martes, 31 de octubre de 2017

Todavía comiendo lumpias en Caracas



Mi primo Carlos dice que no hay chino malo. De restaurantes de comida china, por supuesto, estamos hablando. La comida china cantonesa es como Mc Donalds, a donde uno vaya sabe qué esperar de lo que va comer. Aunque sin duda hay restaurantes chinos donde se come mejor que otros, y eso se nota de entrada en las lumpias: algunas veces es necesario usar una servilleta para quitarles el exceso de grasa, otras tan crujientes que provoca comerse dos, hay en las que pichirrean el relleno, y donde las ofrecen pequeñas como tequeños; pero parafraseando a Gertrude Stein: una lumpia es una lumpia es una lumpia. Igual que otros fijos de la comida china como las costillitas de cochino, el arroz especial y el pollo agridulce; por lo menos en los restaurantes chinos en Venezuela. 
Hace unos años me sorprendí cuando compartiendo con una familia amiga se me ocurrió sugerir que pidiéramos un chino: los niños de mis amigos me miraban alarmados, ¿qué era eso de pedir "un chino"?
"Es que nosotros nunca comemos chino", me explicó la mamá, "Ellos están acostumbrados a comer japonés, les fascina el sushi". 
Y yo que el sushi no lo probé hasta pasados los veinte años a mediados de los ochenta, cuando se hizo famoso en Caracas el restaurante Avila Tei, uno de los primeros restaurantes japoneses en Venezuela, si no el primero, que era visto como un verdadero lujo solo para paladares exquisitos. La experiencia gastronómica de esa primera vez que probé sushi no fue muy grata, sentí como si me hubiera volcado una ola y terminara con un pescado en la boca. Le pedí al novio de entonces que para la próxima se dejara de excentricidades y me invitara a comer chino. 
Con el tiempo el sushi se popularizó, ahora me encanta, el Avila Tei sigue ofreciendo calidad y en Caracas a lo largo de los años han abierto muchos restaurantes japoneses buenos y de precios más solidarios, aunque desconfío de las ofertas demasiado solidarias para comer pescado crudo como los 2 X 1, porque en esta Venezuela a la deriva, da miedo. Nada peor que una intoxicación con sushi, que a nadie conozco que se haya intoxicado con un chino.
Al igual que el Diablitos Underwood, la comida china ha sido una constante en mi vida, un gusto que no he perdido que me remite a la infancia. Ignoro cuáles son los inicios de la gastronomía china en Venezuela, pero sospecho que el Dragón Verde debe ser de los pioneros. Desde que tengo memoria mi familia pedía chino al sucucho de La Campiña, jamás íbamos, si habré ido un par de veces a comer al restaurante fue mucho, se pedía por teléfono y en menos de  una hora la comida llegaba caliente en bolsas marrones en potes plásticos, de aluminio o de cartón, potes que después se reciclaban para todo.
Parte del encanto de la comida china es que siempre se podía contar con que los restaurantes estaban abiertos el día del Trabajador, Navidad, semana santa, año nuevo... hasta en crujidas revolucionarias sigue abierto El Dragón Verde, aunque cerrara el restaurante, hoy solo ofrecen comida para llevar. 

 Con el tiempo mi familia se cambió a otro restaurante chino que en la década de los 80 era considerado "más fino": La Corona de Oro, en San Bernardino. Al local de ese restaurante tampoco fuimos, la mayoría de las veces pedíamos delivery, y escribo "la mayoría" porque para ocasiones especiales ofrecían un servicio de banquete que era una delicia: mandaban a casa la comida con un chef y los mesoneros y uno se sentía mejor atendido que un emperador. Cuando me casé en 1989 mi abuela ofreció brindarme una despedida de soltera. Le pedí que porqué más bien no hacia en honor de los novios una comida en Caoma invitando a los primos a comer el chino de la Corona de Oro. Recuerdo ese banquete prenupcial como el festín de Babette de mi vida. Nunca mejor apropiado el lugar común: "Un lujo asiático". 

