miércoles, 28 de febrero de 2018

Si la vida te da limones, cuidado con los Gin Tonics


Quedarnos encerrados en nuestros hogares se ha vuelto una neurosis para los caraqueños, no sé si neurosis o paranoia pero si quieres reunirte con amigos muchos te dirán que solo de día ya que por miedo a la delincuencia de noche no salen ni a cobrar una herencia. 
Yo por lo menos cada vez salgo menos, pensé que ya estaba al borde de la agorafobia, por eso el pasado domingo al mediodía decidí salir de mi autoimpuesto encierro y como tenía una botella de ginebra y los tíos vendrían a almorzar, salí a comprar limones y aguakina para hacer unos gin tonics para bajar el nivel de estrés. 
Como la aguakina  en el mercado de mi vecindario hace tiempo está desaparecida, decidí ir al automercado Los Campitos de Mata de Coco en parte porque no cobran estacionamiento, hoy en Venezuela  nadie tiene efectivo para pagar. Conseguí limones pero no conseguí aguakina. El mercado desabastecido ya nos parece normal en la era de Maduro.
Llevé mi bolsa de reciclaje para que no me cobraran los tres mil bolívares por bolsita, compré Cheese Triz, en fin, no pasé ni diez minutos en Los Campitos. Cuando salí con mi bolsa de reciclaje cargada de limones y Cheese Triz, y aunque en el estacionamiento solo había tres carros, tardé en encontrar el mío. Por un momento pensé que me lo habían robado, pero ahí estaba donde lo dejé estacionado, el problema fue que me costó reconocerlo, tuve que activar el control de la alarma para cerciorarme que la minivan Mitsubishi chocada y rayada era la misma que recién hace unas semanas había salido del taller de latonería precisamente para quitarle los choquecitos y rayones acumulados a lo largo de los años.
"Si el país está en la ruina, por lo menos en esta familia trataremos de conservar los carros en buen estado", es la filosofía de mi marido, por eso cuando me encontré con el carro desbaratado, no pensé pobrecita yo que me descoñetaron el carro, sino pobrecito mi gordo, tan optimista él que no se termina de dar cuenta que para quienes seguimos aquí, no hay forma de no ser parte de la ruina del país. 
 Alguien tenía que responder por el carro chocado, entré en el mercado a buscar a la gerente de turno quien a su vez buscó al parquero que parecía escondido para no tener que responder por el siniestro. Lo buscaron hasta que lo encontraron, no es uno de esos parqueros a quienes uno les da la llave del carro para que te lo estacione, es del tipo vigilante que está ahí para asegurarse que quienes dejen el carro en el mínimo estacionamiento del local sean clientes del supermercado (el estacionamiento del edificio Mata de Coco se lo agarró el Seniat) y que eventos como que te choquen el carro y se den a la fuga no pasen. 
El parquero era un muchachito no mucho mayor que mi hijo de dieciocho años, casi llorando explicó su versión de los hechos: "Perdona Madre, el tipo venía mandado, tenía una camionetota, no calculó y se llevó tu carro de lado, no lo pude parar, se fue volando, ¿Qué podía hacer yo? Lo que puedo hacer por ti es que si el tipo regresa le tomo una foto a las placas del carro y te la mando para que le reclames". 
Por lo menos me llamó "Madre" y me tuteó, prefiero madre que me llamen doña. Pero si de algo estaba segura es que no estaba contando el cuento como es: imposible que la camionetota viniera mandada, el espacio no da al ser la entrada en curva de un estacionamiento bastante angosto. Lo que si era seguro es que de que no supo calcular no supo calcular. Mi teoría es que la camioneta estaba estacionada detrás de mi carro, el chofer no calculó bien el espacio a la hora de salir y se enganchó con mi vieja minivan Mitsubishi dejando un abollado tatuaje negro a lo largo de la carrocería del lado derecho.  
Tomé una foto del carro magullado con el celular para constatar que yo si lo había dejado bien estacionado, aunque tomar la foto solo me serviría para evitar conflictos domésticos, para que en la casa el marido no me reclamara: "¡Seguro dejaste mal estacionado el carro!", como efectivamente hizo hasta que le mostré la evidencia. Entonces quería matar al parquero, y al portugués dueño del mercado aunque no estaba, y a Maduro, y a los militares y hasta a Zapatero por cómplice del desastre que estamos viviendo los venezolanos. 
Tampoco culpo al parquero, qué le va estar reclamando a un cretino para que responda por un choque, en Venezuela cualquier  pendejo anda armado y por menos te sacan un revólver y te pegan tres tiros. 
Eso que dicen que si la vida te da limones haz una limonada, pues yo por buscar limones lo que conseguí fue que me chocaran el carro estacionado, que el desgraciado se diera a la fuga, y que al no conseguir aguakina, ni siquiera un Gin Tonic me pudiera tomar para pasar la rabia. 

