sábado, 18 de agosto de 2018

Los apestados


En los años 80 uno de los más importantes puntos de la rumba sifrina era el Weekends (hoy Friday´s),  cuando se estrenó este inmenso local en Altamira con la innovadora oferta de comida chatarra tipo burritos, costillas y chicken wings; fue un paso más para hacer de Caracas una de las ciudades más cosmopolitas de Sur América. Una de esas noches de memorable rumba caraqueña fui con un grupo de panas a escuchar a una banda que hacía covers de Elvis Presley, entre set y set me acerqué al bar a buscar una cerveza cuando me abordó un educado joven, de marcado acento andino, quien después de identificarse como bogotano, se confesó deslumbrado por el ambiente de la noche caraqueña. 
"Comparada con Caracas Bogotá es un pueblo, ojalá los jóvenes en Bogotá tuviéramos tantas opciones, allá no pasamos de reunirnos en casas a conversar, no hay mucho que hacer".
Tampoco fue mucho lo que conversamos, comenzaba a sonar Heartbreak Hotel. 
Más de treinta años después recuerdo este breve encuentro en Weekends en mi primera visita a Bogotá: la rueda de la fortuna dio un giro tal que este agosto de 2018 esta ya no tan joven caraqueña es quien se siente deslumbrada por la capital de Colombia en comparación con la hiperdevaluada capital de la República Bolivariana de Venezuela. 

El motivo de mi viaje fue el matrimonio del hijo de una amiga, cada vez son más los muchachos venezolanos que no solo emigran de Venezuela, sino que se casan fuera por variadas razones. Era un matrimonio pequeño, bonito, bien servido pero sin mayores lujos en las afueras de Bogotá. En un lugar tan perdido que los choferes de Uber no llegaban ni con GPS. Tenía años queriendo conocer Bogotá, decidí que acompañar a mi amiga María Alejandra en el matrimonio de su único hijo era la ocasión perfecta, además serviría para mitigar la tristeza que mis hijas se unieron a la diáspora venezolana el mismo día que, no por casualidad, reservé vuelo para mi primera visita al país vecino. 
La fiesta de matrimonio estuvo amenizaba por una banda costeña que favorecía clásicos de salsa, en un momento de la noche se dejó colar La pollera colorá. Ante el entusiasmo de la concurrencia bailando cumbia, el cantante se emocionó:
"¡Qué viva Colombia! ¡Que levanten las manos los colombianos!" 
Nadie en la pista de baile levantó la mano. Si no fuera porque estaba en medio de eso de "aquí pa'llá y de allá pa'cá" podría jurar que hubo un tenso silencio esperando que alguien levantara la mano, aunque fuera un mesonero, identificándose como colombiano en una fiesta en las afueras de Bogotá, pero nadie lo hizo. Hasta que al cantante se le ocurrió gritar: "Que levanten la mano los venezolanos".
Todos en la pista de baile alzamos la mano, y arrancó la fiesta otra vez. 

Dos días antes, tras la lenta cola para pasar inmigración que duró más que el vuelo Caracas-Bogotá, nos recibió en El Dorado a mi esposo y a mi un chofer del hotel que tenía el carro en el estacionamiento del aeropuerto. Ya casi era medianoche, mientras el chofer pagaba el ticket, nos abordó un hombre no tan joven, tampoco viejo, ni de mala presencia: "Buenas noches, soy venezolano, por favor ayúdenme comprándome una chupeta". Esa presentación la oí varias veces durante mi corta estadía en Bogotá, inclusive de quienes se presentaron como profesionales: "Soy venezolano, ayúdenme mientras consigo trabajo...", tras casi veinte años de economía socialista los venezolanos pasamos a utilizar nuestra ciudadanía para inspirar pesar, dejamos el orgullo patrio a un lado para presentarnos internacionalmente como uno de los gentilicios más necesitados del planeta.
Recientemente Nicolás Maduro, con su verbo socarrón,  tildó a decenas de miles de venezolanos que en los últimos meses han emigrado a otros países de América Latina, como "mendigos, esclavos  y limpia pocetas", como si no fuera el principal responsable de tan triste migración de tantos profesionales, y ahora clase obrera, que en Venezuela se les ha vuelto casi imposible vivir de sus trabajos, migración que se está convirtiendo en una crisis para el resto del continente americano, entre otros atolladeros de cabeza los venezolanos hemos llevado enfermedades que se pensaban hace tiempo erradicadas, como el sarampión.


