viernes, 30 de abril de 2010

De cómo casi me tomo una foto con Lupita Ferrer


En abril de 2010 la revista People en Español nombró a Lupita Ferrer como una de las 50 estrellas más bellas de Latinoamérica. No me extraña que la antagonista de la famosa telenovela Cristal, quien ya pasó su sexta década, aparezca en esta lista junto con las también venezolanas Gaby Espino y la actual Miss Universo Stefanía Fernández (más de 40 años menores que ella): en diciembre me crucé con Lupita Ferrer y pude constatar que cual versión femenina de Dorian Gray, es de esos afortunados seres que parece haber sido tocada por la vara de la eterna juventud.
Este encuentro casual entre una diva de telenovela y una escritora venezolana ocurrió en diciembre de 2009 en la ciudad de Nueva York, fue en un viaje pre-navideño que hice con mi mamá y mi tía María Elisa, la misma con quien bailé en las discotecas parisinas al ritmo de Illusion. Nuestra Meca ya no son las discotecas sino las tiendas con buenas ofertas. Macy's es el templo, aunque mi mamá no va ni amarrada: la abruma, es demasiado grande, hay demasiada gente. Yo podría vivir en la tienda de la calle 34, pero es cierto que abruma, si vas acompañado es fácil perderse, por eso al traspasar sus puertas mi tía y yo nos despedimos, cada quien por su cuenta.
Tras curucutear la pila de carteras en descuento, subí al piso tres donde se encuentra la ropa para adulta contemporánea, iba pescando ofertas con los brazos cargados de faldas, blusas, pantalones para ver cuál sí y cuál no, como solemos lucir las venezolanas en ese trance: despeinada, el maquillaje corrido, zapatos de goma para aguantar el trote, y de repente la vi, era ella, no el vestigio de lo que fue, era la elegante señora Victoria Ascanio que hace 25 años le hizo la vida cuadritos a la huérfana Cristina, ignorando que era su hija abandonada a las puertas de una iglesia.
Mi primer recuerdo de una telenovela fue Esmeralda (1970), la cieguita interpretada por Lupita Ferrer que caminaba por un riachuelo de la mano del recio José Bardina en escenario de cartón piedra simulando los predios de una hacienda.  También fue mi inicio como farandulera. Otras novelas de la dupla Bardina-Ferrer siguieron, como La Zulianita, antes de que la actriz zuliana se casara con un gringo mucho mayor que ella, quien le prometió la conquista de Hollywood.

Que yo sepa, sólo hizo Los Hijos de Sánchez (1978), con Anthony Quinn, que no tuvo la repercusión del libro escrito por el sociólogo Oscar Lewis sobre la intimidad de una humilde familia mexicana. De la película hoy sólo queda el recuerdo de la trompeta de Chuck Mangione.
A mediados de los años 80, Lupita regresó a Venezuela para trabajar en Cristal, otra telenovela de Delia Fiallo, esta vez como "primera actriz", lo que significa que ya le pasaron los años dorados de la muchacha de la novela. Carlos Mata y Jeannette Rodriguez eran los protagonistas, y Raúl Amundaray hacia el papel del marido infiel de Victoria Ascanio. Esta novela de las 9 en RCTV que comenzaba con la estridente voz de Rudy La Scala cantando Mi vida eres tú, trataba sobre una diseñadora de modas que lucha por separar a su hijastro Luis Alfredo de la humilde modelo de quien se enamoró. Cristal no sólo pegó en Venezuela sino en el resto de Latinoamérica y España, a partir de ella, Venezuela fue considerada durante años el emporio del culebrón. Hay un dicho español que se origina de esta telenovela: "Lloras más que culebrón venezolano".
Lupita Ferrer con su voz aniñada, enormes ojos de venadito asustado, batiendo la ondulada melena rojizo-castaña, sin ser tan buena actriz como Marina Baura o Doris Wells, por su tendencia al melodrama calzó a la perfección con los dos estereotipos de mujer en todo culebrón: dulce y sufrida protagonista, y mala maluca antagonista.
Tampoco se puede decir que yo admiraba a Lupita Ferrer, pero era y sigue siendo un símbolo patrio, como la orquídea y el tucán. En el alma popular de todo venezolano sólo Lila Morillo la supera. Viéndola de lejos en una tienda de Nueva York se me estremeció la venezolanidad, como si me hubiese encontrado en Macy's con Simón Díaz y su cuatro entonando Sabana. Qué Susan Sarandon ni qué Meryl Streep, Lupita se conserva mejor que cualquier actriz de Hollywood de su edad. Sería una barajita irrepetible en mi álbum de fotografías en facebook, por eso cual muchachita de las que se paraban a las puertas del canal de Bárcenas cazando autógrafos, me acerqué timidamente a la diva venezolana con la intención de preguntarle si no sería mucha molestia tomarme una foto con su merced.
Quizás no fue un buen momento, la actriz tenía problemas pagando con una tarjeta de crédito. Discutía con la cajera con la misma voz indignada con la que Victoria Ascanio regañaba a las modelos de su atelier. La cajera era de ascendencia latina, pero no se hablaban en español, seguro su abuela habría reconocido a la actriz al instante, y aunque Lupita Ferrer sigue siendo primera actriz en las telenovelas miameras, era obvio que la muchacha no tenía idea de quien era la cliente azorada.


