martes, 19 de marzo de 2024

Bajo el dintel

 



 Son las once de la mañana y el termómetro con figura de rana adherido al vidrio de la puerta de la terraza marca cuarenta y tres grados centígrados, no recuerdo semejante temperatura en Caracas, por lo menos no a mediados de marzo antes de Semana Santa, cuando debería comenzar a irse el frío que Pacheco trajera en diciembre.

Este diciembre Pacheco nunca llegó. 

A mi mamá como que se le echó a perder el termostato, cuando llego a visitarla quejándome del calor, me dice que son cosas mías, que como que todavía estoy menopáusica, que ella no siente ningún calor.

 

Y yo que a este calor casi que puedo tocarlo. 


Menos mal que mi mamá no está acalorada porque cada vez que en Caracas se siente una ola de calor, suele decir: “Hace calor de terremoto, igualito se sentía aquel julio”, y yo comienzo con la paranoia pensando que en cualquier momento la tierra se abrirá a mis pies. 


Es que mi generación quedó marcada por el terremoto que azotó a Caracas a finales de julio de 1967, aunque yo apenas tengo recuerdos de él porque acababa de cumplir cuatro años, recuerdo que estaba comiendo con mis hermanos en la cocina, que mis papás se arreglaban para salir de fiesta, que Laureano le pegó a Luis porque creía que le estaba moviendo la silla, los gritos de: “¡Terremoto!”, que mi mamá corrió a llevarnos al jardín mientras mi papá corría a buscar a Kiko que era un bebé durmiendo en su cuna, que mi tío Caruso, que tendría catorce años, se estaba quedando con nosotros porque mis abuelos paternos habían salido de viaje ese día. No recuerdo el ruido que dice mi mamá fue estremecedor, pero si recuerdo que esa noche mis abuelos maternos y varios de mis tíos fueron llegando a casa y que durante dos días dormimos acampando en el salón, lo que me pareció muy divertido.

Afortunadamente entonces no me tocó ver de cerca muerte y destrucción que tantos caraqueños vivieron, incluyendo mi tío Gonzalo que perdió a su novia en el club de playa Charaima.


 A pesar del miedo que me quedó a los temblores y terremotos, uno de los momentos más entrañables que puedo recordar en mi matrimonio ocurrió durante un sacudón, sacudón que no llegó a terremoto pero que fue poco más que un ligero temblor. Ya nuestras hijas no vivían con nosotros y nuestro hijo había salido con los amigos, debía ser un fin de semana o un día de fiesta porque era temprano en la tarde y Oscar estaba en casa. La tranquilidad de esa tarde -que no recuerdo calurosa- se vio interrumpida cuando los vidrios de la puerta de la terraza, los mismos donde hoy está adherida la ranita termómetro, comenzaron a crujir.  Supimos que no era el viento  porque los cuadros y los adornos en las mesas se movían, no tanto como para entrar en pánico, pero si lo suficiente para no tener la menor duda que estábamos ante un temblor más fuerte que los esporádicos sacudones de tierra acostumbrados en Caracas tras el terremoto del 67.


Esa tarde el temblor no fue lo fuerte sino lo mucho que duró, si hubiera sido más fuerte habría causado estragos, duró varios segundos que a mi me parecieron minutos, los suficientes para que yo agarrara del brazo a Oscar y lo llevara debajo del dintel sin puerta que separa la sala del comedor. 

En tres décadas de casados Oscar siempre fue el valiente y yo la cobarde. Mi marido me inspiraba fuerza y yo me dejaba proteger; y no fue que Oscar hubiera sufrido un ataque de histeria o se le sintiera presa del miedo, pero si le sentí por primera vez un ligero desconcierto. “El fanático de mi marido” que siempre parecía tenerle solución a todo, esa tarde se dejó llevar bajo el dintel.  

No me mal interpreten las más aguerridas feministas, no era una cuestión de género: él hombre fuerte yo mujer desvalida; era más bien una cuestión de vocación y temperamento: el ingeniero pragmático yo literata poco dada a los asuntos prácticos de la vida, por eso creo que por primera vez sentí -con cierto orgullo, para qué negarlo- que era yo quien mostrara un destello de fortaleza, esperando a que pasara el temblor sujetando a mi marido del brazo tratando de infundirle la confianza que  entonces sentía que mientras estuviéramos juntos, todo estaría bien. 

Destello de fortaleza de un pozo que no sabía que tenía en mi,  en el cual dos o tres años después me vi obligada a sumergirme de chapuzón el día en el que Oscar repentinamente murió, ese sí que fue para mi un terremoto mayor, comenzar a darme cuenta que ya no seríamos dos, pero que eventualmente la vida sigue, y una sola, poco a poco, aprende a vivir. 


2 comentarios:

krina dijo...

Por fin alguien me apoya cuando afirmo que el cambio climático ya llegó a Caracas. Y pensar que nuestra eterna primavera era como la única ventaja sólida que le llevamos a otros sitios en el mundo.

Anónimo dijo...

Felicitaciones Pikifriky. Regresar a tus artículos es maravilloso para ti y para nosotros todos.