lunes, 31 de enero de 2011

En el Universitario


En el año 2004 mi amiga Carola se hizo fanática de Caribes de Oriente. Esta Licenciada en Letras después de una vida decretándose Magallanera, cuando el presidente Chávez usó su fanatismo por la novena turca como propaganda política, dijo: “Hasta aquí me trajo el río”, y rompió en pedacitos su carnet . Y aunque su primo José Ignacio Cabrujas dejó testimonio que cambiar de equipo no es fácil, Carola encontró en la exclusiva afición de Caribes de Oriente el perfecto objeto de su peculiar fanatismo peloteril, porque vamos a estar claros, mi amiga sabrá mucho de estructura dramática, pero es incapaz de distinguir al sior, como ella llama al campo corto, del tercera base.
“No quiero a esa camaleona en mi casa”, exigió mi marido al enterarse del cambio de equipos. Lo conozco, el padre de mis hijos es incapaz de tomar en serio a quien abandona una afición de toda la vida, como no toma en serio a un niño que siempre va por el equipo que está ganando. Si Carola hubiera traspasado su afecto a otro equipo, digamos, a las Águilas del Zulia, él tan sólo se habría reído: “esa amiga tuya si tiene cosas”, pero ¿a Caribes de Oriente? ¡Aaaay Caribes de Oriente! El equipo de Puerto la Cruz en el año 2004 fue el Némesis del fanático de mi marido.
 Para entender semejante conflicto habría que remontarse a principios de la temporada 2003-2004 cuando por primera vez en mucho tiempo la novena de los escualos prometía dar la batalla. El pequeño Ozzie cumpliría cuatro años, iba siendo hora de llevarlo al Universitario para oír el grito de guerra: “¡Ehhh, La Guaira!” al ritmo de los tambores de Naiguatá. Traté de darle largas al asunto, sé de niños que sus padres los llevan tan pequeños al estadio, que se aburren y terminan odiando al béisbol. No quería que eso le pasara a Ozzie, soñaba con que su primer juego fuera un evento inolvidable y sabía que para ello tenía que distinguir un foul de un jonrón. Además, durante años los Tiburones no habían hecho sino romperle el corazón al fanático de mi marido, me negaba a que el pequeño Ozzie sufriera el desasosiego del despecho deportivo.
Cuando en noviembre de 2003, los Tiburones por fin mostraban los colmillos a sus adversarios, el fanático de mi marido desempolvó el bate de Mickey Mouse para enseñarle a su hijo cómo no quitarle la mirada a la bola si la quería sacar del parque. El pequeño Ozzie resultó un alumno tan entusiasta que su padre planificó su primera ida al estadio, sólo para hombres, un momento Master Card, para ver a los Tiburones comerse en salsa a los Cardenales de Lara. Quería que fuera una sorpresa, pero olvidó decírmelo a mí y yo le había ofrecido a Ozzie ir al cine ese sábado en la tarde. Entre cine y béisbol, el pequeño Ozzie escogió el cine, y su padre me hizo una acusación impía: “Si al niño no le gusta el béisbol, es culpa tuya”.
Traté de convencer a Ozzie que dejáramos el cine para otro día, pero fue inútil. Para colmo, esa tarde los Tiburones blanquearon a los Cardenales. Durante semanas pensé que nuestro matrimonio había llegado a su fin porque mi marido no hacía sino recriminarme el desperdiciar una oportunidad dorada de llevar a nuestro futuro grande liga al estadio. Fue necesario que Los Navegantes no clasificaran para el round robin y que La Guaira eliminara a Los Leones, para que el muy rencoroso padre recuperara su sonrisa y la intención de ir con su hijo a ver en acción a los Tiburones.
II
Del primer intento de llevar al pequeño Ozzie al Universitario, el fanático de mi marido aprendió una lección: no dejar a su mujer por fuera. Y pensar que nuestro noviazgo tuvo como escenario el palco arriba de primera base del Universitario. Eran los años 80, década en la que vivíamos con la entrañable seguridad de que cada cinco años habría elecciones presidenciales y que los Tiburones de la Guaira darían la pelea hasta el final. Después de un largo noviazgo con una chica indiferente al béisbol, mi ardiente enamorado no podía creer que había encontrado en esta estudiante de Arte a una novia que sabía que un wild pitch no era un cocktail de ron, y además, era aficionada a los Tiburones de la Guaira. Y yo, después de varios pretendientes que se negaron a llevarme al estadio, por fin encontré en este ingeniero civil a un hombre que se regocijaba en ser bañado de cerveza bajo el grito delirante de : “¡Tiburones, eh!”.
 Eran los tiempos de Ozzie Guillén, Luis Salazar, Café Martínez, Norman Carrasco, Raúl Pérez Tovar, Aurelio Monteagudo, Alfredo Pedrique, Luis Mercedes Sánchez, y del inolvidable Gustavo Polidor. Nos sentábamos rodeados de amigos anónimos con los que celebrábamos milagrosas atrapadas contra la pared y jonrones con las bases llenas. Sin olvidar a Jerónimo, el cervecero que dejaba descansar su caja en el piso para comentar una jugada. En la mitad del partido siempre se colaba en el campo un fanático al que apodaban “Pañuelito”, porque agitaba un pañuelo blanco animando a los fanáticos de los Tiburones.