El hotel Jazz queda frente al parque El Virrey, un hotel económico que conseguí en Internet,  ninguno de mis amigos que conoce Bogotá sabía de él pero me aseguraron que estaba  bien situado aledaño a la zona T. Llegamos pasada la medianoche, mientras nos registrábamos entró una pareja un tanto peculiar: él galan otoñal, ella una Kardashian colombiana enfundada en cuero blanco de la cabeza a los pies. 
Lo más bonito del hotel es que cada cuarto está dedicado a una gloria del Jazz, nos tocó la suite Billie Holliday, a pesar de haber coincidido con una de mis cantantes favoritas, y que el cuarto aunque sin vista, tenía un buen tamaño, tras cruzarnos con la furtiva pareja otoño-primavera, el baño nos dio peor espina: a un lado del lavamanos en una bandejita ofrecían a la venta condones, lubricantes, desodorantes "his and hers".
"Caramba, mi amor", le dije a mi marido, "¿Será que después de casi treinta años de casados ahora es que vamos a empezar a ir a "mataderos"?". 
Qué carrizo, estábamos tan cansados que nos acostamos a dormir en la cómoda cama de mullido edredón, ni soñar utilizar el condón o el lubricante. Ya mañana veríamos. 
Al día siguiente, en el desayuno (incluido), nos dimos cuenta que a pesar del encuentro fortuito con la singular pareja y de la sensual oferta de artículos en el baño, el Jazz es un hotel de ambiente familiar muy bien ubicado con excelente relación precio-calidad. No éramos los únicos venezolanos hospedados en nuestra corta estadía en el Jazz: en la recepción del hotel oímos hablar en inconfundible caraqueño a una familia contando que pronto regresaría a su hogar en Toronto. El cocinero encargado de preparar los huevos del desayuno también era venezolano. 

 En Andrés Carne de Res, una de las más anticipadas atracciones de mi visita,  fue donde recordé al joven colombiano que conocí en los años 80 en Weekends, porque todo lo que él envidiaba de la noche caraqueña, y más, está condensado en esta especie de restaurante/discoteca/happening fundado a principio de los años 80 en Chía, en las afueras de Bogotá, por el arquitecto Andrés Jaramillo. 
Así como hay locales nocturnos que exigen chaqueta y corbata para entrar, el único requisito para entrar en Andrés Carne de Res es estar dispuesto a gozar.  La primera advertencia que nos hizo uno de los eufóricos anfitriones al darse cuenta que éramos venezolanos, fue: "En Andrés Carne de Res está prohibido mencionar a Maduro, aquí solo se viene a pasarla bien". 
Este mítico local bogotano del que tanto me habían hablado, por eso de "carne de res", me lo imaginaba similar al famoso restaurante valenciano: "Asociación Venezolana de Ganaderos" siendo la carne la principal protagonista, imposible imaginar esta bacanal de música, baile, comida y alcohol; tampoco esperaba el ambiente cargado de detalles que van de lo pagano a lo místico, pasando por el Kitsch y el folklore,  un caos muy bien calculado.
Lo que no se puede calcular es que la xenofobia se pueda colar hasta en este desaforado mundo feliz. No me tocó a mi, no sé cómo habría reaccionado, me enteré fue al día siguiente, que mis tres sobrinos en un momento en el que salieron a un patio que da a la calle para fumar un cigarrillo -zona que los sábados es como una fiesta, ese viernes había poca gente- fueron abordados por un joven como ellos, quien aprovechando que la muchacha con la que estaba había ido para el baño, se les acercó a preguntarles, con tono educado:
"¿Ustedes son venezolanos?".  
"Si".
"Pues me van a tener que disculpar pero yo soy xenofóbico, este es mi espacio así que mejor me desalojan".
Por mucho menos que este "me desalojan"  los más gamberros de mis amigos sifrinos en los años 80 habrían destrozado una discoteca en Vail, pero a los actuales chamos venezolanos les ha tocado otra vida, y de ella han aprendido vivir con la preciada virtud de la humildad. Mi ahijado Carlos, de 32 años, que tiene varios años radicado en Bogotá, prefirió evitar entrar en conflicto con semejante muestra de odio, y se llevó a sus dos hermanas veinteañeras lejos del autoproclamado xenofóbico. 
Carlos, al darse cuenta que dejó abandonado su trago, regresó a buscarlo, en esos minutos el xenofóbico tuvo tiempo de reflexionar, y le pidió perdón:
"Disculpa por lo que les dije hace unos momentos, sé que me comporté mal, deben pensar que soy una persona horrible".
"No te preocupes mi pana", le dijo mi ahijado, "Tu eres el que tienes el problema, no yo, yo vine aquí a pasarla bien". 
Me cuentan mis sobrinos/primos (dos muchachos de la familia viviendo en Bogotá, uno a punto de ser papá) que viviendo en Bogotá más de una vez les ha tocado oír la odiosa frase: "Venezolano tenías que ser", que si se van a entrar a coñazos cada vez que la oyen, tendrían más peleas que Floyd Mayweather. 