Dos lujos asiáticos con los que seguimos contando los caraqueños a pesar de los tiempos que corren son los restaurantes El Palmar y Chez Wong. También en pie desde los años ochenta, o quizás antes, ambos restaurantes se distanciaban de la típica oferta de comida china burrera para brindar una cocina más de autor. El Palmar, en Bello Monte, era el restaurante donde uno iba cuando quería comer pato Pekín, uno de los restaurantes con mejor fama en Caracas, para ser sincera he ido poco quizás porque queda fuera de mi zona, pero muchos amigos son adictos a El Palmar.
En cambio al Chez Wong voy desde que quedaba en un sucucho en la avenida Francisco Solano que poco decía de las delicias que se preparaban ahí, quizás por eso eventualmente se mudaron a un restaurante más elegante en La Castellana, hasta hace poco bajo la estricta vigilancia de su propietario. No sé si todavía, tengo tiempo sin ir porque hoy da tanto miedo enfrentarse a la cuenta de un restaurante como a un sushi solidario. 
Lo que no he perdido la costumbre, todavía, es a pedir chino, aunque ya en mi familia no pedimos, sino que lo vamos a buscar, porque en un momento dado pedir chino se volvió tan popular, que había que esperar casi dos horas para que trajeran la comida, y llegaba fría. 

Entre finales de los años 90 y principios de la década de 2000, nos reuníamos en familia los domingos en casa de mis padres: abuelos, hermanos, cuñados, sobrinos, tíos, primos... un domingo cualquiera mi madre recibía por lo menos a treinta comensales entre adultos y niños. El mayor dolor de cabeza para mi mamá era qué se serviría el domingo de almuerzo para tanta gente:
"Tienen que avisar con tiempo si no vienen", nos recordaba a todos el jueves por teléfono, "Después sobra un comidero". 
Un domingo hacíamos parrilla, otro pedíamos paella, había domingos de pasticho, de vez en cuando un pernil, o un chupe, o un plato de pollo con maíz que dejaba preparado Griselda. Por lo menos una vez al mes, por ser lo más fácil y lo más económico para ese gentío, se pedía chino. Al principio lo pedíamos a La Corona de Oro, pero cuando comenzamos a notar que el pollo en salsa de miel y ajonjolí ya no se lo estaban comiendo ni los niños, tuvimos que reconocer que nuestro adorado restaurante chino había mermado en calidad y nos cambiamos al Salón Cantón, entonces recién abierto en La Castellana, y hasta el sol de hoy, con sus altos y bajos, sigue siendo nuestro chino de confianza. 
Lo único capaz de dar más nostalgia que rememorar la infancia es recordar la infancia de nuestros hijos, sobre todo si puede que la suya sea la última generación en mucho tiempo de caraqueños que tuvieron la suerte de crecer rodeados de primos. A principios de la primera década de 2000, compartiendo costillas, lumpias y won ton, la discusión familiar era si con Hugo Chávez estaba llegando el comunismo a Venezuela o si sería pura bulla, que si del 2007 no pasaba. Si había que empezar a preparar el "plan B", o que si la mejor manera de regresar de los Estados Unidos con un millón de dólares era llegar con dos. 
Inocente de mí, yo era la voz cantora del equipo: "Dejen la paranoia". 
Todavía en aquellos días cuando los niños de la familia jugaban al escondite en el jardín de casa de  los abuelos, coincidíamos en que el mejor país del mundo era Venezuela sin Chávez, y el segundo mejor país del mundo era Venezuela con Chávez. 
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces, la mayoría de quienes almorzábamos los domingos en casa de mis padres, pusieron en marcha su "plan B", mis abuelos murieron, mis padres se mudaron a un apartamento, hasta Griselda se regresó a Colombia, y ya nadie se atrevería a unir la palabra Venezuela con la frase "el mejor país del mundo".  Si acaso lo contrario. 
Lo que sigue siendo una constante en mi familia es pedir chino, todavía al Salón Cantón, ahora para no más de ocho comensales, en días buenos para diez. No hay mejor manera de llevar el índice inflacionario que pedir comida china una vez al mes, es impresionante cómo sube la cuenta mes a mes, tanto, que el popular restaurante de La Castellana que solía estar lleno, ya no lo está. Ni siquiera el cuartito donde se busca la comida para llevar está abarrotado como solía estar de gente resolviendo el almuerzo dominical. 
 Desde siempre soy la encargada de hacer el pedido cuando comemos chino, pero el domingo pasado lo dejé a cargo de mi hija mayor porque yo iba a un concierto al mediodía. Seguro que porque por teléfono le oyeron voz de muchacha, tras darle la cifra de lo que costaría su pedido, le preguntaron si de verdad iría a buscarlo, le dijeron que a menudo cuando decían la cifra a pagar, muchos se arrepentían, no decían nada, y se quedaba la orden fría. Mi hija pagó con la tarjeta de crédito de los abuelos, almorzar chino en familia es dos veces su sueldo de profesional. 
Y eso que hemos ido recortando, ya no pedimos costillas, que es lo más caro, si acaso una ración, pero la cuenta va en escalada y hoy comer chino para ocho es inclusive más caro que pedir un arroz a la marinera, o que preparar una parrilla (cuando se vuelva a conseguir carne). 
Pero tanto que nos ha quitado estos tiempos revolucionarios, que mientras se pueda, procuraremos seguir comiendo lumpias en Caracas. 