Los años pasaron, la liga venezolana se expandió de 6 equipos a 8. Los Tiburones de la Guaira en los años noventa no vieron luz. Nos casamos, nacieron nuestros hijos, el romance del noviazgo se transformó en la cotidianidad del matrimonio, murió primero Perucho y después Peruchito Padrón: dueños y almas de los Tiburones; el virus de la política infectó a los venezolanos con la llegada a Miraflores de un presidente magallanero que promete quedarse en el poder durante más de veinte años; y así, poco a poco, dejamos de ir al Universitario.
III
Estadísticamente las probabilidades estaban a nuestro favor, de la serie de once juegos Tiburones-Caribes, sólo ganamos dos, no podíamos perder tanto con los indios orientales. Por eso, con la confianza de que ese sábado de enero terminaríamos con la mala racha que nos había convertido en la sopa de Caribes y pasaríamos a la final por primera vez en catorce años, decidimos que ése era el día señalado por los dioses para llevar al pequeño Ozzie al estadio. Y aunque sonaba tentador tener la tarde libre para ir al cine a ver una película francesa, por nada del mundo me quise perder la primera visita de mi niño al Universitario; además, quería sentir al estadio rugiendo: “¡Se va, se va, se va!”.
Dicen que la política no se debe mezclar con los deportes porque los envilecen, pero en ese año de una Venezuela polarizada ni el béisbol se salvó. Ningún funcionario de alto perfil del gobierno se atrevía a pisar un estadio nacional porque se arriesgaba a una pita. El presidente Chávez, aficionado a la pelota, trató de superar este despecho invitando a los equipos de béisbol profesional a jugar en Fuerte Tiuna, creó ligas paralelas que no terminaron de arrancar. Pero al sintonizar cualquier juego de pelota nacional, entre las voces de los locutores narrando una atrapada asombrosa o una bola que caía de piconazo, se oía clarito el rugido: “Se va, se va, se va”, y no precisamente refiriéndose a una bola de jonrón.
                                                                     IV
A las cinco y media de una oscura tarde de enero, me encontré sentada con mi hijo y mi marido en el palco de tercera base, el de los visitantes a la hora de jugar Los Tiburones en el Universitario. Fueron los únicos asientos que conseguimos. Entramos en el segundo inning y ya la Guaira iba perdiendo cuatro carreras por cero, no habíamos terminado de sentarnos cuando un bate quebrado rozó nuestras cabezas. Como ahora soy madre y no novia, pregunté aterrada: “¿Aquí estamos seguros?” El fanático de mi marido me tranquilizó: “Siempre que no bateé un zurdo”.
A nuestros amigos de entonces no los vimos, ni al cervecero Jerónimo, ni a Pañuelito que fue reemplazado por un tiburón igualito a los muñecos de Disney. A mi marido estas ausencias no lo afectaron, en cuestión de minutos entabló amistad con un gordito sentado en frente a nosotros con una novia con cara de fastidio. Una fila más abajo, un musculoso seguidor de Caribes de Oriente se volteaba para comentar los aciertos y metidas de pata de los managers. Y en la fila de atrás, un joven papá le explicaba a su bebé cada una de las jugadas. 
Los refrescos y cervezas ya no se vendían en botellas sino en vasos de cartón. Extrañé las arepas del Morocho, las cotufas de bolsita, y a los vendedores ambulantes ofreciendo: “¡Papita, maní, tostón!”. A lo largo del estadio, muchachas uniformadas ofrecían mini pizzas Papa Johns. Entre refrescos y pizza, el pequeño Ozzie a cada rato preguntaba: “¿Los tiburones van ganando?” La barra escuala aupaba a su equipo y los tambores de Naiguatá no pararon de sonar. Las consignas políticas tampoco faltaron, en varias oportunidades se oyó el canto de: “Se va, se va, se va”, pero donde estábamos sentados nadie quiso cantar, sólo un señor de bigotes que molesto gritaba: “¿Es que acaso son chavistas?” No, sencillamente en ese instante viendo como un equipo pasaba a la final y otro tenía que guardar sus esperanzas para el próximo año, engavetamos la política por un rato.
La Guaira perdió esa tarde 8 a 6, según el fanático de mi marido la diferencia se llama Magglio Ordóñez: “ Ve un huequito y pone la bola”. Lo que si quedó claro es que los Tiburones ese año fuimos la sopa de Caribes. Al día siguiente, al perder en diez innings con los Tigres de Aragua, quedamos eliminados. De más está decir que mi amiga Carola andaba emocionadísima con el pase de Caribes a la final, estaba segura de que iban a ganar: “En Venezuela estamos demasiado acostumbrados a matar tigres”. Pero ese año los Tigres no se dejaron caribear y quedaron campeones de la temporada 2003-2004.

