- No estacione... Adelgace rápido... Plomero a domicilio- Mi hija de 7 años va practicando la lectura por la calle: -Di-á-logos de la Pa-loma. ¿Qué es eso mamá?
Yo que creía que le tenía respuesta a todo, sólo atiné a contestar:
-Una obra de teatro- rezando porque ahí terminara la conversación.
Pero la niña es persistente y sabe cuando ha encontrado una veta de incomodidad en su madre.
-¿De qué se trata?
-No sé mi amor, no la he visto.
Ni una manada de caballos salvajes me arrastraría a verla, ni que me juraran que es lo mejor que ha pasado por el teatro venezolano desde que la familia Ancízar recibió la visita de Carlos Gardel.
Pero no vayan a creer que mi prejuicio es contra las palomas que ustedes están pensando, no, mi prejuicio es contra las palomitas blancas, las del copetico azul, porque esas dulces aves -símbolos universales de la paz- son responsables de que en mi edificio estuviera a punto de estallar una verdadera tempestad.
Todo empezó de la manera más inocente: una tierna palomita, parada en el alféizar de una ventana, y una amable ancianita, alimentándola. Al día siguiente, ya eran dos palomitas, ¡tan lindas! Pero pocas semanas después mi edificio parecía el estudio de filmación de la película: “Los Pájaros” de Alfred Hitchcock. Ni en la Plaza San Marcos de Venecia había tantas palomas.
De urgencia se convocó a una junta de condominio para ver cómo se solucionaba el problema de la invasión de palomas en la torre A porque estaban acabando con la recién pintada fachada del edificio, y porque los más escrupulosos vecinos aseguraban que sus plumas y excrementos traían enfermedades. Se llegó a la decisión que las invasoras tenía que salir, y que los gastos correrían por cuenta de los residentes de la torre.
El primer paso fue sugerir todos los remedios caseros: desde maíz rociado con insecticida, hasta gatos callejeros. Una vecina aseguraba que si conseguíamos un gavilán, las palomas rápidamente desaparecerían. Pero a falta de gavilán, una buena compañía de exterminación fue necesaria. Mi marido firmó el contrato con la firme promesa de los vecinos de que una vez evacuadas las palomas, entre todos pagaríamos la cuenta.
Les confieso que yo ingenuamente aspiraba a que las palomitas regresaran a la Plaza Bolívar, de donde nunca debieron haber salido, pero a los pocos días en vez de arrullando felices, piquito con piquito, en mi balcón, me las empecé a encontrar en el piso del edificio, tiesas, con las patas para arriba.
La conciencia de los vecinos de la torre A había quedado teñida de roja sangre paloma.
La mejor manera de lavar conciencias es no asumir responsabilidades, y los vecinos empezaron a escurrir el bulto cuando la compañía exterminadora pasó la cuenta. Lo que pocos días antes era una solo voz que clamaba: ¡fuera las palomas!, a la hora de cobrar acabó siendo un ¡qué maldad! generalizado.
Y por supuesto, los que firmaron el contrato terminaron siendo los únicos responsables, no sólo de la masacre ecológica, sino también de los gastos.
Por eso, ni que Armando Gota me lo suplique, ni que Gustavo Rodríguez me lo implore, ni que Rubén Monasterios me llore, pienso ir a ver una obra con el abominable título de Diálogos de la Paloma.
Así será este artículo de viejo que mi hija de 7 años está a punto de cumplir 16, creo que hoy quienes se encuentren con una epidemia de palomas, tienen que arreglárselas con remedios caseros. Lo rescato para Evitando Intensidades porque ayer fui de visita al apartamento de una vecina por mudarse y encontramos, de lo más tiernas, un par de palomitas viviendo en su balcón.
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