lunes, 15 de agosto de 2011

De cómo me saqué el certificado de neoyorkina


Dicen que un verdadero neoyorquino jamás se impresiona ni por las ratas en el Metro, ni ante el encuentro casual con una celebridad. Este verano 2011 se puede decir que hice posgrado de neoyorquina, aún con mi inglés machacado (irrelevante en una ciudad donde más de la mitad de sus habitantes hablan con acento).
En la primera prueba me rasparon el año pasado, cuando una noche esperando el Metro en una desolada estación, vi con asco como una familia de ratas merodeaba unas bolsas de basura. Ingenua de mí, cada vez que llegaba alguien, le señalaba las ratas para que no fueran a agarrar para ese lado. Hubo quien miró a los asquerosos roedores con indiferencia de "So what?", y hubo quien exclamó: "¡ughhhhh!" y hasta tomó fotos.
Tiempo después, cuando leí que la actitud ante las ratas y las celebridades era una prueba contundente para determinar quién era neoyorkino y quién turista, me di cuenta con horror, que tan neoyorkina que me creía, estaba raspada por mi notorio asco ante los roedores, sin olvidar el papelón con Lupita Ferrer en Macy's hace un par de años.
Pero en el 2011 no me iban a agarrar desprevenida, por eso cuando un mediodía en la estación de Lexington y la calle 60 una rata merodeaba los rieles del tren, dejé que otros dijeran "¡Ughhh!", y yo ni pendiente, como si para mí las ratas fueran tan cotidianas como las ardillas y las palomas en Central Park.
La verdadera prueba de fuego no fue enfrentarme con una rata sino con una celebridad cuando una lluviosa noche de domingo en J.G. Melon en la calle 74 y tercera avenida, no fue que entró cualquier celebridad, el que entró fue el hombre de los sueños de la fantasía neoyorquina: el famoso Big. Y déjenme decirles que si en televisión es un galán, en persona es un dios.
Al J.G. Melon voy desde que tengo 15 años, cuando mi familia se estableció durante un año en Nueva York, no ha cambiado nada en más de 30 años este pequeño restaurante de barrio famoso por sus hamburguesas: sus paredes siguen adornadas por los mismos cuadros de patillas, y en una esquina una foto de la escena donde la señora Kramer le dice al señor Kramer, mientras toman una copa de vino en una de sus mesas con manteles de cuadritos blancos y verdes, que se va a agarrar un año sabático de sus responsabilidades familiares.
También se filmó en Melon una escena en "The Nanny Diaries" (2008) donde el personaje de la nanny, interpretado por Scarlett Johanson, y una amiga, tienen una cita en ese tugurio que ellas llaman de "frat boys en el que venden hamburguesas excesivamente caras". De esta película si que no hay foto  en el abarrotado restaurante.
No son tan caras las hamburguesas en el Melon en una ciudad donde una hamburguesa puede llegar a  costar más de 30 dólares. Y aunque el Melon no ha llegado al nivel de reconocimiento del inferior P.J Clarke's, en sus mesas es frecuente escuchar hablar español, sobre todo venezolano.