Ayer por fin ganaron Caribes, que ya no son de Oriente sino de Anzoátegui, el campeonato nacional de beisbol ante sus verdugos del 2004, Los Tigres de Aragua, por eso rescato esta vieja crónica ilustrada por Rogelio Chovet.

domingo, 23 de enero de 2011

Dos librerías cierran la santamaría


La noticia la dio ayer Adriana Bertorelli en Facebook: que la librería Lectura cerró la santamaría, por lo menos su capítulo en el legendario Centro Comercial Chacaíto. Dicen que Walter y su equipo están en busca de un local de alquiler más solidario. Ojalá sea así.
El cierre de Lectura me enguayabó pero no me extrañó, hace menos de una semana paseando por Chacaíto fui a dar la vuelta de rigor a la librería del sótano y la encontré agonizando con los anaqueles parcialmente vacíos. La sección de libros infantiles, donde surtía de niña mi biblioteca con libros de cuentos de hadas del Círculo de Lectores, estaba desmantelada. Ya no quedaban ni los Mortadelo y Filemón que sobrevivieron hasta hace poco. No me atreví a preguntarle a los libreros sobre la salud del enfermo, pero supe que la próxima vez que regresara a Chacaíto lo más seguro es que Lectura ya no estaría.
Y no es Lectura la única librería en cerrar que me remonta a la infancia, Puntos y Comas de la Unidad Comercial La Florida también bajó la santamaría. La librería del señor Fiori, un comercio vecinal sin el prestigio literario de Lectura, influyó mucho en mi amor a la leer porque ahí me surtía de suplementos cuando era niña, y de adulta, de vez en cuando, encontraba un libro viejo con precio de hace 30 años como la Obra Humorística de Andrés Eloy Blanco.