martes, 24 de octubre de 2017

Bajar la cabeza


Ayer la indignación en las redes ante la foto de los cuatro gobernadores adecos juramentados por la presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, Delcy Rodríguez, fue general, hoy las cabezas más frías comienzan a buscar una explicación.
En cambio yo, que me he puesto de lo más intensa de un tiempito para acá, la noche de anoche me sirvió no para enfriar los ánimos sino para rebobinar la película de los recientes meses a partir de febrero 2017, de los cientos de miles de venezolanos que salimos a marchar durante cuatro meses casi que a diario, al principio -entre tantas otras razones- contra un Tribunal Supremo de Justicia servil de la Revolución que buscaba anular una Asamblea Nacional electa por el 75% de los votos, posteriormente, para evitar que se instaurara una Constituyente a la medida de la Dictadura, terminando de darle una patada a lo que quedaba de democracia en Venezuela.
Cómo nos reprimieron, las fuerzas militares no dejaban pasar a punta de gases lacrimógenos y perdigonazos de la aparente frontera entre el Este y el Oeste: la valla de Nivea en Bello Monte. Amigos se tuvieron que lanzar al Río Guaire ante la represión. Aparecía el helicóptero y sabíamos que se acercaban las tanquetas militares repartiendo como confite bombas lacrimógenas. Después ni siquiera se llegaba a la valla de Nivea, las marchas comenzaron a ser hostigadas casi desde sus puntos de salida, ya ni siquiera el helicóptero avisaba que la represión estaba por comenzar, comenzaba de imprevisto con motorizados de la PNB y GN, cual vaqueros de rodeo, disparando, correteando, robando, a la multitud cada vez más escasa que insistía en manifestar a pesar de tener a semejante fuerza del estado en contra.
Nos ilusionamos con el apoyo de la Fiscal General, pensamos, que de algo serviría, que habría un importante contingente de las Fuerzas Armadas inconforme que en Venezuela se terminara de imponer la Dictadura. Creímos que las sentidas palabras del hijo del Defensor del Pueblo hacia su padre surtirían efecto, que recobraría un mínimo de compás moral y así muchos chavistas todavía con espíritu demócrata no avalarían la Dictadura. Si hasta Gustavo Dudamel, siempre tan escurridizo en sus comentarios sobre política, por fin se atrevió a manifestar contra lo que sucedía en Venezuela. Ingenuos de nosotros creímos que el peso de la Comunidad Internacional haría efecto, y al final la Constituyente no iría.
Recordé los plantones, trancones, paros, y demás en los que participamos miles de miles de venezolanos. Todo me tocó además en medio de la operación de un tumor a mi mamá (afortunadamente benigno) y pude testificar que ante una innegable crisis de medicamentos de la que no se escapan ni los médicos, cómo hasta las clínicas fueron agredidas sin misericordia por Fuerzas del Estado cuando me tocó plantón frente al Hospital de Clínicas de Caracas mientras mi madre convalecía de su operación.
