Toda generación tiene una película de adolescentes que marca su época, la de la primera década de 2000 es Highschool Musical. No puedo opinar sobre esta producción de Disney que ya tiene tres entregas (dos para televisión y la tercera para el cine), no me he dignado a verlas. Pero adultos de confianza que se han pegado la trilogía con el mismo fervor con el que alguna vez siguieron El Padrino de Francis Ford Coppola, aseguran que no es mala en su estilo comercial de producto bien pensado para un target especial: niñas y preadolescentes que después de ver las películas pedirán a sus papis los discos, las muñecas, ropa, morrales, y cuanta mercancía salga con los rostros de los fotogénicos protagonistas. Mis amigos defensores del fenómeno Highschool Musical, abnegados padres de enanitas que repiten hasta el cansancio las canciones de los melosos Troy y Gabrielle, insisten que las tres entregas son como el algodón de azúcar, un chicle tutti fruti, una bolita de helado de fresa Efe: para endulzarse un poco la vida, y ya está.
Quizás mi negativa a ver la serie Highschool Musical se deba a que pertenezco a la generación que se hizo adulta en los años 80, cuando el género de filmes sobre adolescentes talentosos cobró fuerza con producciones como Footloose, Dirty Dancing y en especial, Fame, del prestigioso director inglés Alan Parker. Casualmente, hace poco, un sábado paseando por los cidiceros de cine clásico que están los fines de semana frente a la Plaza de los Museos, encontré una copia de Fame. La compré de inmediato. Desde que la estrenaron en el año 1980, no la veía. Ya de eso hace 29 años. Así que un lluvioso domingo en la tarde preparé cotufas y una jarra de Nestea, y me senté con mis hijas frente al televisor para presentarles el génesis de todos los Highschool Musicals por venir, no sin antes cantarles y bailarles con la misma emoción de cuando tenía 17 años: “Faaame! I Wanna live forever, I wan’t to learn how to fly! Hiiigh!” Sólo me faltaban los calentadores.
Las expectativas eran altas, les expliqué a mis escépticas adolescentes que el director del film, Alan Parker, no era un bañaperro, ni un mercenario, no señoritas, cuando filmó Fame en su haber tenía la intensa Midnight Express, y habría de filmar clásicos posteriores como Birdy, The Wall y mi favorita: The Comittments. Fame no era un Highschool Musical cualquiera, un mero producto de la sociedad de consumo, aunque su soundtrack fue uno de los discos más vendidos del año 80 (yo lo oía una y otra vez) y de la película salieron una obra de teatro y una serie de televisión de mediano éxito
¿Qué les puedo decir? No sé si lo mismo les habrá pasado a otras generaciones al reencontrase con películas que marcaron su juventud como Blackboard Jungle, o Tommy, pero esta historia de adolescentes ochentosos que estudian en una escuela secundaria con énfasis en las Artes Escénicas, que oyen radicassettes, que son intensos hasta el cliché, y que creen que en los sintetizadores al ritmo disco está el futuro de la música académica, me pareció un horror. ¡Qué pena con mis hijas! Qué bajo cayó mi autoridad cinematográfica. Fame, como los años 80 que inicia, no envejeció nada bien. Al finalizar la película, mis chamas se me quedaron mirando a la expectativa, exigían una explicación, ¿acaso este es el gran clásico de la era de su madre? Sólo les di un consejo con lo poco de dignidad que me quedaba: “Por nada del mundo se les ocurra ver Higschool Musical con sus hijas”.
Este artículo creo que fue publicado en Contrabando, desde que lo escribí, estrenaron en el año 2009 la nueva versión de Fame que todavía no he visto.
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