sábado, 17 de febrero de 2018

Felicidad no es una pistola caliente


En la película Lady Bird de Greta Gerwig, cuando el petulante Kyle (Timothée Chalamet) llega por primera vez a buscar a Lady Bird (Saoirse Ronan) y toca la corneta para que la muchacha salga, el papá (Tracy Letts) logra con una frase manifestarle a su hija que ese chico como que no vale la pena: "Ohh, a honker!".
Esa breve escena me acordó a mi papá que a poco le tiene más fobia que al ruido de una corneta. Odiaba tanto las cornetas que un día lo chocaran en una panadería en Margarita con toda la familia en el carro porque un distraído conductor retrocedía sin darse cuenta que tenía un carro atrás. Recuerdo a todos gritando: "¡Toca la corneta que nos van a chocar!". Y nada que la tocaba. Por punto mi papá prefería que lo chocaran. Por eso cuando me venía a buscar a casa un amigo y anunciaba su llegada tocando corneta para que yo saliera, mi papá, que no era estricto en otros temas, exigía que le dijera al maleducado que para la próxima, se bajara y tocara el timbre. 
Los millenials caraqueños dirán #wtf, hoy todos tienen celular y en esta ciudad en la que en cuestión de segundos te atracan o te secuestran, cuadras antes de llegar a buscar a una muchacha, le envían un mensaje de voz: "Espérame en la puerta que voy llegando", y si no está lista para partir, segundos que parecen minutos que a su vez parecen horas en esta salvaje ciudad, aterrado tocará la corneta hasta que aparezca, y la muchacha se subirá en el carro tan rápido como lo hacían Batman y Robin en el Batimóvil, no vayan a pasar un mal rato. 
En los años 80, en una Caracas donde el riesgo de toparse con la delincuencia era mínimo, cuando una chica fresa salía con un chico fresa había todo un protocolo: estacionar el carro en la calle, tocar el timbre, entrar en la casa, presentarse, si una no estaba lista porque era parte del juego darse un poco de bomba, al chico le tocaba esperar conversando con los padres, con los hermanos, ver los marcos de fotos, ojear un libro en la biblioteca. Rara vez salíamos después de las nueve de la noche, mi mamá no me lo permitía, "esas no son horas de salir", también porque el plan cuando no era ir juntos a una reunión o una fiesta, solía ser ir a comer algo y después a bailar.  En esa época un muchacho no tenía que ser rico para invitar a una muchacha a comer y a bailar, o por lo menos para invitarla al cine y después unas tostadas en el Trolly o unos perros donde fuera. 
Hoy un muchacho tiene que ser millonario, y no es un decir, para invitar a una muchacha aunque sea un perro caliente con una malta. Con esta economía la mayoría de los millenials salen como dicen en criollo: "servicios Canaima", cada quien paga su vaina. 
Sin duda era una ciudad más amable esa Caracas en la que se podía salir en la noche a rumbear sin sentir que uno se estaba jugando la vida, por eso nunca entendí porqué tantos amigos salían armados. Entonces para los muchachos que te llevaban a discotecas como Le Club, tener un revolver era bastante usual. A mi me horrorizaba, me asustaba muchísimo, no entendía la necesidad de salir con un arma de fuego, dejé de preguntarles para qué, porque la respuesta siempre era la misma: "por protección", como si un consentido caraqueño de 22 años fuera capaz de convertirse en Charles Bronson en caso de que fuera necesario. 
