miércoles, 26 de junio de 2019

Espíritu Presente


A pesar de compartir muchos amigos, Luis y yo nunca llegamos a confraternizar, no por nada, simplemente no se dio, él siempre era el alma de las fiestas y yo más bien una chica tímida. Por eso el día que perdió la vida en un accidente, sintiendo la desolación de tantos amigos en común, lamenté no haberlo conocido mejor. Siete años habían pasado desde aquel fatídico día, cuando pude agradecerle a mi suegra que entre Luis y yo, por fin, naciera una hermosa amistad.
Todo empezó en diciembre del 2003 cuando acompañé a la abuela de mis hijos a un abarrotado centro comercial. Pretendí devolverme antes de entrar por la claustrofóbica posibilidad de vagar horas por el estacionamiento antes de encontrar donde estacionar el carro, pero mi suegra me lo impidió asegurándome que tenía un método infalible para conseguir puesto. Y a esta señora a quien creía católica, apostólica y romana, se le salieron sus raíces de palera africana cuando empezó a invocar de la tierra de los muertos a un tal Eloy. La miraba horrorizada pensando: “¿en qué familia de locos he caído?”, cuando ante mi estupor un puesto se desocupó ante nosotras. 
Mi suegra me confió su secreto: “Pídele a un difunto que te consiga dónde estacionar el carro y a cambio le ofreces un Padre Nuestro”. 
¿Pero quién era Eloy, por qué él y no un muerto, no sé, más familiar? 
La buena mujer, con la paciencia y la sabiduría de un milenario alquimista, me reveló: “Porque en el hilo de plata que une el mundo de los vivos con el de los muertos existe un código de ética: estos favores hay que pagarlos. Los muertos de uno no valen porque siempre se les reza y se les recuerda, para favores mundanos, debemos invocar muertos ajenos”.
Este tipo de revelaciones metafísicas son difíciles de procesar por mentes científicas como la mía, así que no le hice mucho caso. Supercherías, pensé, cada familia tiene sus propias supersticiones. Hasta que tres meses después llevando a uno de mis niños en una emergencia al pediatra, ante la terrible congestión en el estacionamiento de la clínica, me acordé de la receta sobrenatural de mi suegra y no se me ocurrió a nadie mejor para invocar que a Luis, el pana de mis panas. 
¿Se acordaría de mí en el más allá ?
Nada perdía con tratar. 
No había terminado de invocarlo con mi desesperada petición, cuando de repente, como por obra de gracia, salió un carro frente a mis narices, o debería decir frente a mi parachoques.
Desde entonces cada vez que iba al Hospital de Clínicas en San Bernardino a llevar a los niños a la consulta del pediatra, invocaba a Luis, que resultó ser un santo milagrosísimo en eso de buscar puestos en el estacionamiento: siempre me los conseguía en el sótano uno cerca del ascensor. Al principio lo invocaba más por superstición que por fe, pero me aseguraba de cumplir con mi parte del trato y después de bajar a los niños y agarrarles bien la mano, entre el carro y el piso diez, donde quedaba el consultorio del pediatra, le rezaba por lo menos un Padre Nuestro y dos Ave Marías.
Hasta que un día no muy congestionado decidí que ya era suficiente, una mujer empírica, una intelectual que se respeta, no podía ser víctima de semejante superchería, así que me salté la formalidad de la invocación al muerto ajeno y de la obligada oración y cerré la puerta del carro, decidida a no seguirle pagando favores a Luis. No había terminado de dar la vuelta con mi muchacho a cuestas cuando se prendió la alarma del carro, y no hubo forma de callarla. Olvidé que Luis, aún en vida terrenal, era un espíritu burlón. Hizo falta un par de mecánicos para que la alarma callara.
Luis tardó en perdonarme, cuando iba para el Hospital de Clínicas, pasaba horas buscando puesto, y sólo lo encontraba, tras mucho dar vueltas, en el último sótano donde los ascensores tardan horas en llegar. Hasta que una mañana que el bebé amaneció con el pecho trancado, al borde de un ataque de asma, desesperada le supliqué: “Cónchale Luis, no seas rencoroso papá…” y a pesar de que delante de mí había una fila de carros buscando estacionar, de repente sonó el inconfundible sonido de una alarma de carro desactivada y un puesto se desocupó justo delante de esta mujer de poca fe.
Soy agradecida, por eso al nuevo pana Luis, además de un Padre Nuestro y dos Ave Marías, le dedico este anécdota en una nueva fecha del aniversario de haberse ido al ni tan más allá. 