En el camino de esta refriega por reconquistar el hilo constitucional murieron 128 venezolanos, muchachos en su mayoría, chamitos con la vida por delante que luchaban porque en Venezuela volviera haber futuro. Los secuestros express se transformaron en detenciones express, a quienes los Guardias no robaban in situ, extorsionaban para soltar a los muchachos que se llevaban detenidos. Arremetieron contra conjuntos residenciales sin importarle ni ancianos, ni niños, y si un perro ladraba, pum.
Políticos inhabilitados, además de los cientos de presos políticos entre ellos, Roberto Picón, cuyo delito parece ser la capacidad para comprobar las trampas electorales de manera matemática, que bien que la hubo cuando se impuso la constituyente. Lo que el TSJ en su momento no pudo, anular una Asamblea Nacional que ganara unas elecciones legítimas, el CNE lo logró con unas elecciones fraudulentas con el apoyo militar.
En agosto tras la elección fantasma de la Constituyente (porque apenas se vieron votantes), el juego cambió, las protestas se terminaron de enfriar, estaba claro que en Venezuela vivimos en Dictadura, ¿y ahora qué?
Pues ganar espacios con las elecciones de Gobernadores será. 
Lo que no fue unánime de parte de quienes luchamos por el rescate de la Democracia fue la convocatoria para ir a votar para las gobernaciones tras el fraude electoral de la Constituyente, para muchos era una indecencia volver a votar en unas elecciones con el actual CNE que ya no se molesta en disimular las trampas a favor de la Dictadura, para otros el derecho al voto jamás se debe claudicar. 
Dieciocho gobernaciones aspiraba obtener la oposición, cinco se los dábamos al chavismo, fue al revés. Incomprensible que en una país en ruinas, triunfaran los gobernadores chavistas. 
Muchos fueron los análisis políticos de semejante victoria (o derrota), unos dicen que perdimos por la abstención, otros porque el fraude ya estaba montado y por punto no había que participar. Yo soy, y seguiré siendo partidaria de votar como derecho irrevocable.
Lo que no puedo justificar, lo que no logro entender, es cuando ayer los cuatro gobernadores electos del veterano partido Acción Democrática, bajaran la cabeza ante Delcy Rodríguez, presidenta de la ANC, juramentados por la Dictadura, avalando la constituyente, una forma de doblegarse ante ella, como tantos gobernantes europeos que durante la Segunda Guerra Mundial se doblegaron ante el Tercer Reich, quizás buscando inútilmente la sobrevivencia política.
De los gobernadores electos de la oposición, solo el Gobernador del Zulia, Juan Pablo Guanipa, de Primero Justicia, no se prestó para semejante ignominia: "No me arrodillo ante un poder que no representa nada", declaró. Ya se verán las consecuencias.
No se les ve muy contentos en el acto a los gobernadores adecos, sabrían la tormenta de la opinión pública que se les vendría encima, no se puede estar bien con Dios y con el Diablo, sabrán que bajar la cabeza ante el verdugo quizás sea el precio a pagar para que la Dictadura los deje medio gobernar, aunque para la historia lo más probable es que queden como oportunistas, o como borregos.
La gobernadora de Táchira buscó justificarse por las redes sociales: "Cuando el pueblo te implora que no le abandones, la humillación de un líder es medio para lograr la Libertad". 
Aunque la historia parezca decir lo contrario.
Seguiremos esperando que mentes más frías y lúcidas den otra explicación.

