esperaba que sobreviviera las próximas 24 horas. Corrí a terapia intensiva de la Clínica San Román para acompañar a la familia y hacer cola para entrar en terapia y despedirme de la abuela. En medio de la tristeza del momento recordé que al otro lado de la ciudad tenía una hija por buscar y un niño esperando almuerzo. Isabel se regresaría con una amiga que vive cerca.  Llamé a la maestra del pequeño para decirle que estaba en una emergencia familiar, mi abuela agonizaba, si podía pedir comida para mi niño con el surtidor de almuerzos del colegio, pero ya era tarde, los almuerzos hay que pedirlos a primera hora de la mañana. 
 Llamé a mi esposo quien con gusto le llevaría un delicioso almuerzo a su compinche. Intentó comprarle una ración de pasticho en una lunchería italiana cerca de su oficina, pero estaba cerrada, así que no se le ocurrió mejor idea que ir al McDonald's de La Urbina y comprarle una cajita feliz. Se la llevó al colegio, se la dio a Isabel para que se la diera a la maestra, ella fue al salón de su hermanito, tocó la puerta, y le entregó  la bolsita marrón de McDonald's a la maestra vegana. 
Ese fue un día malo para la terapia intensiva de San Román, murieron varios pacientes, la que milagrosamente sobrevivió a pesar de todo pronóstico, fue mi abuela. El médico determinó que lo que estaba era desnutrida, le habían quitado por completo la sal de su dieta y el cuerpo humano necesita aunque sea un poquito de sal en la vida.
En la noche, exhausta emocionalmente pero feliz de que mi abuela hubiese superado la crisis, me encontré con mi niño lloroso porque no le habían mandado almuerzo al colegio. Su papá estaba indignado, cómo después de hacer una hora de cola en McDonald's no le dieron los nuggets a su muchachito. Afortunadamente un amiguito estuvo dispuesto a compartir su almuerzo con él.
Cuando fui a reclamar al colegio por el almuerzo desaparecido me dijeron que la cajita feliz apareció en la tarde, cosa tan rara, detrás de la papelera del salón. 
Debió ser un descuido. 
Pero ya con el tercer hijo uno no es tan ingenua para no saber que la superioridad moral no conoce matices, la maestra de inglés quiso darle una lección a la bad mom: "McDonald's, never ever, ni que se mueran mil abuelas, ni que los fajen chiquitos". 