Esta crónica es de hace como diez años, por eso hablo de estacionamientos abarrotados, al pana Luis ya no hay que invocarlo para ese favor tan particular porque hoy los estacionamientos en Caracas, ante semejante crisis económica, no se abarrotan ni en navidad. Al pana Luis lo sigo recordando con cariño, porque aunque lo conocí poco, lo recuerdo como a un gran evitador de intensidades. 

lunes, 17 de junio de 2019

Del día que Yonlí visitó las intensidades


Uno de los personajes más aborrecidos en la actual twitterzuela es el periodista norteamericano Jon Lee Anderson por la displicencia con la que twitea sobre el drama revolucionario que se vive en Venezuela. No se manifiesta con admiración y apoyo incondicional con el régimen de Nicolás Maduro, como el ex Pink Floyd Roger Waters (hoy  mejor conocido como Rogelio Aguas), a quien Maduro le mandara un cuatro (instrumento musical típico de Venezuela) firmado por él, como agradecimiento ante el respaldo del músico británico en la lucha revolucionaria del pueblo venezolano contra una posible intervención imperialista. 
Yonlí como se le llama en las redes creo que por invención del escritor Rodrigo Blanco Calderón, o por lo menos fue quien lo popularizó, podrá no simular fácilmente sus simpatías con los procesos de izquierda pero tampoco es bruto, por el contrario, es muy inteligente, el periodista norteamericano sabe que el régimen de Maduro es indefendible, sin embargo no pierde oportunidad para regocijarse de los tropezones de la oposición: en su reciente artículo en la revista The New Yorker el presidente encargado Juan Guaidó queda como un torpe muchachón, entrevistando Yonlí inclusive a su supuesto brujo de cabecera - a quien llama astrólogo- quien se refiere a Guaidó como la reencarnación del Cacique Guaicaipuro, imaginería ejemplar de la propia República Bananera. 

Una puntada más para la teoría que lo que sucede en Venezuela no es un tropezón de la izquierda en general sino el proceso histórico que por lo visto nos merecemos los venezolanos. 

Ayer Yonlí demostró hasta que punto puede llegar su inquina burlándose del caos que se vive en Venezuela cuando tras el apagón en el sur del continente americano que afectó durante horas a Argentina y Uruguay, twitteó: 

"So electrical blackouts are not exclusively evidence of the failure of socialism and Venezuelan “castrochavismo,” then?! 🤭".

 Tonto emoticón mediante, no quiso entrar en detalles Yonlí que el problema de energía en Venezuela no es una falla puntual, tiene años por falta de mantenimiento de las plantas hidroeléctricas, plantas como la represa del Guri que alguna vez fue el mayor orgullo tecnológico de Venezuela, y que hoy por la desidia e irresponsabilidad revolucionaria mantiene a oscuras y desconectados por días seguidos a gran parte de nuestro sufrido país. Problema que no parece tener pronta solución.

De hace unos meses para acá el periodista que escribe en medios tan prestigiosos como las revistas The New Yorker y Gatopardo, autor de la biografía del Che Guevara, célebre por sus perfiles de líderes latinoamericanos autoritarios como Chávez, Fidel y Pinochet, se encuentra en una poco digna batalla de dimes y diretes en twitterzuela: quien lo tagüeé con una crítica, corre el riesgo que le salga una agresiva y cínica respuesta de Yonlí en un no siempre perfecto español.
Cuando empecé a escribir en El Nacional de las primeras lecciones que aprendí fue que ante cualquier reacción negativa a lo que escribiera debía seguir aquello de "don´t explain, don't disdain, don't complain" ni explicarme, ni desdeñar, ni quejarme por las reacciones negativas de los lectores, lógica que he tratado de seguir, no siempre con éxito. 
Por eso en el 2010 tras escribir una Intensidad -crónica que no publiqué en El Nacional porque era demasiado larga para mi columna quincenal- titulada "A Jon Lee Anderson no le gustó mi franela" sobre cuando Anderson vino a Caracas a presentar su libro sobre el Che Guevara en Cultura Chacao, y me sentí incómoda por haber ido vestida con una franela de Che Groucho Marx, como se volvió una de las intensidades más leídas hasta entonces, cuando meses después hice un ranking de las Intensidades, recuento que no leyó ni mi mamá, cual no sería mi sorpresa al recibir una respuesta de alguien que se firmaba Jon Lee Anderson:

