martes, 20 de noviembre de 2012

Una princesa en el Metro


Es harto sabido que las princesas caraqueñas, ni siquiera las devaluadas, solemos andar en Metro. Pero de vez en cuando toca, como cuando vamos al Centro de Caracas donde no hay dónde estacionar el carro. La semana pasada me tocó ir a la presentación en el Palacio de las Academias de un libro del que fui copartícipe. Como iba contra reloj preferí llegar en taxi. Pasando por la Avenida Bolívar bordeada de héroes revolucionarios el taxista me contaba una leyenda urbana de cómo a un señor que se pegó el Kino lo secuestraron exigiendo como rescate el multimillonario pote.
De un tiempo para acá el monotema de los taxistas es la inseguridad en Caracas.
Por esa misma inseguridad da miedo agarrar un taxi que no sea de línea, así que una vez finalizado el evento a la una de la tarde en lugar de esperar a que pasara un taxi, entré en la estación Capitolio para llegar en Metro a Plaza Venezuela.
La una de la tarde no es hora pico en el Metro de Caracas y al decir no es hora pico me refiero a que no hay que hacer cola para entrar en el vagón, de todas maneras suele ir tan lleno que ni una princesa soñaría encontrar dónde sentarse. Amuñuñada entre un grupo de muchachos echando broma entre sí, recordaba que cuando tenía más o menos esa edad, desde su inauguración en 1983, y durante muchos años, el Metro de Caracas era digno de princesas y de ciudadanos de primera, como deberíamos ser todos los ciudadanos.
Durante años nuestro Metro fue el mayor orgullo cívico de los caraqueños, gracias a él sentíamos que eso que nos enseñaron en la escuela, que éramos "un país en vías de desarrollo", ya estaba a la vuelta de la esquina, y nada mejor para demostrarlo que esta obra de la Democracia, tan pulcro que brillaba como un fuerte de plata, donde la gente hablaba pasito y nadie, como sugerían los altavoces, cruzaba la línea amarilla antes de que se abrieran las puertas del tren.
 Claro que hace treinta años Caracas era una ciudad mucho menos poblada, por eso rara vez los vagones del Metro iban llenos. Cuando se entraba en el Metro casi siempre encontrábamos donde sentarnos, y si por casualidad todos los asientos estaban tomados y entraba una dama, no faltaba un caballero que le cediera el puesto. Era tan grato y alentador este fresco tren subterráneo que era un programa "llevar a los niños a pasear en el Metro".
Lamentablemente la falta de planificación urbana que caracteriza Caracas también afectó el Metro, aunque se han inaugurado nuevas líneas, el servicio de tren subterráneo no creció acorde al crecimiento de la capital y de esa otrora urbanidad de las que nos jactábamos los caraqueños apenas entrar bajo tierra, poco o nada queda.
Tampoco ya son tiempos de "damas" o "caballeros". Aferrada a un vestigio de juventud, en el Metro hoy me parecería ofensivo que algún caballero me cediera el puesto. "Por eso no debo preocuparme", pienso mientras me fijo que en el abarrotado vagón casi todos los que están sentados son hombres jóvenes sin importarles que mujeres que podrían ser sus madres y hasta sus abuelas vayan mal aferradas a un tubo en los vaivenes del subterráneo.
En La Hoyada se abren la puertas del tren y entre las decenas de pasajeros haciendo amagos por entrar, una mujer de melena blanca se da cuenta de un puesto que se desocupa justo antes de que un tipo con pinta de ejecutivo se lo quite.
De última antes de que se cierren las puertas entra una  mujer joven con un bebé en brazos, una criatura como de año y medio, lo suficientemente grande para que pese un quintal y lo suficientemente pequeño para necesitar ser cargado. La mamá va con el niño en brazos a los puestos que tiene más cerca para ver si algún alma caritativa le cede el suyo.
Milésimas de segundos antes de que el tren arranque y cuánto es capaz de ver el ojo inquisidor: la muchacha que la mira de reojo mientras termina de maquillarse, los hombres jóvenes que voltean a otro lado como si la cosa no fuera con ellos, hasta que la señora de melena blanca que acababa de sacarse el Kino de encontrar un puesto en el Metro, al ver que más nadie hace el gesto, decidió abdicar a su premio gordo cediéndole el puesto a la madre con el bebé.
En ese instante todavía queda una pizca de esperanza de que alguno de los jóvenes, avergonzados ante el gesto de la doña, se paren como un corcho y permitan que ambas mujeres vayan sentadas. Pero no. La gentil señora se mal agarra de un asa y el Metro sigue su curso a la estación Parque Carabobo.
Buenos tiempos para los zagaletones. Malos tiempos para las doñas, las princesas, las mamás con niños pequeños y los ciudadanos de primera.

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