No creí conveniente pedirle que sonriera a la cámara, mejor conocerla de manera casual, me paré detrás de la diva como haciendo la cola para pagar. Minutos después, el problema con la tarjeta seguía y el montañón de ropa me comenzaba a pesar así que en una pausa de su conversación con la cajera, mientras ésta hacía una llamada telefónica al jefe de piso, le pregunté : "¡¿Tú no eres Lupita Ferrer?!".
Lupita volteo con un mohín de impaciencia, no fue grosera, me dijo "siiii, ya va, este no es un buen momento...".
No me malinterpreten, seré farandulera pero jamás he sido cazaautógrafos ni de las que molestan a los famosos como si fueran amigos de toda la vida. En Nueva York me he cruzado, entre otros, con Dustin Hoffman, Woody Allen y Penélope Cruz; y evito mirarlos más de lo que miraría a cualquier  transeúnte. Pero ¡caramba! encontrarse con Lupita Ferrer en Macy's de Nueva York y pasarle por al lado como si nada, sería hasta traición de lesa patria.
La verdad es que no sé lo que esperaba de Lupita, al principio una foto para montarla en Facebook, pero después de ese mohín de impaciencia ni loca le pediría que se retratara conmigo, aunque quizás tras identificarme como paisana, decirle que de niña vi Esmeralda y de universitaria Cristal, qué se yo, preguntarle cómo le estaba yendo, si extrañaba Venezuela, lo mismo que conversan dos venezolanas cualquiera que se encuentran en el extranjero en una cola para pagar, quien quita que tras una conversación casual, le podía pedir a la estrella una foto sin perder la dignidad.
Aproximadamente 5 minutos duró semejante papelón: yo, autora de un par de libros, columnista de El Nacional, cargada de blusas, faldas y pantalones que no estaba preparada para pagar, parada detrás de la legendaria actriz contrariada porque no le pasaba la tarjeta. Lupita en ningún momento volteó hacía mi buscando solidaridad nacional, ni una mirada cómplice de estos gringos pendejos.
Así que me fui sin despedir, entré en los vestidores y salí media hora después sin la montaña de ropa, apenas un pantalón y una blusa pasaron el corte. Lupita se había ido. Quién sabe si habrá solucionado su problema. De todas maneras, para evitar que me fuera a pasar lo mismo, busqué otra caja donde pagar.
En la noche, cuando volví a ver a mamá y a María Elisa, antes de enseñarles lo que había comprado, les conté la anécdota de cómo casi me tomo una foto en Macy's con Lupita Ferrer. Se me quedaron mirando con ojos de "no estarás hablando en serio", cuando les dije que sí, que qué tenía de malo, y les conté esta historia que acabo de narrar, ambas me regañaron: semejante ridículo, a quién se le ocurre, qué pena, ¿Lupita Ferrer? ¡Por favor!
Es verdad, el momento fue engorroso y no logré el objetivo, pero no me arrepiento, quien nace farandulera, ni que la fajen chiquita. Qué grande habría sido tener una foto con Lupita Ferrer en Macy's para pavoneármela en Facebook.
Para la próxima, no la dejo escapar.