lunes, 23 de octubre de 2017

Oda al Diablitos



De los amigos que han emigrado a algunos les da por extrañar el Diablitos Underwood, jamón enlatado creado en Boston en 1820 por el británico William Underwood que los venezolanos hicimos parte fundamental de nuestra gastronomía, como no lo hizo ningún otro país. Hoy solo se consigue en Venezuela y en los Estados Unidos. No solo los venezolanos que han emigrado extrañan al Diablitos, los que seguimos en Venezuela también lo extrañamos, porque a cuarenta mil bolívares la lata grande, veinte mil bolívares la pequeña, pocos bolsillos lo pueden costear. 
La semana pasada encontré dos latas grandes de Diablitos en un Farmatodo, eran las últimas que quedaban a quince mil bolívares. Me llevé las dos, justificándome con la señora que me miraba de manera desaprobadora: "Están a precio viejo y a mis hijos les encanta". 
La señora fue bien despectiva: "Por mi se las puedes llevar todas, después que me dijeron de los deshechos con los que preparan el Diablitos, ni se me ocurre comprar una lata de esa porquería". 
Tan aguafiestas la señora, yo soy de las que vivo feliz sin saber de qué está hecho el Diablitos, las salchichas Oscar Mayer y los Nuggets de McDonalds. Cada vez que alguien empieza con un análisis químico sobre nitratos, colas de ratón, pollitos abortados y demás, me retiro de inmediato de la conversación. Sobre todo en lo que concierne al Diablitos, que si algún alimento ha sido una constante en mi vida, ha sido el jamón endiablado. 
Hace un tiempo una amiga comentaba que una tarde decidió darse un gusto y comer galletas con Diablitos, tenía desde niña que no lo hacía, ella se preguntaba si la decadencia en Venezuela llegaría hasta el jamón endiablado, porque le había parecido infecto, lo tuvo que escupir, poco tenía que ver ese Diablitos comido en una Venezuela revolucionaria con el Diablitos de su infancia feliz. 
Anthony Bourdin escribe que el problema de regresar a los sabores de nuestra infancia, aquellos a los que tenemos años sin regresar, es que cuando por fin lo hacemos, es difícil que cumplan las expectativas, porque como bien dice Neruda: "Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos". En el caso del Diablitos, si mi amiga estaba acostumbrada a comerlo con la arepa que le servía su abuelita querida, extrañará el entrañable momento, para ella el Diablitos de entonces jamás se podría superar.
La verdad que no me atrevo a certificar o no la supuesta decadencia, soy de las que ha comido Diablitos a lo largo de mi vida, y me sigue gustando igual, desde que era la merienda favoritas de las piñatas de mi infancia: Pirulí con Diablito (aclaro que no son los Pirulín pequeñas barquillas rellenas de nutella, producto con el que crecieron mis hijos que también se puso por el cielo y hoy pocos pueden comprar en esta Venezuela revolucionada). Los pirulí de las piñatas, que hasta hace poco cuando no había escasez de harina de trigo en Venezuela todavía se conseguía en muchas panaderías, son pancitos medio dulzones, que en las piñatas los niños devorábamos bien fuera con Diablitos, con una pasta de queso, o con jamón y mantequilla. 
Las tías, abuelas y las mamás se reunían en la mañana de la piñata para prepararlos, una vez listos los sandwichitos, les ponían un trapo húmedo encima para que no perdieran frescura antes de la hora de la fiesta. 
Traté de servir pirulís en las piñatas de mis hijos, nos los comíamos las mamás y las abuelas, en las piñatas a las que fueron mis hijos comenzaron a ofrecer chucherías, que los niños preferían a los pasapalos de antaño, aunque los tequeños nunca perdieron vigencia. Hablo de las piñatas de los 90 y 2000, que fueron las de la infancia de mis hijos, no puedo imaginar con esta inflación en las piñatas actuales que servirán de merienda. 
Regresando al Diablitos de mi niñez, cada familia tenía su receta particular para prepararlo, la de mi bisabuela carupanera era mezclado con mantequilla y salsa inglesa, así me acostumbré a comerlo  cuando lo desayunaba con pan de a locha que entonces todas la mañanas, sin falta, llevaba a casa el panadero junto con un litro de leche y el periódico. Otra costumbre que se perdió hace años en Venezuela, entre otras razones, por la inseguridad. 
Adolescente, en casa de mis primas, merendábamos con galletas de soda su versión de Diablitos: mezclado con salsa de tomate. Si mi bisabuela se hubiera enterado de semejante profanación. Mis hijos también rompieron la tradición del Diablito de Granmamá, ellos no le ponen mantequilla, pero si le ponen un puntico de salsa inglesa, a la que le agregan queso pecorino rallado, porque queso parmesano, en esta Venezuela, sería impensable.  

