martes, 27 de noviembre de 2012

Una viuda llamada Joyce


Los mejores libros de memorias no son los que narran una vida sino los que narran un aspecto de esa vida. En el mercado editorial algunas de estas memorias han tenido mucho éxito tanto de público como de crítica, pero ninguna tanto como el caso de Las Cenizas de Angela (1996) de Frank McCourt, ópera prima de un maestro de escuela americano-irlandés, que pasados los 60 años, decide narrar su infancia llena de privaciones en Irlanda. Las Cenizas de Ángela resultó merecedora de un premio Pulitzer y originó dos secuelas de memorias de McCourt, entre ellas sus años de maestro de inglés.
Algunos libros de memorias nacen de un blog, como Julie & Julia (2005), la historia de Julie Powell,  joven ama de casa en Queens quien se da de plazo un año para preparar las 524 recetas del libro Mastering the Art of French Cooking de Julia Child, y decide registrar sus peripecias en un blog, con tanto éxito que fue publicado como libro, al poco tiempo se hizo la película con Meryl Streep y Amy Adams.
Otro éxito editorial llevado al cine fue Comer, Rezar, Amar (2006);  especie de vitácora de la periodista Elizabeth Gilbert, quien tras el fracaso de su primer matrimonio y de una relación posterior, se toma un año sabático comiendo en Italia, encontrando su lado espiritual en India y el amor en Indonesia.
Los libros de Powell y Gilbert son las excepciones, los eventos recordados en este tipo de memorias suelen ser traumáticos y aunque los escritores profesionales muchas veces culminan sus carreras con sus memorias como el caso de Gabriel García Márquez y Vivir para Contarlo, y más de uno escribió el feliz recuento de un viaje, pocos se han atrevido a acudir a la no-ficción para profundizar un momento doloroso de sus vidas.
Recuerdo tres casos de escritores que abandonaron con éxito la ficción para hacer Literatura de su dolor:  Isabel Allende, quien en 1991 comenzó a escribir Paula (1994) mientras velaba por su hija en coma haciendo una recopilación de las historias de sus antepasados para contarle cuando despertara. Nunca lo hizo. No recuerdo haber llorado tanto con un libro como con Paula.
Otra escritora que exorcisó el dolor narrándolo fue Joan Didion en El año de pensamiento mágico (2005), que empieza cuando teniendo a su hija en coma en un hospital, una noche de diciembre, Didion se va a la cocina a aderezar la ensalada y cuando regresa al comedor, encuentra a su esposo, el escritor John Gregory Dunne, muerto de un infarto. No es solo cosa de mujeres narrar el dolor, Philip Roth en 1991 publicó: Patrimonio: una historia real; el recuento de su relación con su padre, Herman Roth, tras ser diagnosticado con un tumor cerebral inoperable.
 A estas alturas se habrán dado cuenta que soy una morbosa lectora de vidas ajenas, con excepción de Julie & Julia (me conformé con ver la película), me he devorado los libros antes mencionados, y muchas memorias más que quedan sin mencionar. Mi última morbo-lectura fue Memorias de una viuda (2011) de Joyce Carol Oates, donde la prolífica autora norteamericana confiesa su primer bloqueo de escritor tras la inesperada muerte de su marido, el editor Raymond Smith.
Inferior al libro de Joan Didion, a Memorias de una viuda le faltó edición, se repite mucho en algunas partes, sin duda dista de ser el mejor libro de su autora pero que lo escribiera ya es un gran logro tras el estado de depresión-suicida en el que confiesa haber quedado Mrs Smith (su identidad no literaria) tras la inesperada muerte el año 2008 de quien fuera su amado esposo durante 47 años.
En este relato de una viuda no hay cabida para intimidades, no se tratan temas como la vida sexual de la pareja o la falta de hijos. La intimidad se respeta, tanto se respeta en el caso del matrimonio Smith, que Joyce jamás se atreve a preguntarle a su marido por qué odiaba a su padre.
Otra muestra de intimidad en la pareja es que a pesar de ser editor, ni Raymond leía las obras de ficción de su esposa, ni Joyce había osado leer la novela que su marido dejó abandonada en el fondo del closet durante tantos años. Preferían discutir el material de terceros, sobre todo de los escritores que serían publicados en el Ontario Review, una revista literaria de la que Raymond Smith era el orgulloso editor.
Este relato de una viuda no termina siendo tan interesante por el dolor narrado sino por la cotidianidad de un matrimonio de intelectuales, feliz como pocos, donde las obras personales quedaron por fuera.

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