La verdad que yo no tengo de qué quejarme, quedé encantada con mi visita a Bogotá, nadie me trató mal, por el contrario, el bogotano muy educado y gentil, hasta el frío no me pareció tan terrible como algunos caraqueños se quejan acostumbrados a un clima más primaveral. Es una ciudad rodeada de colinas que recuerda mucho por su verde, tráfico y urbanismo a Caracas. Entre la actual bonanza de Bogotá lo que más envidié fueron las librerías: además de medicinas que no se encuentran en Caracas, champú, desodorante, y dos latas de Ensure en polvo para mi padre, compré todos los libros que el restringido límite de kilos de equipaje de Wingo me permitieron llevar, entre ellos:  "Las formas de la pereza" de Héctor Abad Faciolince, recopilación de artículos y ensayos que hiciera el escritor colombiano entre los años 2006/2007,  un año sabático que se tomó en Berlín gracias a una beca. 
De grata lectura algunos de estas crónicas son gérmenes de  "El olvido que seremos", escritas entre las décadas del 90 y 2000, en una Colombia en plena guerra contra tantos frentes: las mafias del narcotráfico, los paramilitares, las guerrillas... Abad Faciolince cuenta del escritor colombiano que elude los temas más escabrosos de su actualidad por miedo, miedo a la violencia en su tierra que costara la vida de tantas personas nobles por enfrentarse a la barbarie.
 Leyendo estos ensayos es fácil notar cómo poco a poco ese miedo  se va transformando hasta llegar a obras como su más reciente novela: "La Oculta". Varios de los artículos de este libro, en particular: "La risa de la loca de la casa", bien pudieran describir a la Venezuela actual, hace más de treinta años tan envidiada por el resto de Latinoamérica: "No es la palabra guerra la que mejor refleje nuestra situación. Mejor se nos acomoda la metáfora peste".
 Lejos de referirse a la Venezuela de Maduro, sino a los años más cruentos de "la peste" en Colombia, Abad Faciolince gracias a el poder de la Literatura, usa la palabra exacta de cómo nos sentimos hoy millones de venezolanos, dentro y fuera de Venezuela, sobreviviendo a duras penas a la peste del socialismo del Siglo XXI que tiene sumida a nuestro país en la mayor de las miserias, y que mientras el actual régimen siga en las riendas, solo tenderá a agravarse.