Sábado de Gloria, tras dos días sin leer la prensa muchos de quienes están pasando el asueto de Semana Santa en
la playa se habrán despertado temprano para comprar uno de los pocos periódicos
que llegan al lugar donde estén, y con una arepa y un café, leerán los
titulares aprovechando el momento de paz, conscientes de que en cuestión de
horas, 99.9 por ciento de las hermosas playas venezolanas será víctima de una
abominable contaminación: la sonora. Música de moda a todo volumen. Quiéranlo o
no, este año les saldrá: “Ai si eu te pego” hasta por debajo de las
piedras.
Algunos tras leer el primer párrafo habrán suspirado: “esta
ya se puso vieja”, pero desde mis años universitarios, cuando iba con los amigos a paseos por toda
Venezuela, mi posición ante la música no ha cambiado: la amo, no imagino la
vida sin ella, pero al escoger entre la brisa y el mar y cualquier música,
hasta la más sublime de las melodías, la naturaleza siempre sería la primera opción.
Hace muchos años, tantos que ya
ni me molesto en contar, fui a un paseo en las playas del Oriente con
un grupo de amigos enfiebrados con el Rock Argentino de la época, en especial
Miguel Mateos cuyo cassette: “Atado a un sentimiento” sonaba a todo volumen en
una playa desierta, vuelta y vuelta en el reproductor.
Una noche, como a las dos de la madrugada, cuando en el improvisado
campamento en Playa Medina solo se oía a Miguelito gimiendo: “Nada es iguaaal al
ayee-eerrr…”, me levanté sigilosamente, llegué al carro prendido, el que tenía
las cornetas con mejor definición de volumen, y cometí la temeridad de apagar el repro. Todo por disfrutar aunque
fuera por unas horas el sonido del mar rompiendo sobre la playa.
No habían transcurrido ni tres segundos
cuando se oyó un grito estremecedor: “¿¡Qué pasó con la música!?”, acto seguido se prendieron como veinte linternas
hacía el carro alumbrando a la transgresora que se había atrevido a darle un
golpe de Estado al rey Mateos para imponer a Poseidón. De haber tenido perros
bravos, los habrían lanzado contra mí: “¡A ella!”.
La chica del grito estaba
enardecida, casi me pega, con qué derecho callaba al gran Miguel. Me sentí como el peor tipo de hereje en la Semana Santa venezolana: el que se atreve a apagar aunque sea por un ratico la
música. Nadie me defendió, todos me vieron con cara de qué te has creído,
¿nuestra mamá? Y el rock argentino se volvió a imponer sobre los olas que
rompen en una noche de luna llena.
No fui crucificada esa Semana
Santa, mis amigos habrán pensado que fue una neurosis repentina, pero desde mi
regreso a Caracas hasta el sol de hoy no he vuelto a oír a Miguel Mateos.
25 años después recuerdo esa
anécdota y la multiplico por mil calenteras, no hay Semana Santa (o cualquier
vacación) en playa venezolana sin el tormento de múltiples equipos de sonido
con megacornetas a todo volumen imponiéndose sobre la naturaleza. Y ojalá fuera
con un buen rock argentino o nacional: la música en las playas venezolanas,
mientras más mala, más alto se oye. Bum-Bum-Bum.
Hoy, como entonces, a quienes
osemos suplicar ni siquiera que apaguen la música, sino aunque sea le bajen un
poquito el volumen, seremos tratados como los mayores herejes de una Semana
Santa rumbera.
Publicado en El Nacional el sábado 7 de abril de 2012
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