miércoles, 12 de junio de 2019

Un lugar seguro donde posar la cabeza


En dos sentadas leí Una librería en Berlín de Francoise Frenkel. Cuando compré este libro en 2017 en una librería TecniCiencias era de las pocas novedades que se encontraban en Venezuela, aunque eso de novedad era un decir porque el único libro que se conoce de Frenkel fue originalmente publicado en el año 1945. Sucedió como con La Suite Francesa de Irene Nemirovsky, durante décadas ambas novelas quedaron en el olvido hasta que visionarios editores contemporáneos decidieron rescatarlas, convirtiéndose en este siglo XXI en bestsellers instantáneos al ser testimonios literarios in situ de los horrores de la invasión nazi en Francia.
En el caso de Una Librería en Berlín, más que sobre el desmadre nazi es sobre el comportamiento de un pueblo en momentos difíciles: la nobleza de muchos franceses ante la mezquindad nazi frente a la persecución a los judíos, y la ignorancia y complicidad de tantos otros -según la misma autora muchas buenas personas- que se dejaron llevar por la propaganda antisemita.
Titulado en francés: "Rien où poser sa tête" traducido al inglés como "No place to lay one's head", al italiano "Niente cu sui posare el capo", y al alemán: "Nichts, um sein Haupt zu betten" no entiendo porqué demonios en español la titularon "Una librería en Berlín", título engañoso que relaciona este testimonio de supervivencia con esa especie de subgénero un tanto cursilón que se alimenta del amor por los libros, tema que abarca solo el primer capítulo en el que la narradora, entonces una joven bibliófila polaca dándose cuenta que en el Berlín entre guerras está desierto el nicho para ofrecer literatura francesa, funda junto con su marido en el año 1921 La Maison du Livre, librería en la cual a pesar de su éxito inicial y que llegara a recibir en ella a los grandes escritores de la época, tiene más bajos que altos. Agravándose la precaria situación de La Maison du Livre tras el surgimiento del nazismo a mediados de los años 30, cuando se va cerrando en Berlín cualquier espacio para el intercambio de ideas que puedan contradecir el ideal nazi, más si los dueños de la librería son de origen judío (incluyendo al marido de Frenkel, Simon Rachesnstein, quien no es mencionado en el libro, quizás muy duro para la escritora enfrentar su memoria, se sabe que fue detenido en una redada en París y habría de morir en Auschwitz en 1942).
A partir del segundo capítulo comienza la verdadera historia de esta librera, pasando los cincuenta años, cuando en julio del año 1939 logra cruzar la frontera francesa en el último tren en el que se habría podido montar en su condición de judía, días antes de la declaración de la guerra entre Alemania y Francia. Frenkel vive en París unos meses antes de verse nuevamente obligada a huir al sur frente a una inminente invasión alemana. Imposibilitada de cruzar la frontera a un lugar más seguro como Suiza, donde vivía su madre, o España; Frenkel habría de pasar los próximos cuatro años de su vida separada de su familia, sin encontrar un lugar donde pudiera posar tranquila su cabeza, huyendo a través de Francia de la ocupación nazi y del colaboracionismo de aquellos que por ignorancia o por conveniencia se prestaron a la persecución antisemita, pero también ayudada por valientes ciudadanos franceses que poniendo en riesgo sus vidas, no la dejaron sola a su suerte.

Una librería en Berlín no es sobre una librería en Berlín, es sobre la resiliencia de vivir en un estado excepcional, bajo la sombra de la maldad, sin certezas, sin mucha fe en salir de esta, tratando cuando se puede en llevar una vida medianamente normal, sin perder el derecho a reír, disfrutando las pocas veces que se podía del placer de una buena comida, así fuera un huevo conseguido a alto precio en el mercado negro, también admitiendo que se tiene el derecho a caer en la desesperanza, pero no por eso claudicar hasta lograr la ansiada libertad.

II

Hoy en el abasto se me acercó una señora de edad indefinida con cierta timidez, pensé que me iba a martillar, sobre todo cuando me dijo "me da mucha pena...", después me sentí hasta mal, qué mal pensada soy, qué de lo último, la señora lo quería era saber si yo era la escritora de...  
No la dejé terminar entre ruborizada y orgullosa, le dije que si con la cabeza, sintiéndome inflada qué maravilla que por mi escueta obra me reconozcan en el abasto. Después me di cuenta que no me había dicho el nombre de la obra, presumiendo que se referiría a Margot en dos tiempos, le permití que terminara la pregunta:
-¿La escritora de...?
-La autora de Te pienso en el puerto.
-No, esa novela no es mía, es de Elisa Arraiz Lucca.
-¿Y tu qué has escrito?
Fue humillante comenzar a barajar alternativas desde el libro de mi abuela, hasta mi única novela publicada, alguna antología, las columnas en El Nacional, no quise hablar de las intensidades porque ya era como demasiado humillante, tan abandonadas que las he tenido este año.
La señora muy amable me dijo que iba a buscar mis libros, le dije que ya no se encuentran en las librerías de Caracas, quizás en El Buscón, y que todavía no las he montado en la web. Se encogió de hombros, se despidió y se fue a hacer la cola de la charcutería mientras esta escritora devaluada se quedaba en el pasillo de las cervezas con el sabor que le debe quedar a Natalie Portman cuando le preguntan si es Keira Knightley.

(Este cuento es de Facebook, lo rescato antes de que se pierda) 

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