Esa noche casualmente me encontré con unos paisanos, pero ya se habían ido cuando entre el gentío agolpado en el bar se abrió paso a quien reconocí inmediatamente como el hombre de los tormentos de Carrie Bradshaw en Sex and the city, al mismo marido político que le hace la vida cuadritos a The Good Wife, y a quien, curiosamente, los productores de Law and Order sacaron de la serie por fastidioso: el guapísimo actor Chris Noth.
Noth podrá hacer mil papeles, pero siempre será recordado como Big, el inconstante amor de Carrie en la desaparecida serie de HBO, y es que cuando la cámara le hacía un close up al guabinoso Big y este sonreía, no sólo derretía a la frívola fashionista, sino también a cualquier mujer que tuviera un corazón para derretir.
 No es tan adorable Noth en el papel del ambiguo marido de Julianna Margulis en The Good Wife, pero sigue viéndose condenadamente buenmozo.
En persona lo primero que impresiona de Chris Noth es su tamaño, es alto, no como una vara de puyá loco, pero si lo suficientemente alto como para sobresalir en un bar lleno de gente, como un metro 85, calculé.
Dicen que la cámara engorda cinco kilos, y esos cinco kilos de menos le sientan muy bien a Big, es más delgado y con mejor cuerpo de lo que pareciera en televisión. Pero la mayor diferencia entre el hombre y sus personajes es el pelo castaño despeinado, al contrario de la pinta canosa-engominada con la que solemos verlo en tv, por eso en persona apenas pareciera superar los 40 años, cuando en noviembre cumple 58.
 Esa noche cuando entró Big al Melon la única que casi se desmaya de la emoción fui yo. El resto de los comensales ni se dio por enterado. Sentada en una mesa en la esquina al lado del bar, el bartender se reía ante mi sonrojo de adolescente. Tenía que recuperar los cabales o reprobaría el examen de neoyorkina. Respiré hondo e impedí que mis hijas le tomaran a la estrella una foto con el celular. Noth estaba con un amigo canoso, los dos vestían franela y bluejeans, la de Big era roja que le daba un aspecto aún más juvenil.
Nadie volteó a su paso cuando lo sentaron en la mesa donde se filmó Kramer vs Kramer; el amigo se sentó contra la pared y Big dándole la espalda al restaurante, pero ladeado porque sus piernas no cabían bajo la mesa. No pidió una hamburguesa sino una ensalada, y una cerveza. Se disparó un flash, no fue contra Big: un mesonero le tomó una foto a una familia alemana que se quería retratar en el emblemático restaurante.
Yo no solo veía a Big, también veía mi imagen reflejada en un espejo a pocos metros, con converse azules, franela de los Yanquis, y un bad hair day, era la anti-Carrie Bradshaw, quizás por eso preferí aprobar el examen de neoyorquina antes que pedirle al guapísimo actor que si no le importaría tomarse una foto con esta venezolanita, foto que seguro iría en mi perfil de facebook.
Me fui complacida sabiendo que esa noche pasé el examen, a Chris Noth lo dejé tomarse su cerveza en paz, por fin tengo mi certificado de neoyorkina, que es un certificado moral. Solo le ruego a Dios que no se me atraviesen por el camino con Justin Timberlake.



