En el año 2004 mi amiga Carola se hizo fanática de Caribes de Oriente. Esta Licenciada en Letras después de una vida decretándose Magallanera, cuando el presidente Chávez usó su fanatismo por la novena turca como propaganda política, dijo: “Hasta aquí me trajo el río”, y rompió en pedacitos su carnet . Y aunque su primo José Ignacio Cabrujas dejó testimonio que cambiar de equipo no es fácil, Carola encontró en la exclusiva afición de Caribes de Oriente el perfecto objeto de su peculiar fanatismo peloteril, porque vamos a estar claros, mi amiga sabrá mucho de estructura dramática, pero es incapaz de distinguir al sior, como ella llama al campo corto, del tercera base.
“No quiero a esa camaleona en mi casa”, exigió mi marido al enterarse del cambio de equipos. Lo conozco, el padre de mis hijos es incapaz de tomar en serio a quien abandona una afición de toda la vida, como no toma en serio a un niño que siempre va por el equipo que está ganando. Si Carola hubiera traspasado su afecto a otro equipo, digamos, a las Águilas del Zulia, él tan sólo se habría reído: “esa amiga tuya si tiene cosas”, pero ¿a Caribes de Oriente? ¡Aaaay Caribes de Oriente! El equipo de Puerto la Cruz en el año 2004 fue el Némesis del fanático de mi marido.
Para entender semejante conflicto habría que remontarse a principios de la temporada 2003-2004 cuando por primera vez en mucho tiempo la novena de los escualos prometía dar la batalla. El pequeño Ozzie cumpliría cuatro años, iba siendo hora de llevarlo al Universitario para oír el grito de guerra: “¡Ehhh, La Guaira!” al ritmo de los tambores de Naiguatá. Traté de darle largas al asunto, sé de niños que sus padres los llevan tan pequeños al estadio, que se aburren y terminan odiando al béisbol. No quería que eso le pasara a Ozzie, soñaba con que su primer juego fuera un evento inolvidable y sabía que para ello tenía que distinguir un foul de un jonrón. Además, durante años los Tiburones no habían hecho sino romperle el corazón al fanático de mi marido, me negaba a que el pequeño Ozzie sufriera el desasosiego del despecho deportivo.
Cuando en noviembre de 2003, los Tiburones por fin mostraban los colmillos a sus adversarios, el fanático de mi marido desempolvó el bate de Mickey Mouse para enseñarle a su hijo cómo no quitarle la mirada a la bola si la quería sacar del parque. El pequeño Ozzie resultó un alumno tan entusiasta que su padre planificó su primera ida al estadio, sólo para hombres, un momento Master Card, para ver a los Tiburones comerse en salsa a los Cardenales de Lara. Quería que fuera una sorpresa, pero olvidó decírmelo a mí y yo le había ofrecido a Ozzie ir al cine ese sábado en la tarde. Entre cine y béisbol, el pequeño Ozzie escogió el cine, y su padre me hizo una acusación impía: “Si al niño no le gusta el béisbol, es culpa tuya”.
Traté de convencer a Ozzie que dejáramos el cine para otro día, pero fue inútil. Para colmo, esa tarde los Tiburones blanquearon a los Cardenales. Durante semanas pensé que nuestro matrimonio había llegado a su fin porque mi marido no hacía sino recriminarme el desperdiciar una oportunidad dorada de llevar a nuestro futuro grande liga al estadio. Fue necesario que Los Navegantes no clasificaran para el round robin y que La Guaira eliminara a Los Leones, para que el muy rencoroso padre recuperara su sonrisa y la intención de ir con su hijo a ver en acción a los Tiburones.
II
Del primer intento de llevar al pequeño Ozzie al Universitario, el fanático de mi marido aprendió una lección: no dejar a su mujer por fuera. Y pensar que nuestro noviazgo tuvo como escenario el palco arriba de primera base del Universitario. Eran los años 80, década en la que vivíamos con la entrañable seguridad de que cada cinco años habría elecciones presidenciales y que los Tiburones de la Guaira darían la pelea hasta el final. Después de un largo noviazgo con una chica indiferente al béisbol, mi ardiente enamorado no podía creer que había encontrado en esta estudiante de Arte a una novia que sabía que un wild pitch no era un cocktail de ron, y además, era aficionada a los Tiburones de la Guaira. Y yo, después de varios pretendientes que se negaron a llevarme al estadio, por fin encontré en este ingeniero civil a un hombre que se regocijaba en ser bañado de cerveza bajo el grito delirante de : “¡Tiburones, eh!”.
Eran los tiempos de Ozzie Guillén, Luis Salazar, Café Martínez, Norman Carrasco, Raúl Pérez Tovar, Aurelio Monteagudo, Alfredo Pedrique, Luis Mercedes Sánchez, y del inolvidable Gustavo Polidor. Nos sentábamos rodeados de amigos anónimos con los que celebrábamos milagrosas atrapadas contra la pared y jonrones con las bases llenas. Sin olvidar a Jerónimo, el cervecero que dejaba descansar su caja en el piso para comentar una jugada. En la mitad del partido siempre se colaba en el campo un fanático al que apodaban “Pañuelito”, porque agitaba un pañuelo blanco animando a los fanáticos de los Tiburones.