Tenía tantos amigos amantes de las armas que Charlton Heston podría haber fundado en Venezuela una sucursal de Riffle Association. La mayoría de los panas poseedores de armas no se metieron en líos por ello, pero a lo largo de los años tantas historias tristes involucrando armas de fuego (suicidios, homicidios, muertes accidentales) son difíciles de olvidar.
Quizás la pregunta no sería por qué muchos amigos llevaban revolver con la misma facilidad que una corbata, sino cómo hacían unos cagaleches apenas saliendo de la pubertad para estar tan bien armados como el inspector Harry Callahan. 
La respuesta era sencilla, porque en la época del dólar a 4,30, décadas antes de los controles de seguridad aeroportuarios tras el atentado contra las Torres Gemelas del 9/11, cualquier muchacho que viajara a los Estados Unidos y tuviera los dólares para comprarse una o más armas, podía hacerlo con confianza sin ser molestado en ninguna aduana. Las traían en la maleta con la misma naturalidad de quien trae un par de bolsas de Milky Ways. Y si en los Estados Unidos a cualquier pendejo le vendían un arma, en Venezuela a cualquier pendejo le daban un porte de armas. 
Desde entonces mucha agua ha corrido por este río, hoy en Venezuela nadie sale con un arma por puro paveo, salir con un arma de fuego no solo es estar dispuesto a usarla sino saber que contra quienes se podría apuntar en pos de la natural defensa propia, muy probable les temblará menos el pulso y tendrán mejor puntería a la hora de disparar. 
Hoy no concibo a un universitario venezolano saliendo armado en una cita con una muchacha. Hacerlo los pondría aun más en riesgo en un país donde la vida humana no parece valer nada. En el 2018 lo que millones de muchachos venezolanos de 22 años aspiran -humildes, clase media o adinerados por igual- es a un pasaporte que les de la nacionalidad de otro país, mínimo un permiso de trabajo en el extranjero, ya que en Venezuela el presente y el futuro cercano están militarmente confiscados.
Lo que si no parece haber cambiado mucho desde aquellos añorados años 80 es la facilidad con la que se compran armas en los Estados Unidos, y no solo una pistola o un revolver -que yo no sé la diferencia entre uno y otro-, ante tantas masacres en años recientes pareciera que se consiguen sin mayor control armas de fuego capaces de matar a decenas de inocentes en cuestión de segundos, como el tiroteo en la escuela en Parkland, Florida, el pasado Día de San Valentín; cuando Nikolas Cruz, un perturbado joven de diecinueve años, cobró la vida de diecisiete víctimas, entre ellas Joaquín, de  diecisiete años, cuyos padres, como tantas familias venezolanas, emigraron para darle a sus hijos una mejor calidad de vida que la que hoy sufrimos en esta Venezuela revolucionaria. 
Me perdonan mis amigos de la Asociación del Rifle y demás amantes de las armas de fuego, pero hoy, más que ayer, no entiendo a quienes defiendan que parte de la felicidad pueda estar en la venta indiscriminada de una pistola caliente. 

jueves, 1 de febrero de 2018

Demasiados ríos hechos de lágrimas

                                                                       