sábado, 13 de agosto de 2011

El futuro de las librerías


Había leído que Borders estaba a punto de quebrar, que la cadena de librerías norteamericana que le hace competencia a Barnes & Noble cerraría muchas de sus tiendas para poder sobrevivir. Imaginé que entre ellas la librería que quedaba en Park Avenue, no hay que ser corredor de bienes raíces para saber que el alquiler de semejante local que ocupaba cuatro pisos, debería estar por las nubes. Para quienes la visitábamos era obvio que la librería de Park había entrado en franca decadencia. Y en efecto, cerró hace unos meses.
 Lo que nunca imaginé es que la sucursal de Borders frente a Columbus Avenue correría la misma suerte, hace pocas semanas la vi incluida en una lista de las librerías más hermosas del mundo con su imponente vista al Central Park. Por eso me sorprendió al visitarla estas vacaciones, encontrarla llena de cartelones que decían: "Going out of bussines", "Everything must go", descuentos de remate entre el 25 y el 50 por ciento, y la advertencia: "Final Sale".
Días después pasé por la sucursal de Borders frente al Madison Square Garden y también estaba rematando la mercancía. Por Internet me entero que a mediados de julio Borders se declaró definitivamente en quiebra, antes de finales de septiembre desaparecerá como lo hizo la cadena Virgin Records, que hoy solo sobrevive como una reliquia turística en París.
Algunos pensarán que Barnes & Noble será la gran beneficiada con el fin de Borders, pero quien visite cualquiera de sus tiendas se dará cuenta de que no está mucho mejor, ya ha tenido que cerrar varias librerías en Nueva York como fue el caso de la que quedaba en Broadway y la calle 66, que cerró en enero del año 2011 porque el alquiler era demasiado alto y no se pagaba vendiendo libros.
Esa zona del West Side midtown, tan movida culturalmente con la cercanía del Lincoln Center y del Carnegie Hall, se quedó sin librerías.  La misma suerte corrieron las sucursales de Barnes & Noble en Chelsea y Astor Place.
Todavía quedan muchos Barnes & Noble en Manhattan, pero han tomado un giro hacía la nueva industria editorial, aunque su principal mercancía sigue siendo libros impresos, les han quitado espacio para la venta de juguetes, artículos decorativos, pero sobre todo, para ponerse al día en materia tecnológica con su versión de la tableta de lectura digital, el llamado "Nook" que se activa al entrar en una de las librerías y se pueden bajar los libros como quien los hojea. Quien quiera comprarlos, paga y el texto se bajará definitivamente en el aparatico, si no, apenas se sale de la librería, se pierde la conexión.
Hace un par de días salió publicado un artículo en el New York Times comparando la distintas tabletas de lectura que hay en el mercado, según el experto la mejor es Kindle de Amazon, el IPad de Apple es más avanzado técnicamente y tiene más aplicaciones, pero al doble de precio, no obstante el Kindle es de más grata lectura.
No me consta, obsoleta de mí, sigo aferrada al legado de Guttemberg.
En Caracas también han cerrado varias librerías este año 2011, pero por distintas razones, a pesar de que en nuestro país los libros no tienen IVA (en los Estados Unidos sí) las pocas novedades que desde hace tiempo se consiguen están saliendo muy costosas porque a los libreros se les hace cuesta arriba pasar por los trámites de Cadivi para conseguir dólares para importar libros, y para colmo, la industria editorial en Venezuela se ha enfriado con respecto al boom de hace algunos años, editoriales como Mondadori se fueron del país.
Algunos escritores venezolanos ya apostaron por la literatura digital y saltándose el trámite editorial, publicaron ellos mismos sus libros en la web. ¿Les va bien? Habrá que preguntarles a los precursores nacionales de la literatura digital, pero sin pasar por el filtro de una editorial la competencia es más que feroz, y sin el empuje publicitario que esta presta, se es menos que un granito de arena en la inmensidad.
Aunque la autogestión ha resultado para algunos afortunados, lograrlo pareciera más difícil que pegarse el loto. Los pocos autores de habla inglesa que lo han conseguido, la pegaron con literatura de fantasía para adolescentes gracias a la publicidad boca a boca de los chamos.
En el caso de los autores venezolanos, y supongo que en el resto de latinoamérica debe suceder lo mismo, los escritores pierden su público natural porque ¿cuántos lectores en nuestro continente tienen Nook, Kindle o IPad? Por lo menos en Venezuela, pareciera que todavía dista en llegar el tren de la literatura digital.
En este viaje a Nueva York también me di cuenta de que las tabletas digitales tampoco es que acabaron con el libro impreso en estas latitudes, no por ahora, más allá de los románticos que aseguran que nada como la sensación de pasar las páginas y el olor de los libros, la realidad es que las tabletas digitales son costosas y bajar los libros -si bien más barato que comprarlos impresos- no es gratis, tampoco se pueden revender ni compartir las lecturas, lo que podría terminar saliendo más costoso porque por lo menos en mi familia, un libro bueno pasa mínimo por tres lectores.
 Sin embargo dicen las estadísticas que en los Estados Unidos la lectura digital ya sobrepasó a la impresa, pero cuando me monto en el Metro de Nueva York por cada tableta digital, todavía se ven muchos libros. El trabajador que tarda más de una hora todos los días de su casa al trabajo, y después una hora de regreso del trabajo a su casa, suele ir acompañado bien sea por un periódico o por un libro, muy pocos lectores digitales se ven en el Metro.
Los grandes beneficiados en esta coyuntura parecen ser los vendedores informales que hoy rematan libros en las aceras de Nueva York, las librerías de ocasión que venden libros usados, y las librerías independientes que hace algunos años parecían en vías de extinción. Una librería como McNally-Jackson en Soho, hasta ofrece servicio de impresión y de diseño para quien quiera sacar su libro.
Y es que la buena literatura se alimenta de buenos libreros, de la atención personalizada que estos prestan a cada lector, algo que el frío mundo digital no puede lograr, por eso ahora que las cadenas de librerías dejaron de ser emporios comerciales, apostaría a que la figura del librero en los Estados Unidos (en Venezuela nunca desapareció) regresará.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Bailando bajo la lluvia en Nueva York