Ambas librerías inauguradas en los años 60 quedaban en proyectos comerciales similares, de cuando se apostaba por un clima de eterna primavera, abiertos a la ciudad, al contrario del cerrado edificio de oficinas y comercios que prevaleció a partir de los años 70 con construcciones tipo Concresa y Centro Ciudad Comercial Tamanaco, y el tipo Mall gringo que llegó a este valle en los años 90 con el primer Sambil. Ya el caraqueño no parece apostar por su envidiable clima sino por la sensación de seguridad que da el ambiente cerrado a la ciudad.
Puede que más de 40 años sea una respetable cifra para la sobrevivencia de un modesto negocio comercial, pero sin duda duele ver cómo las librerías se convirtieron en un animal en extinción, no sólo en Venezuela, grandes cadenas comerciales como Borders y Barnes & Noble se han visto notablemente afectadas por el auge de los libros digitales y la venta por Internet. En el caso de Venezuela estas no serían las razones para su cierre porque el fenómeno de la lectura digital no ha llegado aquí, pero sí tenemos la dificultad para adquirir dólares para importar libros que le ha puesto la soga al cuello a más de una librería.
Hay quien dice que el venezolano no lee, yo creo que por el contrario en nuestro país hay grandes lectores que han logrado la supervivencia contra viento y marea de pequeñas librerías, esas de librero, las únicas capaces de soportar cualquier temporal, por eso tengo fe que Walter encuentre otro punto donde montar Lectura para seguir surtiendo a varias generaciones de lectores, y el señor Fiori pueda volver a subir la santamaría de Puntos y Comas en La Florida donde los niños agarraban ellos mismos sus cartulinas.

sábado, 22 de enero de 2011

Pupitres vacíos



A finales del 2010 publicaron una crónica en el New York Times sobre cómo en Venezuela, mientras emigra la clase media profesional, llegan cientos de inmigrantes que en sus países de origen vivían en la miseria. Nada reprochable en tenderle una mano a los menos afortunados, pero cómo no preguntarse qué será de esta tierra de gracia sufriendo una masiva fuga de talento nacional, llevándose a sus familias con ellos.
Hace poco vi una foto de mi hija Isabel con sus dos mejores amigas de preescolar: Sofía y Claudia, la foto es del 2000, cuando tenían seis años, mas allá del típico cómo pasa el tiempo, tan cuchis que eran, impresiona que de las tres niñas solo Isabel aún vive en Venezuela: Claudia se fue en primer grado a España, de donde eran oriundos sus abuelos, y Sofía se mudó hace  años a Canadá donde su mamá trabaja como maestra.
2010 ha sido un comienzo de año escolar particularmente duro, al regresar a clases Isabel encontró varios pupitres vacíos: de un grupo de 40 de lo que sería la promoción 2012, 8 estudiantes se fueron a vivir al exterior, seis se sabía que no regresarían, pero dos de ellos fue en vacaciones que sus padres tomaron la decisión de emigrar. No soportaron más la incertidumbre de barco a la deriva en la que muchos nos sentimos navegando en la actual Venezuela. Una de las familias se fue a Panamá, la otra a Houston.
En enero de 2011, Valentina fue la novena amiga de Isabel en menos de un año que se mudó al exterior con su familia. Otro pupitre quedó vacío. En la crónica del NYT llaman a este fenómeno: “balseros del aire”, porque en lugar de en balsa como tantos cubanos, los emigrantes venezolanos se van en avión.
No hablamos de familias ricas que vivirán de las rentas, sino de clase media profesional que además de la inseguridad, del álgido ambiente político de lo últimos 12 años, de cuánto ha disminuido la calidad de vida ciudadana, sienten cómo sus posibilidades de producir en Venezuela se van reduciendo... y si tan solo fuera eso, temen por sus hijos, que puedan ser víctimas de la violencia, o que una vez graduados en las excelentes universidades que seguimos teniendo, un Estado cada vez más voraz y exigente en su fidelidad política sea su único empleador.
Estos pupitres vacíos no se llenan fácilmente, la historia de escolares que  emigran se repite desde hace años en muchos colegios caraqueños, con un notable incremento en el 2010. Recuerdo que en la década del 70 –cuando yo estudiaba en el colegio Santiago de León de Caracas- los compañeros que se iban era porque cambiaban de escuela, rara vez porque emigraran, pero llegaban estudiantes nuevos a ocupar esos pupitres vacíos, algunos huyendo con sus familias de gobiernos militares.
Son pocos los niños, hijos de profesionales, que hoy inmigran a Venezuela. Qué profesional extranjero criaría a su familia en un país violento y revolucionado. Quizás algunos aplauden revoluciones ajenas desde lejos y hasta hacen negocios con ellas, pero invítenlos a vivir en esta utopía roja para ver cuántos aceptarían mudar a los suyos al paraíso socialista.  
No todos los profesionales de este país revolucionado tenemos armado un Plan B, muchos apostamos hasta el final por Venezuela. Mi amiga Ana, que tampoco tiene plan B pero es más ácida que yo, suspira: “con tal de que no nos pongamos viejitas tomando cocuy casero y comentando a la luz de una vela que, tarde o temprano, la situación en Venezuela tiene que mejorar”.

