domingo, 23 de diciembre de 2012

Suzy


En el año 2004 mi familia cambió las navidades de Caracas por las de Margarita. Los niños estaban remolones, les gustaba pasar la Noche Buena con los primos en Caracas y el Año Nuevo en la isla. El más remolón de todos era el pequeño Ozzie, que escribió con esfuerzo su carta al Niño Jesús, la amarró a un globo rojo de helio y en el kinder lo soltó para que llegara derechito al cielo. Ya debió haber llegado. ¿Cómo sabría que nos fuimos a Margarita? Nada más aterrador que despertarse una navidad sin regalos. 
Su padre insistió: vamos a probar este año, viajar se hace cada vez más cuesta arriba, debemos aprovecharlo al máximo, esa semana no hay mucha gente en la isla. Además, las navidades en Playa Guacuco son bonitas, llega San Nicolás montado en burro repartiendo juguetes y caramelos. Él le avisará al niño Jesús que deje el saco de carbón en la casita de playa de los abuelos.
También me costó adaptarme a la idea de una navidad playera, pensé que me haría falta el bullicio de la ciudad: los triquitraquis, el fuego al cañón, las compras de última hora; pero la tarde del 24 el mar estaba tan sabroso que bendije haber prescindido del caos caraqueño. Las niñas jugaban paleta, el pequeño Ozzie chapoteaba en el mar mientras su papá discutía de política, cerveza en mano, con unos amigos.
A las cuatro y media de la tarde, un estruendo de cohetones acabó con tanta paz: había llegado san Nicolás al condominio. El pequeño Ozzie temía llegar tarde: quería recordarle a san Nicolás el mensaje al Niño Jesús y pedirle que dejara sus regalos frente al Nacimiento. Su papá, que de política había pasado a béisbol, me pidió:
“Adelántate con los niños, me termino esta cervecita y voy”. 
 Le recordé:
“No te hagas el loco, que el de la idea de venir a Margarita a ver a San Nicolás paseando en burro fuiste tú”.
 Las preadolescentes tampoco quisieron unirse a la gran atracción navideña de Terrazas de Guacuco: 
“Mamá: ¿qué te pasa? ¡Estamos demasiado grandes para la gracia!”. 
Así que el pequeño Ozzie y yo nos dimos el último chapuzón del día para quitarnos el exceso de arena, y atravesamos corriendo por la pasarela de concreto la calle que separa la playa del condominio. Llegamos justo en el momento en el que el viejo gordo de la barba blanca hacía su entrada triunfal sobre un asno raquítico. Los adultos no tuvimos que hacer mucho esfuerzo para reconocer en este santa curtido por el sol a Izaguirre, el jefe de mantenimiento del condominio. Decenas de carricitos en traje de baño perseguían a San Nicolás y a su frágil burrito gritándole “Aquí, aquí” para que les lanzara chupetas y caramelos. 
 Tras un extenso recorrido entre los edificios y las cabañas del enorme condominio vacacional, al llegar a la piscina, san Nicolás cambió el burro por un camión de carga con dos bolsas gigantes llenas de regalos para los niños (previo acuerdo con sus padres quienes dejamos en la mañana un juguete en la oficina de mantenimiento). Los pequeños rodearon impacientes el camión mientras el ayudante de santa, que no era un duende sino Carlitos –el toldero- le pasaba la primera caja envuelta en papel de campanas. 
No le dio tiempo a san Nicolás de llamar al primer afortunado, una señora de acento europeo vestida con una desteñida batola estampada se abrió paso tambaleante entre la chiquillería con la foto de un poodle amarillento: 
“Es Suzy, mi perrita. Desapareció hace una semana. Sospecho que papá Noel la envenenó”. 
Los niños no le prestaron atención, estaban pendientes de los regalos. San Nicolás trató de ignorarla, siguió con su “¡jo, jo, jo”! como si la cosa no fuera con él. Pero la cosa sí era con él. La doña repartía entre los pequeños fotocopias con el rostro de su perrita.
 Santa resultó un adversario a temer: dejó el primer regalo a un lado, regresó a su bolsa roja de caramelos, y lanzó al aire lo que quedaba del botín de chucherías. Los niños soltaron de inmediato la foto de la perrita sin mirarla, abalanzándose sobre los caramelos con la emoción de una piñata. 
La batalla apenas comenzaba: la doña esperó unos segundos a que pasara el bullicio, cerciorándose de que se habían acabado los caramelos, antes de insistir con un grito aterrador, ya no de sospecha sino de  certeza:
 “¡San Nicolás mató a mi perrita!”. 
Una niña, entendiendo la gravedad de la acusación, arrancó a llorar abrazada a su abuela.  Otra niña agarró la mano a su mamá preguntándole nerviosa: 
“¿Qué pasa? ¿Qué pasa?”. 
La señora le entregó una fotocopia de la perrita. La niña no se atrevió a agarrarla. La señora insistió:
“ Tómala, tómala, es Suzy, una perrita muy buena, más cariñosa conmigo de lo que alguna vez lo fueron mis hijos. Se perdió. La envenenó san Nicolás porque en este condominio odian a los perros, ¿cuántos animales han visto por aquí? ¡A todos los envenenan!”.
Un niño soltó su bolsa de chucherías y salió corriendo a cerciorarse de que su cachorro estaba bien. Sus caramelos quedaron desparramados en el asfalto. Los niños más pequeños tendían sus brazos a sus madres para que los cargaran y los grandes comenzaban a llegar para ver que era lo que estaba pasando. Había que evitar un ataque de histeria infantil colectiva, la señora estaba dispuesta a boicotear a como diera lugar a san Nicolás.
 Los adultos no sabíamos que hacer,  un papá con gorra magallanera le suplicó: “doña, este no es el momento, esta noche es Noche Buena”. Pero la señora dijo que Navidad, cuando más añoraría a su Suzy, era justo el momento para que los niños supieran cuánta maldad hay en el mundo.
Por fin alguien logró llevarse a la afligida doña, mientras un jardinero explicaba que la perrita era ‘burda ‘e fastidiosa’, se la pasaba ladrando, mordía tobillos y se hacía pupú en todos lados. Pudo haber sido cualquiera. La niña que lloraba, dejó de llorar cuando santa le extendió una Barbie veterinaria. 
Pensé que mi chamo había sido inmune a la historia de la pobre Suzy, pero el día de reyes fuimos testigos de cómo a un heladero los perros de la playa le hicieron un cerco rabioso.  Ozzie resolvió entonces el misterio: “Seguro fue él quien se llevó la perrita. Yo sabía que San Nicolás no podía ser un asesino”.

Revista Todo en Domingo, Diciembre 2005

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