sábado, 7 de abril de 2012

Herejía




Sábado de Gloria, tras dos días sin leer la prensa muchos de quienes están pasando el asueto de Semana Santa en la playa se habrán despertado temprano para comprar uno de los pocos periódicos que llegan al lugar donde estén, y con una arepa y un café, leerán los titulares aprovechando el momento de paz, conscientes de que en cuestión de horas, 99.9 por ciento de las hermosas playas venezolanas será víctima de una abominable contaminación: la sonora. Música de moda a todo volumen. Quiéranlo o no, este año les saldrá: “Ai si eu te pego” hasta por debajo de las piedras. 
 Algunos tras leer el primer párrafo habrán suspirado: “esta ya se puso vieja”, pero desde mis años universitarios, cuando  iba con los amigos a paseos por toda Venezuela, mi posición ante la música no ha cambiado: la amo, no imagino la vida sin ella, pero al escoger entre la brisa y el mar y cualquier música, hasta la más sublime de las melodías, la naturaleza siempre sería la primera opción.
Hace muchos años, tantos que ya ni me molesto en contar,  fui  a un paseo en las playas del Oriente con un grupo de amigos enfiebrados con el Rock Argentino de la época, en especial Miguel Mateos cuyo cassette: “Atado a un sentimiento” sonaba a todo volumen en una playa desierta, vuelta y vuelta en el reproductor.
 Una noche, como a las dos de la madrugada, cuando en el improvisado campamento en Playa Medina solo se oía a Miguelito gimiendo: “Nada es iguaaal al ayee-eerrr…”, me levanté sigilosamente, llegué al carro prendido, el que tenía las cornetas con mejor definición de volumen, y cometí la temeridad de apagar el repro. Todo por disfrutar aunque fuera por unas horas el sonido del mar rompiendo sobre la playa.
No habían transcurrido ni tres segundos cuando se oyó un grito estremecedor: “¿¡Qué pasó con la música!?”,  acto seguido se prendieron como veinte linternas hacía el carro alumbrando a la transgresora que se había atrevido a darle un golpe de Estado al rey Mateos para imponer a Poseidón. De haber tenido perros bravos, los habrían lanzado contra mí: “¡A ella!”.
La chica del grito estaba enardecida, casi me pega, con qué derecho callaba al gran Miguel. Me sentí como el peor tipo de hereje en la Semana Santa venezolana: el que se atreve a apagar aunque sea por un ratico la música. Nadie me defendió, todos me vieron con cara de qué te has creído, ¿nuestra mamá? Y el rock argentino se volvió a imponer sobre los olas que rompen en una noche de luna llena.
No fui crucificada esa Semana Santa, mis amigos habrán pensado que fue una neurosis repentina, pero desde mi regreso a Caracas hasta el sol de hoy no he vuelto a oír a Miguel Mateos.
25 años después recuerdo esa anécdota y la multiplico por mil calenteras, no hay Semana Santa (o cualquier vacación) en playa venezolana sin el tormento de múltiples equipos de sonido con megacornetas a todo volumen imponiéndose sobre la naturaleza. Y ojalá fuera con un buen rock argentino o nacional: la música en las playas venezolanas, mientras más mala, más alto se oye. Bum-Bum-Bum.
Hoy, como entonces, a quienes osemos suplicar ni siquiera que apaguen la música, sino aunque sea le bajen un poquito el volumen, seremos tratados como los mayores herejes de una Semana Santa rumbera.


Publicado en El Nacional el sábado 7 de abril de 2012

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