Artículo publicado en El Nacional el sábado 22 de enero de 2011

domingo, 16 de enero de 2011

El objeto contundente


Cuando mi ahijado Carlos Guillermo cumplió 7 o 8 años quise comérmela y le regalé su primera patineta. Al ver la nave -una de esas patinetotas como en las que su mamá y su madrina nos lanzábamos sentadas por las bajadas de Cerro Verde a los 13 años- al niño se le iluminaron los ojazos marrones y abrazándome me dijo: "¡Eres la mejor madrina del mundo!".
Días después, cuando nos volvimos a ver, el pobre muchachito estaba todo magullado. Carlos, hoy recién graduado de Comunicación Social, supo entonces transmitir muy bien su mensaje: "Madri: ¿por qué me regalaste un juguete tan peligroso?".
En ese momento me sentí como la peor madrina del mundo.
Recordé esta anécdota cuando en enero de 2011, pasando el equipaje de mano por el control de seguridad del aeropuerto Santiago Mariño en la isla de Margarita, a mi pequeño Ozzie la guardia del aeropuerto le prohibió ingresar la minipatineta que le había traído el niño Jesús:
"La patineta no puede ir en cabina".
"Cómo qué no puede", pregunté entre sorprendida e indignada.
"Es un objeto contundente, peligroso".
Me constaba que una patineta podía ser peligrosa, mi ahijado daría fe de ello, después de todo una patineta, como cualquier aparato con ruedas, conlleva cierto riesgo. Esta minipatineta Razor en especial, modelo sole-skate, se la regalaron a un vecinito del edificio en diciembre, apenas verla Ozzie se antojó que quería una idéntica de regalo de navidad, así que entré por Internet en Amazon para investigar el precio y la seguridad del juguete.
El precio de la sole skate parecía accesible para el Niño Jesús. En cuanto a la seguridad, según las recomendaciones de los clientes de Amazon, la pequeña patineta está diseñada para muchachos, aunque como es lógico cualquier mala caída podía ser peligrosa, pero el mayor riesgo era para los adultos que tratan de hacer maromas en ellas, no soportan grandes pesos.
En el viaje de ida a Margarita, gracias a los folletos de Rattan que reparten en la entrada del avión, supimos que la Sole Skate se conseguía en la isla. El 25 de diciembre ya el pequeño Ozzie se paseaba en su minipatineta ante la pandilla del condominio vacacional. Sus padres lo veíamos satisfechos de que el Niño Jesús la había pegado y que el juguete no representaría una carga en el equipaje porque la patinetica es del tamaño de un triángulo de los anaranjados que se pone en la calle cuando se accidenta un carro, los niños las llevan guindadas en el morral.
Días después, viendo a Ozzie pasearse en su minipatineta por el aeropuerto Santiago Mariño esquivando por centímetros los tobillos de otros viajeros, en la cola para chequear el equipaje insistí que la metiéramos en una maleta, pero tanto el padre como el hijo desdeñaron la idea: debía recordar que la sole-skate estaba diseñada para ir guindada en el morral, además, qué mejor lugar para montarla que en un aburrido aeropuerto.
El pleito seguía tras comprar las chucherías de última hora, entregando los pasajes al funcionario para pasar a la zona de embarque, la fastidiosa madre insistía: "Es peligroso, se va a llevar a alguien por delante, la debimos haber guardado en el equipaje".