Los años pasaron, la liga venezolana se expandió de 6 equipos a 8. Los Tiburones de la Guaira en los años noventa no vieron luz. Nos casamos, nacieron nuestros hijos, el romance del noviazgo se transformó en la cotidianidad del matrimonio, murió primero Perucho y después Peruchito Padrón: dueños y almas de los Tiburones; el virus de la política infectó a los venezolanos con la llegada a Miraflores de un presidente magallanero que promete quedarse en el poder durante más de veinte años; y así, poco a poco, dejamos de ir al Universitario.
III
Estadísticamente las probabilidades estaban a nuestro favor, de la serie de once juegos Tiburones-Caribes, sólo ganamos dos, no podíamos perder tanto con los indios orientales. Por eso, con la confianza de que ese sábado de enero terminaríamos con la mala racha que nos había convertido en la sopa de Caribes y pasaríamos a la final por primera vez en catorce años, decidimos que ése era el día señalado por los dioses para llevar al pequeño Ozzie al estadio. Y aunque sonaba tentador tener la tarde libre para ir al cine a ver una película francesa, por nada del mundo me quise perder la primera visita de mi niño al Universitario; además, quería sentir al estadio rugiendo: “¡Se va, se va, se va!”.
Dicen que la política no se debe mezclar con los deportes porque los envilecen, pero en ese año de una Venezuela polarizada ni el béisbol se salvó. Ningún funcionario de alto perfil del gobierno se atrevía a pisar un estadio nacional porque se arriesgaba a una pita. El presidente Chávez, aficionado a la pelota, trató de superar este despecho invitando a los equipos de béisbol profesional a jugar en Fuerte Tiuna, creó ligas paralelas que no terminaron de arrancar. Pero al sintonizar cualquier juego de pelota nacional, entre las voces de los locutores narrando una atrapada asombrosa o una bola que caía de piconazo, se oía clarito el rugido: “Se va, se va, se va”, y no precisamente refiriéndose a una bola de jonrón.
IV
A las cinco y media de una oscura tarde de enero, me encontré sentada con mi hijo y mi marido en el palco de tercera base, el de los visitantes a la hora de jugar Los Tiburones en el Universitario. Fueron los únicos asientos que conseguimos. Entramos en el segundo inning y ya la Guaira iba perdiendo cuatro carreras por cero, no habíamos terminado de sentarnos cuando un bate quebrado rozó nuestras cabezas. Como ahora soy madre y no novia, pregunté aterrada: “¿Aquí estamos seguros?” El fanático de mi marido me tranquilizó: “Siempre que no bateé un zurdo”.
A nuestros amigos de entonces no los vimos, ni al cervecero Jerónimo, ni a Pañuelito que fue reemplazado por un tiburón igualito a los muñecos de Disney. A mi marido estas ausencias no lo afectaron, en cuestión de minutos entabló amistad con un gordito sentado en frente a nosotros con una novia con cara de fastidio. Una fila más abajo, un musculoso seguidor de Caribes de Oriente se volteaba para comentar los aciertos y metidas de pata de los managers. Y en la fila de atrás, un joven papá le explicaba a su bebé cada una de las jugadas.
Los refrescos y cervezas ya no se vendían en botellas sino en vasos de cartón. Extrañé las arepas del Morocho, las cotufas de bolsita, y a los vendedores ambulantes ofreciendo: “¡Papita, maní, tostón!”. A lo largo del estadio, muchachas uniformadas ofrecían mini pizzas Papa Johns. Entre refrescos y pizza, el pequeño Ozzie a cada rato preguntaba: “¿Los tiburones van ganando?” La barra escuala aupaba a su equipo y los tambores de Naiguatá no pararon de sonar. Las consignas políticas tampoco faltaron, en varias oportunidades se oyó el canto de: “Se va, se va, se va”, pero donde estábamos sentados nadie quiso cantar, sólo un señor de bigotes que molesto gritaba: “¿Es que acaso son chavistas?” No, sencillamente en ese instante viendo como un equipo pasaba a la final y otro tenía que guardar sus esperanzas para el próximo año, engavetamos la política por un rato.
La Guaira perdió esa tarde 8 a 6, según el fanático de mi marido la diferencia se llama Magglio Ordóñez: “ Ve un huequito y pone la bola”. Lo que si quedó claro es que los Tiburones ese año fuimos la sopa de Caribes. Al día siguiente, al perder en diez innings con los Tigres de Aragua, quedamos eliminados. De más está decir que mi amiga Carola andaba emocionadísima con el pase de Caribes a la final, estaba segura de que iban a ganar: “En Venezuela estamos demasiado acostumbrados a matar tigres”. Pero ese año los Tigres no se dejaron caribear y quedaron campeones de la temporada 2003-2004.
Ayer por fin ganaron Caribes, que ya no son de Oriente sino de Anzoátegui, el campeonato nacional de beisbol ante sus verdugos del 2004, Los Tigres de Aragua, por eso rescato esta vieja crónica ilustrada por Rogelio Chovet.
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