No sólo con Jon Lee Anderson he tenido problemas por mi elección de franelas, hace un par de meses fui receptora de un: “¡Tú no irás a salir así!”, quienes piensen que esta es una frase reservada a los adolescentes están equivocados porque a mis cuarenta y tantos años en un reciente viaje a París con mi madre, un mediodía me miró de arriba a abajo desaprobando la facha rockera con la que me disponía almorzar con la prima Paulina.
El problema no radicaba en los blue jeanes negros, ni en los Converse azules, el problema estaba en la última joya de mi incomprendida colección: una franela de los Rolling Stones con la leyenda: “She’s a rainbow”.
Mamá se desespera cada vez que me ve con una nueva franela rockera, extraña manía le entró a su hija pasada la cuarta década cuando a la mayoría de las mujeres ya no se les ocurre comprar una t-shirt.
En algo tiene razón: esta colección que ocupa dos gavetas de mi closet no es la afición de una vida, empezó de manera casual cuando estaba por publicar “El móvil del delito”. Antes solo tenía dos franelas pop, siendo la de más vieja data una rosada con la figura de Yordano anunciando “La Fiesta”, concierto en El Poliedro en el año 87 en el que participé como asistente de producción. La otra franela que sobrevive los 80 es la de la gira Steel Wheels de los Stones que conseguí en un mercado de pulgas.
La verdadera colección de franelas de Rock comenzó formalmente en el año 2004 tras poner punto final a mi primera novela en la que la música de los Rolling Stones forma parte de la trama. Todavía no tenía con quien publicarla cuando compré la franela con la inconfundible boca de Mick Jagger para usarla el día de la presentación (finalmente lucí un vestido negro).
Meses después la novela ya estaba en imprenta cuando me llamaron de Ediciones B a pedirme una foto para la contraportada del libro, en la imagen escogida tomada por la fotógrafo María Angélica Jiménez, salgo con una franela negra de Los Beatles, la misma que ilustra este blog.
Ante el éxito de mis franelas rockeras, sobre todo entre los jóvenes, se despertó en mí la sed de coleccionista y empecé a extenderme más allá de la frontera de los Beatles y los Stones. Hoy tengo franelas que van desde Blondie hasta el concierto de Serrat-Sabina incluyendo Queen y The Who. No oculto las raíces Disco: Madonna forma parte de la colección. Tampoco faltan los clásicos como el sensual rostro de Jim Morrison y el prisma de Pink Floyd.
Algunas franelas son regalos como una de la etapa hippie de los Beatles que me regaló mi ahijado Fernando, otras las he conseguido en conciertos como el de Jorge Drexler en el Aula Magna en Caracas y el de Los Amigos Invisibles en el Central Park en NY. Hay franelas que se me han escapado como la del concierto de Wisin y Yandel que me prometió una amiga y nunca me dió (habría sido un ave rara de intasable valor). Hay franelas que por más que las busco, no las encuentro, como la de Sincronicity de Police, y hay las que codicio, como la de Héctor Lávoe que de vez en cuando luce el escritor Rodrigo Blanco Calderón.
Como es de esperar, las franelas que más tengo son de Los Beatles y de los Rolling Stones, a tal punto que me había prometido no comprar ni una más, pero cuando vi “She’s a rainbow” con arco iris y todo en una vidriera de Les Halles, no pude evitar la tentación, es una de mis canciones favoritas, en una época la tuve como ring tone del celular.
La adolescencia como que no se supera porque ante el: “¡Tu no irá a salir así!”, dudé si hacerle caso a la orden materna y cambiarme tomando en cuenta que mi prima Paulina, o Pali, 9 años menor que yo, es el “fashion icon” de la familia. Radicada desde hace más de 15 años en París, la prima ha adquirido el chic innato de las parisinas. Menos mal que también la rebeldía adolescente se conserva porque no me cambié, y al contrario de su tía, a Pali le encantó la franela de “She’s a rainbow”, y un cumplido suyo vale casi tanto como uno de Anna Wintour.
Mi prima me preguntó si mis hijas adolescentes no me robaban a cada rato las franelas rock, le contesté que no, parecían compartir la indiferencia de su abuela a mi indumentaria rocanrolera. Pali, a cuenta de primita, se ofreció a heredarla, semejante colección no se podía perder.
Cuando regresé a Caracas le conté a mis hijas que cuando llegara el momento ya no tendrían que disponer de la colección de franelas rockeras de su madre, la prima Pali se había ofrecido a recibirlas en acogida. Me miraron con cara de desheredadas: ¿cómo se me ocurría despojarlas a futuro de mis bienes más preciados?
No puedo negar que me sentí dichosa al constatar que mi colección de franelas de rock por fin era cotizada, lo que por otro lado me hizo temer que el Gobierno pretenda expropiármela, o censurarla como propaganda Imperialista, o reglamentarla con un uno x uno obligándome a agregar a la colección el rostro del incondicional Cristóbal Jiménez, o del difunto Alí Primera, o peor aún, del rockero de la Revolución Paul Gillman.
Espero que no sea necesario y que mi franela roja de Led Zeppelin cumpla con la cuota revolucionaria.
Lo que es un hecho es que con tres potenciales herederas, el Imperio de franelas rockeras se puso a valer, tiene razones para seguir creciendo, no será necesario limitarme ante la tentación de una nueva franela de los Rolling Stones ahora que sé que en un futuro mi patrimonio de franelas se podrá dividir entre tres.
Pero no pienso hacer como el Rey Lear y dar mi herencia en vida, porque si algo he aprendido de los Stones, es que el Rock no tiene edad de jubilación.
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