                                                                               I


 Fiel al apostolado de evitar intensidades, no he querido ver el controversial video donde Jaime Baily expulsa a gritos a Rafael Poleo de su programa de televisión porque el veterano periodista venezolano osó decir que Jorge Rodríguez era "culto". No es que Poleo sea una joyita, pero como entrevistador Baily perdió la compostura, y para colmo, semejante mamarrachada ha desembocado en las redes sociales una avalancha sobre el significado etimológico del adjetivo "culto" que ni en mis primeros años en la Escuela de Artes.
De lo mejor que hasta ahora se ha escrito sobre la supuesta cultura de Jorge Rodríguez lo escribió Federico Vegas hace unos cuantos años, una estupenda crónica que ahora no consigo en Internet donde decía que al comenzar a ejercer Rodríguez la política desde el poder revolucionario, Venezuela había perdido a un buen escritor para ganar a un nefasto personaje. Las palabras no son exactas pero por ahí iba la cosa. Federico, junto con Israel Centeno y Oscar Marcano, tres grandes ligas de la literatura venezolana, en el año 1998 fueron el jurado que escogiera el relato: "Dime cuántos ríos son hechos de tus lágrimas" del psiquiatra Jorge Rodríguez, como ganador del 53º concurso de cuentos de El Nacional. 
Recuerdo que cuando lo leí me pareció un buen cuento, esa fue la primera vez que supe de la existencia de Jorge Rodríguez, un par de años menor que yo, quien debió deambular por los pasillos de la Ciudad Universitaria al mismo tiempo que esta flaca despeinada, solo que la Escuela de Arte y la Facultad de Medicina son galaxias lejanas. 
La primera vez que me crucé con Jorge Rodríguez fue en el año 2001 o 2002, cuando Nelson Rivera en colaboración con Sara Maneiro se propusieron renovar el Papel Literario de El Nacional y entre varios reconocidos colaboradores, invitaron a dos firmas recientes: Jorge Rodríguez, y una tal Adriana Villanueva. Nelson y Sara nos convocaron una tarde al Restaurante Spizzico en La Castellana, entre cafés y jugos, resumieron el proyecto. También estaban Salvador Garmendia, Antonio López Ortega y no recuerdo quién más. 
Ya entonces Jorge Rodríguez se comenzaba a vislumbrar como delfín del chavismo, pero todavía la división entre chavismo y oposición no era tan dramática como lo es hoy, con menos de dos años en el poder, al chavismo le faltaba mucho para desbaratar el país hasta el punto de miseria y opresión en el que hoy vivimos, del cual Rodríguez ha sido una de las grandes mentes ejecutoras. Sin duda una de las más cínicas precisamente por su inteligencia y cultura. 
Pero entonces del psiquiatra Rodríguez yo solo sabía que era uno de los cerebros detrás del nuevo Consejo Nacional Electoral, y que venía de estirpe subversiva: Jorge Rodríguez padre estuvo implicado en el famoso secuestro del industrial norteamericano William Niehous, murió en un calabozo de la Disip en el año 1976 en medio de un interrogatorio.  
Si bien imposible imaginar los niveles de destrucción revolucionaria a los que llegaría Venezuela diecisiete años después de esa tarde literaria en Spizzico, ya la antipatía entre chavistas y antichavistas era más aguda que cualquier otra antipatía política que me hubiese tocado testimoniar en las primeras tres décadas de mi vida, pero todavía podía sentarme al lado de Rodríguez sin que me bajara la tensión de la arrechera. Todavía podía tratar de ser educada y civilizada y hasta de buscar cierta empatía. 
Además, me había gustado su cuento, y para eso estábamos esa tarde, para hablar de Literatura, no de política. 
Para ser sincera el psiquiatra, a quien tenía sentado al lado, no fue antipático, pero tampoco se molestó en ser simpático, cero conexión con eso de ser los novatos de Papel Literario, conversaba dándome la espalda con quien tenía sentado al otro lado que creo que era Nelson. Lo que a mi me vino de maravilla, porque mi otro vecino en la mesa era el gran Salvador Garmendia, quien resultó ser un vecino encantador, estableciendo conexión inmediata con esta humilde desconocida. Esa fue la única vez que compartí con Salvador Garmendia, hoy atesoro el recuerdo. 