 " Tu "franela," Adriana? Tu eres la chica con la camiseta del Che? Pues, creo que te has mal-interpretado mi reaccion a tu atuendo, pero ni modo, veo que es mas bien mi presencia "gringa" "superficial" e "izquierdon" en Caracas que te molesto. Ni modo, supongo que ahora no me queda mas que pedir a Oliver y Noam para pedir entrada a su club, ya que no soy miemmombro oficial aunque lo dices tu. 
Superficialmente zurdo -- y (que horror!) anglosajon, Jon Lee
4 de febrero de 2011, 16:0

No lo podía creer, qué emoción, el célebre Jon Lee Anderson había pasado por mi taguara así fuera con su cinismo habitual para dárselas de gringo incomprendido, en ese momento sentí una mezcla de orgullo y vergüenza, ay qué pena, haber sabido que venía semejante visita habría barrido mejor la casa. Semanas después de recibido tan ilustre comentario, conversando con un periodista amigo del hoy mejor conocido en twitterzuela como Yonlí, al contarle que el autor de la biografía del Che había dejado un mensaje en Evitando Intensidades, me aseguró que ese no podía ser su pana Jon Lee, me vacilaron, él lo conocía bien, Anderson es una leyenda del periodismo mundial, un periodista serio que no iba a estar perdiendo su valioso tiempo contestando provocaciones en blogs.
Ocho años después que creí haber recibido la visita en las intensidades del legendario Jon Lee Anderson, después de bajarme de esa nube de pensar que pudiera ser él quien me dejara el mensajito, hoy me doy cuenta de que fue Yonlí, fue Yonlí.