Eran más de las seis y esa lluviosa tarde de verano comenzaban a llegar al Lincoln Center quienes como yo, hacía semanas habíamos agotado las entradas para ver al famoso violinista Joshua Bell en el festival Mostly Mozart. El programa de la noche, que incluía Bach, Bruch y la sinfonía número 40 de Mozart, estaría dirigido por el joven director español Pablo Heras-Casado; pero además de este bocado para melómanos, hubo un insospechado extra cuando se presentó un concierto de percusión en los espacios abiertos del Lincoln Center. 
A pesar de que llovía, ante el sonido de tambores y timbales, se fue acumulando gente alrededor de la música, más de uno se animó a bailar. Uno de esos momentos mágicos que quisiéramos asir. Entonces recordé que mi camarita Lumix supuestamente es muy buena a la hora de tomar películas improvisadas, y con la cámara en una mano, y el paraguas en la otra, hice mi debut como videodocumentalista, y no quedó tan mal, a pesar de la lluvia, de quienes se me atravesaban, y que evité atravesarme a quienes a su vez tomaban fotos del momento.
Como dice mi amiga Sara en su gentil comentario en YouTube : "Cada quién interpretó con los movimientos y expresiones de su cuerpo según su cultura..". 
Tan solo una prueba más del poder de la música.

domingo, 7 de agosto de 2011

El quest for Shakespeare de una princesa devaluada


Las Intensidades se fueron a Nueva York y en esta ciudad es imposible andarlas evitando, sobre todo embarcada en un quest for Shakespeare que empezó cuando recién llegada, leyendo la edición dominical del New York Times, me enteré que The Royal Shakespeare Company -compañía residente en Stratford-upon-Avon- estaba de visita en Nueva York del 6 de julio al 14 de agosto presentando cinco obras de su repertorio: El Rey Lear, Como gusteís, Romeo y Julieta, Julio César y Cuento de Invierno. Coincidiríamos dos semanas.
Como mi única experiencia shakespeareana -mas allá de leer sus obras en la universidad y una que otra relectura- era Macbeth con Roberto Moll en el Ateneo a fines de los años 80, me sentí como la cucarachita Martínez: ¿a cuál obra ir? ¿Será que voy a todas?
 Nueva York da para mucho, pero dejé pasar la primera semana porque estaba con mi marido a quien solo se le puede jalar para el Yankee Stadium, fue en la segunda semana que me quedé sola que comenzó el verdadero quest for Shakesperare, cuando inocente de mí, quise comprar las entradas por Internet pero esta posibilidad se había agotado hace meses, solo se conseguían entradas por taquilla en el Lincoln Center.
Un miércoles en la mañana tomé el autobús que me deja a una cuadra del complejo cultural, veinte minutos después estaba ante una señora de moño plateado que tras el vidrio de la taquilla me dijo:
"How can I help you?".
 Le pregunté qué me podía ofrecer de las dos semanas que quedaban de Royal Shakespeare en Nueva York.
Tras consultar la pantalla de la computadora, su primera oferta fue Romeo y Julieta, no precisamente mi obra favorita, siempre espero que Romeo llegue unos minutos tarde para encontrarse con Julieta despierta de su falsa muerte. Le pido a la taquillera que insista:
"King Lear for two hundred dollars", sugiere.
"Say what!" a ese precio solo los Rolling Stones, y en primera fila, ¿no tendría una entrada más solidaria?
 Dándole al mouse de su computadora, la taquillera insistió con Romeo and Juliet, 168 dólares, partial view, una columna limitaba la visión del escenario. Era la entrada más barata que tenía. Como no me vio muy convencida me recomendó intentar ir al Armory en la calle 66 y Park Avenue, donde se estaba presentando el repertorio shakespereano, a lo mejor conseguía algo a mejor precio.
Pero ya yo me había dado por vencida: "Adriana, asúmete mamita: eres una princesa devaluada".
Así que cabizbaja me fui a Broadway en autobús, hice la cola de la taquilla en descuento en Times Square y conseguí una entrada a mitad de precio para ver Jersey Boys, la historia de Frankie Valli and The Four Seasons.
La pasé bien, canté las canciones y hasta me enjugué una lagrima con "My eyes adored you", añorando la inocencia de la pubertad, pero me quedé con la espina que había optado por la cultura Coca-Cola de los musicales de Broadway en lugar de la obra del gran dramaturgo de todos los tiempos.
Cuando salí del musical llovía fuerte, uno de esos chaparrones que ni con paraguas podemos dejar de mojarnos, tras comer una pizza a ver si pasaba el diluvio, decidí acercarme hasta el Armory pensando quién iría al teatro una noche así, a lo mejor corría con suerte y estaban rematando entradas.
El Armory es un castillo en pleno Manhattan, hace tres años fue adaptado para eventos especiales. Esa noche el evento especial era Romeo y Julieta, la obra comenzaba a las 7.30, y yo llegué a las 6.30.
Que fuera precisamente Romeo y Julieta la función de esa lluviosa noche, la obra que menos me interesaba pero la primera que me ofrecieron, me pareció una señal que los amantes desafortunados estaban en mi destino. Confiada me acerqué a la recepción para preguntar qué puestos quedaban.
"Sold out".
 Sin embargo había una cola para los rush tickets, entradas que media hora antes de que empiece la función, se rematan a 25 dólares. Y aunque si me exprimían podría llenar un tobo de agua de lo mojada que estaba, hice la cola por no dejar, había como 20 personas delante de mí, solo faltaba media hora para que comenzaran a repartir entradas. ¿Quién quita? Shakespeare bien vale la pena una pulmonía.
Esa noche se repartieron como diez rush tickets, cuando se terminaron, quienes estaban dispuestos a pagar las entradas a precio completo, podían esperar para ver si había cancelaciones. Yo me quedé, tenía la adrenalina subida cual tahur, habría pagado lo que me pidieran, así me hubiera tenido que ir de Nueva York arruinada. La muchacha sentada al lado mío salió en busca de revendedores y fuera del teatro consiguió entradas. Yo no me atreví, no quería perder el puesto en la cola. Al final solo hubo una cancelación. Me fui derrotada oyendo las campanadas señalando el comienzo de la obra.