viernes, 4 de noviembre de 2016

"Los espermatozoides" de Calder


Una noche a fines de los años 90 mi abuela Margot invitó a sus once nietos a cenar, nos tenía una sorpresa que no se hizo esperar: entre los papeles de mi abuelo aparecieron varios dibujos de Alexander Calder, los suficientes para que a cada uno de sus nietos le tocara dos dibujos. La suerte no estuvo de mi lado esa noche, en el sorteo familiar me tocaron quizás los menos afortunados del lote. A uno de estos dibujos lo bauticé con afecto como: "los espermatozoides", y hoy junto con su dibujo hermano ocupa en mi apartamento un espacio preferencial. 
El valor de estos "espermatozoides" pintados con marcador negro en papel blanco que se volvió sepia con el tiempo, y del otro dibujo que parece un ejercicio de líneas que se encuentran, es más que todo sentimental, ni siquiera están firmados, apenas un minúsculo testimonio de la gran amistad entre dos hombres excepcionales: Carlos Raúl Villanueva y Alexander Calder. El mayor testimonio de la comunión de ambos genios habría de ser el Aula Magna de la Ciudad Universitaria, uno de los mejores ejemplos de que la síntesis de las artes no es una entelequia. 
La amistad entre Villanueva y Calder, casi contemporáneos en edad quienes además tenían un notable parecido físico, no fue inmediata, pero la admiración de mi abuelo por la obra de Calder no tardó en germinar, por eso en el año 1951 convocó al artista norteamericano nacido en Filadelfia, a quien años atrás le había presentado el arquitecto español José Luis Sert en París, para que participara en el proyecto de síntesis de las Artes de la Ciudad Universitaria asignándole la antesala del Aula Magna. Pero Calder medio en broma insistió que él quería estar adentro, y de ahí salió la idea de las nubes acústicas de Calder, también conocidas como "los platillos voladores", con la colaboración técnica del ingeniero de sonido Robert Newman.
El artista tenía sus dudas sobre si podría ser factible tanta ambición.
"Si lo logras, eres un diablo"- le dijo Calder a mi abuelo El Arquitecto, y Diablo se quedó.
Quien revise la extensa correspondencia entre "Sandy" y "El Diablo", se dará cuenta del rápido cambio de tono de formal a lúdico, de acuerdo laboral a divertida amistad, las cartas en sí son pequeñas obras de arte con tantos dibujos como ideas escritas con afecto fraternal, cartas que Sandy solía comenzar con Kerido Karlos, donde pasaban del inglés al español al francés con la misma facilidad. Esta correspondencia se puede encontrar en la página web de la Fundación Villanueva
A lo largo de sus vidas que comenzaron a los albores del siglo XX y se extendieron hasta mediados de los años 70 -muriendo con un año de diferencia- mucho fue el pan y vino que compartieron los amigos junto con sus familias, pero solo en una ocasión lo hicieron en Caracas, en el año 1955, cuando a raíz de una exposición de Calder en el Museo de Bellas Artes organizada por Miguel Arroyo, Alfredo Boulton y Villanueva; aprovechó el ingeniero mecánico devenido en artista plástico para por fin conocer el Aula Magna. 
Cuenta la leyenda que al verse Calder bajo las imponentes nubes de colores pasó varios minutos sin pronunciar palabra, no sé qué le habrá dicho a su amigo cuando por fin recuperó el habla, pero sé con qué gesto lo celebró: Calder estaba ensamblando en la Escuela Técnica Industrial sus obras para la exposición en Caracas, y de ahí salió "La Silla del Diablo" que dio a Carlos como gesto de admiración por el logro de haber creado en conjunto una de las salas de conciertos más espectaculares del mundo. 
Mis "espermatozoides" también salieron de esa visita de Calder a nuestro país, contaba mi abuela que Calder se quedó un mes en Venezuela incluida una visita de una semana a la isla de Margarita a casa de Alfredo Boulton- tuvo la ilusión de volver con su esposa Louise pero no lo llegó a hacer- y aunque durante esa estadía se alojó en el hotel Potomac en San Bernardino, la mayoría de las noches iba a comer en casa de mis abuelos donde mi abuela se dio cuenta de que Sandy hablaba bastante bien el español:
"Claro, ¿acaso no compartí taller con Miró?"- le explicó el por qué. 
Entonces mi papá estudiaba en una Universidad en los Estados Unidos, mis tíos estaban chiquitos, los nietos ni soñábamos en nacer (no llegamos a conocer a Sandy, nuestros padres lo quisieron como a un tío), mi abuela seguro se acostaba a dormir temprano porque qué fastidio ese par de locos siempre hablando de arte, y quedaban Sandy y Karlos tomándose unos whiskys, o quizás brandy o ginebra, no sé, conversando, soñando, inventando; y de esas noches salieron los veintidós dibujos que más de cuarenta años después sorteó mi abuela entre sus once nietos, la mayoría de quienes tampoco llegaron a conocer al abuelo.  