El año pasado cundió el pánico cuando la empresa productora de Diablitos, General Mills, anunció que al igual que tantas transnacionales, se iba de Venezuela, ¿sería que nos iba a abandonar hasta el Diablitos? Pero vendieron la fábrica a unos misteriosos inversionistas, y hasta ahora, en Venezuela, Diablitos no se ha dejado de producir. Sin embargo, hasta hace poco el jamón endiablado era un alimento si bien no nutritivo, accesible al bolsillo del venezolano común del cual se podían derivar muchas recetas: arepa con Diablito, huevos con Diablito, pasta con Diablito. 
Aunque a mi siempre me gustó comerlo fue con pan, si acaso galletas, tampoco es que lo desayunaba todo los días, pero por lo menos una vez cada quince días. A mis hijos les gusta la arepa con Diablitos, por eso históricamente en la compra de la semana compraba varias latas sin desequilibrar el presupuesto familiar. A la gata Madonna de vez en cuando le servíamos su lata de Diablito que se comía feliz, y murió de vieja la gatita. 
Pero ahora a cuarenta mil bolívares la lata grande -aunque quienes viven afuera nos recuerden que es un dólar a precio del dólar negro hoy- pero para el bolsillo devaluado del venezolano es un lujo que preferible invertir en placeres menos culposos y más nutritivos. 
Esperemos que el Diablitos no corra con la misma suerte del Nutella y los pirulín, sabores que nos llevan a nuestra infancia, que en esta revolución muy pocos se pueden costear. 

martes, 17 de octubre de 2017

Desalmados



La escena va más o menos así:

Año 2049, K., cazador implacable interpretado por Ryan Gosling, recibe una orden de la Lugarteniente Joshi (Robin Wright): "Buscar a "El Niño".
K está programado para no tener empatía con su objetivo, sin embargo titubea ante la orden. Joshi se da cuenta que su leal soldado comienza a pistonear, le pregunta si tiene algún problema con la misión.
Si la tiene: "El Niño nació, y todo lo que nace tiene alma".
La misión de los Blade Runner desde Rick Deckard hasta K. es "terminar" aquellas máquinas que puedan caer en el error de humanizarse. Por eso se le dice "terminar", no matar o ejecutar, ya que no atentan contra seres humanos sino contra robots.
"Tu no tienes alma, ¿cuál es el problema?", cierra Joshi el tema.

De las escenas del  Blade Runner de Denis Villeneuve, la del desalmado verdugo pudiendo sentir empatía por el alma de su víctima fue la que me sacó del caos futurista de Los Ángeles de 2049, y me regresó por un instante al caos de la actual Venezuela revolucionaria.
¿Qué es el alma? ¿Tienen alma los bebés recién nacidos? ¿Tienen alma los verdugos? ¿El alma es equivalente al espíritu o es equivalente a la conciencia?
Tanta intensidad es porque hace poco supe de unos malandros que le pusieron una pistola en la cabeza a una bebé de meses para intimidar a su familia para que les dieran sin chistar todo lo que llevaban encima. Afortunadamente no pasó del susto y de la perdida material, la bebé solo sabrá por el anecdotario familiar del día que un desalmado le puso un revolver en la frente. Quién sabe si para cuando esté consciente de eso ya su familia decidió irse de Venezuela.
¿Tiene alma quién está dispuesto a encañonar a un niño y hasta dispararle acabando con la vida de un bebé, y la de toda una familia que jamás se podría recuperar de semejante tragedia?
Cuenta mi tía que tomó la decisión de emigrar el día que encañonaron a su niña para robarles el carro. No podía seguir viviendo en una Venezuela en la que los niños fueran amenazados de muerte para robar a sus padres, fuera algo usual.
Y sigue siendo usual, hace unos días murió una niña en un asalto.
La niña si tenía alma, quien tiendo a pensar que no tiene alma es quien la mató, ¿qué clase de alma  puede tener quien aprieta el gatillo en el cuerpo de una muchachita?

