jueves, 15 de junio de 2017

De qué hablo cuando hablo de correr (en Caracas)


Cuando Haruki Murakami publicó "De qué hablo cuando hablo de correr", pensaría que estas memorias sobre su experiencia como corredor cincuentón podrían hablarle a cualquier ciudadano del mundo aficionado a trotar, además de como ejercicio, como meta personal. Un libro que hasta hace unos meses cualquier venezolano trotador podía leer y sentir suya la experiencia del arduo trabajo que implica entrenarse para un maratón, sobre todo para quienes pasados los cincuenta años el cuerpo no les responde como quisieran, y que no importa los años dedicados a mantenerse en forma, apenas dejan de entrenar por cualquier razón, los kilos se acumulan y el desgaste físico se hace sentir. 
En Venezuela a pesar de la intensa crisis por la que atravesamos, todavía contamos con enjambres de corredores aficionados como fue obvio en marzo de 2017 poco antes de que empezara la más reciente ola de represión del gobierno de Nicolás Maduro, cuando al llamado de la CAF para su maratón anual, se unieron miles de corredores de todas las edades para atravesar Caracas, cada quien aspirando su meta particular. Como en todo maratón no se puede pretender que un corredor de cincuenta años haga el mismo tiempo que uno de veinte, por eso para medir cada logro se dividen los participantes en categorías por sexo y edad. 
 Es más factible que quien esto escribe alguna vez visite Marte antes de correr un maratón, pero difícil no sentir envidia de quienes esa mañana de domingo atravesaron Caracas de punta a punta por el simple motivo de alcanzar una meta deportiva ya que apenas días después, hasta el día de hoy (75 días en este teje maneje), cuando uno habla de correr y atravesar Caracas, ni al deportista más obsesionado se le viene a la mente la palabra "Maratón", sino la palabra "Represión".


Hasta ayer no me había tocado correr, si varias veces caminar rápido para huir de las bombas lacrimógenas de la GNB y de la PNB buscando dispersar las marchas, pero no correr. Y se supone que la manifestación de ayer sería un plantón. Quizás no había corrido antes porque a las concentraciones recientes a las que había asistido, fui con mi marido en moto. Lo que pasa es que la nueva etapa del Plan Zamora desde hace un par de semanas para acá ya no es aguardar las marchas pacíficas con tanquetas frente al anuncio de Nívea en Bello Monte, aparente línea limítrofe militar entre el este y el oeste; el paso del helicóptero ya no advierte a los marchistas más timoratos que la represión está por comenzar. Ahora la represión comienza desde los mismos puntos de concentración de quienes marchamos por retomar el hilo constitucional. Hoy las fuerzas represoras que impiden el derecho democrático a manifestar emboscan salvajemente al "enemigo interno" en motos como si se tratara de rodeos de vaqueros que disfrutan enlazando al ganado.
Tampoco fue que corrí mucho, poco más de dos cuadras largas en la avenida Luis Roche en Altamira. Corriendo apresurada pero fijándome bien en no tropezar con la raíz de un árbol, la cadena de un estacionamiento, o una alcantarilla sin tapa, que yo no cuento dos para caerme. La mayoría de quienes corríamos escapando esta nueva emboscada militar éramos mujeres, hasta Liliana y Lilibeth Rodríguez Morillo estaban corriendo vestidas de bandera tricolor: vinieron de Miami a solidarizarse con quienes ya tenemos 75 días en esto.  Yo estaba con una amiga y su mamá. En la carrera mi amiga jalaba a su mamá y su mamá me jalaba a mi. Qué pena. 
En la noche trataba de entender porqué si la distancia que corrimos para no asfixiarnos con los gases y evitar ser atrapadas tampoco fue muy larga, sentía que no me llegaba el aliento a los pulmones, que si no me agarraba la GNB como han agarrado a tantas venezolanas contemporáneas para robarlas cual vil rateros, me quedaría en el sitio muerta de un infarto.  
Hace dos días el titular de un medio digital decía algo así como: "Anciano de 51 años en estado crítico tras sufrir atropello". Tres años menor que yo. Ese fue tema de conversación tanto en el chat de mis amigas como en el chat de los amigos de mi esposo. "¿Anciano de 51 años?", ¡si nosotros todavía somos unos chamos! O por lo menos así nos sentimos, pero corriendo Altamira para arriba buscando que no me atraparan cual juego de policías y ladrones -que desde hace tiempo los niños venezolanos versionaron "guardias y estudiantes"- me sentí una anciana, me cayó la edad mientras jadeante una vez a salvo en el carro pensaba: "Ya yo no estoy para estos trotes".

En la noche, más tranquila, reflexionando dos vodkas después, me di cuenta qué anciana ni que caraj, si bien pasados los cincuenta -como Murakami insiste en recordar- ya no estamos en la condición física de los chamos de 20, tampoco somos unas viejas: miles de mujeres venezolanas de mi edad y hasta mayores no se cansan ante la escalada del trote en el que nos tienen las fuerzas represivas desde hace 75 días, más bien esa saña alimenta la indignación de no rendirse a vivir en Dictadura ( yo tampoco me rindo, ya veré cómo haré). Lo que pasa es que desde niña nunca pude correr, me faltó ese gen, bailar hasta el amanecer si, pero correr, nunca. En las clases de deportes cuando la profesora Tibisay mandaba a dar varias vueltas al gimnasio trotando como calentamiento, me tenía que esconder porque me faltaba el aliento a la segunda vuelta... jugando paz y guerra siempre era la primera que agarraban... jugando a la Ere paralizada más era el tiempo que pasaba paralizada, y si me tocaba ser la Ere, no agarraba a nadie... Cuando trotar como ejercicio se puso de moda, nunca entendí por qué. 
Por eso sé que si me falta el aliento a la hora de dar una carrera, no es la edad, no es que esté fuera de entrenamiento, es que yo no sé correr, eso no quiere decir que me rinda ante los bárbaros que buscan atornillar esta Dictadura, y ahí me volverán a ver. 






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