domingo, 25 de abril de 2010

En honor a Sant Jordi


El caraqueño que hoy no sepa que el 23 de abril se celebra en Barcelona el día de Sant Jordi, patrón de la lectura y del idioma, y que a los hombre hay que regalarles un libro y a las mujeres una flor- pensamiento misógino, eso sí-, es porque jamás celebraría un día de Sant Jordi porque no le interesa la lectura.
Aunque para ser sincera en Caracas tampoco sabíamos de esta tradición catalana hasta el año pasado cuando en la Plaza Francia, que muchos llamamos Plaza Altamira, la Alcaldía de Chacao celebró a sant Jordi montando una feria del libro a la que no debía faltar editorial venezolana alguna.

El I Primera Festival del Libro tomó la plaza como 4 días. Debo confesar que no fui. En el 2010 este II festival durará 10 días: del viernes 23 de abril al domingo 2 de mayo, y ha sido más publicitado que el primero, no tanto por los medios de comunicación, sino gracias a redes sociales como twitter y facebook: el viernes en la tarde la comunidad virtual compartía información desde la plaza sobre el increíble ambiente que se estaba disfrutando, sobre todo de noche,  lo maravilloso de sentir que una ciudad que se ha vuelto tan hostil como Caracas, no todo está perdido.


No fui el viernes pero si el sábado, llegué a la Feria poco después de las 3.30 de la tarde para disfrutar la presentación de 5 de nuestros mejores poetas. Llegué tarde, sólo alcancé oír a Rafael Cadenas ante un público entre de pie y sentado arriba del murito de la fuente del Obelisco. Finalizada la presentación, una pareja de muchachos se acercó a Leonardo Padrón para ofrecerle una flor y pedirle que se tomara una foto con ellos.
A las 4 pm, 5 jóvenes autores leyeron minificción, acompañados de Violeta Rojo, responsable de la compilación del Fondo para la Cultura Urbana: "Mínima Expresión: muestra de la minificción venezolana" , Violeta también leyó textos del libro de autores que no pudieron asistir, dejándonos al público despierta el hambre para más microrelatos.
A las 5 pm, Luis Pedro España presentó la obra "Poder y catástrofe" de la socióloga Paula Vásquez, y a las 6, mi amigo Pedro Penzini hijo, presentaba el autor de un libro de economía, mientras a pocos metros, la actriz Ruddy Rodríguez firmaba autógrafos de su libro de autoayuda. El homenaje a José Ignacio Cabrujas sería al día siguiente.
Poesía, Literatura, Economía, Sociología, Autoayuda, Teatro; temas para todos los gustos.
Quizás los fines de semana no sean los mejores días para recorrer el Festival de la Lectura, mucha gente, pero el principal problema que le vi a este festival es el mismo que nos viene aquejando a los lectores venezolanos desde hace varios años cuando el libro dejó de ser renglón prioritario para la adquisición de divisas: en la Plaza Altamira no había mayores novedades con respecto a la escuálida oferta de las librerías caraqueñas, y más allá de los libros de ocasión, el precio de los libros no era solidarios, muchos oscilaban entre  160 y  200 bs, algunos estaban hasta más caros que en las librerías: mi hija me encargó un libro que le pidieron en la universidad,y en la Librería Técni-Ciencia se conseguía más barato que en el estand de su editorial.

Se acabaron los días en los que salíamos cargados de bolsas de la Feria del Libro. Aunque en editoriales como Santillana y Ediciones B hay libros en oferta. Si nunca ha leído Matar a un ruiseñor de Harper Lee, o De aquí a la Eternidad de James Cain, los conseguirá a 10 bs en la Plaza Altamira. También el estand de la Librerías del Sur, escarbando entre la obviedad ideológica tipo: "Revolución de la conciencia", se encuentran excelentes títulos a precios de los años 70.
Pero aunque ya no salgamos cargados de libros, compartir el amor a ellos en un espacio público, bien vale más de una visita al II Festival de la Lectura.

viernes, 23 de abril de 2010

Más que una gota de lluvia



Al revelar en Caracas las fotos de mi viaje a Granada me sorprendió ver una burbuja de luz en medio de la Plaza de las Flores. No la recuerdo. Trato de descifrar qué habrá escondido en ella: ¿acaso una princesa visigoda, un sabio tramposo o un valiente soldado moro? Me niego a aceptar otra explicación: visitar La Alhambra y descubrir las crónicas de Washington Irving al mismo tiempo, convencerían al más escéptico viajero de que la antigua ciudad española es un lugar encantado.