      También pienso que esa fue la única vez que vi a Jorge Rodríguez, o eso creo, y digo que la tarde en el Spizzico creo que fue la única vez que lo vi porque a veces tengo dudas si el calvo cabizbajo en el entierro de mi amigo Arturo, un par de años después, no era otro que Jorge Rodríguez.



                                                                          II

Arturo Mulet fue uno de mis primeros mejores amigos, nos conocimos cuando yo tendría entre quince y dieciséis años, y él ya pasaba los veinte, nadie le sabía la edad exacta a Arturo, era un misterio. Quizás no era mucho mayor que el resto del grupo, pero como tenía calvicie prematura, que con los pocos pelos que le quedaban trataba de disimular peinándose de lado, estaba claro que era el más viejo del grupo de panas que íbamos juntos para todos lados, los mismos que en una época nos dio por llamarnos: "El atajo", o en su versión más larga: "El atajo de pendejos".  
El Gordo, como lo llamábamos sus panas, era el mejor amigo de todos: inteligente, divertido, cariñoso, rumbero, nadie como él dando consejos, el mejor oyendo despechos, siempre de buen humor. El único problema que  tenía el Gordo es que era como un cometa, aparecía y desaparecía de nuestra vidas. Y lo hacía no porque fuera un hombre lleno de misterios, sino porque estudiaba Medicina en Valencia, vivía en una pensión de la que no daba el número de teléfono porque decía que la dueña de la pensión era una vieja quisquillosa que no toleraba llamadas. Que en caso de una emergencia llamáramos a su apartamento de sus padres en Caracas y le dejáramos el mensaje con su mamá. Cuando pasaba mucho tiempo desaparecido, yo la llamaba solo para saber de él. Podíamos pasar meses sin noticias de Arturo, pero cuando regresaba a Caracas, comenzaba de nuevo la rumba y durante semanas volvíamos a ser inseparables. 
Otra diferencia que tenía Arturo con la mayoría de sus amigos del Atajo, es que no venía de una familia sifrina caraqueña como la mayoría de nosotros, era hijo único de una pareja de emigrantes españoles, su padre era maestro de bachillerato, si mal no recuerdo profesor de matemáticas, muy recordado y querido por quienes fueron sus alumnos. Vivían en una apartamento en Santa Marta al que Arturo nunca nos invitó, sin embargo cuando a su papá le dio un infarto, sus amigos lo fuimos a acompañar a la Clínica San Román, y cuando a los pocos días murió su viejo que no sería tan viejo, lo acompañamos en el velorio, en esa época las muchachas no íbamos a los entierros. 
Me consta que Arturo adoraba a su padre, siempre hablaba con cariño y orgullo de él, pero cuando murió el profesor Mulet Arturo no guardó un luto tradicional, a la semana siguiente ya estaba entre amigos inventando qué hacer. A muchos les pareció insensible pero yo sabía que esa era su manera de combatir tan inmenso dolor. Otra de sus particularidades es que Arturo era abstemio, lo que lo hacía el amigo favorito de nuestros padres porque sabían que cuando estábamos con El Gordo, podríamos estar gozando, pero nos estábamos portando bien, o por lo menos un borracho no nos llevaría de vuelta a casa. 
Poco después de la muerte de su padre, y tras la ruptura de su noviazgo con Patricia, una querida amiga que era parte del grupo, Arturo cambió, se volvió irascible, sus ausencias fueron cada vez más largas, poco a poco y por distintas razones peleó con la mayoría de sus amigos, entre ellos yo, que nunca peleo con nadie por eso mismo de no caer en intensidades. 