No solo los asesinos de niños son unos desalmados, también lo son quienes han fomentado la actual crisis de salud en Venezuela: faltan reactivos, antibióticos, antiepilépticos, tratamiento para el cáncer, ansiolíticos, insulina, protectores gástricos, anticoagulantes, medicamentos para controlar la tensión... cualquier  medicina que vayas a buscar en la farmacia, la respuesta más probable será: "No hay".
Una de las primeras condiciones que pone la oposición cada vez que se plantea una mesa del diálogo con el oficialismo es el abrir de inmediato un canal humanitario para solventar la escasez de medicamentos en Venezuela. Y cuál es la respuesta del Gobierno: "¿Qué escasez de medicinas? Aquí no hay ninguna escasez, meras exageraciones de la oposición".
Difícil entender la negativa a reconocer una crisis tan obvia, solo se explica con la premisa que la Revolución es perfecta, en este mundo ideal no cabe semejante crisis de salud.
Aparentemente el único lugar en Venezuela donde no faltan medicinas es en Fuerte Tiuna: los militares, políticos enchufados y sus familiares tienen sus tratamientos garantizados; el resto del país se puede morir de mengua, los únicos canales humanitarios que se abren en Venezuela son los de las redes sociales en busca desesperada de todo tipo de medicinas.
¿Acaso se puede ser más desalmado que los funcionarios de este Gobierno cansados de repetir que en Venezuela no hay escasez de medicamentos?  Se ha llegado al extremo de cinismo y maldad que cuando la Ministro de Salud admitió, que si, el problema de la escasez de medicamentos en Venezuela era real y preocupante, fue removida de inmediato del cargo.
(Habrá perdido el puesto pero recuperó el alma).

 Pero sí, sin duda se puede ser más desalmado, como quienes permitieron, y siguen permitiendo, que Venezuela se convierta en un país en ruinas, en una distopía revolucionaria, en un narco estado, quienes nos han robado sin escrúpulos la democracia para instaurar una Dictadura. Desde los hombres de verde hasta los árbitros electorales, sin olvidar al Tribunal Supremo de Justicia y demás mafias revolucionarias. Desalmados, desalmados, mil veces desalmados. ¿Les importará ser responsables del hundimiento de  Venezuela convirtiéndola en uno de los países más miserables del mundo?

"Recuerden, no tienen alma",  les diría Joshi, quien era humana, demasiado humana, "sigan haciendo su trabajo, soldados de esta revolución, que lo están haciendo de maravilla".