Mi peregrinación comenzó por caminos bordeados de olivares en un taxi conducido por un simpático chofer que nos llevó de Sevilla a Granada en menos de tres horas, iba señalando de tanto en tanto unos mojones blancos que indicaban la ruta seguida por Washington Irving. 


Conocía sólo de nombre a este decimonónico escritor norteamericano famoso por sus relatos de jinetes sin cabezas y leñadores de sueño profundo. Por eso cuando el chofer me preguntó: "¿Habeís leído sus cuentos de la Alhambra?" Con cierto rubor tuve que confesar que no. Por el espejo retrovisor vi como una chispa se encendía en sus ojos: "Soy granadino y los cuentos que durante mi infancia narraba mi padre, la historia de mi pueblo, piezas que no encajaban, detalles que faltaban, todo lo comprendí leyendo Los cuentos de la Alhambra".

Ante semejante recomendación, después de visitar en Granada la Catedral, la Capilla Real donde se encuentran sepultados los Reyes Católicos, y el barrio La Alcaicería, en lugar de comprar babushkas o pashminas, tomé en una tienda de souvenirs Los cuentos de la Alhambra. En la obligada hora de la siesta española, leí el accidentado trayecto de ese gringo loco que debió ser Irving, por las sierras andaluzas en busca de un legendario castillo morisco que pocos hombres de su tiempo conocieron.

Visitar La Alhambra en el siglo XIX era turismo extremo: había que mandar por adelantado los objetos de valor con feroces arrieros, y porsia las moscas, también había que llevar oro suficiente para satisfacer la codicia de los bandidos. Nada más letal que un forajido sin botín. Irving se jacta en sus crónicas de haber viajado como un contrabandista aceptando lo bueno y lo malo y mezclándose con todo tipo de gente: "Con un estado de ánimo así: ¡qué país para el viajero!". 
Acompañado por un amigo diplomático y un guía español, el escritor partió de Sevilla una mañana de primavera a la grupa de un buen caballo, durmiendo donde le agarrara la noche, andando kilómetros y kilómetros durante el día, a veces sin toparse con un alma, ni siquiera con el canto de un ave. A pesar de tanta soledad, a la caravana no la abandonó el susto de ser sorprendida por una manada de toros salvajes, o peor aún, por una de las bandas de delincuentes que merodeaban la zona.


Tan raro era que en el año 1829 un forastero llegara a esos parajes de Dios (hasta 1492 parajes de Alá) que el mismo gobernador de Granada recibió a Irving y lo invitó a quedarse como huésped del palacio por el tiempo que él quisiera. La tía Antonia, ama de llaves y señora del castillo nazarí, lo acogió como a un miembro más de la familia de los "hijos de la Alhambra" humildes moradores del castillo que llevaban su pobreza con orgullo de hidalgos. Durante meses Irving deambuló a su gusto por la fortaleza mora que en sus tiempos de esplendor llegó a albergar más de cuarenta mil habitantes. Irving conoció cada rincón de La Alhambra, cada leyenda, entre ellas el secreto del por qué ha logrado sobrevivir durante más de diez siglos a guerras y terremotos: en su entrada está grabada una mano intentando agarrar una llave, cuando la logre alcanzar, la fortaleza desaparecerá en medio de grandes explosiones.


