Hoy fue noticia que una mujer en Milwaukee, en una de esas tiendas de Buena Voluntad que venden artículos donados de segunda mano, compró por doce dólares una litografía de Alexander Calder valorada en nueve mil.
Ni siquiera le gustaba particularmente a Karen Mallet esta obra titulada "Nariz Roja", esa tarde le pareció mejor hallazgo un juego de cuchillos de Wolfang Puck por menos de 20 dólares, pero como el estilo de la obra le era conocido se acercó a ver la firma y la compró al leer "Calder".
La señora Mallet no fue lo suficientemente erudita para reconocer una obra de Calder (o una imitación) a primera vista, pero si para saber que Alexander Calder es uno de los artistas plásticos norteamericanos más importantes del siglo XX, y que si bien se podía estar llevando a casa una obra falsa, por menos de 13 dólares, peores inversiones había hecho en su vida.
Resultó que la firma fue verificada, y ahora en el salón de casa de Ms. Mallet hay una litografía de Calder, que por los momentos, la sortaria mujer no piensa vender.
Aparentemente no es tan raro toparse con una obra de arte a precio de quincalla, de haber sabido los vendedores de Buena Voluntad lo qué tenían entre sus manos, la habrían subastado para sacarle la mayor ganancia posible. También quien la donó de haber sabido que tenía una obra valorada en nueve mil dólares, probablemente no la habría donado, por lo menos sin avisarle a Buena Voluntad el valor.
Hay que estar pendientes de afortunados hallazgos hasta en el más improbable rincón, me consta porque una vez me saqué esa lotería, y no la supe aprovechar. Era muy chama, 15 años. Qué iba a saber yo del valor del arte no solo económico sino también histórico y sentimental. Entonces mis padres habían decidido mudarse a Nueva York, papá quería incursionar en un negocio (que finalmente no se dio), y para que la niña aprendiera a hablar bien el inglés, me mandaron a un internado a dos horas en autobús en un minúsculo pueblito llamado Washington, Connecticut, que años después sería la inspiración de Amy Sherman-Palladino para crear el microuniverso Stars Hollows en la serie Gilmore Girls.
En las afueras del pueblo, Wikeham Rise era el colegio que recomendaban para las "young ladies con tendencias artísticas", una escuela pequeña donde acababan de abrir un programa de english as a second language. Mis únicas compañeras de programa eran un par de japonesas que solo hablaban entre ellas, y una chica tailandesa más callada que yo, así que mientras aprendía ciertas herramientas de inglés, en el frío otoño de Nueva Inglaterra no me quedaba más que deambular por los pasillos del colegio en uno de mis oficios favorito de todos los tiempos: curucutear.
En esas estaba metida en un closet de depósito donde guardaban todo tipo de cachivaches, cuando arrimado a una pared me fijé en una tabla que me pareció familiar, era un rectángulo blanco con rayas de colores. Podría jurar que en casa de mi abuela había uno parecido. Le pregunté al director del colegio, en mi rudimentario inglés, de quién era esa obra, y no me supo contestar. "The Boss", como llamábamos sus alumnas al afable pedagogo, no era dueño del colegio, Wikeham Rise le pertenecía a una fundación, este era su primer año contratado como director, ni idea de cómo ese cuadro acumulando polvo había llegado ahí.
No me iba a quedar así, pero como todavía faltaban décadas para entrar en la era digital donde todo la información que una pueda necesitar se tiene a la mano en cuestión de segundos, tuve que esperar meses al último día de clases para resolver el misterio, cuando mis padres me fueron a buscar al que sería mi último día en Wikeham Rise. Después del acto de graduación y despedida, antes de irnos, llevé a mi papá al closet para que me sacara de dudas si en casa de mi abuela no había un cuadro similar. Papá no lo podía creer cuando en aquel aislado rincón de un pueblito en Nueva Inglaterra, lleno de polvo frente a él, se encontró con un Coloritmo de Alejandro Otero.
Antes de irnos, papá le advirtió al director de Wikeham Rise que tenían una importante obra de arte venezolana en un closet, que por favor no la dejaran ahí, se podía perder. Esa obra era valiosa y si no les interesaba, mejor venderla. No sé si el director le habrá hecho caso, o habrá pensado, con la falta de interés por todo aquello que proviene del sur de Río Grande, cuán valiosa puede ser una obra de arte venezolana.
Han pasado más de 30 años de este hallazgo, siempre me quedé con la duda de qué habrá sido de ese Coloritmo, el colegio pocos años después cerró. Quizás languidece en una tienda de segunda mano esperando que un afortunado ojo la encuentre.
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