sábado, 17 de febrero de 2018

Felicidad no es una pistola caliente


En la película Lady Bird de Greta Gerwig, cuando el petulante Kyle (Timothée Chalamet) llega por primera vez a buscar a Lady Bird (Saoirse Ronan) y toca la corneta para que la muchacha salga, el papá (Tracy Letts) logra con una frase manifestarle a su hija que ese chico como que no vale la pena: "Ohh, a honker!".
Esa breve escena me acordó a mi papá que a poco le tiene más fobia que al ruido de una corneta. Odiaba tanto las cornetas que un día lo chocaran en una panadería en Margarita con toda la familia en el carro porque un distraído conductor retrocedía sin darse cuenta que tenía un carro atrás. Recuerdo a todos gritando: "¡Toca la corneta que nos van a chocar!". Y nada que la tocaba. Por punto mi papá prefería que lo chocaran. Por eso cuando me venía a buscar a casa un amigo y anunciaba su llegada tocando corneta para que yo saliera, mi papá, que no era estricto en otros temas, exigía que le dijera al maleducado que para la próxima, se bajara y tocara el timbre. 
Los millenials caraqueños dirán #wtf, hoy todos tienen celular y en esta ciudad en la que en cuestión de segundos te atracan o te secuestran, cuadras antes de llegar a buscar a una muchacha, le envían un mensaje de voz: "Espérame en la puerta que voy llegando", y si no está lista para partir, segundos que parecen minutos que a su vez parecen horas en esta salvaje ciudad, aterrado tocará la corneta hasta que aparezca, y la muchacha se subirá en el carro tan rápido como lo hacían Batman y Robin en el Batimóvil, no vayan a pasar un mal rato. 
En los años 80, en una Caracas donde el riesgo de toparse con la delincuencia era mínimo, cuando una chica fresa salía con un chico fresa había todo un protocolo: estacionar el carro en la calle, tocar el timbre, entrar en la casa, presentarse, si una no estaba lista porque era parte del juego darse un poco de bomba, al chico le tocaba esperar conversando con los padres, con los hermanos, ver los marcos de fotos, ojear un libro en la biblioteca. Rara vez salíamos después de las nueve de la noche, mi mamá no me lo permitía, "esas no son horas de salir", también porque el plan cuando no era ir juntos a una reunión o una fiesta, solía ser ir a comer algo y después a bailar.  En esa época un muchacho no tenía que ser rico para invitar a una muchacha a comer y a bailar, o por lo menos para invitarla al cine y después unas tostadas en el Trolly o unos perros donde fuera. 
Hoy un muchacho tiene que ser millonario, y no es un decir, para invitar a una muchacha aunque sea un perro caliente con una malta. Con esta economía la mayoría de los millenials salen como dicen en criollo: "servicios Canaima", cada quien paga su vaina. 
Sin duda era una ciudad más amable esa Caracas en la que se podía salir en la noche a rumbear sin sentir que uno se estaba jugando la vida, por eso nunca entendí porqué tantos amigos salían armados. Entonces para los muchachos que te llevaban a discotecas como Le Club, tener un revolver era bastante usual. A mi me horrorizaba, me asustaba muchísimo, no entendía la necesidad de salir con un arma de fuego, dejé de preguntarles para qué, porque la respuesta siempre era la misma: "por protección", como si un consentido caraqueño de 22 años fuera capaz de convertirse en Charles Bronson en caso de que fuera necesario. 
Tenía tantos amigos amantes de las armas que Charlton Heston podría haber fundado en Venezuela una sucursal de Riffle Association. La mayoría de los panas poseedores de armas no se metieron en líos por ello, pero a lo largo de los años tantas historias tristes involucrando armas de fuego (suicidios, homicidios, muertes accidentales) son difíciles de olvidar.
Quizás la pregunta no sería por qué muchos amigos llevaban revolver con la misma facilidad que una corbata, sino cómo hacían unos cagaleches apenas saliendo de la pubertad para estar tan bien armados como el inspector Harry Callahan. 
La respuesta era sencilla, porque en la época del dólar a 4,30, décadas antes de los controles de seguridad aeroportuarios tras el atentado contra las Torres Gemelas del 9/11, cualquier muchacho que viajara a los Estados Unidos y tuviera los dólares para comprarse una o más armas, podía hacerlo con confianza sin ser molestado en ninguna aduana. Las traían en la maleta con la misma naturalidad de quien trae un par de bolsas de Milky Ways. Y si en los Estados Unidos a cualquier pendejo le vendían un arma, en Venezuela a cualquier pendejo le daban un porte de armas. 
Desde entonces mucha agua ha corrido por este río, hoy en Venezuela nadie sale con un arma por puro paveo, salir con un arma de fuego no solo es estar dispuesto a usarla sino saber que contra quienes se podría apuntar en pos de la natural defensa propia, muy probable les temblará menos el pulso y tendrán mejor puntería a la hora de disparar. 
Hoy no concibo a un universitario venezolano saliendo armado en una cita con una muchacha. Hacerlo los pondría aun más en riesgo en un país donde la vida humana no parece valer nada. En el 2018 lo que millones de muchachos venezolanos de 22 años aspiran -humildes, clase media o adinerados por igual- es a un pasaporte que les de la nacionalidad de otro país, mínimo un permiso de trabajo en el extranjero, ya que en Venezuela el presente y el futuro cercano están militarmente confiscados.
Lo que si no parece haber cambiado mucho desde aquellos añorados años 80 es la facilidad con la que se compran armas en los Estados Unidos, y no solo una pistola o un revolver -que yo no sé la diferencia entre uno y otro-, ante tantas masacres en años recientes pareciera que se consiguen sin mayor control armas de fuego capaces de matar a decenas de inocentes en cuestión de segundos, como el tiroteo en la escuela en Parkland, Florida, el pasado Día de San Valentín; cuando Nikolas Cruz, un perturbado joven de diecinueve años, cobró la vida de diecisiete víctimas, entre ellas Joaquín, de  diecisiete años, cuyos padres, como tantas familias venezolanas, emigraron para darle a sus hijos una mejor calidad de vida que la que hoy sufrimos en esta Venezuela revolucionaria. 
Me perdonan mis amigos de la Asociación del Rifle y demás amantes de las armas de fuego, pero hoy, más que ayer, no entiendo a quienes defiendan que parte de la felicidad pueda estar en la venta indiscriminada de una pistola caliente. 

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