jueves, 13 de junio de 2019

La sifrina devaluada

Pensando en un cortometraje que me podría producir Sifrizuela: La acción, o no acción, se desarrolla en un bien surtido supermercado del Este de Caracas, cualquier día de la semana, a cualquier hora del mes de la primera mitad de junio del año 2019, la protagonista es una mujer de edad indefinida, su apariencia de jeans de marca, franela de algodón y zapatos de goma de reciente data, la delatan como ciudadana de la república de Sifrizuela: Escena uno: la señora nerviosa hace la cola para pagar, pasó una temporada con familiares en el exterior y no sabe cuánto le va salir la compra pero ya le han advertido que la inflación es grande hasta pensando en términos de dólares . 
"La cola no es tan larga como hace unos meses" comenta en voz alta, nadie le contesta. Aprovecha para sacar un pote de mayonesa del carrito exclamando: "madre mía todo está carísimo", siguen sin contestarle, detalla mejor la compra para ver qué más saca porque: "no me va alcanzar". 
Sabe que está hablando sola, cada quien en la cola andará en un dilema similar, o peor.
Tras de ella en la cola para pagar tres albañiles en ropa de trabajo cubiertos de pintura y cal, empujan con el pie cada uno medio bulto de arroz, solo llevan eso. Conversan entre ellos, la señora les pregunta porqué llevan tanto arroz de esa marca tan extraña, esta vez sí le contestan: "el kilo está en cinco mil y dicen que la semana que viene llega en veinte". Cambio de expresión de la señora a un mejor me apuro, no me vaya a quedar sin arroz barato, le pide al albañil detrás de ella: "Señor, por favor, si se mueve la cola adelánteme el carrito que ya vengo". La señora corre a agarrar arroz, regresa con cuatro paquetes de "Fina Arroz El Consentido", los mete en el carrito, saca las galletas Chocochitas y las deja en el pasillo de las pastas, que hace poco si acaso se encontraba pasta de sémola y hoy se encuentra tal variedad de pastas como si el abasto se hubiese convertido en un bodegón italiano. Suspira con cierto gesto de culpabilidad la señora, no sabemos qué está pensando al dejar las Chocochitas entre cajas de rigatoni, imaginamos que será algo así como: "Se quedó sin merienda el chamo". Escena dos: Ante la cajera que pasa indiferente los artículos, la señora comprueba nerviosa cómo la cuenta en la caja registradora va subiendo y subiendo, deja de lado los ají dulces, de todas maneras están como aplastados. Decide no llevarse el café Flor de Patria que solo lo venden en la caja. Una vez pasados todos los artículos, en su mayoría frutas y verduras, además de los cuatro kilos de arroz, cuatro rollos de papel toilette y un pote de Mazeite: "porque ya no aguanto más el aceite chimbo, la comida no sabe igual" le comenta a la cajera como para excusar semejante frugalidad, y le advierte dándole la tarjeta de débito: "No sé si va a pasar". Como suele suceder por lo menos dos de cada tres veces que la cajera oye esa línea, en efecto la tarjeta no pasa. "Saldo insuficiente"- le devuelve la tarjeta la cajera. Música de suspenso, close up a la doña, tan bonita, con su franela Zadig Voltaire: "¿Y ahora qué hago?". Escena tres: en una pequeña oficina rodeada de chocolates Savoy de Nestlé, leche en polvo La Campiña extra calcio y aceite de oliva turco, la señora negocia en dólares la compra del supermercado, sacando un par de billetes de veinte que tenía en la cartera en caso de emergencia. De esos billetes que se guardan por si hay que hacer un encargo como comprar la medicina de la tensión de la mamá a un pariente que viaja a Bogotá. Realiza la transacción con la misma cara de dolor como si le estuvieran extirpando una muela, le advierte al comerciante: "Esta compra salió más cara que si hubiese ido al Winn Dixie en Miami" El comerciante le da cambio en dólares sin molestarse en contestar. Escena cuatro: La señora sale del mercado victoriosa con su escueta compra en cuatro bolsas de reciclaje, recordando cuando su compra de la semana llenaba casi dos carritos de mercado, alza la mirada hacía el cielo azul sin nubes: "¡Ay Dios a dónde iremos a parar?", sin esperar respuesta cierra los ojos para sentir la brisa fresca que hace que las hojas de los jabillos se muevan, se oyen las chicharras cantar. Cómo ama Caracas. Solo es cuestión de segundos, tampoco se puede apendejear porque la van a atracar. La señora desactiva la alarma del carro para guardar las bolsas mientras exclama al saberse la propia sifrina devaluada: "Si esta peladera para comprar le pasa a una, qué le queda a los demás". Fin. #vivirenCaracas