Pensamos que el funcionario que cotejaba los documentos estaba echando broma cuando ofreció su granito de arena a la discusión: "Debieron hacerle caso a la señora, es peligrosa, a esa patineta no la van a dejar meter en el avión".
La broma resultó no ser broma, a pesar de que guardamos la sole-skate dentro del morral de Ozzie, al pasar por la cámara de rayos X los guardias le pidieron abrir el morral al niño, y sacando la minipatineta, le dijeron que no podía meterla en la cabina de pasajeros del avión. Entonces fue cuando vino la explicación: "Es un objeto contundente, peligroso".
De nada sirvió tratar de hacer entrar a los funcionarios en razón, prometer que del morral no saldría, que le vieran el tamaño por Dios, más contundente era El Palestino, el libro de moda, un librazo de esos y cualquiera es capaz de someter a la tripulación. Pero los guardias no tuvieron clemencia ante la desazón del pequeño Ozzie, la minipatineta debía ir por carga, ¿porqué no la metíamos en el carry on del papá y la chequeábamos?
El papá se negó rotundamente, dijo que ahí llevaba la computadora, y antes de que le fueran a abrir su carry on, lo dejó a cargo de la hija mayor y salió apurado de la zona de embarque con la minipatineta. Volvió minutos después con un ticket: "La mandé por carga, la empleada de Laser me aseguró que no se perdería".
No soy de las que insisten "les dije que debimos meterla en una maleta", pero sí le pregunté al padre de la criatura porqué la negativa de meterla en el carry on y mandarla por carga, estaría más segura, después de todo la computadora cabía en mi carterón. Resulta que quien logró entrar un objeto contundente al avión fue él: no quiso dejar en Margarita una botella de Whisky abierta dos noches atrás, y decidió meterla en el equipaje de mano. Si la minipatineta prendió la alarma de seguridad, la botella no embalada pasó, lo que a mi marido le hacía más absurdo el decomiso del juguete:
 "Yo rompo esa botella, se la pongo en la yugular a la aeromoza, y someto a la tripulación"
No sabía que estaba casada con un terrorista en potencia.
35 minutos duró el vuelo, una hora después de aterrizar en Maiquetía, tras ver salir de la manga del equipaje maletas, maletines, cunas portátiles, tablas de surf, cajas y cajas de licor; la minipatinetica nada que salía. Por las mejillas del pequeño Ozzie comenzaban a correr lagrimones que el niño trataba de controlar porque se está haciendo grande. Estábamos por irnos resignados a que la minipatineta se había perdido cuando una empleada de Laser llegó blandiendo la sole-skate sin saber de qué se trataba: "¿De quién es esto?".
Fue el último objeto en salir del avión, inmediatamente la tristeza de los ojos de Ozzie se transformó en alegría, puso la sole skate en el piso y salió del aeropuerto patineteando. Viéndolo esquivar a quienes ofrecen servicio de taxi, sus padres estuvimos a punto de abrir en el terminal el carry on, sacar la botella de whisky, y celebrar ahí mismo la felicidad del sospechoso y la aparición de su objeto contundente.