El amigo cometa desapareció durante casi dos décadas, de las pocas noticias que tuvimos de él supimos que ya era médico cirujano, que su madre se volvió a casar y había regresado a España, que Arturo también se había casado y tenía una niña. Pero con el Atajo rompió pajita y el resto de los panas nos fuimos distanciado no por más razón que así es la vida. 
Hasta que sorpresivamente en el año 2003 el cometa Arturo regresó de nuevo a nuestra órbita, por lo menos lo hizo a la de mi tía María Elisa, con quien nunca peleó. María Elisa, su esposo Memo, y sus tres hijos lo recibieron en su hogar como si el tío Arturo hubiese estado siempre en sus vidas. Tenía tiempo divorciado pero era un buen padre para su hija. También tenía una novia de data reciente, con quien María Elisa y Memo salían. Los niños aprendieron a quererlo con el mismo cariño que sus amigos sentimos por él treinta años atrás, cuando a Ana Cristina le dio apendicitis, el susto fue menor porque Arturo sería quien la operaría. 
Yo todavía tenía las heridas de la última vez que nos vimos, nos dijimos cosas muy hirientes por una discusión que comenzó de manera tonta, algo casi tan insignificante como que Poleo llamara "culto" a Jorge Rodríguez y Baily lo echara a gritos de su programa, una soberana pendejada desencadenó un tsunami en nuestra amistad. Sin embargo me alegré que en la víspera de mi cuarenta cumpleaños, Arturo reapareciera en mi vida, perdonen la cursilería, asumí que las heridas de nuestra absurda pelea por fin sanarían, y volveríamos a ser los grandes amigos que una vez fuimos. 
María Elisa lo llevó a mi cuarenta cumpleaños, esa noche Arturo se reencontró con muchas de sus amigas de adolescencia, con el resto de los amigos del Atajo yo tampoco tenía ya casi contacto y no estaban en la fiesta, a pesar de que hace catorce años todavía no eran muchos los panas que habían emigrado, como ha ido pasando estos últimos años. 
No fue una gran fiesta, cayó lunes, apenas una reunión con "los más íntimos amigos" para celebrar la  entrada a mi quinta década. Sin duda la atracción de la noche fue el reencuentro con el pana pródigo, lo vimos de semblante un tanto demacrado pero estaba igual a como lo recordábamos cuando llevaba en la maleta del carro un saco y una corbata por si salía una fiesta, era el mismo echador de broma de siempre, lo bueno de ser gordo y calvo a los 22 años es que 25 años después no es mucho lo que se cambia. 
La reunión la celebré en casa de mis padres, una especie de cuartel general del Atajo. Mis papás estaban felices de volver a ver a Arturo, de mis amigos siempre lo consideraron alguien especial con quien hasta los adultos podían conversar y reírse un rato. Además ahora médico, qué conveniente para pedirle récipes de lexotanil y demás tranquilizantes que ya la revolución comenzaba a dar sobresaltos. Pero Arturo resultó del tipo de médico poco complaciente a la hora de repartir récipes. 
Esa noche apenas tuve unos minutos para compartir a solas con quien alguna vez fue mi mejor amigo, sintiendo que ya tendríamos tiempo de ponernos al día, por lo menos así lo creía, el me dijo que le gustaban mis artículos en El Nacional, yo le pregunté que como médico que trabajaba en hospitales si pensaba que el chavismo había llegado para quedarse. Me dijo que sentía que a quienes iban a los hospitales les costaba hacer conexión con la oposición, a la que sentían distante de sus problemas reales. 