miércoles, 12 de junio de 2019

Un lugar seguro donde posar la cabeza


En dos sentadas leí Una librería en Berlín de Francoise Frenkel. Cuando compré este libro en 2017 en una librería TecniCiencias era de las pocas novedades que se encontraban en Venezuela, aunque eso de novedad era un decir porque el único libro que se conoce de Frenkel fue originalmente publicado en el año 1945. Sucedió como con La Suite Francesa de Irene Nemirovsky, durante décadas ambas novelas quedaron en el olvido hasta que visionarios editores contemporáneos decidieron rescatarlas, convirtiéndose en este siglo XXI en bestsellers instantáneos al ser testimonios literarios in situ de los horrores de la invasión nazi en Francia.
En el caso de Una Librería en Berlín, más que sobre el desmadre nazi es sobre el comportamiento de un pueblo en momentos difíciles: la nobleza de muchos franceses ante la mezquindad nazi frente a la persecución a los judíos, y la ignorancia y complicidad de tantos otros -según la misma autora muchas buenas personas- que se dejaron llevar por la propaganda antisemita.
Titulado en francés: "Rien où poser sa tête" traducido al inglés como "No place to lay one's head", al italiano "Niente cu sui posare el capo", y al alemán: "Nichts, um sein Haupt zu betten" no entiendo porqué demonios en español la titularon "Una librería en Berlín", título engañoso que relaciona este testimonio de supervivencia con esa especie de subgénero un tanto cursilón que se alimenta del amor por los libros, tema que abarca solo el primer capítulo en el que la narradora, entonces una joven bibliófila polaca dándose cuenta que en el Berlín entre guerras está desierto el nicho para ofrecer literatura francesa, funda junto con su marido en el año 1921 La Maison du Livre, librería en la cual a pesar de su éxito inicial y que llegara a recibir en ella a los grandes escritores de la época, tiene más bajos que altos. Agravándose la precaria situación de La Maison du Livre tras el surgimiento del nazismo a mediados de los años 30, cuando se va cerrando en Berlín cualquier espacio para el intercambio de ideas que puedan contradecir el ideal nazi, más si los dueños de la librería son de origen judío (incluyendo al marido de Frenkel, Simon Rachesnstein, quien no es mencionado en el libro, quizás muy duro para la escritora enfrentar su memoria, se sabe que fue detenido en una redada en París y habría de morir en Auschwitz en 1942).
A partir del segundo capítulo comienza la verdadera historia de esta librera, pasando los cincuenta años, cuando en julio del año 1939 logra cruzar la frontera francesa en el último tren en el que se habría podido montar en su condición de judía, días antes de la declaración de la guerra entre Alemania y Francia. Frenkel vive en París unos meses antes de verse nuevamente obligada a huir al sur frente a una inminente invasión alemana. Imposibilitada de cruzar la frontera a un lugar más seguro como Suiza, donde vivía su madre, o España; Frenkel habría de pasar los próximos cuatro años de su vida separada de su familia, sin encontrar un lugar donde pudiera posar tranquila su cabeza, huyendo a través de Francia de la ocupación nazi y del colaboracionismo de aquellos que por ignorancia o por conveniencia se prestaron a la persecución antisemita, pero también ayudada por valientes ciudadanos franceses que poniendo en riesgo sus vidas, no la dejaron sola a su suerte.

Una librería en Berlín no es sobre una librería en Berlín, es sobre la resiliencia de vivir en un estado excepcional, bajo la sombra de la maldad, sin certezas, sin mucha fe en salir de esta, tratando cuando se puede en llevar una vida medianamente normal, sin perder el derecho a reír, disfrutando las pocas veces que se podía del placer de una buena comida, así fuera un huevo conseguido a alto precio en el mercado negro, también admitiendo que se tiene el derecho a caer en la desesperanza, pero no por eso claudicar hasta lograr la ansiada libertad.

II

Hoy en el abasto se me acercó una señora de edad indefinida con cierta timidez, pensé que me iba a martillar, sobre todo cuando me dijo "me da mucha pena...", después me sentí hasta mal, qué mal pensada soy, qué de lo último, la señora lo quería era saber si yo era la escritora de...  
No la dejé terminar entre ruborizada y orgullosa, le dije que si con la cabeza, sintiéndome inflada qué maravilla que por mi escueta obra me reconozcan en el abasto. Después me di cuenta que no me había dicho el nombre de la obra, presumiendo que se referiría a Margot en dos tiempos, le permití que terminara la pregunta:
-¿La escritora de...?
-La autora de Te pienso en el puerto.
-No, esa novela no es mía, es de Elisa Arraiz Lucca.
-¿Y tu qué has escrito?
Fue humillante comenzar a barajar alternativas desde el libro de mi abuela, hasta mi única novela publicada, alguna antología, las columnas en El Nacional, no quise hablar de las intensidades porque ya era como demasiado humillante, tan abandonadas que las he tenido este año.
La señora muy amable me dijo que iba a buscar mis libros, le dije que ya no se encuentran en las librerías de Caracas, quizás en El Buscón, y que todavía no las he montado en la web. Se encogió de hombros, se despidió y se fue a hacer la cola de la charcutería mientras esta escritora devaluada se quedaba en el pasillo de las cervezas con el sabor que le debe quedar a Natalie Portman cuando le preguntan si es Keira Knightley.

(Este cuento es de Facebook, lo rescato antes de que se pierda)