                                                                        II

No solo "La silla del Diablo", mis "Espermatozoides", dos de las esculturas en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central,  y el resto de los dibujos repartidos entre los nietos marcó el paso de Calder por Venezuela en el año 1955, también más de sesenta obras que fueron vendidas durante la exposición en el Museo de Bellas Artes, y unas cuantas otras improvisadas que se dice regaló el buen Sandy a varias personas que trabajaron con él durante su estadía en Caracas. 
Recuerdo que en una ocasión una señora acudió a mi padre para que intercediera ante la Fundación Calder, decía que su esposo trabajó con el artista en Venezuela y le había regalado no sé si un dibujo o una esculturita. Durante años el obrero y su familia ignoraron la importancia del jovial artista gringo, se enteraron después. El señor había muerto y la familia quería vender la obra pero la Fundación Calder -que está a cargo de uno de sus nietos- se negó a autentificarla. Mi papá creyó en la palabra de la señora, tiene ojo para distinguir un Calder verdadero de uno falso como demostró cuando le tocó el engorroso deber de advertirle a un amigo de la familia que el valioso "Calder" que había comprado era una copia burda. El Calder de la señora si le parecía auténtico a mi papá y ante la conocida generosidad del artista, no cabía duda que bien se lo pudo haber regalado a su amigo herrero. Pero la Fundación Calder se resistió a autentificarlo. 
Tampoco los culpo, pocas obras de arte tan tentadoramente plagiables como un Calder, vaya que hasta yo escribí hace diez años una novela al respecto: "El móvil del delito", cuya contraportada está ilustrada con un "Calder" que hizo como divertimento un amigo artista para jugar con sus hijos. Nada reprochable en ello siempre y cuando no tenga valor comercial.  
Hace años en ciertas galerías caraqueñas comenzaron a venderse unos móviles de no sé qué artista nacional que tenían más que un parecido casual con los hanging mobiles de Calder. Imagino que de enterarse la exigente Fundación Calder no le habría gustado demasiado ese "homenaje". Por eso me sorprendió este mayo de 2016 que en la tienda del museo Guggenheim en Nueva York vendían réplicas de dos móviles "a lo Calder", supongo que con la venia de sus herederos quienes considerarán estas réplicas como los afiches de cualquier otro artista plástico que no quebrantan los copyrights de su obra.
Compré un "hanging mobile" para el cuarto de mi sobrino que estaba por nacer, además de un mini "stabile"  que hoy adorna el salón de mi casa al lado de una foto mía de niña junto con mis hermanos sentados en La silla del diablo, tomada por el fotógrafo Paolo Gasparini.  
Desde entonces no hay visita que no celebre mi "móvil de Calder" como a nunca nadie se le ha ocurrido celebrar los "espermatozoides" pintados por el pana Sandy una noche de tragos con el Kerido Karlos. Lo más divertido es que hay quienes creen que el mini móvil es un original, lo que equivaldría algo así como que tengo en mi humilde sala una obra que valdría casi más que el apartamento. Se sabe de casos de quienes les gusta exhibir en sus paredes copias de obras de artistas famosos y jactárselas de que son originales, pero en estos tiempos y en esta Venezuela yo más bien procuro aclarar lo contrario, no me vayan a torcer el pescuezo para quitarme un móvil que vale menos que hacer un mercado. 
Tampoco nada reprochable en tener la reproducción de una obra que amamos, mi abuelo decía que prefería que en sus paredes lucieran afiches de buenas obras de grandes artistas que malos cuadros. Mi abuela contaba que sus primeros cuadros de casada fueron un afiche de Picasso y otro de Cézanne. 
Lo que cuesta comprender son aquellos que con ligeras modificaciones copian la obra de un artista reconocido y la venden como propia, como vi recientemente en la vitrina de una céntrica galería en París, donde ofertaban unas versiones de móviles de Calder firmadas con otro nombre a 350 euros.
También pasa en Caracas con artistas contemporáneos, como contaré en otra intensidad porque esta se hizo demasiado larga.

PD: Cuenta mi tía Paulina tras leer esta intensidad: "Hace poco tiempo almorcé casa de Sandra Calder y le toqué el tema de esos falsos móviles que venden en los museos y hasta en galerías, me dijo que están furiosos con eso, que protestaron a los museos y que estos no pudieron hacer nada porque las tiendas son entes independientes. Así que no cuentan con la aprobación de la familia".