Mucho ha cambiado el turismo en La Alhambra de Irving para acá. Hoy hay que pedir cita para entrar, y tantos son los turistas en peregrinación a la legendaria fortaleza, que apenas se tiene derecho a recorrerla tres horas, y muchos de sus aposentos están cerrados al público. Pero gracias a Irving, al entrar en mi breve recorrido a La Alhambra encontré las manchas rojas en el piso de mármol, recuerdo imborrable de la sangre de los 37 nobles cristianos degollados ahí; gracias a Irving escucho el laúd de plata de la princesa Zorahaida, quien no se atrevió a fugarse tras un gallardo caballero español como sus hermanas Zaida y Zoraida, siendo condenada por su cobardía a marchitarse en una solitaria torre; gracias a Irving busco las dos estatuas blancas que miran en dirección a un tesoro escondido, y tengo la certeza de que bajo el palacio todavía está enterrado con sus riquezas el astrólogo Ibrahim. Y quien sabe si tras la puerta de madera cerrada al público, esa que tiene una plaquita que dice: "En este cuarto escribió Washington Irving Los Cuentos de la Alhambra", aún esté el espíritu del aventurero escritor recopilando leyendas.

Por eso cuando una escéptica empleada de laboratorio mira la foto de la burbuja de luz en la plaza granadina, y con voz de conocedora de químicos y revelados, asegura: "No es más que una gota de lluvia," prefiero quedarme callada mirándola con cierta pena, sin duda nunca ha estado en Granada.



Crónica publicada en Ficción Breve tras una visita a España en otoño del año 2004

domingo, 18 de abril de 2010

Illusion en Prodavinci



Los invito a visitar el portal literario Prodavinci para que lean en Domingos de ficción mi cuento Illusion,  la historia de un par de princesas petroleras a quienes el Viernes Negro las agarró bailando. Ya saben, cualquier parecido con la realidad, bla, bla, bla...

sábado, 17 de abril de 2010

Van Gogh en la isla



Me hice la férrea promesa que estas vacaciones de Semana Santa en Margarita serían de recogimiento espiritual, compartir en familia en comunión con la naturaleza. Cero banalidades consumistas. Durante tres largos días no fui a Sambil, ni al nuevo centro comercial La Vela, ni a la avenida 4 de Mayo, ni siquiera a Conejero, y cuando los vendedores que recorren las playas de la isla  pasaban por mi lado exhibiendo su atractiva artesanía, en firme voto de sacrificio, miraba para el horizonte donde el mar se confunde con el cielo: “ummm”.
Bastó que mi cuñada llamara para decirme que el sobrino perdió su crucecita de madera que le trajeron de Margarita,  que si le podía traer una nueva,  para dejar de lado tanta abstinencia, y durante el resto de las vacaciones revisé la oferta artesanal de todo orfebre que me cruzó por delante, que se pueden contar por decenas, no sólo de vendedores margariteños sino de toda América Latina
Las perlas no pasan de moda en Margarita, tampoco los dientes de tiburón, vi collares de coral , gran variedad de pulseras tejidas, zarcillos de estrellas de mar, de insectos y de frutas hechos de pedrería, medallas de nácar de la virgen del Valle, hojas de marihuana inoxidables, y hasta pruebas de inteligencia, pero en Semana Santa 2010 el calvario no estaba In: la crucecita de madera brillaba por su ausencia; aunque ofrecían cruces de cáscara de coco asidas a rosarios multicolor.
Estaba a punto de darme por vencida, cuando vi de lejos a un vendedor de tez rosada cual jamón de pierna, pecoso, de brillante melena roja, edad indefinida, quizás el intenso sol del mediodía combinado con un par de cervezas tendría efectos alucinatorios, pero habría jurado que era el mismo Will Robinson de la serie Perdidos en el Espacio de los años 60, que adulto, hastiado de aventuras intergalácticas, aterrizó en Playa El Agua, porque como dice la canción: “en el mar, la vida es más sabrosa”.  
Le hice una seña para que se acercara, el pelirrojo se sorprendió, como si estuviera acostumbrado a ser él quien ofrece su mercancía. Cuando inocente de mí se me ocurrió preguntarle si no vendía crucecitas de madera, su tez rosada subió varios tonos a rojo indignación, y no sé si en brasilero o en español machacado, contestó furioso:
“¡Cruxeicita de madera! Eu sou artista, sou artesano”.
Apostando que si se quitaba la gorra negra seguro que la faltaba una oreja, caí en cuenta de mi error, ningún Will Robinson, a quien tenía enfrente era a la reencarnación de Vincent Van Gogh, el artista incomprendido en su época que en vida no vendió sino un cuadro. El iracundo artesano brasilero pasó como diez minutos despotricando con su obra clavada en la arena: un tablón lleno de zarcillos tallados de flores. Decía que tras recorrer varias playas en Venezuela, de Morrocoy a Puy Puy, en ningún lado le fue tan mal como en Margarita. No entendí la mitad de lo que habló, sólo que juró: “nunca mais volver”.
Evité caer en polémicas, le dije algo zen estilo Lost: “si no quieres a la isla, la isla tampoco te querrá”. Se marchó refunfuñando con su artesanía a cuestas, no parecía percatarse de que era uno más de tantos orfebres compitiendo en un reñido mercado vacacional.
Por fin le conseguí la crucecita a mi sobrino la última tarde en Playa Guacuco. El muchacho que me la vendió al recibir los 20 bolívares besó su medalla de la Virgen del Valle: “Es la primera venta del día”.