Al día siguiente se presentaba en el Armory Julio César, esto no se iba a quedar así, pensé que con una obra política, densa, sería más fácil conseguir entradas. Solo tenía que llegar más temprano, dos horas previas a que comenzara la función, cuando abrían las puertas del Armory.
Como Julio César es una obra que no recordaba más allá de la famosa frase "el cobarde muere muchas veces, el valiente solo una..." y mi inglés dista de ser el mejor, pasé primero por un Barnes & Noble para comprar la edición de "No Fear Shakespeare", colección que publica las obras de Shakespeare junto con una traducción al inglés moderno, una especie de Shakespeare for dummies.
Con mi "No Fear Shakespeare" llegué minutos antes de que abrieran las puertas del Armory, esta vez  estaba de novena en la cola. Me sentí confiada de que ese día sí iba a coronar, si con Romeo y Julieta entraron como doce personas con los tickets en descuento, con Julio Cesar debían entrar más. Además, no llegó tanta gente como el día anterior. En la cola de hora y media me leí la obra.
Pero esa noche vini, vidi y no vinci: solo repartieron cuatro entradas a 25 dólares, tampoco aparecieron revendedores. Tras mi experiencia el día anterior y recapacitado mi presupuesto vacacional, decidí desistir por esa noche, no sin antes pasar por taquilla preguntando qué les quedaba para futuras presentaciones.
-Tomorrow, 1.30, King Lear, 250 dollars.
Beeerrro, ya hasta habían subido de precio. Insistí al vendedor que tenía la simpatía del doctor House, ¿no tendrán algo más solidario?
-Morrow, King Lear, 250 dólares, are you willing to pay or not?
Me fui a ver en el cine "Crazy, stupid, love".
Esa tarde en la que me trataron con desprecio plebeyo, cayó la bolsa Dow Jones más de 500 puntos, anunciando que la recesión económica del 2008 ataca de nuevo en el 2011.
Pero me había quedado con la shakespereana piedra en el zapato, y a pesar de la humillación de la noche anterior, decidí intentar una última vez: Viernes, 1.30, Rey Lear, quizás al mediodía era más fácil conseguir entradas suponiendo que el neoyorquino que no está de vacaciones, está trabajando.
Llegué a las 11.30 en punto, de quinta en la cola. Como Lear es una obra que conozco bien, no me hacía falta la versión de No Fear Shakespeare. Para distraerme estudié a mis vecinos de espera: de primera estaba una señora japonesa con su niño como de diez años, quien leía Los Miserables de Víctor Hugo con la misma voracidad con la que cualquier otro chamo leería "El diario de un Wimpy Kid". La mamá japonesa, en inglés más cortado que el mío, contó que fueron los afortunados en conseguir entradas para ver a Julio César la noche anterior, llegaron a las 4 de la tarde para estar de primeros en la fila. Tras ellos estaba una señora de melena rubia vestida de vaporoso blanco quien al igual que yo, se quedó por fuera las dos funciones anteriores. Esta vez decidió llegar más temprano. Frente a mí esperaba un estudiante universitario que no dejó de chatear por celular. Tras de mi una señora que resolvía el crucigrama del NYT, y tras ella una joven rubia con acento británico.