Ojo, estoy hablando del año 2003, no me vayan a saltar a la yugular, y menos a mi difunto amigo Arturo que no llegó a ver la debacle sanitaria que se cerniría sobre Venezuela. 

                                                                                 III

 Semanas después de mi cumpleaños, a principios de septiembre, me llamó María Elisa para avisarme que Arturo había sufrido un ACV, el pronóstico era malo, el derrame fue masivo, los médicos estaban esperando que su madre llegara de España para tomar la decisión si había que desconectarlo. Estaba en terapia intensiva de la clínica Metropolitana, por si quería visitarlo. 
Tan cercana que había sido del Gordo en mi juventud, tan distanciados que estuvimos durante años, tan mala que soy para afrontar el dolor de lo inevitable. El remordimiento me quedará mientras viva. Dudé en visitar al gordo, si valía la pena, seguía vivo pero él ya no estaba, quizás mañana. No hubo mañana, al gordo le dio un infarto y murió antes de que llegara su madre de España. Amigos del Atajo, hasta los que tenían décadas sin verlo y no llegaron a hacer las paces, lo fueron a visitar esa última tarde a terapia intensiva, él estaba inconsciente, así fuera para agarrarle la mano y decirle lo mucho que lo quisieron, y todavía lo querían. 
 El Atajo en pleno se reunió en la Funeraria Vallés para despedir a nuestro Gordo, ninguno conocía a la ex-esposa. Nadie le daba el pésame porque ella discreta no asumió papel de viuda sino rol de mamá de su hija. Abrazamos y besamos a la niña, que tendría como 11 años, presentándonos como viejos amigos de su papá. A la niña se la llevaron temprano, regresaría al día siguiente para ir al entierro del padre. La mamá de Arturo estaba por llegar de España, iría directo a la funeraria, mientras tantos los deudos éramos nosotros, sus amigos de juventud, nos dábamos el pésame los unos a los otros. Hoy la recuerdo en medio de la tristeza como a una gran fiesta de despedida al Gordo, como pienso que a él le hubiera gustado, alegre, cero intensidades. 
María Elisa me contó que Arturo tenía graves problemas cardíacos, de eso se enteró en la clínica, que estaba en una lista de transplantes de corazón, el ACV se le adelantó. Por lo visto Arturo quiso regresar a sus amigos de siempre, buscándola a ella, la más incondicional de sus amigas, para no morir solo. 
El ambiente era triste y divertido a la vez, teníamos tantas anécdotas de Arturo que compartir que gozamos intercambiándolas, parecía una fiesta de panas a principios de los años 80. Solo faltaba que pusiéramos la música de Kool & The Gang. No faltaron colegas de  medicina que conversaban entre ellos, seguro recordando los buenos tiempos con Arturo, qué vaina que se hubiese muerto de apenas 47 años -por fin le descubrimos la edad- .
Solo un personaje en ese velorio no me lograba cuadrar, como si hubiese llegado temprano al próximo entierro: un calvo sentado en un banco con la cabeza gacha, como rindiendo privado homenaje al difunto. A nadie saludaba, nadie lo saludaba. En ese ambiente un poco de fiesta como suelen ser a menudo los velorios caraqueños, fiesta que estoy segura que El Gordo cual Maelo habría disfrutado, ese personaje me llamó la atención, su cara me era familiar. ¿Sería o no sería? Chica es que se parece,  ¿ese calvo cabizbajo acaso no era el indiferente escritor en el Spizzico? ¿Mi vecino de columna en Papel Literario? ¿El mismísimo vilipendiado rector del CNE? 
Frasquitera hasta en los velorios, como por fin lograba una definitiva empatía con quien creía era Jorge Rodríguez, el mutuo afecto por el amigo muerto, como repito ni siquiera en el año 2003 se veía venir que a quien pensé tener enfrente sería uno de los protagonistas de una Dictadura que habría de sumir a Venezuela en la mayor de las miserias, quise acercarme al amigo de mi amigo, que nuestro mutuo afecto sirviera de puente de tolerancia y entendimiento, como homenaje póstumo a Arturo, saludarlo, saber cómo lo conoció, cuánto lo apreciaba como para ir a un entierro al que no tenía a quién darle el pésame, y en el que ya por esa división política que apenas comenzaba a germinar, se arriesgaba a pasar un mal rato. 
Pero volvió a ser tarde, cuando lo busqué con la mirada, ya el calvito no estaba, y todavía tengo la duda si en verdad sería él.

Lo que si estoy segura es que hoy siquiera pensar en semejante acercamiento sería inconcebible porque desde entonces, usando su metáfora, demasiados ríos hechos de lágrimas han corrido en esta revolucionada Venezuela.