Artículo publicado en El Nacional el sábado 17 de abril de 2010, ilustración para Evitando Intensidades de Rogelio Chovet.

viernes, 16 de abril de 2010

Playa Guacuco


La playa que mejor conozco en Margarita es Playa Guacuco. Quizás no sea la más bonita pero es la más visitada por los margariteños quienes aprecian su vegetación, y que a pesar de ser oceánica, no es tan brava como otras playas de la misma costa.
Guacuco puede ser tres playas en una, aunque a los asiduos a las tres pareciera que les gusta tomar caña por igual: la primera, la de los quioscos, es donde van quienes buscan servicio de comida, toldos y sillas. Aquellos que prefieren no cargar sombrillas y cavas. En temporada baja es recomendable ir a uno de ellos porque el resto de la playa está desolada y puede ser peligroso. El principal problema de estos quioscos es que hay poca playa, es decir, poco espacio entre el mar, la arena y las palmeras.
Quienes van a la playa a tomar sol, se encontrarán con exceso de sombra, un punto a su favor para quienes pasaron la etapa de ponerse como bisteck vuelta y vuelta, y prefieren leer resguardados del sol.


La segunda Playa Guacuco es la de los margariteños, para quienes el ardiente sol no es atractivo y se instalan bajo un sector vegetado a preparar parrilla, sancochos, jugar cartas o dominó. En lugar de sillas de extensión, prefieren chinchorros. De vez en cuando se dan chapuzones, pero sólo en la orilla, le tienen respeto al mar, sus niños no entran a lo hondo con tablitas, y si lo hacen, en seguida salta la mamá o la abuela a sacarlos a gritos. Cuando ven que uno de nuestros niños está muy lejos, suelen advertir: "Cuidado con los muchachos, que la resaca es traicionera". Este sector de la playa sólo se llena los días feriados y los fines de semana.


Por último está el espacio de Las Terrazas, el trozo de playa en el que nos instalamos los usuarios del condominio a una pasarela de distancia -en su mayoría caraqueños- caracterizado por toldos amarillos y blancos. A los inquilinos de los Ranchos de Chana también les gusta acampar allá. Es una de las zonas a las que más le pega el sol en Guacuco, aunque está limitada por los tolderos del condominio a un espacio reducido, por eso en temporadas altas la aglomeración es excesiva. Fuera de temporada no suele estar disponible el servicio de tolderos de Las Terrazas, sólo los fines de semana.


Las malas lenguas llaman a este sector de Guacuco "Playa celulitis", porque a las madres con cuerpos de haber parido unos cuantos muchachos, la preferimos por ser de oleaje menos fuerte que el resto de las playas margariteñas, ideal para que los chamos corran sus primeras olas. Desde hace un par de años en temporadas altas hay una Escuela de surf para niños. No es una playa juvenil, ahí no llegan las camionetas 4X4 con impresionantes equipos de sonido, tranquilidad que muchos apreciamos. Al llegar a la adolescencia, la mayoría de aquellos niños que felices comenzaron corriendo olas en Guacuco, se rebelan y exigen que sus padres los lleven a otras playas con mejor nivel de rumbita.