martes, 10 de octubre de 2017

Los amigos de toda la vida


Hace un par de semanas tuve la que sería mi última primera reunión de quinto año, se gradúa el menor de mis tres hijos, también fue la más triste, no porque me haya puesto sentimental porque el tiempo pasa, mis niños crecieron y se cierra el ciclo de "mamá del colegio"... o alguna intensidad similar por la que cualquier mamá en un país con una vida cotidiana medianamente normal se pondría nostálgica, sino porque la reunión comenzó instando a los padres a que sus hijos no olvidaran inscribirse en la prueba del CNU, aunque la mayoría de los muchachos se fuera a estudiar fuera del país,  la prueba del CNU es requisito para graduarse. 
 Hablamos de un colegio en cuya educación integral siempre se hizo hincapié en el arraigo, inculcando el amor a Venezuela de manera tan divertida como educativa mediante festivales folklóricos anuales donde los alumnos de básica cantaron y bailaron valses y joropos, calipsos, tambores... desde cuarto grado viajes de estudio al interior del país, conociendo las playas de Oriente, los Médanos de Coro, La Gran Sabana junto con sus compañeros y maestros... donde los padres íbamos de visita y en las carteleras de los pasillos encontrábamos personajes del mes exaltando a grandes venezolanos como Armando Reverón, Teresa Carreño, Jacinto Convitt... un colegio que tuvo entre tantos invitados a Simón Díaz, a Laureano Marquez, a destacados deportistas nacionales como Omar Vizquel... una escuela donde se enseñaba bien el inglés, pero se celebraba Carnaval en vez de Halloween; un colegio tan venezolanista, en el mejor sentido de la palabra, sembrando el amor y el orgullo por el país, no por la patria, y henos aquí, a los papás y profesores que porfiamos en no emigrar, en esta etapa final del trayecto educativo de nuestros muchachos, dando por sentado que apenas se gradúen de bachillerato, la mayoría volará bien lejos de aquí.  
Triste, muy triste. 
En ese momento los coordinadores de bachillerato no estaban haciendo política, encaraban una terca realidad que se ha hecho patente en las más recientes promociones de tantos colegios privados: a cualquier muchacho que medio se le abra una rendija para salir de esta Venezuela sin visos de futuro, saldrá, no solo muchachos clase media o alta que tienen posibilidad de estudiar fuera bien sea financiados por sus padres o por tener un pasaporte europeo que les financie los estudios, también están emigrando muchachos de escasos recursos económicos buscando un trabajo que les permita tener una vida digna, sin miedo, muchos procurando no abandonar los estudios, no todos pueden; porque más ricos o más pobres sabemos que la triste realidad en esta Venezuela más allá de la violencia en la que vivimos, que parece ser el sello personal de esta revolución maldita, es que si cualquier profesional o trabajador llega a ganar cincuenta dólares al mes, en nuestra economía devaluada se consideraría bien pagado, pero el sueldo no le alcanzaría para nada.  
Comentan amigos profesores universitarios que los pasillos de las diferentes universidades se sienten cada vez más desiertos. Si hasta los profesores buscan emigrar. Por lo visto estudiar en una universidad venezolana poco a poco se va convirtiendo en una experiencia desoladora. Yo hasta hace unos meses aspiraba a que mi hijo, al igual que sus hermanas lo hicieron, se graduara en una buena universidad venezolana, ya ni sé qué pensar. 
Junto con mi chamo he visto crecer a sus amigos, un grupo de muchachos buenos, deportistas, rumberos, un poco atolondrados -descripción estándar que puede servir para tantos otros grupos de muchachos- qué más quisiera yo que verlos a todos convertirse en hombres y mujeres de bien, ver qué caminos toman sus vidas, saberlos amigos por siempre, presentes en las distintas etapas de su madurez.  Será por las redes sociales porque probablemente el año que viene unos estén en Canadá, otros en España, Italia, Francia, Inglaterra, algunos en Miami, Boston o Nueva York, otros en Argentina, México, y más de uno en Colombia, República Dominicana o Panamá. 
Y si este devastador proyecto político sigue atornillado indefinidamente en el poder: ¿quienes volverán?  
Ya dos compañeros emigraron en las vacaciones antes de que empezara quinto año: uno a Panamá con su familia, se fue sin despedir. El otro se despidió  en el chat de la promoción lamentando no graduarse junto con quienes fueron sus compañeros desde pre-kínder, pero su papá fue señalado como "guarimbero terrorista" por Diosdado Cabello en su programa de televisión, y la familia se fue para no volver -por lo menos mientras dure la Dictadura- no les fuera a tocar la puerta el Sebin.
La mayoría de mis amigos del colegio Santiago de León de Caracas también emigraron, se fueron yendo en cuentagotas desde el triunfo de Chávez para acá. Casi todos se fueron antes de la vorágine de Maduro previendo que de esta revolución bonita nada bueno se podía esperar. Mis amigos escritores y poetas, de hace dos años para acá, se han ido a una velocidad vertiginosa, ya ni siquiera se despiden por Facebook con la tradicional foto de los zapatos sobre el policromático piso de Cruz Diez,  ni ofrecen volver en cuanto la situación medio mejore para reconstruir el país, hoy los panas de letras parecieran irse con la única esperanza de no regresar. A esta última ola migratoria no le queda ni nostalgia, solo el trauma de haber vivido en un país en manos de la barbarie. 
 De mis amigas de toda la vida, las de las primeras fiestas y los primeros despechos, casi todas estamos aquí. Viendo en mi celular una foto que nos tomamos en el reciente matrimonio de la hija de una de las panas, pensé qué bendición, y qué rareza en esta Venezuela que ocho amigas de siempre, uña y curruña desde hace más de cuatro décadas, sigamos aquí, ninguna con planes de irse, por ahora. Aunque si todas con ganas de que dada la lamentable situación en la que se encuentra el presente en Venezuela, nuestros hijos salgan en busca del futuro que esta Dictadura está negada a brindarles en su país.  
Si Venezuela no retoma pronto el camino de la esperanza, hasta que no volvamos a creer en un futuro en nuestra tierra, entre tanto que esta revolución le habrá robado a los venezolanos, estará la dicha de crecer, vivir, y envejecer con los amigos de toda la vida.