domingo, 9 de enero de 2011

Quién dijo que viajar es fácil


Quienes ven la situación del país color de rosa se jactan de que en el 2010 los vuelos de diciembre Caracas-Miami estaban agotados desde agosto, señal que la situación económica en Venezuela es esplendorosa. Otros opinan lo contrario: que esto se debe a que el número de vuelos a los Estados Unidos ha sido drásticamente reducido, por ejemplo si hace unos años salían vuelos diarios a Nueva York de varias aerolíneas, hoy solo American Airlines tiene dos vuelos semanales, quienes quieran llegar a Nueva York deben hacerlo vía Miami o Atlanta. Lo mismo pasa con otras ciudades. En temporada alta hay que planificar cualquier viaje con meses de antelación hasta para destinos nacionales como la isla de Margarita.
El 20 de diciembre en el bullicioso terminal nacional de Maiquetía, a pesar del gentío que se agolpaba nervioso en la puerta que daba acceso al avión de Laser, mi esposo tranquilizaba a la familia mostrándonos las tarjetas de embarque: “No se preocupen que compré los pasajes en septiembre, tenemos asignados 5 puestos de la fila 8, nadie nos los va a quitar”.
 “Qué optimismo” pensé viendo a decenas de vacacionistas blandiendo sus tarjetas de embarque mientras el orondo padre de familia, con la confianza de la planificación temprana, resolvía un sudoku como si la angustia de quedarse varado en Maiquetía no fuera con él.
Yo no estaba tan confiada, llegamos a las 10.30 am al aeropuerto y el vuelo de Laser a Margarita que salía a esa hora se anunciaba con retraso en la pantalla. La cola para chequear las maletas fue lenta porque tenían prioridad los del vuelo de las 12.30 pm, hora que salió el avión de las 10 y 30.  “Hoy va a ser un día largo”,  presentí mientras la familia compartía una pizza dentro del terminal aéreo justo a la hora en la que deberíamos estar abordando el avión, imaginé que no llegaríamos a Guacuco antes del anochecer.   
El  optimista de la pareja por fin se dio cuenta que tener las tarjetas de embarque no equivale a montarse en el avión cuando el personal de tierra de Laser anunció que una aeronave más grande despegaría a las 4.30 uniéndose los dos vuelos pendientes a Margarita. Todos los pasajeros del de las 12.30 se irían en ese avión, y cuantos cupieran del vuelo de la 1.30 teniendo prioridad los pasajeros de la tercera edad y quienes viajaban con niños, características que describen a 3 cuartas partes de los  temporadistas navideños.
Tras abordar el avión los pasajeros del vuelo de las 12.30 de lo más civilizados, la puerta de embarque se volvió como el acceso a la última balsa del Titanic: señoras que jamás habrían confesado la edad esgrimían orgullosas su cédula, a una mamá que viajaba sola con 3 niños pequeños los demás pasajeros le cerraban inclementes el paso, un papá con un niño en los hombros era empujado por un manganzón que le gritaba indignado: “¡No te colees!”.
Quién sabe que habría sido de nosotros  de no ser porque nuestro chamo de diez años, ante el asombro de sus resignados-a-quedarse padres, se escabulló entre la multitud y entró en la manga de embarque cual pequeño polizón. Una aeromoza al darse cuenta de un muchachito solo gritó: “¿Dónde está la familia de este niño?” y logramos ocupar los últimos puestos del avión. En el aeropuerto quedaron muchos pasajeros varados. Sabrá Dios qué habrá sido de ellos.
Ni soñar la fila 8, nos sentamos donde encontramos, viendo las verdes montañas de la costa quedarse atrás, suspiré aliviada: “¿Quién dijo que viajar es fácil?”.

Artículo publicado el 8 de enero en El Nacional, la foto ilustra la hora en la que salimos del aeropuerto de Margarita rumbo Guacuco, un vuelo de media hora termina representando un viaje de 9 horas.