En esta sección de Las Terrazas se ubican los famosos joyeros de Guacuco, que comenzaron vendiendo hace más de 20 años de toldo en toldo, y hoy tienen puestos fijos. Los asiduos los conocemos por nombre: Suhely, José Patiño (el de más antigüedad, rey de la playa, siempre está ahí), José Ángel (aunque esta semana santa no apareció, a lo mejor se fue a esquiar) y Esteban, que tal fue su éxito como joyero, que hace años no iba para la playa sino que montó una tienda-taller en su casa en el pueblo, donde atendía clientes y surtía varias joyerías de Caracas. Su hermano y cuñada vendían su orfebrería en la playa. Lamentablemente, Esteban murió el pasado 10 de abril en un accidente de tránsito en la autopista El Valle.


Los orfebres sólo montan sus tenderetes en temporadas altas -aunque José está todos los días del año cargando su tablón de mercancía-, vienen a visitarlos a Playa Guacuco quienes no desean pasar el día de playa sino hacer un toque técnico para ver qué hay de nuevo o para hacerles un encargo. Los precios son menos solidarios que cuando empezaron, pero ya tienen su clientela y mandan mercancía a Caracas vía Federal Express.
Además de los vendedores con tenderete, están los de toda la vida que caminan la playa ofreciendo artesanía, pareos, lentes, camisolas, gorras...  a quienes los asiduos a Playa Guacuco conocemos por nombre y les preguntamos por sus vidas. Son personas amables, trabajadoras, simpáticas, muchos se instalan a conversar compremos o no. Ellos fueron quienes me contaron del accidente fatal de Esteban.
Las empanaderas de Guacuco también son como viejas amigas, son las mismas desde hace años: Nieves y sus hermanas, cuyos hijos, y nuestros hijos, hemos visto mutuamente crecer. Están sólo en temporada vacacional, la semana post Semana Santa en ninguna playa de las que visité en Margarita había empanaderas trabajando.


Lo que si desapareció casi por completo de la playa fueron los heladeros, se los comió la recesión. De vez en cuando se ve uno cargando una cava ofreciendo helados de coco o sorbetes artesanales. Los carritos de EFE y Tío Rico casi no se ven. Cuando mis hijas adolescentes estaban pequeñas los heladeros abundaban, se les paraban en frente y comenzaban a tocar sus campanitas sabiendo que no tardarían en convencer a sus padres para que les compráramos un helado. Los vendían por encima del PVP pero los vacacionistas comprendíamos que caminar una y otra vez la playa, bajo un solazo, empujando un carrito de helados, valía el sobreprecio. Tampoco eran tan caros, no representaban un sacrificio en el presupuesto familiar aunque le teníamos límite a los chamos: no más de tres helados al día, no se fueran a empachar. Y si estaban jugando con amiguitos, les brindábamos a todos un helado.
A medida que fue pasando el tiempo el bolsillo comenzó a sufrir, y de tres helados al día pasamos a dos y después a uno, no precisamente por ser mejores padres y ocuparnos de su alimentación, sino porque el gasto se sentía cada vez más fuerte. Gracias a la inflación dejó de ser rentable vender helados, y los heladeros desaparecieron. Los vendedores de conserva de coco, obleas, ostras, siete potencias y vuelve a la vida siguen en demanda.


Otra característica que distingue a Guacuco del resto de las playas de la isla, valga la redundancia, son sus guacucos, aunque durante años estos moluscos desaparecieron debido a una marea roja, hoy volvemos a sentirlos bajo los pies cuando entramos al cálido mar. En una curva en la calle, a la entrada de la playa, se para una señora a ofrecer botellones de refrescos llenos de guacucos, los vende a 30 bolívares. Con ellos preparamos en la noche una exquisita pasta vóngole, aunque hay quienes se los comen en la playa rociados de limón.
Lo más negativo de Playa Guacuco es cuando aparecen las algas rojas inundando el mar, entonces es necesario emigrar de playa, también hay días en que la marea sube tanto que no hay espacio para instalarse, las olas del mar revientan casi a la altura de los cocoteros. Nada de eso pasó esta Semana Santa 2010, el único cambio para mal fue que se acabaron los atardeceres en la playa, o "quédese a su propio riesgo": los tolderos del condominio Las Terrazas recogían a las 5 de la tarde porque los malandros están atracando a los temporadistas que salen al oscurecer, y debido al cambio de huso horario, ya es casi de noche a las 5 y 30 pm.