Como suele suceder en las colas, a los pocos minutos estábamos conversando como grandes amigas mientras el universitario seguía chateando por su IPhone. Mis compañeras de cola decían que la mejor obra del repertorio, la que había obtenido mejores críticas, era The Winter's Tale. La obra que menos había gustado a la crítica neoyorquina: Romeo y Julieta.
  Al poco rato se acercó una de las empleadas de taquilla ofreciendo puestos a 250 dólares cada uno. En la cola nadie quiso pagarlos. Llegaron varios revendedores, unos aspiraban recuperar el valor de sus entradas, otros estaban dispuestos a negociar: un muchacho ofrecía una entrada que le había regalado su jefe, con valor de 170 dólares, a 100.
Dudé si aceptar la oferta, pero la señora y el niño ya habían conseguido sus entradas a 25, el universitario también, la rubia vaporosa había comprado una a mitad de precio a un revendedor, yo era la próxima en la cola, y el viento parecía soplar a mi favor. Pensé que si las entradas de 250 dólares se habían quedado frías, lo más seguro era que las que remataran a 25 dólares para que no hubieran puestos vacíos. Esos debían ser los llamados Rush Tickets. Aspiraba estar sentada tan cerca del escenario que las lágrimas de arrepentimiento del rey Lear salpicarían sobre mí.
La señora del crucigrama negociaba la entrada a cien dólares con el muchacho cuando por fin me llamaron de taquilla, había un rush ticket disponible para esta devaluada princesa caraqueña. Con impuesto incluido la entrada salió en 28 dólares, pero en lugar de orquesta, como ingenuamente aspiraba, me mandaron hasta el nivel de las luces de la sala. De lado, casi que guindada en un faro, me tocaría ver los infortunios del viejo rey.  Sentado junto a mi estaba el universitario del celular, dos filas más arriba, la mamá y el niño. La joven británica un poco más hacía la derecha. A la señora del crucigrama y a la vaporosa no las volví a ver.
Si bien estaba donde en tiempos isabelinos se habría sentado la plebe para arrojar frutas podridas si no le gustaba la función, en el espacio del Armory adaptado como si fuera el teatro de Stratford-upon-Avon, donde quiera que uno se siente verá bien. Quizás no me salpicarían las lágrimas del rey, pero si se me salía un zapato, le caería en la cabeza a un actor.
Tratando de controlar el vértigo, me puse a conversar con el universitario ya apagado su celular, me comentó que desde ahí se veía bastante bien, solo perderíamos la mitad de las entradas, y los monólogos se veían de perfil. Él ya había visto casi todas las obras, esta era la última que le faltaba por ver.
-¿Qué tal?- le pregunté- ¿Es verdad que The Winter's Tale es la mejor?
Hundió los hombros y me dijo que al igual que con As you like it, la disfrutó, pero rápidamente la olvidó.
- I don't like happy endings, they are easy to forget- concluyó metafísico cuando ya la función estaba por comenzar.
No dio tiempo de contestarle que a mi si me gustan los finales felices, y que no siempre son fáciles de olvidar.

(PD: varios puestos de 250 dólares quedaron vacíos).