Lástima, porque la hora más regia de Playa Guacuco es cuando el sol se oculta en el mar.

  Las fotos son mías a excepción de la de José Patiño, cortesía de Elisa Escovar,


domingo, 11 de abril de 2010

Barbara en Caracas


  
Cuando la ex- Secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, comparó a Fidel Castro con un dinosaurio en el foro “Mujeres del Mundo”, Barbara Walters saltó de inmediato: “explíquese”. Por lo visto la octogenaria periodista no conocía el término con el que los latinoamericanos nos referimos a las Dictaduras. Cuando Albright contestó algo similar a lo que canta Charlie García: “ porque como los dinosaurios,  va a desaparecer”, el público celebró su salida con risas como si de un chiste se tratara, a excepción de Walters, quien no ocultó un mohín de desprecio ante semejante comentario.
Tras leer “Audition, a memoir”, no me extraña el enfado de Walters por lo que para los latinoamericanos tampoco es un chiste: que los dinosaurios algún día tienen que desaparecer, y no porque ella sea ferviente admiradora del líder cubano que pasa los 80 años de vida y tiene más de 50 años llevando las riendas de su país sin permitir disidencias, sino porque Walters en sus memorias no oculta su fascinación con aquellos que ostentan cualquier tipo de poder político, llámese Richard Nixon, Anwar Sadat, Golda Meir, Yasir Arafat, George W. Bush o Hugo Chávez.
Pionera de las mujeres periodistas nacida en Boston en el año 1929, a Walters le costó subir escalafones en una profesión dominada por los hombres, hasta que el entonces presidente Nixon la invitó a acompañarlo en su gira a China en 1971. Desde entonces, Walters se volvió una de las consentidas de los líderes mundiales a la hora de conceder entrevistas por la empatía que logra establecer, siendo en 1977 la primera norteamericana en atravesar la Bahía de los Cochinos para entrevistar a Fidel, y quizás por eso, fue la escogida por su pupilo, el Comandante Chávez, para abrirle su corazón antimperialista al público norteamericano.
Aquellos venezolanos de la oposición que vieron la entrevista de Chávez en el programa 20/20 de la cadena ABC,  sintieron a la veterana periodista complaciente. Walters en sus memorias confiesa que a pesar de ella misma –después de todo el líder venezolano considera a los Estados Unidos como enemigo- simpatizó con Chávez.  Lo que le pareció un horror fue Caracas: “qué ciudad tan fastidiosa”, la describe Walters en sus memorias quejándose de que esta capital no tiene buenos museos y su mayor punto de atracción es subir a una montaña por teleférico. “What a bore!”.
 Mientras el Comandante Chávez se dignaba a atender a la periodista a su conveniencia (tardó como 2 días en recibirla en Miraflores), no le faltó a Walters quienes le hicieran un tour por Caracas, primero el revolucionario por un barrio de la ciudad, debidamente escoltada y bien escogidos sus interlocutores no le fuera a salir alguien quejándose de la falta de agua o de la impunidad de los malandros. El propio tour diseñado para la Izquierda caviar de tal modo que Walters fuera testigo de cómo al Comandante en Jefe lo ama el pueblo venezolano. Tampoco faltó el tour contrarevolucionario, no tan bien diseñado, ese fue por mansiones del este, con hermosos jardines y muros altos para evadir la delincuencia. Sus propietarios recibieron a la prestigiosa reportera con el fin de expresarle en perfecto inglés lo mal que se está viviendo en Venezuela.
Contradicciones de esta República Bolivariana que no entendería una periodista que no ha corrido el la vida el riesgo de perder su derecho a expresarse en un mundo de dinosaurios.

Artículo publicado en El Nacional el sábado 3 de abril de 2010.